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Acaba el curso 2014-2015, en medio del marasmo social, político y económico en que está España desde hace unos años, ya muchos, con algunas alegrías en forma de posibilidades de cambio desde abajo que ya veremos si se concretan. También concluye el curso universitario, con sus clases, evaluaciones, trabajos fin de máster y cosas así. De modo que, hasta septiembre, todo en calma.
Eso sí, para ir calentando motores respecto del debate público que se avecina con el nuevo ciclo electoral que nos espera a la vuelta del verano, Ciudadanos ha presentado estos días su programa electoral en materia de educación superior con una serie de propuestas que, aunque vaporosas, tópicas y contradictorias las más de las veces, han sido objeto de mucho comentario. Quizás porque, a falta de nada mejor, a cualquier propuesta de mínimos se le presta atención y se le da cierto crédito. De entre el batiburrillo en que consiste el documento, muy poco concreto, hay que destacar la idea fuerza de que la Universidad debería enfocarse hacia las demandas del mercado de trabajo, leit motiv que a estas alturas no tiene nada de nuevo. ¿O de qué iba en gran parte la reforma de Bolonia que es en parte responsable del modelo que ahora tenemos?
No voy a detenerme en valorar si tiene sentido o no dedicar la Universidad en exclusiva a responder a las necesidades del mercado laboral. Tan evidente me parece que la Universidad (pública) ha de tratar de cubrir lo mejor posible las necesidades de la sociedad que a fin de cuentas es la que la paga como que no todas ellas tienen que ver con la estricta empleabilidad. Sin embargo, vivimos en el mundo en el que vivimos y esa retórica tiene un éxito innegable, que va de la mano del innegable progreso social en los últimos años del tipo de enseñanza que se esconde tras ese planteamiento. Algo que es particularmente patente en las enseñanzas de cosas como el Derecho, estudios que tienen una vocación profesionalizante indudable y que pueden entenderse como algo, si se quiere, «sencillo y poco exigente» pero que hay que aprender para luego «poder trabajar en el sector». Y no seré yo quien niegue que el Derecho, como estudio universitario, tiene en gran medida ese perfil y esa función. ¿O acaso nuestros estudiantes estudian lo que estudian en vez de dedicarse a cosas sin duda más entretenidas por amor al arte y sin pretensión alguna de obtener una rentabilización profesional de su esfuerzo? Estando eso bastante claro, sin embargo, la presencia de esos otros intereses sociales de los que hablaba antes, más allá de la empleabilidad estricta, siempre se ha tenido en cuenta en el modelo de enseñanza pública del Derecho. Por esa razón, se decía, nuestro objetivo había de ser formar «juristas» y no»abogados» ni «preparar opositores». Se consideraba que, comptat i debatut, al final era mejor, e incluso más productivo para la futura empleabilidad a largo plazo, dar una formación más general y abstracta, más completa y compleja, con ciertas pretensiones críticas, en lugar de optar por un modelo más de «adiestramiento» para afrontar con éxito inmediato las exigencias del mercado laboral que se limitara a proporcionar las herramientas y conocimientos que el sujeto debía conocer y emplear luego en su trabajo.
Así ha sido siempre y nunca lo hemos discutido en exceso, por mucho que es obvio que este modelo presenta problemas muy visibles. Es más caro, muy probablemente. Requiere de profesores más especializados en labores universitarias en lugar de poder recurrir a profesionales que estén por ahí, con el trastorno organizativo que ello supone. Y, además, tampoco está muy claro que lo hayamos desarrollado del todo bien, si somos sinceros (las clases que dan nuestros asociados y cómo se las asignamos despreocupadamente demuestran que ni nosotros mismos vemos dramático que parte de la enseñanza la realicen quienes predicamos constantemente que lo han de hacer mucho peor. al menos en teoría). Por último, y en todo caso, todas esas supuestas ventajas que harían mejor el modelo son muy difíciles de medir… y tampoco nos hemos preocupado nunca de evaluarlo en exceso. Tampoco teníamos, la verdad, mucha necesidad. De modo que las cosas han seguido como siempre hasta que en los últimos años, desde el momento en que la enseñanza universitaria se ha abierto a la competencia con todas las de la ley (hasta hace década y media las universidades privadas estaban más o menos controladas, eran pocas y trataban de imitar el modelo público; desde la LOU y dada la evolución social y económica esto ha cambiado y ahora tenemos muchas y de muy diversos perfiles), ha aparecido un nuevo modelo de enseñanza del Derecho, a cargo de Universidades privadas, que realiza de forma incipiente pero con mucha eficacia ese ideal de «enseñanza más orientada al mercado laboral». Estas Facultades, a las que desde el sector público se ve muchas veces despectivamente como meras «escuelas de formación de abogados», tienen cada vez más éxito y, a mi juicio, están llamadas a tener más si cabe en un futuro no muy lejano. ¿Significa eso que están respondiendo mejor a las necesidades sociales con su oferta que las facultades de Derecho públicas y «clásicas»?
Muy probablemente sí están dando una mejor respuesta, como mínimo, a las demandas de mejor empleabilidad y a actuar en clave proporcionar lo que pide el mercado laboral. Eso de lo de habla Ciudadanos y que, al parecer, es cada vez más importante para todo el mundo. De modo que conviene echar un vistazo a por qué pueda ser así. Se me ocurren varias posibilidades:
1) Por razones evidentes, (de mercado), estas Facultades tratan de responder a ciertas demandas que profesionalmente son obvias y que las Universidades públicas tienen muchas más dificultades en cubrir, como por ejemplo ofrecer cierta docencia en inglés.
2) Estos centros cuentan con mucha más libertad para definir planes de estudio adaptados a «lo que pide el mercado laboral» (menos Historia del Derecho o Derecho Romano, más Derecho tributario o mercantil, etc.) dado que el sistema LOU permite un gran margen para definir el título de Derecho, pero de este margen las Facultades públicas no pueden disfrutar en tanta medida porque ya tienen adaptada su estructura de personal y organizativa a un modelo de plan de estudios clásico: sirva como ejemplo, a mi entender muy revelador, que en Valencia la Universidad Católica no ofrezca Derecho eclesiástico del Estado en su grado en Derecho, muy orientado a la empleabilidad, mientras las Universidades públicas próximas lo siguen ofreciendo;
3) El personal con el que cuentan estos centros privados es mucho más «liviano», pues la ley (y no digamos ya su aplicación laxa) les permite contar con equipos docentes mayoritariamente no estables sino conformados por profesionales que dan ocasionalmente algunas clases y, con razón o sin ella, el mercado considera cada vez más que este tipo de perfil de docente es mejor para enseñar cosas como Derecho, a fin de cuentas estudios de marcado cariz profesionalizante. La experiencia en los másters de abogacía mixtos entre universidades y colegios de abogados, por ejemplo, avala esta sospecha. Las evaluaciones de los alumnos, al parecer, indican de forma general que los docentes que vienen de la Universidad en esos títulos no son los más apreciados ni siquiera respecto a la valoración que merecen su preparación y conocimientos. Probablemente el tipo de docencia en esos títulos y a qué esté orientada ésta tenga que ver con que sean mejor considerados los docentes que compatibilizan esta función con el ejercicio profesional;
4) Todo ello, además, ni siquiera se compensa con el precio de los estudios: Derecho es una carrera fácil de ofrecer y no demasiado cara (y más en las condiciones de instalaciones, precarias, y de profesores, a tiempo parcial a los que se paga más en «prestigio» y «visibilidad» que en dinero, de muchos de estos chiringuitos académicos), con amplia demanda y que incluso se puede impartir en pisos en el centro de las ciudades, como ocurre en el modelo sudamericano con muchas Universidades-garaje y ya empieza a hacerse habitual aquí en nuestras privadas (máxime si, además, envían a sus alumnos a las bibliotecas de las públicas, como pasa en Valencia, para cuando necesitan, si eso, consultar algún libro o incluso las bases de datos de jurisprudencia). Además, la subida de las tasas públicas hace que la diferencia entre el coste de los estudios públicos y privados sea ya mínima. De modo que el precio del servicio no parece llamado a ser un factor diferencial en el futuro para enseñanzas profesionalizantes y «baratas» como Derecho, al menos mientras no cambie el modelo de tasas públicas actualmente vigente. de hecho, y por supuesto, el efecto diferenciador en precios entre lo público y lo privado en los Másters a día de hoy ya es inexistente, dado el precio de los masters jurídicos públicos… con las consecuencias que ya estamos viviendo y que avalan la sospecha de que vamos hacia donde vamos.
Frente a ello, la Universidad pública aguanta, y es todavía mayoritariamente la primera opción de casi todos, porque conserva cierto prestigio (se considera aún que suele ser «mejor» estudiar en la pública que en esos chiringuitos privados) derivado del efecto arrastre de la mera tradición histórica. Pero este arrastre tiene los días contados si la efectiva mayor eficiencia frente a las exigencias del mercado de las privadas se pone de manifiesto con claridad en un contexto social en que eso comience, como ya ha comenzado, a ser crecientemente valorado por la sociedad, los estudiantes y sus padres. Básicamente, porque no basta creer o intuir que la forma de hacer las cosas tradicional, clásica, de las Facultades de Derecho públicas es mejor. Hace falta proporcionar ciertas evidencias que no se limiten, como hasta ahora, a constatar que mientras sigamos teniendo los mejores alumnos, lógicamente, va a ser normal que tengamos también a los mejores egresados. Para ello, y como mínimo:
– Sería imprescindible que analizáramos concienzudamente si lo que ofrecemos tiene sentido o no y si esa aproximación menos profesionalizante es adecuada o genera pérdidas de eficiencia sin suficientes ganancias alternativas por las que seremos penalizados si nos empeñamos en seguir por ese camino. Es decir, si tiene sentido eso de formar «juristas» y no «abogados».
– Es además esencial valorar si, incluso si el modelo es adecuado, lo estamos ofreciendo bien. Esto es, ¿la docencia que efectivamente impartimos, que teóricamente persigue los objetivos sociales, formativos y críticos que decimos que persigue, los logra de verdad y tratamos de controlar que así sea? ¿Intentamos mejorar estas cosas, entender cómo hacerlo mejor, analizar qué habría que ser cambiado o nos limitamos a arrastrar lo de siempre y ya? Es decir, y a la postre, ¿estamos haciendo de verdad eso de formar «juristas» y no «abogados»?
– Para todo ello a la postre acabará siendo esencial reflexionar sobre si, efectivamente, el modelo de profesor dedicado y «especializado», que comparte tareas docentes con lo que se llama, un poco ridículamente en ciencias sociales y jurídicas, «investigación» en su campo, tiene sentido para unos estudios de grado de Derecho. Y, si efectivamente es así, diseñarlos para sacarle el partido correspondiente frente al modelo de «abogados o jueces que se ponen a dictar clases». Porque, por muy elitistas que nos veamos y aunque sea un anatema siquiera insinuarlo, quizás para enseñar lo que enseñamos, y dado lo que es el Derecho, no sea tan descabellado pensar que un buen profesional con años de experiencia y que haya tenido que trabajar en su campo enfrentándose a problemas concretos pueda explicar mucho mejor lo que necesitan los alumnos y que, en definitiva, lo haga mejor como docente que nosotros. Máxime si lo que se exige y es necesario, o socialmente deseable, en una carrera como la nuestra, es la transmisión de ciertos contenidos y punto. Y todo ello facilitado mucho, claro, si los profes dedicados a esto a tiempo completo (que, por otro lado, como es sabido, en realidad prácticamente no existen, lo que atemperaría este problema… o no y pondría de manifiesto lo absurdo del sistema) no curramos en exceso en pensar nuestra docencia y darle sentido a partir de nuestras cualidades y ventajas diferenciales.
A día de hoy, y en general, nada de esto está siendo realizado por las Universidades públicas tradicionales y clásicas. Tampoco se ha analizado qué significado y ventajas competitivas tiene la presencialidad en unos estudios como los jurídicos, donde prescindir de ella es muy sencillo y goloso (y por ello muchas privadas, además de la UNED desde hace años, lo están haciendo cada vez más). De modo que la erosión ha comenzado y va a seguir. De momento se manifiesta muy claramente en el sector más directamente orientado a las salidas laborales (másters y demás, con los centros públicos compitiendo de forma bastante patética, por cierto, con diplomitas y demás títulos propios con el mismo escaso rigor que luego criticamos a los chiringuitos y donde a la vez las Universidades públicas, por sus rigideces, tienen muchas más dificultades para definir una oferta coherente y que se adapte de manera flexible a la demanda (de ahí nuestra oferta esclerotizada de Másters oficiales). Lo cual, por otro lado, es doblemente interesante y vuelve a poner de manifiesto esa cierta inconsistencia que supone creer per se mejor el modelo de profesor-investigador. ¡Si ni siquiera para la docencia altamente especializada en unos estudios como los másters jurídicos es evidente la ventaja comparativa que aporta un docente profesional y dedicado que a la vez investiga no me quiero ni imaginar la conclusión respecto del grado! Un grado que, por cierto, y en breve, vamos a tener a Universidades privadas ofreciéndolo en 3 años. ¡Todo sea por responder mejor, y más barato y con ahorro de costes y cargas, a las necesidades del mercado laboral! Que a todos nos parece muy mal la perspectiva, ya, pero, eso sí, mientras tanto, en las Universidades públicas, seguimos en Babia…
La verdad es que resultaría un experimento interesante cerrar las Facultades de Derecho públicas españolas, o de una Comunidad Autónoma de cierto tamaño, unos años y ver qué pasaba. Estoy bastante convencido de que los estudiantes seguirían teniendo sus grados en Derecho por diversas vías, desde la UNED a la UOC pasando por las actuales privadas y las que surgirían al aparecer tan jugoso nicho de mercado. Y me da la sensación de que los resultados formativos no cambiarían mucho. Vamos, que no notaríamos la «pérdida» ni socialmente tendríamos peores juristas que los que tenemos ahora. Quizás tampoco ni siquiera la «investigación jurídica» sufriría en exceso, pues la orientación practicona más común en nuestro régimen hace que esta sea fácilmente sustituida por la que puedan realizar ocasionalmente profesionales, cuando es necesaria para comentar leyes o sentencias. Probablemente subirían los precios de los estudios jurídicos, eso sí, pues los centros privados podrían aprovechar la ausencia de un «estabilizador público» y además a corto plazo perderían competencia. Pero desde una perspectiva docente e investigadora el sector público parece que, al menos para enseñanzas tan profesionalizantes como el Derecho, a día de hoy no acaba de ofrecer nada que sea comparativamente mucho mejor a lo que ya ofrecen múltiples chiringuitos privados a pesar de todo el dinero público que invertimos en él y de que, supuestamente, ahí están (estamos) profesores seleccionados específicamente para ello y que deberíamos ser la crème de la crème (algo que, sin duda, a la vista está, y contra todas las evidencias, nos creemos mucho, eso sí). Deberíamos, todos, hacérnoslo mirar un poco. Más que nada porque, si no, el «experimento» se acabará produciendo de igual forma, aunque sea poco a poco y no sea voluntario, con un desplazamiento general, empezando por los másters y los alumnos más interesantes, de las Facultades de Derecho públicas en favor de las privadas, quedando el sector público como residual o, sencillamente, como más barato. Pero nada más.
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