Capítulo CXIV: Martín “El Humano”
Año de nuestro Señor de 1387
Pedro IV el Ceremonioso tuvo dos hijos, entre los que, siguiendo la absurda costumbre medieval que tantas veces hemos glosado ya, dividió sus reinos. El mayor, Juan, se quedó el reino de Aragón, y el menor, Martín, el de Sicilia (que, de hecho, ya comenzó a gestionar en vida de Pedro IV). Así que tendría que ser, una vez más, la sabia naturaleza la que desfaciera los entuertos humanos, por la única vía que conoce: matando.
Juan I tuvo un reinado bastante corto (1387-1396). Y menos mal que así fue, porque al tío se le conoce con los sobrenombres, a cual más mariconsón, de “El Cazador” o, agárrense, “El Amador de la gentileza”, lo cual no sé si significa que es que se iba mucho de putas o que declamaba poesía que daba gusto verlo. La verdad es que probablemente sería lo primero, y a lo anterior podríamos unir el sobrenombre de “El Vago”.
Verán Ustedes, el tío se casó dos veces (lo cual en sí tampoco es para tanto, y menos en aquella época, en la que no hacía falta divorcio porque, total, se morían). La primera con la hija del conde de Armagnac. La segunda, con una sobrina del rey de Francia, Violante de Bar, en 1380. Este segundo matrimonio lo lleva a cabo contra la opinión de Pedro el Ceremonioso y, sobre todo, de la entonces reina, Sibila de Fortià, así que Juan las pasa canutas hasta 1387, año en el que por fin sucede al Ceremonioso. Lo primero que hace es encarcelar a la reina y otorgarle todas sus prebendas y riquezas a su esposa (y nueva reina) Violante. Lo segundo, gastarse, según explican los historiadores, todo el presupuesto público en francachelas que monta con su mujer y sus amigotes. Cuando se acaba el dinero, comienza a pedir dinero a diestro y siniestro a las Cortes. Como los representantes de los distintos reinos se niegan a aflojar la mosca, Juan intenta eliminar sus privilegios y gobernar en plan caudillo.
Pero, naturalmente, esto sirve de poco si los que supuestamente padecen tu reinado del terror siguen sin soltarte el dinero. Así que, desesperado, Juan I adopta una de las decisiones más imaginativas de nuestra Histeria: se inventa –literalmente- una invasión del reino a cargo del Conde de Armagnac (sí, su ex suegro) para que las Cortes le den el dinero necesario para rechazarla. Lo gracioso del caso es que el prestamista habitual de Juan I es quien financia también la expedición de Armagnac (en plan “venga, suéltale al chaval lo necesario para que monte un ejército apañao y aparente, no sea que alguien no se lo crea”). Este es un recurso actualmente muy manido, pero entonces tenía cierto mérito: “Armagnac amenaza con emplear sus armas de destrucción masiva; ¡sabemos que las tiene, y tenemos pruebas! El cabrón de Armagnac incluso se ha hecho con un Santo Grial en Níger con el que repartirá unas yoyah que no veas. ¡Puede enviar un ejército de Francia a nuestro reino en menos de 45 minutos!”
Lo mejor del caso es que ni así consigue Juan I que las Cortes le financien en lo más mínimo su expedición defensiva (pese a lo cual, oh casualidad, rechaza sin problemas al “invasor”). Pero la resistencia de las Cortes para conceder empréstitos especiales no puede impedir que los diez años de gestión imprudente y manirrota, unidos a las excesivas, para un Reino tan pequeño y poco poblado, “exigencias imperiales” a que el Ceremonioso había sometido a la Corona de Aragón, dejen la hacienda pública en la bancarrota y a la Corona de Aragón en su conjunto en un proceso de acelerada decadencia.
La muerte de Juan I tampoco mejoró excesivamente las cosas. Su hermano, “Martín el Humano” (1396-1410), intenta racionalizar mínimamente la Administración y evita dejarse llevar por los mismos vicios de la Carne que perdieron a su hermano. Pero los sustituye por vicios mucho peores: por una parte, la cultura. Como denota su, al mismo tiempo ,minimalista, redundante y pretencioso sobrenombre, el tío se dedica a conceder subvenciones a un montón de artistas conceptuales de la época (no les digo más) que agujerean aún más las cuentas públicas. Y, por otra parte, los delirios de grandeza. A pesar de que en los años finales de su reinado el gusto por las empresas militares prácticamente desaparece y se disfruta de algunos años de paz, los años previos son pródigos en iniciativas en este apartado.
Algunas de ellas necesarias, como la pacificación de Sicilia (que llevaba a esas alturas veinte años de levantamiento de la nobleza autóctona contra los aragoneses –sabían lo que se les venía encima) o la reconquista de Cerdeña a los genoveses. Otras, notoriamente absurdas: Martín el Humano se erige en defensor del Papa Luna, Benedicto XIII, al que salva de un asedio francés en Avignon y se lo trae consigo a Peñíscola, convirtiéndose en su protector (que ya me dirán Ustedes de qué sirve tener un Papa si a éste sólo lo reconoces tú). Y, sobre todo, al hombre se le ocurre la brillante idea de montar dos cruzadas contra el Norte de África, que fracasan en su empeño al poco de salir del puerto de Barcelona, merced a sendas tormentas.
Sin embargo, aunque el balance es, como ven, muy negativo, Martín el Humano es recordado, sobre todo, porque a su muerte, sin descendencia y sin que se hubiera molestado en nombrar a un sucesor, hubo un cambio de dinastía en la Corona de Aragón. Cambio que acabaría facilitando sobremanera la unión de Aragón con Castilla y, en suma, la reunión de esa unidad de destino en lo universal que llamamos España: “El Compromiso de Caspe”.
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