La construcción de los límites a la libertad de expresión en las redes sociales

Prácticamente a diario podemos leer noticas llamativas sobre conflictos, muchos de los cuales devienen procesos judiciales, de los que incluso algunos de ellos acaban en condenas, en torno a excesos expresivos en las redes sociales. Desde el famoso caso Zapata (un concejal madrileño de Podemos), donde tenemos un imputado por hacer comentarios y reflexiones sobre los límites del humor, al procesamiento de personajes conocidos (como algún cantante) o condenas a ciudadanos anónimos por expresar con cierta virulencia verbal, pero sólo verbal, posiciones muy críticas con la política estatal en materia de terrorismo o por insultar a ciertos representantes e instituciones, ya sean democráticas como otras que no tienen su origen en la elección popular (la Jefatura del Estado), ya sea incluso por supuestos desprecios e insultos a personas ya fallecidas como el presidente franquista del gobierno Carrero Blanco. Esta reacción por parte del Estado, normalmente vehiculada a través de la Audiencia Nacional llama mucho la atención y, sinceramente, muchas veces no se entiende. Pero en parte no es sino la muestra de que los límites a la libertad de expresión en las redes sociales están lejos de haber sido ya correctamente definidos y construidos. Por ello los problemas abarcan también la expresión del pensamiento religioso en las redes o, a veces, la consideración de que ciertos comentarios pueden estar propagando un «discurso del odio» (hate speech) contra ciertos colectivos que nuestro ordenamiento cada vez considera más en desacuerdo con los límites de policía expresiva que entiende compatibles con las libertades de expresión. Junto a estos problemas, enormemente llamativos, tenemos unas redes sociales (privadas) que vehiculan muchos de estos mensajes, así como expresiones en ocasiones injuriosas o calumniadoras que tampoco sabemos muy cuándo y cómo han de ser responsables, con una jurisprudencia titubeante que en ocasiones tiende a desresponsabilizarlos para no cercenar las libertades expresivas pero que, en otras, trata de establecer ciertas reglas. Por último, y como suele ocurrir cuando no sabemos muy bien por dónde tirar, hay un creciente recurso al Derecho público y a «Mamá Administración» para que vele por la corrección de la expresión en las redes. Es una situación llamativa, porque históricamente considerábamos un enorme riesgo, tras la experiencia de la dictadura, dejar que el poder ejecutivo, con su gran capacidad de acción y coactiva, se metiera en estas cuestiones. Hoy en día, en cambio, se estima cada vez más que es precisamente esta gran capacidad coactiva la que es necesaria para atajar cierto «desmadre» que a veces campa por las redes. Por eso parece que ahora la Administración puede velar por la protección de datos de carácter personal y, con esa excusa, exigir la retirada de ciertos contenidos de las redes que muchas veces tienen clara vocación expresiva. O decidir sobre cuándo hay que «olvidar» o no ciertos hechos del pasado que, como consecuencia de esas decisión, ya no podrán ser enlazados en estos entornos digitales (y en las redes, a buen seguro, en un futuro). E, incluso, a partir de las facultades conferidas por la conocida como «Ley Mordaza», va y resulta que permitimos, de nuevo, que la Administración pública sancione ciertos comportamientos expresivos en vía administrativa (por comentarios en redes injuriosos contra agentes del orden, por grabación y discusión de sus actividades…) cuando no empieza a atisbarse una indisimulada vocación de otorgar poderes de represión de ciertas expresiones en las redes a las autoridades administrativas, bien que supuestamente independientes, del audiovisual.

Un ejemplo muy interesante de las contradicciones en materia de represión de la libertad de expresión en redes: de defender el #JeSuisCharlie a perseguir penalmente esta imagen difundida por un adolescente en Facebook

Un ejemplo muy interesante de las contradicciones en materia de represión de la libertad de expresión en redes: de defender el #JeSuisCharlie a perseguir penalmente esta imagen difundida por un adolescente en Facebook

En definitiva, el derecho a la libertad de expresión está cambiando. Y está cambiando, en gran parte, a partir de lo que ocurre en Internet y en las redes. La reacción del Derecho a estos fenómenos es un punto crucial de la intersección entre Estado democrático de Derecho y libertades con el nuevo paradigma tecnológico de la comunicación hacia el que nos movemos con paso firme y veloz. Reflexionando como buenamente he podido sobre este asunto, que considero de una crucial importancia presente y futura, pero dando inevitablemente palos de ciego porque el encuadre jurídico del fenómeno aún está en construcción, en el número 173 de la Revista de Estudios Políticos (2016), coordinado por los profesores Josu de Miguel Bárcena y Elena García Guitián, se incluye mi trabajo “La construcción de los límites a la libertad de expresión en las redes sociales” (que puede descargarse en formato pdf en la red de intercambio entre académicos para fines docentes e investigadores Academia.edu). Os copio aquí un necesariamente breve resumen del texto, esperando que os pueda resultar de interés.

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LA CONSTRUCCIÓN DE LOS LÍMITES A LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN LAS REDES SOCIALES

I. LOS LÍMITES A LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN INTERNET Y EN LAS REDES SOCIALES

1. COMUNICACIÓN Y EXPRESIÓN DIGITAL Y REDES SOCIALES:
UNA ACELERADA APROXIMACIÓN A SUS NOVEDADES Y RIESGOS

Reviste pocas dudas a día de hoy que Internet y la comunicación en red tienen un potencial enorme, con efectos no solo democráticos y políticos, sino también personales, en la medida en que amplían de forma notabilísima las posibilidades de acción y relación social, especialmente a partir de la aparición de plataformas de todo tipo, de una tipología muy variable, que facilitan e incentivan un contacto constante con otras personas. Las re exiones al respecto, desde las primeras aportaciones que de forma sistemática recopiló Castells antes del cambio de milenio en un momento entonces incipiente del desarrollo de Internet, han sido muchas, son a estas alturas muy conocidas y no tiene por ello sentido reiterarlas una vez más (Castells, 1997-1998). Asimismo, y como es también evidente, este potencial convive necesariamente con ciertos riesgos. Algunos tienen que ver con la propia capacidad intrusiva de la tecnología y sus consecuencias sociales y de todo tipo respecto de la construcción de nuestra identidad en unos entornos donde la noción de privacidad queda transformada por las posibilidades y peligros de una exposición que puede ser constante y que, además, deja muchas huellas y trazos quizá indelebles. Otros, con el uso que pueden hacer ciertos sujetos (desde los Estados a compañías transnacionales con capacidad económica y tecnológica suficiente para ello) de las inmensas posibilidades de recopilar información sobre todos nosotros, ya sea por medios legales, ya ilegalmente, disponibles actualmente; tal y como algunos escándalos recientes han permitido visualizar.

Por último, en esta acelerada tipología, aparecen otro tipo de riesgos, que son los que nos interesan a nosotros, relacionados con las consecuencias pura- mente expresivas y en términos de pluralismo de este incremento de la capacidad de los sujetos de interrelacionarse de forma mucho más sencilla y masi- va, pero, también, mucho más expuesta al escrutinio público y a la indelebilidad de los mensajes emitidos, que se almacenan y quedan (¿o no?) no solo en la memoria colectiva sino en la memoria digital de servidores y redes. Así, la aparición y consolidación de Internet como canal de comunicación al alcance de todos los ciudadanos y la generalización de las redes sociales, con una descomunal capacidad de penetración en todas las capas de la población facilitada por un uso extraordinariamente sencillo y al alcance de cualquier teléfono móvil, nos han aportado posibilidades hasta hace pocos años insospechadas: podemos recibir, siquiera sea potencialmente, información de casi cualquier punto del planeta emitida por millones de personas; de forma simétrica, so- mos también emisores con capacidad para que la expresión de nuestras ideas y opiniones, e incluso de meros exabruptos, llegue a toda la población a golpe de click.

Lo cual nos sitúa, básicamente, ante dos grandes novedades con conse- cuencias jurídicas. Por una parte, la capacidad nociva y la peligrosidad de la emisión de determinados contenidos que estén efectivamente vinculadas a sus posibilidades de expansión y difusión se incrementa notablemente si esta difusión pasa a ser, de veras, concreta y efectiva y no una mera posibilidad teórica en la práctica imposible de materializar. Por otra, y hasta cierto punto en conexión con la primera, determinados comentarios que históricamente quedaban en un ámbito, si no privado, sí restringido (amigos, familiares…), propio de las relaciones de familiaridad distendidas que se tienen en esos entornos cercanos, a día de hoy tienen también un alcance mucho mayor. Ambos elementos están en el centro de los nuevos problemas a los que se enfrenta el derecho a la hora de disciplinar la expresión en las redes sociales en la medida en que nos sitúan frente a una reevaluación sobre cómo nuestras sociedades se enfrentan a los discursos tenidos por «peligrosos» y sobre la conveniencia de limitar el derecho a emitirlos y transmitirlos, así como nos obligan a reflexionar de nuevo sobre los verdaderos límites de la efectiva «publicidad» y en qué consiste la participación en el debate público, diferente de la relación interpersonal con el propio entorno y que no a ora más allá de este.

2. UN PUNTO DE PARTIDA: LOS LÍMITES A LA EXPRESIÓN EN LAS REDES NO HAN DE SER DIFERENTES, EN LO SUSTANCIAL, A LOS LÍMITES GENERALES A LA EXPRESIÓN ADMITIDOS CONSTITUCIONALMENTE PARA OTROS CANALES

A la hora de desarrollar el análisis que pretendemos realizar sobre esta cuestión, eso sí, partimos de una serie de planteamientos jurídicos básicos que, aunque bastante obvios, conviene dejar claros desde un principio. En primer lugar, no parece a estas alturas necesario reiterar la importancia del pluralismo en nuestras sociedades como fundamento mismo de la esencia democrática de los regímenes en que vivimos. En la medida en que muchas de las situaciones con ictivas que vamos a estudiar tienen que ver con peligros derivados de esa capacidad de maximización de la expresión, así como de su difusión, que tienen las redes sociales, es esencial contemplar siempre que estos no son sino el inevitable envés de la gran capacidad para fomentar ese mismo pluralismo que esas herramientas poseen. De manera que no puede desatenderse nunca que la cercenación o imposición de excesivos controles y restricciones afecta indefectiblemente a ambas caras de la moneda. El recuerdo de la importancia del pluralismo como elemento democrático esencial y la convicción de que las posibilidades que las comunicaciones electrónicas, Internet y las redes sociales, aportan a la consecución del mismo son cuando menos tan grandes como sus supuestos riesgos nos van a llevar por sistema a ser prudentes a la hora de analizar el papel que han de desarrollar los poderes públicos en esta materia, especialmente en una vertiente activa y limitadora. Esta tesis, por lo demás, es perfectamente coherente con los criterios interpretativos más clásicos en materia de derechos fundamentales y libertades públicas, que como es sabido preconizan una visión de los mismos favorecedora de su extensión y obligan a restringir posibles límites a los mismos cuando estos no tengan una base constitucional suficiente.

Exactamente por esta misma razón es por lo que, como hemos tenido ocasión de comentar en otras ocasiones, partimos de la base de que la comunicación por Internet no requiere de una actuación activa de ordenación o fomento a cargo de los poderes públicos. Las necesidades de una actuación ex ante ordenadora del fenómeno de las redes sociales equivalente a la que se realiza en otros ámbitos de la comunicación se antoja, así, y por lo general, super ua. La propia estructura de la red y las dinámicas comunicativas que genera, incluyendo las empresariales vinculadas a las redes sociales, hacen, por ejemplo, totalmente innecesario y absurdo un reparto de espacios o una pro- tección de cuotas para minorías, a diferencia de lo que ocurre en el sector audiovisual (Mitra, 2000: 416-419). Algo más de sentido puede tener una vigilancia en términos de defensa de la competencia del mercado de la comunicación o la información por Internet cuando este sea susceptible de control o de poder padecer prácticas desleales (normalmente apoyadas en gigantes de la comunicación en materia de redes) desde una perspectiva de defensa de la competencia (Rallo Lombarte, 2000: 193 y 230; Laguna de Paz, 2000: 2825-2851) (aunque la arquitectura en red potencia los monopolios naturales y puede requerir de ciertas medidas contra los mismos si se abusa de esta posición, también es cierto que los pocos costes de entrada al sector facilitan constantemente la innovación y la competencia) y de protección de los ciudadanos en tanto que consumidores de estos espacios, a n de protegerlos en sus derechos (pero esta última cuestión tiene pocas implicaciones expresivas). Asimismo, en la interacción entre las informaciones que circulan por las redes y la propiedad y control sobre estas (o sobre los mecanismos de búsqueda e indexación de los contenidos de las mismas), las exigencias de neutralidad pueden necesitar de apoyo por parte del derecho, imponiendo ciertas cargas o restricciones a los operado- res privados, por mucho que estos consideren que el acceso segmentado o dar preferencia a unos consumidores sobre otros, o incluso a ciertos contenidos pueda tener todo el sentido económico del mundo (Belli, 2003; Fuertes López, 2014), que garanticen una cierta equidad o neutralidad en la gestión del canal que haga posible que el potencial de fomento del pluralismo horizontal que suponen las redes no sea puesto en cuestión10.

Como puede verse, no son ninguno de ellos aspectos centrales en la regulación y decantación de los límites expresivos a la comunicación en las redes sociales. De forma coherente con el mandato constitucional del art. 20 de nuestra Constitución española (CE), que configura un modelo de garantías expresivas donde priman las libertades y el papel del Estado es por ello esencialmente reactivo (actúa con posterioridad a la acción conflictiva, no antes tutelándola u orientándola) y represivo (contra los excesos, sin que el Estado lleve a cabo labores preventivas que serían incompatibles con, por ejemplo, la prohibición de la censura previa de contenidos), las cuestiones esenciales que hemos de estudiar son las que tienen que ver con la efectiva represión de los hipotéticos excesos expresivos en las redes sociales.

La segunda asunción que anunciábamos como punto de partida de estas re exiones es que, junto a la conveniencia de centrarnos en las efectivas posi- bilidades de represión de posibles excesos y en la delimitación de los mismos, hay que tener en cuenta que estos límites que nos van a indicar cuándo una determinada expresión de ideas u opiniones en la red ha ido más allá de lo admisible han de ser sustancialmente los mismos que los que enmarcan la expresión que se desarrolla fuera de las redes sociales. Y ello porque no hay base jurídica alguna para pretender aplicar un nivel diferente (ya sea mayor, ya sea menor) de exigencia al jado por los estándares tradicionalmente de nidos respecto de la expresión de opiniones, ideas o informaciones por otras vías, como he tenido ocasión de argumentar a partir de las previsiones constitucio- nales contenidas en el art. 20 CE, que en todos los casos con guran una res- puesta pública ante estos supuestos (y posibles) excesos que ha de tratar de ser absolutamente neutra, también, con respecto al canal por el cual se realiza la comunicación (Boix Palop, 2002).

La expresión en Internet y las redes sociales es, sencillamente, una forma más de expresión donde el canal empleado puede suponer ciertos matices, como veremos, pero no altera en lo sustancial la posición constitucional ni el análisis jurídico de los intereses en conflicto. Su mayor capacidad de penetración, multiplicada cuando nos referimos a redes sociales que difunden y rebo- tan de usuario en usuario todo tipo de contenidos, es simplemente la concreción de sus particulares bondades como mecanismo para ser un eficaz instrumento comunicativo al servicio del pluralismo. Los contenidos de un mensaje disidente, por mucho que este pueda molestar u ofender, si históricamente habían sido tenidos como constitucionalmente admisibles, no deberían pues poder dejar de serlo (constitucionalmente admisibles) por el simple hecho de que, gracias a las redes, exista ahora el «riesgo» de que puedan ser más conocidos o difundidos. Porque ese supuesto «riesgo», en puridad, no es tal sino, antes al contrario, el efecto deseado por un ordenamiento jurídico que considera no solo deseable sino directamente necesario que este tipo de mensajes tenga derecho a tener su espacio y a participar, siquiera sea para ser conocido y poder ser mejor refutado, del debate público (muy extensamente, estas razones se desarrollan cuidadosamente en mi trabajo, ya citado, Boix Palop, 2002: 145-157).

Sentadas estas bases, eso sí, ello no signi ca que en ocasiones la comunicación en Internet y los problemas asociados a la misma que a veces se generan en las redes sociales no se puedan desarrollar de unas determinadas formas que pueden alterar algunas de las dinámicas tradicionales que ha empleado el derecho para enmarcar y dar respuesta a las controversias respecto de supuestos excesos expresivos (reglas de tipo procedimental, o pautas y procedimientos jurídicos de determinación de autoría, etc.). Por esta razón no creemos que sea preciso detenernos en la explicación de los límites entre unos derechos (expresivos, art. 20 CE) y otros (de la personalidad u otros derechos que puedan limitarlos, art. 18 CE) en sus conflictos más o menos usuales11: es bastante obvio que las injurias o calumnias, por ejemplo, no son sustancialmente dife- rentes en un caso y otro y que, como mucho, puede alterarse únicamente la percepción social respecto de la importancia de una misma ofensa a partir del canal en que sea realizada o, en ocasiones, la e cacia en la propagación de las mismas. No es esta, sin embargo, a nuestro juicio, una diferencia mayor ni, sobre todo, una que no pueda resolverse empleando los mecanismos de eva- luación tradicional de que el derecho se ha dotado para estos supuestos cuando se desarrollan por otros canales (así, si la propagación efectiva de una injuria se entiende como elemento para valorar su efectivo carácter lesivo o la gravedad del mismo, este mismo elemento habrá de ser tenido en cuenta también cuando se produce en las redes sociales, simplemente, trasladando esta evaluación al nuevo medio en que nos encontramos, de manera que, por ejemplo, no será lo mismo que se haya realizado en un grupo de Whatsapp o en un muro de Facebook cerrado que en un muro de una red social en abierto o en Twitter, de igual manera que tampoco será lo mismo que la cuenta emisora tenga 200 seguidores que 200.000). Es decir, puede ocurrir, en efecto, que una expresión realizada en redes sociales logre de facto mayor publicidad y provoque más daño que si se hubiera realizado por otras vías, pero el juicio sobre su carácter antijurídico o la intensidad del desvalor se verán alterados por esta razón solo en la medida en que pudieran ser predicados del mismo mensaje si esa mayor difusión la hubiera logrado por otros medios. En definitiva, nada en la expresión en Internet o en redes sociales, en sí misma considerada, debiera hacernos considerar a un mensaje intrínsecamente peor que si es comunicado por otros canales.

Ahora bien, establecidas estas dos bases, sentados estos dos puntos de partida, ello no signi ca que la respuesta represiva a la expresión realizada en las redes sociales que consideramos no amparada constitucionalmente haya de ser siempre la misma que la que se produce cuando nos enfrentamos a contenidos transmitidos empleando medios de comunicación o canales tradicionales. Antes al contrario, algunas de sus características tanto tecnológicas como económicas, e incluso sociales, introducen no pocas novedades en estos procesos que tienen consecuencias para el derecho y que le obligan a a nar su respuesta. Así, la construcción del espacio de expresión en las redes sociales se concreta en la aplicación de las reglas generales a la expresión realizada en las mismas, con las matizaciones que puedan ser precisas y que están todavía, poco a poco, dubitativamente apareciendo. En materia penal, y por el momento, resulta llamativo constatar cómo las redes sociales están llevando a nuestro derecho a una rebaja de los um- brales de admisibilidad en la expresión, en ocasiones derivada de reformas legislativas que se producen tras la constatación de que estos nuevos medios de expresión parecen estar generando nuevos riesgos sociales frente a los que urgiría una respuesta más severa. En materia civil, la generalización de las redes sociales, sobre todo, nos sitúa en un contexto donde hay una presencia constante de in- termediarios que facilitan la difusión de estos contenidos, lo que está obligando a rede nir y concretar las reglas generales sobre la situación de quienes están en esa posición, que ahora ya no serán solo los medios de comunicación tradicionales, pero que además y sobre todo, no tienen ya la misma relación que los medios de comunicación tenían con quienes se expresaban a través de ellos. Por último, este nuevo contexto está reforzando el papel de las Administraciones públicas en la delimitación de las efectivas posibilidades expresivas de los ciuda- danos, un papel que resulta en principio llamativo en las sociedades liberales occidentales y que parece claramente contraintuitivo, pero cada vez más presente por cuanto cierta labor en materia de protección de datos o de los consumidores de estas redes incide sobre las posibilidades expresivas y los mensajes que se consideran lícitos y, además, porque empiezan a detectarse también acciones de represión de la expresión de origen directamente administrativo (si bien, es cierto, todavía con carácter muy excepcional).

II. LA ACTUALIZACIÓN DE LOS LÍMITES PENALES A LA EXPRESIÓN EN LAS REDES SOCIALES (…)

1. DISCURSO DEL ODIO O ENALTECIMIENTO DEL TERRORISMO EN LAS REDES (…)

2. LA REPRESIÓN DE LA EXPRESIÓN ATENTATORIA CONTRA LOS DERECHOS DE LA PERSONALIDAD (…)

3. LA POSIBLE RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS REDES SOCIALES O SUS RESPONSABLES EN TANTO QUE INTERMEDIADORES (…)

III. LÍMITES CIVILES A LA EXPRESIÓN Y RESPONSABILIDAD DEL PRESTADOR DE SERVICIOS O DE LA RED SOCIAL DONDE SE PRODUZCAN (…)

IV. ¿HACIA UN CONTROL ADMINISTRATIVO DE LA EXPRESIÓN EN LAS REDES? (…)

1. FORMAS INDIRECTAS DE CONTROL ADMINISTRATIVO SOBRE LOS CONTENIDOS PUBLICADOS EN LAS REDES SOCIALES (…)

2. LA DISCIPLINA ADMINISTRATIVA RESPECTO DE CIERTOS CONTENIDOS Y MENSAJES PUBLICADOS EN LAS REDES SOCIALES (…)

V. ALGUNAS CONCLUSIONES SOBRE LAS INSUFICIENCIAS DE LA RESPUESTA REPRESIVA EN ESTE CONTEXTO
Y LA CONSTRUCCIÓN DE LOS NUEVOS LÍMITES

Los límites a la expresión que realizamos en Internet por medio de las redes sociales están todavía, a día de hoy, en construcción. La concreta manera en que acaben siendo decantados finalmente dependerá de una confluencia de elementos que, de momento, todavía no sabemos cómo cristalizará. Sin embargo, ya es posible identificar algunas tendencias que apuntan en direcciones no del todo coherentes con las bases constitucionales a partir de las cuales hemos construido el esquema de intervención pública sobre la expresión de ideas y opiniones en una sociedad democrática. La exagerada percepción de riesgos asociados a la generalización de la comunicación en red y la multiplicación de emisores y receptores ha permitido que se haya aceptado socialmente tanto un incremento de las posibilidades de represión del pensamiento disidente, rebajando la sensibilidad de los mecanismos de represión penal en estos casos, como la aparición de procedimientos directos e indirectos de control administrativo de la expresión que habían desaparecido, en principio, con la Constitución española de 1978. El hecho de que no se controle a medios de comunicación sino a usuarios individuales, y que estos controles no sean particularmente molestos para las propias redes sociales que dan soporte a estos intercambios, ni limiten su negocio en demasía, hace que la reacción frente a estas restricciones sea más complicada. Ello no obstante, no conviene subestimar la gravedad de las mismas, máxime si tenemos en cuenta que las redes sociales están llamadas a ser en un futuro ya muy próximo un espacio cada vez más privilegiado para el intercambio de informaciones y opiniones. El debate público, que en una sociedad pluralista debería estar lo más desligado de con- troles por parte de los poderes públicos que fuera posible, se va a producir cada vez más en las redes sociales (o, como mínimo, también en las redes sociales) y conviene protegerlo, pues de su salud depende en gran parte la buena forma de nuestras democracias.

A efectos de lograr emplear las redes sociales como un agente dinamizador del pluralismo conviene perfilar límites a la expresión que se realiza en las mismas que actualicen, adaptadas al nuevo entorno social y tecnológico, los principios constitucionales que informan nuestro sistema. Ello requiere, como hemos tratado de demostrar, dejar al derecho penal para aquellas manifestaciones que sean realmente graves y supongan riesgos sociales ciertos y obvios, por mor del cumplimiento del principio de intervención mínima y del de ofensividad, pero también porque, sencillamente, no es realista pretender ordenar la expresión en las redes sociales y «civilizarla» a golpe de sentencia penal. Es preciso también, en paralelo, fortalecer y aclarar las reglas que determinan los ilícitos civiles, a n de convertir esta vía en el mecanismo idóneo para solventar los problemas que puedan surgir entre particulares, lo que requiere, por último, acabar de acotar las reglas sobre responsabilidad (esencialmente civil) de las propias redes sociales a base de per lar cada vez mejor cuál es el estándar de «efectivo conocimiento» de una violación cometida empleando sus plataformas que, caso de ser ignorado, deriva en responsabilidad.

Un modelo que funcionara correctamente a partir de estos criterios no abusaría del recurso a la scalización administrativa y permitiría que fueran los propios ciudadanos quienes solucionaran sus problemas empleando el derecho privado y sin recurrir a excesivos paternalismos. Y, sobre todo, se replantearía la interposición de instancias administrativas para posibilitar la eliminación o «invisibilización» de contenidos a partir de decisiones adoptadas por autorida- des de protección de datos e, incluso, potencialmente, de autoridades de con- trol del audiovisual, dado que el esquema constitucional, en principio, determina que corresponde a los jueces precisar el alcance preciso de las garantías y libertades expresivas y, en su caso, reprimir posibles excesos. Esta mayor con- tención evitaría que asistiéramos, como es el caso en la actualidad, a una excesiva persecución por parte de las autoridades públicas de ciertos contenidos cuya expresión, en el fondo, no es sino muestra de la vitalidad y buen estado de salud de una democracia donde la libertad permite hacer orecer la discrepancia e, incluso, los contenidos o comentarios que una mayoría social pueden juzgar como francamente desagradables o directamente estúpidos. La protección de estas manifestaciones, que muchos dirán que abundan en las redes so- ciales, es no solo una obligación constitucional sino, también, una buena idea.

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A. Boix Palop, “La construcción de los límites a la libertad de expresión en las redes sociales”, Revista de Estudios Políticos, nº 173, julio-septiembre 2016, pp. 55-112

(PDF disponible en la web de la Revista o vía )

(El trabajo puede también descargarse en formato pdf en la red de intercambio entre académicos para fines docentes e investigadores Academia.edu).



La aplicación de la ley de transparencia y el Estado autonómico

La semana pasada se celebró en Valencia el  III Congreso Internacional del avance del Gobierno Abierto, que a la vez era I Congreso de Buen gobierno y transparencia de la Comunitat Valenciana (están disponibles todos los audios del congreso aquí). El encuentro sirvió para contar con la evaluación que algunos de los más importantes especialistas en materia de transparencia en España -politólogos como Villoria, Criado o Brugué; constitucionalistas como Carlos Flores, Arianna Vedaschi o Manuel Medina y, también, administrativistas como Agustín Cerrillo, Emilio Guichot o Oriol Mir, que cuentan sin duda en su haber con las que son las mejores publicaciones en España en torno a estos temas- hacen a estas alturas sobre cómo se están aplicando tanto la ley de transparencia de 2013 como las sucesivas normas autonómicas que, en muchos casos, han aparecido para completarla. Además y gracias a los esfuerzos de Lorenzo Cotino y Joaquín Martín Cubas, así como de Jorge Castellanos (¡fantástico secretario del Congreso!), el encuentro sirvió para reunir a algunas de las personas que más están trabajando en España con la aplicación de estas normas, ya sea poniendo en marcha innovadores programas de transparencia activa como Ricard Martínez (Diputació de València, programa GO), ya encargándose de controlar la actividad de las Administraciones Públicas en materia de transparencia, como es el caso de Esther Arizmendi (presidenta del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno de España), Isabel Lifante (Valencia), José Molina (Murcia), Daniel Cerdán (Canarias) o Manuel Medina (Andalucía); ya analizando la cuestión desde instituciones como la sindicatura de greuges de València (M.A. Planes, que tiene además un libro espectacular sobre este tema y un blog que es sin duda a día de hoy la gran referencia en la blogosforera en materia de transparencia administrativa) o contándonos su experiencia en el pasado como valedor do poco gallego (José Julio Fernández).

Desde una perspectiva muy personal, las jornadas, además de muy instructivas y divertidas, me han servido para aprender muchísimas cosas sobre, por ejemplo, los problemas del día a día con el que se encuentran los órganos independientes que han de velar por mejorar los mecanismos de transparencia activa de nuestras administraciones públicas y proteger a los ciudadanos en el ejercicio de su derecho de acceso. Asimismo, intervenciones como la de Emilio Guichot, explicándonos cómo se está poniendo en marcha e interpretando la ley estatal, o la de Oriol Mir, dando cuenta de las ya abundantes tomas de posición de la Comisión de Garantías del Derecho de acceso catalana (de la que él mismo es miembro), ayudaron mucho a sistematizar algunas de las cuestiones jurídicamente complejas y la forma en que el derecho de acceso está siendo finalmente decantado en España. Para alguien como yo, interesado por estas cuestiones (por ejemplo, en este blog quedó constancia de ese interés con motivo de la aprobación de la ley aquí, o con esta crítica a algunas de las carencias del nuevo modelo, o con ejemplos de la insuficiencia de nuestra cultura de la transparencia), un verdadero lujo contar con tantos y tan buenos expertos que te explican en plan facilito las cosas y te facilitan la labor de digestión de la información. Pero, sobre todo, las jornadas me parecieron además interesantísimas porque me permitieron reflexionar a partir de mis obsesiones personales sobre las consecuencias institucionales y de eficacia, algunas más visibles, otras menos, derivadas de que un Estado compuesto como es nuestro Estado autonómico permita una diversificación que es clave para la práctica administrativa, con todas las cuestiones jurídicas anejas que ello supone. Allá van, necesariamente a velapluma, algunas de ellas:

1. En primer lugar, y reconozco que nunca me lo había planteado hasta que el tema surgió en el debate, es interesantísimo (y muy revelador) que la discusión sobre si el derecho de acceso y a la transparencia administrativa ha de ser o no un derecho fundamental, va y resulta que, a la postre, y a la hora de la verdad, donde quizás tiene más consecuencias es respecto del posible despliegue autonómico del mismo. En efecto, y dado cómo es el actual Derecho público español, no me parece que haya muchas diferencias prácticas entre que se reconozca tal condición iusfundamental al derecho de acceso (que, por lo demás, no sé muy bien hasta qué punto toca al legislador realizar esta operación, la verdad, pero ése es otro tema): la única realmente reseñable en el plano jurídico es que al no ser derecho fundamental no hay ni posibilidad de amparo ni protección por el procedimiento especial, preferente y sumario, de protección de los derechos fundamentales en vía contenciosa. Sin embargo, y desde que el recurso de amparo ha pasado a ser una cosa que se admite a trámite o no según lo que le apetezca al Tribunal Constitucional, y visto lo visto sobre el funcionamiento del procedimiento precedente y sumario de nuestra LJCA, no me parece que que vaya ningún derecho a sufrir en exceso, ni este ni ningún otro, por verse privado de estas garantías. Por lo demás, nada impide a los aplicadores incluir en el ámbito de facultades que van asociadas al derecho de acceso, o en el abanico de obligaciones que se derivan del mismo para las Administraciones públicas, todas las exigencias que se deriven del Derecho europeo o internacional y que vayan declinando tribunales como el TJUE o el TEDH, que sí parecen entender que este derecho tiene una clara conexión con la libertad de información y al que por ello tratan con rango de fundamental. Es más, tenga o no en nuestro sistema la consideración de fundamental el derecho, todas estas declaraciones vincularán a nuestros poderes públicos. Y ello sin necesidad de que el art. 10.2 CE entre en juego, como es propio en materia de derechos fundamentales: vinculan simplemente porque nos vincula el Derecho de la Unión o porque hemos de integrar la interpretación que haga el TEDH del derecho a la libertad de expresión e información y, en esa sede, garantizar materialmente todos los ámbitos que los tratados protejan. Cuestión distinta puede algo que a veces se señala: que dotar de carácter de derecho fundamental tiene un valor «simbólico» indudable y, por ello, consecuencias. Es un tema no menor, en efecto. Pero precisamente lo ocurrido en materia de transparencia demuestra que el rango constitucional no lleva siempre aparejado necesariamente ese plus de fuerza simbólica en materia de derechos. O que no es la única manera de lograrlo. ¿O alguien tiene alguna duda de que socialmente, a día de hoy, son mucho más importantes, y por tal se tienen, el derecho de acceso y sus derivadas jurídicas que, por ejemplo, el derecho de petición, que sí tiene rango constitucional (art. 29 CE)? Múltiples instituciones públicas, estatales y autonómicas, creadas para dar cauce al primero de ellos y que nunca, en cambio, nadie se ha planteado siquiera concebir para facilitar el segundo son un claro testimonio de ello. El «efecto simbólico» que ha hecho a ciudadanía y operadores jurídicos valorar la importancia y necesidad de una norma sólida en materia de acceso a la información administrativa y publicidad activa se ha logrado de forma sobrada, en mucha mayor medida de lo que nunca lo habría podido hacer una declaración constitucional, gracias al clima de opinión derivado de los problemas institucionales y de corrupción de estos últimos años, que han hecho que nadie dude de la importancia clave de esta cuestión.

Sin embargo, la cuestión del carácter iusfundamental o no del derecho, a la luz de la evolución del Derecho público español, reviste mucha importancia a la hora de activar o desactivar, por increíble que parezca, las posibilidades de diversificación (y con ello innovación y experimentación) administrativa inherentes a que las Comunidades Autónomas puedan tener cierto protagonismo en la materia. Esta afirmación puede sorprender, pero tenemos fácil la comparación y obtención de pruebas de que no es descabellada, si analizamos lo ocurrido con otro derecho, el derecho a la protección de datos de carácter personal, que sí entró en nuestro Derecho por la puerta grande de lograr «rango constitucional» (pero, en este caso, de forma constitucionalmente algo más canónica, pues fue el Tribunal Constitucional quien lo «dedujo» del art. 18 de la Constitución). Las diferencias en las consecuencias prácticas derivadas de este hecho son notables y están muy a la vista. Aunque es evidente que tanto en un caso (protección de datos) como en otro (transparencia) el ejercicio de la autonomía, en la medida en que conlleva capacidad de autoorganización administrativa, obliga a las Comunidades Autónomas a ser las responsables tanto de proteger la intimidad y datos personales de los ciudadanos con los que se relacionan -tanto ellas como las administraciones locales sobre las que tienen competencia (entes locales de sus respectivos territorios)-  como de velar por el cumplimiento de las obligaciones de transparencia por parte de estas mismas instituciones o garantizar a los ciudadanos el derecho de acceso respecto de las mismas, las diferencias son notables. En materia de protección de datos no ha aparecido una actividad normativa de rango legal reseñable por parte de las CCAA, mientras que en derecho de acceso y transparencia una decena de CCAA han publicado sus propias leyes de transparencia, y las que no lo han hecho han producido decretos bastante completos con vocación ad extra. Además, hay todavía más normas están en tramitación. Todas estas normas han servido pare reflexionar jurídicamente sobre las exigencias de la ley estatal, en algunos casos para redefinirlas de modo quizás ligeramente diferentes por entenderlo más adecuado -diálogo conflictivo, muy interesante- pero, casi siempre, para ir más allá o idear nuevas garantías -modelo de profundización en las garantías que uno decide aplicarse a sí mismo, que, en cambio, no es problemático y a veces tiene menos interés pero que incentiva mejoras y permite una posterior imitación de los más ambiciosos-. Desde una perspectiva institucional, igualmente, las diferencias son significativas. Sólo hay dos agencias autonómicas de protección de datos, en Cataluña y País Vasco, ya se sabe… «los sospechosos habituales», que son las CCAA que suelen tomarse en serio el régimen jurídico de sus administraciones propias y sus responsabilidades jurídicas… (aunque es cierto que Madrid también la tuvo durante un tiempo, hasta que desapareció por razón de la crisis económica en 2012). Mientras tanto, numerosas CCAA han creado agencias, más o menos independientes y ambiciosas según los casos, para el control de la transparencia de sus AAPP y EELL, órganos que se combinan en su actuación con la estatal en cuanto a la valoración jurídica encargándose de aplicar tanto las normas estatales como las autonómicas a sus AAPP: Cataluña, País Valenciano, Castilla-León, Galicia, Aragón, Baleares, Murcia, Navarra, Andalucía, Canarias, País Vasco… lo han ido haciendo -y siguen haciéndolo, pues el modelo no está cerrado, sino en formación- en diversas conformaciones o perfiles jurídicos  y con diversos estadios de concreción y puesta en marcha. Muy destacadamente lo ha hecho Cataluña, cuya Comissió de Garantia del Dret d’Accés a la Informació Pública está desarrollando ya una labor tuitiva espectacular, ambiciosa y con gran rigor jurídico, influyendo decididamente, por el rigor técnico de su actuación, en la interpretación que hace de la norma estatal el resto de operadores jurídicos.

Que el derecho de acceso sea fundamental o no parece obvio que debería ser una cuestión neutra respecto de sus posibilidades de desarrollo autonómico. Es cierto que todo derecho fundamental, en la medida en que «fija» en el ordenamiento con cierta rigidez jurídica un concreto ámbito de protección, admite menos variaciones (y quizás por ello menos acción normativa autonómica), pero ello no debiera excluir ni una acción de expansión del ámbito de protección por parte de las CCAA ni, por supuesto, una acción ejecutiva propia, potente, original e innovadora que permita un «diálogo» con el Estado para ir mejorando la reacción jurídica de todos operadores públicos, aquilatando poco a poco respuestas y doctrinas. Téngase en cuenta que, para ello, la diversidad y la experimentación que la misma permite son siempre muy útiles. Sin embargo, en España, la tendencia del Estado a entender su competencia exclusiva en materia de legislación básica sobre el régimen jurídico común de las AAPP de manera hipertrofiada, una hipertrofia que se ha extendido también a la visión de la regulación por ley orgánica del desarrollo de los derechos fundamentales, ha acabado por conducir en la práctica a una exclusión casi absoluta de las funciones autonómicas normales en un Estado compuesto en estas materias . Es algo sobre lo que reflexionar, pues esta consecuencia, que debería ser indeseada, no hacer sino poner de manifiesto claramente la absurdidad de la mencionada hipertrofia y sus negativos efectos. Alguno también simbólicos, pues conduce a distorsiones como las vistas en el debate en el Congreso de los diputados sobre la ley de transparencia: los partidos nacionalistas vascos y catalanes, escarmentados tras experiencias pasadas, fueron grandes críticos de la posibilidad de «constitucionalizar» el derecho de acceso, como si tal factor, la «constitucionalización» fuera más una tiña jurídica de la que huir que un elemento de fulgor que engrandecía al derecho. Desde la perspectiva «simbólica» arriba comentada, si creemos que es bueno para un ordenamiento conservar como valor positivo de nuestro sistema que la Constitución recoja las garantías importantes y a la vez implicar en su defensa a las CCAA, es obvio que algo habrá que cambiar.

2. Un segundo aspecto que tiene interés respecto de cómo se está articulando la construcción de la garantía y control de la transparencia y el derecho de acceso en la España actual, que es, guste más o menos, un Estado compuesto, tiene mucho que ver con esa reflexión teórica inicial y en el fondo es una concreción de la misma: en efecto, ya se está produciendo mucha diversidad en la respuesta institucional con la que las diferentes CCAA están afrontando esta cuestión. Por ejemplo, en el diseño institucional de sus instituciones responsables de velar por la transparencia. Por bloques, van perfilándose al menos 4 aproximaciones diferentes, lo que nos permitirá en un futuro identificar cuál de ellas funciona mejor en la práctica, una vez pase suficiente tiempo. O, al menos, aislar elementos positivos o negativos de cada una de ellas. En todo caso, a partir de esa experiencia se extraerán conclusiones y todos podremos aprender y mejorar. Para ello ha de pasar aún algún tiempo.

De momento, eso sí, podemos al menos tratar de sistematizar y apuntar posibles puntos fuertes y débiles de cada modelo:

– Modelo «castellano» de instancia de control de tipo intraadministrativo y composición plural. Es el modelo del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno Estatal, definido desde la propia la ley de transparencia, donde nos encontramos a un presidente con importantes atribuciones, nombrado por el gobierno (en algunas CCAA el nombramiento es parlamentario), a quien se unen diversos miembros en representación de unas concretas instituciones listadas por la norma, esencialmente provenientes de otros órganos administrativos. Como puede constatarse, este órgano tiene ventajas obvias sobre el modelo de control de la corrección de la actividad administrativa tradicional en el Derecho español, que era realizado por el propio órgano actuante (aquí la hace un ente diferente a quien actúa, y además un ente especializado), pero tampoco es un dechado de independencia y tiene un claro sesgo pro-Administración. A este modelo se han apuntado los consejos establecidos por Murcia, Navarra y Aragón, con una combinación de miembros nombrados por el parlamento y otros de origen administrativo, pero con mayoría de los mismos y usualmente con un presidente designado por el ejecutivo. También, hace dos días, la Comisión Vasca de Acceso a la Información Pública (lo cual es de agradecer, pues dota de cierta continuidad territorial al modelo «castellano», dando coherencia al mapa…;-)) (actualización 19 de septiembre de 2016)

– Modelo «mediterráneo» de una comisión independiente nombrada por el parlamento entre expertos en la materia, externa a la Administración, a la que controla desde fuera. Es el sistema puesto ya en marcha por Cataluña y País Valenciano, en el primer caso con un grado superior de desarrollo. También en Baleares la pretensión es avanzar en esta línea, aunque de momento hay una comisión seleccionada por sorteo entre letrados de la administración autonómica. Este modelo dota de mucha más independencia al órgano y le confiere claramente un sesgo más pro-ciudadano. Quizás confiere, en cambio, menos estabilidad al órgano y lo hace más dependiente del acierto en el nombramiento de sus componentes. Previsiblemente, el modelo del País Vasco irá en esta línea también… ¡aunque para que la continuidad territorial de los diversos modelos fuera total debería optar por otro para no fastidiarme este esquema con lo bonito que me estaba quedando! (tanto el modelo castellano ya indicado, como el modelo «norte» que detallamos a continuación permitirían que mi esquema siguiera funcionando geográficamente, así que ya saben…)  (amablemente he sido informado vía Twitter de que hace dos días ha sido puesta en marcha la comisión vasca, además respetando el modelo «castellano», lo que es de agradecer pues permite que el mapa este mental que me he hecho siga siendo coherente. Muchas gracias a @PaulFdezAreilza por la información!!!)

– Modelo «norte» galaico-leonés de defensor del pueblo encargado de velar por la transparencia y el derecho de acceso. Se trata de una aproximación original y sin duda económica: aprovecha un organismo ya existente y dotado ya de un personal y una infraestructura (probablemente bastante infrautilizados ambos) para encargarle esta nueva función. El híbrido es original y puede funcionar bien precisamente por ya disponer de la infraestructura necesaria parea actuar con profesionalidad… o mal porque ese órgano entienda que esta nueva función es un añadido poco relevante a sus funciones esenciales y del que ha de ocuparse, en consecuencia, más bien poco. En todo caso, es indudable que así se goza de cierta independencia (la propia de las instituciones de defensores del pueblo autonómicos, encargado ahora de estas funciones adicionales, que son todo ellos nombrados por los parlamentos) pero quizás pierde algunas de las ventajas inherentes al elemento deliberativo-participativo-conflictivo propio de que las decisiones dependan en última instancia de un órgano colegiado, algo que no se da en este caso.

– Modelo «sur» donde se designa parlamentariamente a una persona individualmente investida de estas funciones para desarrollar con independencia de la Administración pública el control. Es el sistema elegido por Andalucía o Canarias y tiene la ventaja indudable de un coste menor al de comisiones más numerosas, así como responsabilizar más a esa especie de «zar de la transparencia» que es el nombrado. En cambio, da la sensación de que visualiza menos la importancia del tema que un órgano colegiado y, aunque es más independiente de la Administración que el modelo estatal, quizás esta configuración incentive modelos menos ambiciosos, lo que le puede restar medios y capacidad efectiva de control.

En verde: CCAA con Defensor del Pueblo al cargo En amarillo: CCAA con órgano unipersonal dotado de independencia En rojo: CCAA con órgano colegiado articulado a partir de composición plural, con fuerte impronta del ejecutivo En azul: CCAA con órganos colegiados independientes del poder ejecutivo

En verde: CCAA con Defensor del Pueblo al cargo
En amarillo: CCAA con órgano unipersonal dotado de independencia
En rojo: CCAA con órgano colegiado articulado a partir de composición plural, con fuerte impronta del ejecutivo
En azul: CCAA con órganos colegiados independientes del poder ejecutivo

Esta diversidad resulta, en definitiva, muy estimulante intelectualmente. Por ejemplo, lo es comprobar en el futuro si las posibles ventajas o riesgos que planteo se concretan o no. Así como comprobar si aparecen otros ahora no intuidos. En todo caso, es curioso que parece que comunidades cercanas geográficamente o próximas culturalmente estén optando por modelos semejantes, quizás por esa proximidad cultural. Se copia lo que se tiene cerca. Pero, también, se suele copiar lo que funciona. Así que en un futuro próximo, cuando podamos evaluar qué CCAA están haciéndolo mejor y hasta qué punto eso es consecuencia de un mejor diseño institucional, es probable que asistamos a cambios, rectificaciones, mejoras… y veamos a CCAA copiando los modelos que mejor funcionan. Ésas son, precisamente, las vetajas de la experimentación y de permitir a las CCAA ser protagonistas de la actividad pública, pues de manera natural el federalismo conlleva esta tendencia a la emulación competitiva.

3. De hecho, creo que ya es posible apuntar algunos comentarios sobre la pluralidad de modelos y sus mayores o menores posibilidades de éxito. Y éstas tienen mucho que ver con dos elementos clave: la capacidad y la independencia de estos órganos. Durante todas las jornadas desarrolladas en Valencia la preocupación esencial de los asistentes se centró en el segundo de estos elementos, dado que en España, como sabemos, la falta de independencia de los organismos de control es un problema inveterado. A partir de lo allí comentado parece un lugar común, como es obvio, afirmar que los modelos catalán o valenciano (comisiones plurales y nombradas por los parlamentos autonómicos) son en este punto muy superiores a los ensayados por los demás, donde las comisiones o bien son internas y con presidente nombrado por el gobierno (Estatal) o, aunque haya un nombramiento parlamentario de una persona para presidir el órgano o encarnarlo íntegramente, al ser éste un nombramiento unipersonal que requiere de mayorías amplias, pues resulta obvio que la capacidad de orientar la designación por la mayoría de gobierno es clara.

Sin embargo, a mi juicio, este elemento de la independencia de nombramiento tampoco será a la postre tan determinante de las diferencias si, al menos, se logra garantizar la de ejercicio mínimamente. En primer lugar, porque incluso en los casos valenciano o catalán, con nombramiento parlamentario, la política de cuotas puede cargarse perfectamente el prestigio del órgano y su efectiva independencia. Parece que en los nombramientos producidos hasta la fecha no ha sido de momento así, y no lo ha sido ni siquiera en el caso valenciano donde la ley, con sorprendente sinceridad, cristaliza la idea de la «cuota» hasta el punto de permitir a cada grupo parlamentario nombrar un miembro de la Comisión y aquí paz y después gloria. Pero nunca se sabe en el futuro. Además, de forma equivalente y en sentido contrario, es perfectamente posible que nombramientos unipersonales, especialmente allí donde haya mayorías de gobierno que requieran del pacto, puedan recaer en personalidades de consenso de prestigio y capacidad contrastada, capaces de dar un importante impulso a la institución. Así que en este punto de la independencia quizás la cultura será más importante que el diseño. O no. En todo caso, ya lo iremos viendo.

Ello no obstante, la razón por la que a mi juicio esta cuestión de la independencia en los nombramientos será a la postre menor es porque la capacidad efectiva de un órgano como estos de realizar su función de control correctamente y adquirir peso y relevancia jurídica, de conseguir que la Administración a la que controla se lo tome muy en serio y no pueda desatender sus criterios, pasa sobre todo porque tenga capacidad y medios para actuar. Lo hemos visto no hace mucho con la CNMC a nivel estatal: más dependiente aún tras la reforma en el sistema de nombramiento pero con una sorprendente independencia, para lo que son los cánones españoles en la materia, en su funcionamiento posterior, que tiene más que ver con los importantes medios con los que cuenta y con el indudable peso jurídico de las funciones atribuidas y de su creciente importancia como regulador económico.

Por supuesto, esta cuestión clave, la de la eficacia efectiva, tendrá que ver también a la postre con el diseño institucional: las instituciones públicas en materia de garantía de la transparencia y del derecho de acceso serán tanto más exitosas y eficientes cuanto estén mejor diseñadas para disponer de medios efectivos y de capacidad (por tener miembros capaces y plurales) que les hagan desarrollar una actividad sólida y bien fundamentada. Por ejemplo, puede acabar siendo el caso, en mi opinión, del Consejo estatal, a pesar de su poca independencia, dado que sí cuenta con medios y con expertos de acreditada capacidad… aunque provengan en su mayoría de la Administración. Y quizás al final esta conformación funcione mejor que el «modelo sur», caso de que esos órganos unipersonales no reciban suficiente dotación, por muy independientes que sean los nombrados como responsables. A estos efectos, y aunque hemos de comprobar en la práctica la efectiva evolución de los distintos modelos, puestos a ahorrar costes y personalizar la responsabilidad, quizás es razonable la opción gallega y castellano-leonesa de, puestos a optar por un órgano unipersonal y barato, dar la competencia a uno ya existente y con medios, como lo son los defensores del pueblo autonómicos. Veremos. Justamente, esto es lo bueno de la experimentación. Y veremos también si la apreciable diferencia entre la actividad de la GAID catalana y el Consell de Transparencia valenciano, a pesar de una estructura aparentemente semejante, que ya se intuye, acaba por concretarse y confirmase en el futuro y no es sólo achacable a que el órgano valenciano sea más joven. Porque da la sensación, más bien, de que no sólo se trata de diferencias en el tiempo de rodaje, sino que hay una cuestión clave, de recursos, nada desdeñable que explica las diferencias y permite predecir que siga produciéndose en el futuro (miembros permanentes y retribuidos, una mínima estructura burocrática… de hecho basta entrar en sus respectivas web para percibir estas diferencias, donde hasta el tener dominio propio o no y depender de la Administración matriz marca unas posiciones y ambiciones muy diversas claramente derivadas de tener o no medios suficientes a su disposición). La calidad y rigor técnico, la cantidad de resoluciones, el hecho de que sean tenidas en cuenta tanto en Cataluña como fuera, del órgano catalán, nos da una pista clara de las claves reales que se impondrán en el futuro: no hace falta sólo independencia, y ni siquiera es quizás lo más importante las más de las veces, lo esencial es tener medios personales y materiales suficientes. Sin ellos, lo más probable es que la mayor parte de organismos de este tipo acaben funcionando muy mal.

A esta reflexión sobre la eficacia y el diseño institucional de los diversos órganos, por lo demás, se puede añadir alguna idea adicional sobre cómo las diversas competencias que pueden tener o no estos órganos hace que ciertos diseños sean mejores o peores según los casos. A priori, por ejemplo, la unión de las funciones entre transparencia y protección de datos puede no tener sentido si la labor de los órganos de control de transparencia es de mero control ex post de lo realizado por las AAPP. En cambio, si acaba asumiendo funciones normativas y de orientación, como debiera ser su evolución futura, si ambiciosa, eso haría que una integración de las mismas pasara a tener mucho más sentido (en este sentido, la propia evolución exitosa de la CNMC apunta también en esta dirección). En todo caso, y de nuevo, es algo que podremos ir comprobando a medida que los diversos modelos autonómicos mejoren, evolucionen, copien, rectifiquen… Porque ésa es una de las gracias de tener un Estado compuesto.



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