Constitución española de 1978, año 30.

La Constitución española votada en referéndum el 6 de diciembre de 1978 está a punto de cumplir 30 años (en términos de vigencia lo hará el próximo día 29) y la efemérides ha permitido comprobar que, a estas alturas, es tan generalizada la sensación de que su reforma es necesaria y conveniente (lo cual, como es obvio, no significa, ni mucho menos, que la reforma sea imprescindible o urgente) como la impresión de que la misma no será fácil (y que, por ello, no es previsible que se lleva a cabo a corto plazo).

Las desleídas celebraciones oficiales, desprovistas de las otrora habituales manifestaciones de emoción y comunión orgullosa en torno al texto constitucional, han dejado prácticamente sola a Victoria Prego en su labor apostólica, cada vez que se aproxima un aniversario de este tipo, con su consabida celebración del espíritu de la transición (a cuenta, esta vez, de unos adictivos vídeos), mientras los partidos políticos desertan en masa del festejo y algunos aprovechan, en medio de la incomprensión general sobre lo que ha de significar la libertad de expresión de ideas perfectamente defendibles en una democracia madura como pueda ser la defensa del republicanismo, para atacar legítima aunque severamente el pacto constitucional. En el fondo, todo esto no deja de ser un síntoma de normalidad. Una sociedad sana, con una democracia asentada y no traumatizada por el pasado reciente tampoco se recrea en exceso en alabar el pacto constitucional. Bien está, por ello, que España se incorpore a este club.

Ahora bien, especialmente interesante es que esta suerte de crisis de edad haya dado paso a un debate centrado esencialmente en la necesidad, conveniencia, urgencia y contenidos de una posible reforma constitucional, idea en torno a la cual han girado prácticamente todos los especiales conmmorativos de medios de comunicación y casi todos los comentarios de juristas que han terciado en el asunto. Y digo que es interesante porque la maduración de esta idea va en paralelo a un creciente enroque de la clase política a la hora de ponerse manos a la obra.

Como es sabido, una suerte de reverencial respeto al texto constitucional de 1978, debido a los evidentes efectos pacificadores (y de normalización jurídica que supuso respecto de nuestro entorno más próximo) que supuso, han provocado que aquél haya sido tenido a lo largo de estos años prácticamente por intangible. Sólo en una ocasión, y como consecuencia de la forzada necesidad de reformar puntualmente el artículo 13.2 como consecuencia de la incompatibilidad de su anterior redacción con el Tratado de la Unión Europea en su versión de Maastricht, las Cortes se han atrevido a tocar el texto. Más allá de esta actuación puntual, nada ha llevado a nuestra sociedad y a nuestra clase política a plantear una reforma constitucional de un mínimo calado. Lo único que se pareció mínimamente, en una demostración de esperpento muy propia del carácter jurídico-político español habitual estos años, fue el debate surgido a raíz de la percepción dominante en los neo-monárquicos institucionalistas de que la legitimidad de la Jefatura del Estado se podía ver de alguna manera minada si a la discriminación por razón de nacimiento y primogenitura ínsita a la institución que supone que un cargo público de tal relevancia se asigne por tan medieval procedimiento se unía una discriminación por razón de sexo (al parecer, aceptable para las monarquías del siglo XX pero que no queda bien en las tres o cuatro que quedan en el siglo XXI). Y, aprovechando esa posible reforma, para evitar problemas derivados de que el necesario referéndum (las previsiones del Título II, que regula La Corona, están blindadas en mayor medida que artículos como el arriba mencionado 13, en atención a que a los constituyentes les pareció mucho más imperioso proteger a la institución monárquica y todos los detalles de su regulación constitucional de cualquier tentación de una mayoría parlamentaria más o menos ubicada en las coordenadas ético-políticas de la modernidad que, por ejemplo, las previsiones respecto del derecho de sufragio, y ello genera situaciones tan raras como que una ampliación del derecho de sufragio -o una restricción- pueda ser aprobada por una mayoría cualificada en Cortes y que, en cambio, para alterar las cuitas hereditarias de los Borbones el follón sea mayúsculo, con disolución de las cámaras parlamentarias y referéndum a los ciudadanos incluídos) se convirtiera en una especie de tácito referéndum sobre la Monarquía, al Gobierno de turno, el de Rodríguez Zapatero, se le ocurrió indagar sobre la posibilidad de encuadrar esa reforma en un cambio más o menos cosmético y que permitiera un amplio consenso por el expediente de introducir contenidos tan poco conflictivos pero, a su vez, de tan poco calado, como hacer una referencia a las 17 Comunidades (16 Autónomas y 1 Foral) que conforman el Estado o incluir en un artículo una expresa referencia al Derecho comunitario. Incluso se llegó a encargar un informe al Consejo de Estado sobre este proyecto de reforma. Sin embargo, la tormentosa legislatura 2004-2008, con la aprobación de un serie de nuevos Estatutos de Autonomía y el virulento debate que como consecuencia de la misma se generó (cuyas consecuencias todavía vivimos), impidió que el clima de consenso necesario para la operación se diera y ni siquiera una reforma tan poco comprometida como la que se barajaba tuvo mucho más recorrido. Habrá, eso sí, tarde o temprano, que buscar una salida para que no haya problemas estéticos con la sucesión dinástica, en el sobreentendido de que las implicaciones éticas de todo este asunto a nadie importan, por lo visto, demasiado.

¿O sí? Porque el cambio más relevante producido en estos 30 años de vigencia del modelo de convivencia surgido de la transición pactada y de la elección de la vía de la reforma, antes que la de la ruptura, es que, probablemente, ya se ha acabado definitivamente el respeto reverencial a la Constitución de 1978 y a todos y cada uno de sus contenidos. Lo cual no significa restarle valor y méritos a los positivos efectos de esa concreta formalización de pacto constitucional, como muchas veces, no sé muy bien si simplemente por error y un exceso de purismo o si con mala intención paralizadora, se suele asumir; sino simplemente que a partir de ahora se operará con mayor pragmatismo a la hora de proponer y decidir en el futuro reformas constitucionales que se entiendan necesarias, convenientes y operativas. Es algo por lo demás absolutamente normal. Y, hasta cierto punto, también una inevitable consecuencia del cambio social y del relevo generacional inevitable con el paso de los años.

Quienes no votaron en 1978 son mayoría en la actualidad, pues los más jóvenes llamados a participar en el consenso constitucional frisan, en la actualidad, los 60 años. Esto es, que con las excepciones de cardenales, popes mediáticos y figuras de la canción ligera, las personas relevantes en nuestra sociedad no son ya las mismas que en los asños setenta. Parece, en consecuencia, más o menos normal que una sociedad que en casi todos los órdenes ha crecido y madurado en un marco jurídico y de relaciones dado por la generación anterior se sienta, dentro de lo que cabe, menos obligada a respetar con temor reverencial el legado jurídico-constitucional de 1978 que sus antecesores y, en consecuencia, más incitada a proponer y discutir cambios.

De modo que es de prever, en el futuro, que el debate sobre la reforma constitucional se recrudezca. E, incluso, que se abandone la idea de que sea exigible alcanzar para esta reforma mayor consenso del que la propia Carta Magna requiere (y que, por cierto, ya es bastante importante, pues nuestra Constitución es más bien rígida). Eso sí, está por ver hasa qué punto será fácil que tal debate prenda y fructifique en serio. Porque no se puede negar a ese legado de intangibilidad constitucional capacidad innegable de perdurar. De hecho, el mero planteamiento de estas ideas, que no son demasiado anormales, sigue disparando hoy no pocos recelos y temores, esencialmente entre quienes se tienen por los guardianes de las esencias del pacto de la transición (lo que incluye, en parte, a importantes facciones tanto del PP como del PSOE). Básicamente, se argumenta, con ello se pondría en riesgo el legado de una generación y la manera en que ésta resolvió la transición en España. Y aparece el atávico miedo a la confrontación y a su resolución por vías expeditivas caso de no lograr un «pacífico» consenso deudor de la reforma de la legalidad franquista vigente que dio origen a nuestra actual Constitución.

Aún así, tampoco se puede negar que se ha producido, lenta e imperceptiblemente, una evolución social cierta que ha cambiado la percepción otrora dominante respecto del consenso constitucional. Algo normal debido a que la generación que lo forjó y plebiscitó mayoritariamente, y que se ha alegrado mucho de haberse conocido y de haber logrado la paz jurídica más decente que este país ha tenido en mucho tiempo, ha sido sustituida por otra que, siendo educada en otras ideas y valores, y superando poco a poco el pavor (que aún subsiste en gran parte) a la discusión y a la subversión del orden establecido (rasgo cultural español muy dominante, probablemente como herencia de la dictadura), empieza a cuestionar algunos dogmas. Por ejemplo, el de que nuestra transición es modélica, ejemplar y ha de ser exportada a cualquier país que sale de una dictadura pero, a la vez, entendiendo inadmisibles leyes de punto final como la argentina. Las sutiles contradicciones de defender ambas posiciones a la vez están ya plenamente identificadas por la sociedad española y las nuevas generaciones, lo que es, sin duda, un evidente avance. Se defienda y comparta o no lo que se hizo en su día (y siendo casi todos más o menos conscientes de que la solución fue pragmáticamente difícil de cuestionar), es claro que hacerlo es incompatible con exigir rigor en la persecución de crímenes de guerra. Tenerlo claro, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, es un indicio de rigor intelectual y de autoconocimiento responsable. Y, en similar sentido, se defienda o no lo que se hizo en su día, se asume cada vez con más fuerza que la situación actual ya no es, afortunadamente, la de entonces y que, en consecuencia, quizás las soluciones más adecuadas en la actualidad y las que generarían más consenso en la población son ligeramente (o no tanto) diferentes a las de 1978. ¿Qué problema hay, entonces, en abrir el debate?

Como es obvio, estos 30 años han permitido poner de manifiesto la existencia de problemas e insuficiencias de nuestro texto constitucional. Y no pasaría nada, es más, sería altamente positivo, que una reforma constitucional estimulara el debate entre los ciudadanos sobre cómo deseamos articular nuestra convivencia y, de este modo, que se ejerciera también cierta pedagogía constitucional a partir de un debate sereno y razonado. Asumiendo, por ejemplo, y para empezar, que tampoco es ningún drama, sino más bien lo normal, que algunos aspectos sean reformados aunque no haya un acuerdo sobre los mismos cercano a la unanimidad. Porque de eso se trata, siempre y cuando los derechos de las minorías queden debidamente respetados. Por ejemplo, yo asumo quizás no con gusto, pero sí con respeto, que la mayoría de mis conciudadanos opten por la Monarquía como forma de Estado, pero creo que es exigible que esta elección pueda debatirse y discutirse de forma abierta, así como que se permita elaborar cualquier crítica a la misma compatible con el Estado de Derecho. De eso se trata.

Por lo demás, es obvio que urge una reflexión sobre algunas cuestiones básicas que afectan al modelo de convivencia y que ha quedado hasta la fecha postergadas, como consecuencia, casi siempre, de que el pacto alcanzado en 1978 respecto de ellas no fue tal sino una mera postergación de la solución definitiva o, en algunos casos, una asunción de la realidad existente para no abrir lo que entonces se tenía  por peligrosas cajas de pandora. Así, podrían plantearse muchas cosas:
– empezando por la forma de Estado, en la línea cada vez más escuchada incluso dentro del Parlamento, de quienes creen que a estas alturas, la verdad, las razones de prudencia que podían aconsejar en 1978 la opción por la Monarquía han desaparecido (o, al menos, en la línea de quienes creen que habría que revisar el absoluto estatuto de irresponsabilidad del Monarca para permitir, por ejemplo, que en el hipotético caso de que le pegara un tiro a alguien pudiera ser juzgado por ello);
– añadiendo cuestiones técnicas de notable importancia, como pueda ser una solución mejor que la proporcionada por la Declaración 1/2004 del Tribunal Constitucional a la cuestión de la articulación entre el Derecho estatal y el Derecho de la Unión Europea, máxime a partir del reconocimiento de la primacía de este último sobre el primero;
– afrontando de una vez la cuestión central de la relación entre Estado y Comunidades Autónomas, y optando con sensatez por una solución que permita la participación en un proyecto común de todos los que así lo deseen y entiendan que es más ventajoso para ellos hacerlo, pero sin que se imponga a nadie hacerlo (y, con la fuerza que supone que el compromiso de convivir y remar juntos se basa en la voluntad de todos de que así sea, construyendo un entramado de relaciones donde se pueda ser exigente con todos los socios y reclamar un mínimo de lealtad ¿federal? y de corresponsabilidad), porque como se ha señalado sensatamente, aquí han de poder caber todos o, si no, la cosa no sirve para nada;
– afrontando algunos elementos necesarios de reforma electoral que requiren, desgraciadamente, de algunos cambios constitucionales para poder ser de suficiente calado;
– o, más genéricamente, estableciendo mecanismos eficaces de relación en términos de ciudadanía y no de sumisión con los poderes públicos, tanto la Administración como el Poder Judicial, lo cual requiere de un pacto en materia de derechos y garantías que supere el pacto constitucional haciéndolo si cabe más ambicioso.

Por ejemplo. Pero, por supuesto, la ventaja de un debate en estos términos es que permitiría hablar de estas y de muchas otras cosas, algunas que tenemos en mente y otras que, probablemente, ahora ni se nos ocurren.

De eso, justamente, se trata.



3 comentarios en Constitución española de 1978, año 30.
  1. 1

    O sí, gran gurú: que la reforma de la Constitución es necesaria y conveniente, lo dicen todas las encuestas. Otra cosa es que esa reforma que quiere la sociedad toque los temas que queráis tú y los demás popes jurídicos.

    Porque, si preguntamos a la gente, resulta que lo que entienden por reforma se ciñe a la posibilidad de que Leonor pueda reinar, y quizá hablar de la venida de la República. En cuanto a los demás temas, a la gran mayoría de la sociedad se la suda bastante. Como mucho, y para tu desgracia, posiblemente estén a favor de la reversión de algunas competencias al Estado, en vez de profundizar en el federalismo. Sobre la reforma electoral, más bien diría que estarán a favor de evitar que partidillos del tres al cuarto puedan siquiera acceder al Parlamento, no digo ya condicionar la labor del Gobierno. Y en cuanto a los derechos y libertades, ¿crees que la mayoría de la población estará a favor o en contra de implantar tu odiada Doctrina Parot como norma constitucional básica?

    Porque, claro, supongo que cuando hablas de «debatir» te refieres a la totalidad de la población, incluso con sus prejuicios y tics antiprogres, y no sólo a unos cuantos profesores y alumnos de Derecho, por mucha vanguardia moral e intelectual que se puedan considerar.

    Comentario escrito por bocanegra — 11 de diciembre de 2008 a las 4:59 pm

  2. 2

    Ya sé, soy de hecho perfectamente consciente de ello, que soy un poco rollero y pesado, de modo que es fácil que se pasen cosas que he escrito, pero, por supuesto, asumo con total normalidad que mi modo de ver las cosas pueda ser minoritario. Es más, estoy (desgraciadamente) muy habituado a ello. Reitero, por ejemplo, respecto de la Monarquía, lo ya escrito:

    «Por ejemplo, yo asumo quizás no con gusto, pero sí con respeto, que la mayoría de mis conciudadanos opten por la Monarquía como forma de Estado, pero creo que es exigible que esta elección pueda debatirse y discutirse de forma abierta, así como que se permita elaborar cualquier crítica a la misma compatible con el Estado de Derecho. De eso se trata.»

    Y lo mismo podría decirse de la triste doctrina Parot, que, por cierto, de todos modos, ya tenemos aquí sin necesidad de ningún blindaje constitucional. De modo que tampoco en este aspecto podemos ir a peor. O no demasiado.

    Cuando este tipo de cosas se discuten sólo entre juristas (cuatro o cuarenta) es justamente en momentos como los que ahora vivimos. Abrir un proceso de reforma constitucional, con sus evidentes limitaciones en materia de participación que no vamos a negar, es obviamente el modo de lograr un debate más amplio.

    En cualquier caso, reitero lo dicho, me siento mucho más cómodo aceptando decisiones democráticas tomadas tras un debate abierto y libre (y espero, a su vez, igual comprensión cuando por una de esas sean posiciones más cercanas a las mías las mayoritarias) que asumiendo mandatos jurídicos producto de la tradición, de cierto tipo de imposiciones o del sentimiento de miedo a abrir debates que podrían tener consecuencias negativas ajenas a la esencia de los mismos.

    Dicho lo cual, y no siendo yo ningún optimista antropológico, tampoco creo que, por definición, permitir a todo el mundo participar en la toma de estas decisiones tenga necesariamente que significar un retroceso en términos de derechos y garantías. De hecho estoy convencido de que si así fuere la culpa, más bien sería de quienes no hemos sabido convencer y explicar correctamente la importancia de las mismas.

    Respecto de la cuestión autonómica, no tengo ninguna duda de que incluso una reforma recentralizante, si clara y diáfana, sería mejor que la actual situación de indefinición y de sensación de que todo vale en una negociación que se realiza, por todas las partes, sin la más mínima lealtad. Porque clarificaría los términos. Pienso, eso sí, que sería una clarificación que probablemente supondría un coste enorme a la idea que pretende defender (la llamada integridad territorial de España). Pero como persona que cree que la convivencia ha de basarse en la voluntad de los implicados en llevar un proyecto común, tampoco seré yo quien me rasgue las vestiduras por ello.
    Espero, por último, que para todo el mundo esté claro que el hecho de que yo pueda aceptar todo tipo de decisiones democráticamente adoptadas no significa, por supuesto, que no las pueda combatir con toda la crudeza y dureza si no las comparto. Que es algo que en este país, por motivos que me cuesta mucho entender, es algo que mucha gente no acaba de captar.

    Comentario escrito por Andrés Boix Palop — 11 de diciembre de 2008 a las 8:48 pm

  3. 3

    Yo también estoy a favor de pensar en la recentralización. pero la actual CE la permite.
    Desde el Estado se pueden redefinir las bases mínimas.
    El debate de reforma constitucional de ese punto de la CE permitiría, eso sí, empezar a introducir ese tema en los medios de comunicación, etc… para empezar a normalizarlo y que el juego de la variable: más centralización/menos centralización se perciba como algo no esencial ni estanco. Algo así como el cambio de percepción de reforma de la Constitución.

    Comentario escrito por Mar — 15 de diciembre de 2008 a las 4:09 pm

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