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El Gobierno de España, en la reunión del Consejo de Ministros de ayer, aprobó por medio de un Decreto-ley (recordemos: una medida excepcional, que no existe en casi ningún país europeo por su matriz autoritaria, que permite a un gobierno introducir en el ordenamiento normas con rango de ley por las bravas y que en teoría está reservado a situaciones de «extraordinaria y urgente necesidad») que unas empresas privadas (los clubes de fútbol profesional) no tienen derecho a negociar como les dé la gana -o acuerden entre ellos- la puesta a la venta de uno de su activos más preciados (los derechos de retransmisión de sus partidos). Por el contrario, y por una serie de razones que el propio gobierno nos resume aquí y que la prensa española ha explicado con indisimulada satisfacción –por ejemplo, aquí-, nuestro querido gobierno no populista y no bolivariano considera que le compete a él, directamente, determinar cómo estas empresas privadas han de vender sus derechos, cómo repartir los beneficios y, además, en qué condiciones y casi a quiénes en concreto han de vendérselos. Esta misma mañana tenemos ya en el BOE la norma jurídica y mañana entra en vigor, como es lo propio de una norma urgente, de modo que a partir de ahora los clubes de fútbol españoles tienen prohibido comerciar individualmente con este tipo de activos.
El Decreto-ley en cuestión es una antología del disparate jurídico. Lo cierto es que afirmar esto tampoco supone demasiada novedad. Estamos en España, y acostumbrados a gobiernos no-bolivarianos, no-populistas, no-nacionalistas y muy profesionales, europeístas, aptos, liberales, llenos de los mejores técnicos y expertos de esos que los Letizios siempre nos dicen que, en el fondo, tienen a la postre toda la razón porque son los que más saben, así que tampoco es algo excepcional llevarse las manos a la cabeza cuando uno lee ciertas cosas paridas por esta casta de burócratas al servicio de nuestro entramado económico-estatal. Lo que pasa es que lo de hoy tiene un punto circense-verbenero que lo hace más divertido y espectacular que de costumbre. Primero, porque se trata del fútbol, y en consecuencia entra en juego ese vector patriotero que entiende que el Real Madrid, como legítimo Mejor Club del Mundo Y del Universo Conocido -o cualquier otra gloria local o regional que tengan en mente- es parte de lo mejor que España puede ofrendar al mundo y en consecuencia, que toda macarrada jurídica, si relacionada con el fútbol profesional y su potenciación, pasa a estar justificada. Sobre todo, claro, si ya de paso haces un favorcillo de nada a los grandes grupos de comunicación que tienen en el fútbol uno de sus mayores reclamos, y que, como es lógico, llevan un tiempo muy hartos con eso de tener que negociar club a club, arriesgarse a entrar en subastas con operadores no instalados o de fuera y no digamos ya el mal rollo que les entra al tener que ir a negociar con unos pringados de provincias como el Almería, el Eibar, el Lugo o la Ponferradina, en lugar de poder cerrar todo conjuntamente en Madrid con unos señores bien trajeados y gemelos como Dios manda. En segundo lugar, porque quien ha redactado el Decreto-ley ha echado el resto y nos ha legado perlas deliciosas para tratar de justificar la medida. Aunque quizás se trate simplemente, porque es una parodia demasiado acabada para ser involuntaria, de que quien recibió el encargo era consciente del escándalo que supone el Decreto-ley y escribió la Exposición de Motivos y la norma exagerando los ridículos argumentos para que quedaran en evidencia y en Moncloa, lejos de darse cuenta, acabaron tan encantados con esa florida prosa y la justificación de todo el invento que la han metido tal cual en la ley. El caso es que, por unas y otras razones, nos desayunamos hoy sábado con una verdadera maravilla jurídicamente disparatada. Que lo es, como mínimo, por tres razones de peso:
1. Porque resulta un ejemplo más, particularmente acabado y obsceno -justificar una norma urgente para regular derechos de 2016 tiene su aquél-, del abuso sistemático con el que se recurre al Decreto-ley en España, convertido ya de hecho por nuestros gobiernos, parlamentos que los convalidan, actores políticos que los asumen, medios que no los denuncian y Tribunal Constitucional que se los traga en una forma perfectamente válida de legislación ordinaria. No voy a ponerme ahora a reiterar la teoría general sobre su uso y abuso, pues ya lo he hecho otras veces y, total, da igual. La actual legislatura de Mariano Rajoy y su gobierno no autoritario y no venezolano bordea ya a estas alturas el récord de Aznar de Decretos-ley aprobados en una legislatura pero, en realidad, lo ha pulverizado con creces, pues entre estos Decretos-ley ha habido algunos de más de cien páginas que han cambiado decenas de normas -por cierto, adulterando definitivamente, si es que le hacía falta algún tiro de gracia, toda la retórica que dice que la convalidación parlamentaria del Decreto-ley es garantía de control democrático de las medidas concretas que se aprueban por urgencia para solucionar un problema puntual-. Es claro que en este caso, sin embargo, hay elementos particularmente indignantes en la apelación a la urgencia y necesidad de una medida que, como el propio Decreto-ley explica… ¡se va a aplicar a los contratos de la temporada 2016-2017! Es decir, que tenemos una gran urgencia que nos obliga a recurrir a un procedimiento excepcional y autoritario porque supuestamente no hay otra manera de afrontar legislativamente, dado que no queda tiempo material para ello, un problema que en su caso se refiere a septiembre de 2016, esto es, a dentro de más de un año. La justificación que ofrece la norma al respecto en su Exposición de Motivos, como no puede ser de otra manera, da vergüenza ajena:
«(…) en este momento, es posible la explotación de los derechos audiovisuales de la temporada en curso (2014/15) en los mercados nacional e internacional, pero a partir de la temporada 2015/16 se plantea una situación de incertidumbre, que sólo quedaría garantizada mediante la puesta en común de todos los derechos individuales. Especialmente comprometida es la comercialización de los derechos en los mercados internacionales, que resultará prácticamente inviable en las actuales circunstancias, al resultar imposible ofrecer un paquete conjunto a los operadores extranjeros interesados. La cercanía de la siguiente temporada hace que ese producto se devalúe continuamente, y sea sustituido por alternativas competidoras de nuestra Liga de Fútbol. Ninguna fórmula diferente a la venta centralizada permite la comercialización fuera de España, pues de otra manera es casi imposible que un sólo agente económico pueda ofrecer a los operadores de los diversos países el producto «Liga Española». La incapacidad del sector para poder propiciar esta comercialización exige una actuación urgente que permita salir al mercado y no seguir perdiendo oportunidades.
(…) Puesto que estos nuevos contratos se están negociando en estos momentos y deberían suscribirse con antelación suficiente respecto al inicio de la próxima temporada (septiembre de 2015), resulta de extraordinaria y urgente necesidad la aprobación de la norma legal que permite la implantación del modelo de explotación y comercialización conjunta y que definitivamente aporte seguridad a todos los operadores y agentes potencialmente implicados».
Tampoco tiene sentido reiterar en este breve comentario el sistemático y abusivo recurso al Decreto-ley para regular situaciones en principio vedadas al mismo. Ya es sabido, por ejemplo, que el Tribunal Constitucional considera que, diga lo que diga el art. 86.1 CE respecto a que este tipo de normas no pueden afectar a los deberes, derechos y libertades fundamentales de la Constitución, no hay problema alguno en manosear sin mesura todo lo relacionado con la libertad de empresa por medio de Decretos-ley. Más novedosa es la posibilidad, empleada recientemente para el tema del derecho a la información de las radios respecto de los partidos de fútbol y que ahora se reitera, de afectar con Decretos-ley al contenido esencial de derechos fundamentales clásicos y esenciales,verdadero núcleo duro de la Constitución -y de la sección primera del Capítulo Segundo del Título primero-, como la libertad de información. Pues bien, esta norma vuelva a incidir en este tipo de actitud, modificando la regulación sobre el derecho a ofrecer un determinado mínimo de minutos de cada partido como manifestación esencial, debido a su «interés general» indudable, del derecho a la información de los ciudadanos. Esto es, que al menos en este concreto caso sí estamos indudablemente dentro del contenido esencial del derecho del art. 20 CE, como mínimo respecto de esa parte del Decreto-ley (DF 1ª), que, para más inri, menciona expresamente el derecho fundamental a la información como elemento que está procediendo a regular. Si se quisiera hacer una exhibición de burla a las reglas constitucionales no se podría hacer mejor. Y eso sin entrar a valorar si el resto del Decreto-ley, en la medida en que se refiere a la venta de derechos audiovisuales, podría implicar también afección al derecho a la libertad de información.
2. La norma es además un escándalo en cuanto a su contenido porque regula una actividad económica privada sin que exista justificación alguna, ni razón de interés general que se sostenga tras un escrutinio crítico, por mínimo que sea, que justifique esa intromisión. Salvo que consideremos, claro está, que hay un derecho general de los poderes públicos -por vía gubernativa, además, en este caso- a decirnos a los ciudadanos cómo hemos de ordenar nuestra vida y negocios incluso en aquellos aspectos donde no hay intereses públicos de relieve en juego. Que nuestro sistema abunda en el liberalismo de pacotilla no es una novedad, pues somos un país donde abundan los «emprendedores del BOE» y hemos interiorizado que sólo se hacen negocios de verdad a la vera del poder, y si es palco del Bernabéu mediante, mejor. Pero resulta irritante por muchos factores cómo se va extendiendo más y más, cual mancha de aceite, la tendencia de nuestro Estado a expandir más y más los ámbitos en los que para hacer negocio uno debe atender, sí o sí, tanto más a lo que quiere el Poder -y a su traducción en lo que decide el gobierno- que a producir y ser competitivo en la tarea que uno acomete. Que además esto se haga por Decreto-ley, por supuesto, incrementa el escarnio, pero es igualmente cuestionable y nocivo si se hace por medio de legislación ordinaria. En definitiva, y en segundo lugar, pues, hay que preguntarse si una medida como esta es constitucionalmente compatible con la protección de la libertad de empresa.
Para dotar de más contenido verbenero a la medida, la propia Exposición de Motivos del engendro, de nombre Decreto-ley 5/2015, de 30 de abril, de medidas urgentes en relación con la comercialización de los derechos de explotación de contenidos audiovisuales de las competiciones de fútbol profesional muestra que el gobierno no es ajeno a que en el ámbito en que nos movemos -el fútbol y los negocios asociados- en principio, y aparentemente, el protagonismo ha de ser privado porque no estamos ante una actividad estatal. ¡Faltaría más! En consecuencia, la norma nos explica que estamos en un ámbito que parece ser claramente privado y donde habría en condiciones normales de regir la autonomía de la voluntad de las partes y, ojito, incluso lo que en plan jocoso llama «plena autonomía para ordenar sus relaciones comerciales». Lo que pasa es que luego viene el tío Paco con las rebajas:
«El modelo de comercialización de los derechos audiovisuales de las competiciones de fútbol profesional en España se basa en la autonomía de la voluntad de los agentes intervinientes, que disfrutan de plena autonomía para ordenar sus relaciones comerciales. En este contexto, se ha optado por la venta individualizada por los equipos participantes en las competiciones, reconociéndose así la titularidad del derecho a la retransmisión de cada encuentro de la competición al club local, si bien debiendo contar con el consentimiento del club visitante. Frente a la progresiva implantación de los modelos de venta conjunta en todos los países europeos con competiciones profesionales de fútbol relevantes, el modelo de venta individualizado ha exigido que los equipos y los operadores audiovisuales deban alcanzar acuerdos múltiples para la difusión de los partidos, no siempre compatibles con las reglas del mercado, desiguales en cuanto a la capacidad de negociación de las partes y sometidos a una permanente conflictividad judicial, sin que en la práctica haya existido participación de las entidades organizadoras de las respectivas competiciones.
El funcionamiento inestable y fragmentado de este modelo de venta de derechos audiovisuales ha derivado en una debilidad estructural del sistema que explica que la recaudación por esta venta sea sensiblemente inferior a la que correspondería a la competición española por importancia, dimensión e impacto internacional, y que el desequilibrio de ingresos entre los equipos que más y menos reciben sea también el mayor de las ligas de nuestro entorno. Esta debilidad en la comercialización de los derechos y la consecuente inexistencia de un mercado eficiente en el reparto de los derechos, también parece haber incidido en el desarrollo limitado de los nuevos canales de difusión, en particular el de la televisión de pago, que en otros países de nuestro entorno se han expandido aprovechando unas condiciones en la venta de los derechos audiovisuales más transparentes y estables en tiempo y requisitos de explotación».
Es decir, que reconocíamos la autonomía de la voluntad y los equipos se lo montaban a su manera, pero a juicio del gobierno la cosa no rulaba. Como había conflictividad judicial, en otras partes lo hacen de otra manera, otras competiciones futbolísticas sacan más dinero por sus derechos y además las televisiones de pago se quejaban de que esto es un lío, pues intervenimos desde el Estado -resulta notable y un punto inquietante que el gobierno considere que a las televisiones les va a compensar pagar mucho más a cambio de tener todo controlado y el mercado cerradito, cosa que puede ser cierta, pero sólo hasta cierto punto, y no debería serlo en ningún caso si a la postre hay que pagar mucho más por los derechos; no, a menos que se acabe regulando un mercado totalmente cerrado, donde otros operadores no puedan pujar en muchos años por un paquete conjunto de derechos, algo que en principio no se debería poder hacer pues sería un escándalo enorme de restricción de la competencia-.
Ninguna de estas preocupaciones tiene, no obstante, excesivo peso jurídico como para justificar una regulación así. Esa lógica gubernamental tan hostil a que haya algún que otro procedimiento judicial en esta vida, por ejemplo, si fuera consistente permitiría intervenciones muy entretenidas en casi cualquier sector de nuestra vida económica. ¿O conocemos alguno donde no haya pleitos? Pero lo más fascinante es la enternecedora preocupación del Decreto-ley por lograr que el mercado privado en cuestión, tanto la competición futbolística en sí como el negocio televisivo asociado, funcione mejor. Una actitud encomiable, si se quiere, pero que no se entiende del todo bien en una economía de mercado. Porque regular un sector donde no hay intereses públicos sólo para «obligar a que vaya mejor para los partícipes en ese mercado» suena como muy bolchevique, ¿no? Al margen de lo presuntuoso que es creer de uno mismo, como gobierno, que se conocen mejor qué soluciones son mejores para el mismo que los propios actores que intervienen libremente en él, y que son los que disfrutan de los beneficios de tomar buenas decisiones y padecen las consecuencias negativas de equivocarse.
Una afirmación interesante y reveladora en este sentido del gobierno es que el concreto sistema de reparto que pone en marcha, al distribuir obligatoriamente los ingresos de forma más equitativa entre todos los participantes en la competición -50% a partes iguales, 25% por méritos deportivos y 25% por implantación social definidas ambas categorías a partir de criterios que, en plan más bolivariano si cabe, el propio decreto en su art. 5 establece con gran detalle de un modo que dejaría al mismísimo Lenin avergonzado-, «contribuirá a que el campeonato sea más igualado con una mejor distribución de recursos». Objetivo encomiable, sin duda. De hecho, muchas ligas de fútbol que funcionan comercial y deportivamente mejor que la nuestra han adoptado criterios de reparto semejantes. Incluso, a mí me parece muy razonable tratar de organizar una competición así -caso, por cierto, de que lo permita el Derecho de la competencia, pero ya hablaremos de eso después-. La cuestión, sin embargo, no es ésa. Da igual lo que nos parezca el concreto sistema aprobado por el gobierno, si es mejor o peor que lo que hay ahora, porque el problema no es tanto ése como que esa decisión debiera pertenecer a los clubes y a los organizadores de la competición. Si perciben que, en efecto, el interés de la competición decrece y los aficionados así se lo hacen notar -desertando, simplemente- pues ya se apañarán. ¿Quién es el gobierno para decidir lo que es mejor para estos actores privados? Y, sobre todo, ¿es posible en nuestro Derecho que la apreciación subjetiva de que una competición es mejor si más competida frente a otras interpretaciones como que conviene, en cambio, que prime a los mejores por encima de todo pueda imponerse coactivamente desde el poder para decidir cómo organizar competiciones privadas que orbitan en torno a negocios privados -o viceversa-? Si así es, tenemos la mejor evidencia del valor jurídico que nuestro ordenamiento concede a un derecho fundamental como la liberad de empresa (art. 38 CE), que ya sabemos todos a estas alturas que es nulo y tampoco nos perturba en exceso, la verdad. Pero en el fondo esa minusvaloración del art. 38 CE la es también de la autonomía de la voluntad y de la propia libertad individual ínsita en poder organizar una asociación, negocio o competición como a uno le apetezca. En todo caso, para los que alcen la ceja en exceso con esto que no parece en exceso liberal… ¡tranquilidad, no hay que preocuparse!: esto de forzar a un empresario a vender los productos de una determinada manera no es que sea adecuado dentro del respeto a la liberta de empresa, es que es lo más sensato para respetarla, ¡faltaría más! pues estamos hablando de «sistemas de adjudicación y explotación que respet(a)n los principios de igualdad y de libertad de empresa y dentro del marco general de las normas nacionales y comunitarias en materia de competencia».
Muy significativo de qué estamos hablando es la explicación que da el gobierno cuando explica que el cambio legal se justifica porque «la optimización en el reparto de los derechos audiovisuales propiciará que el fútbol español siga compitiendo con las grandes Ligas europeas y ayudará a que los clubes cumplan con sus obligaciones ante la Agencia Tributaria y la Seguridad Social, respectivamente«. Resulta en todo caso enternecedor el interés de los poderes públicos por lograr que las empresas y los ciudadanos lleguen a fin de mes, aunque sea para pagar a Hacienda y eso. Pero de ahí a aprobar severas limitaciones de la libertad de empresa basándose en esta preocupación llama más la atención, porque uno tiende a pensar que en una economía de mercado una de las claves del sistema es que justamente de eso, por mucho que de otras muchas cosas sí se pueda ocupar la Administración, justo de eso, como decía, pues como que sí se tiene que entender que es una responsabilidad del empresario. ¿O no?
Pues no, claro, porque aquí hay un interés superior que todo lo puede: ¡hay que beneficiar a nuestros clubes para que sean competitivos y ganen títulos en Europa, oigan! De modo que para que no quede elemento de populismo de baja estofa sin tocar, la ley acaba amparándose en que el fútbol es esencial para España. Tal cual. Y así, la Exposición de Motivos de la Ley se esfuerza trabajosamente en explicar cómo es posible semejante medida en un país no bolivariano y liberal aunque a la postre le queda tan deslucido jurídicamente como hermoso y emotivo desde una perspectiva balompédica. Reconoce por un lado que está feo, claro, lo de regular en este plan, pero que a veces no hay más remedio cuando están en juego los intereses esenciales de la Nación. Por supuesto, este es el caso con el fútol:
«En el caso del mercado de derechos audiovisuales de las competiciones de fútbol profesional tres son las razones que legitiman la intervención urgente del Gobierno: por un lado, la indiscutible relevancia social del deporte profesional, en segundo lugar, la reiterada y unánime demanda de dicha intervención desde todos los sectores afectados y, finalmente, la necesidad de promover la competencia en el mercado de la televisión de pago actuando sobre uno de sus activos esenciales».
Es decir, que la razón esencial que en esencia se invoca es algo tan bolivariano y patéticamente simple como la relevancia social del fútbol en España, oiga. Una especie de religión que permite saltarse a la torera todas las reglas sobre cómo han de ordenarse los mercados en España. Como hay mucha gente que va al fútbol y que lo ve en la tele, pues oiga, la libertad de empresa desaparece. Y más aún si, encima, se trata de nuestra primera industria nacional, o casi, pues «tampoco es desdeñable la contribución del fútbol profesional a la actividad económica y su impacto directo e indirecto en la generación de riqueza y empleo, afectando a sectores variados como los relacionados con el turismo, la publicidad y el patrocinio, la comercialización de las tecnologías de la comunicación, todos ellos importantes en nuestro país«. Turismo deportivo y todo. ¡Estamos que lo tiramos! Y porque aún no me hemos logrado del todo invertir en I+D e idear una buena burbuja inmobiliaria asociada al fútbol y a las recalificaciones, porque la de los campos de fútbol nuevos con torres de muchos sobre los antiguos no nos ha salido muy bien, que si no… Una juerga, vamos. Marca España genuina.
A continuación la exposición de motivos incide en que además los actores no se ponen de acuerdo -curiosa afirmación, pues parece que más o menos tienen montado un sistema desde hace años que funciona, mejor o peor, los partidos se juegan y retransmiten, ¿o no?- tanto más exótica cuanto también reconoce que son ellos los que le instan a hacer esta regulación y le dan ciertas directrices. ¿Están de acuerdo o no están de acuerdo? Si lo están, ¿qué necesidad de imponer nada? Pues ya se lo explico yo: sólo por medio de un decretazo se puede acabar de acallar a los díscolos y, sobre todo, conseguir una regulación que no sea ilegal. Como mucho podrá ser inconstitucional (por eso de no respetar libertades) o contraria al Derecho de la competencia europeo, pero en ningún caso al español… dado que está aprobado por ley. En todo caso, y como hay que vender que la norma también cumple con las reglas europeas de competencia el Decreto-ley remata la faena con una fascinante apelación a la necesidad de introducir competencia en el sector y explicando que esto, introducir competencia, es justamente lo que se pretende lograr creando un cártel legal. Véamoslo con algo más de detalle.
3. Porque, para rematar el disparate, la norma también plantea problemas desde la perspectiva de la compatibilidad del concreto modelo de comercialización y reparto que impone con el Derecho de la Competencia.
El Derecho de la Competencia es dúctil y funciona normalmente de maravilla cuando ha de enjuiciar decisiones de quien de verdad tiene el Poder, sea jurídico o económico. De hecho, se basa en normas principales que han propiciado que se haya ido decantado jurídicamente como rama del Derecho que funciona cual Reino de los Cielos de la Discrecionalidad Técnica y la Ponderación Bien Entendida que nos permite justificar desde una supuesta juridicidad e incluso cientificidad cualquier cosa. Así que en principio no hay que pensar que haya de suponer un severísimo escrutinio a una medida querida por el poder, impulsada por una mayoría de clubes y medio asumida por los demás y, para rematar la faena, también anhelada por los operadores audiovisuales ya establecidos, que le ven muchas ventajas (a fin de cuentas ambos entraron en el mercado desplazando a los anteriores controladores del mismo aprovechando modelos de negociación individual que les pemitió abrir una brecha por la que se introdujeron). Lo que ocurre es que incluso cuando hay tanto consenso entre los actores premium de un mercado, si los consumidores quedan muy descuidados, pues hay ciertas reglas y, sobre todo, ciertos principios estructurales de para qué sirve esto del Derecho de la competencia. Bordea claramente su incumplimiento hacer lo que hace el Decreto-ley, que no es sino poner en marcha un sistema eminentemente anticompetitivo y de cártel… ¡impuesto desde el Estado y que obliga a participar en el mismo a todos los miembros del sector, quieran o no! Es una deliciosa ironía que, en un país donde se sanciona a gremios de panaderos tradicionales por emitir humildes recomendaciones de producir pan con ciertas características de calidad mínimas para evitar una competencia a la baja que afecte a la calidad del producto por entender que eso puede generar enormes perjuicios económicos para el país, distorsionar la competencia y evitar la aparición de pacificadoras alternativas de bajo precio, se imponga desde el Estado un cártel en un mercado de una relevancia económica mucho mayor y donde el limitado número de actores ya dificulta per se mucho más la competencia de lo normal.
Por supuesto, y dado que esta medida se aprueba por medio de una norma con rango de ley, la excepción general del art. 4 de la Ley de Defensa de la Competencia (LDC) se aplica y el reparto no es, en consecuencia «ilegal» ni contrario a la LDC. ¡Por eso decía antes que justo para esto viene muy bien aprobar esto así! Nada que decir por ello salvo que entendiéramos inconstitucional constituir un cártel, lo que no es el caso y, si lo fuera, pues lo sería por ser una violación del derecho a la libertad de empresa que, como ya hemos visto, es difícil de argumentar porque nuestro Derecho en la materia lo permite todo. A la vista está. Pero sí tiene cierto interés aplicar la lógica que el Derecho de la Competencia usaría para enjuiciar una decisión como esta, la venta colectiva de los derechos de fútbol, si la hubieran pactado unos actores privados, por ejemplo, la propia Liga de Fútbol Profesional, como por otro lado parece que en parte ha sido, con carácter previo al «blindaje» por Decreto-ley del acuerdo. Para poder analizar, hecha abstracción de que esto tenga rango de ley, si el acuerdo en sí es anticompetitivo o no hay que tratar de analizar a la luz de los criterios ponderativos justificativos adelantados por el gobierno si se produce una restricción de la competencia justificada o no de acuerdo con las reglas que al efecto suele ser empleada, por disponerlo el Derecho europeo en la materia (y haber quedado plasmado en nuestra LDC).
En este sentido resulta en primer lugar, como casi siempre en estos casos, fascinante la manera en que se hacen los cálculos que justifican el supuesto ejercicio de ponderación que avala la medida. Sin rigor alguno y con números de parte que no se cuestionan. Pero en segundo lugar tampoco hay rigor en el estudio de los efectos del pacto.
Como se sabe, y resumido muy a lo bruto, los criterios que permiten justificar una medida restrictiva de la competencia según el Derecho europeo y su traslación en el art. 1 de la Ley de Defensa de la Competencia 15/2007 atienden esencialmente a si la medida, acuerdo, pacto, etc. genera una limitación de la competencia potencial o real, lo que parece evidente que es el caso. Sin embargo, y de la etérea forma habitual en la materia, el art. 1.3 sí permite estos pactos cuando «contribuyan a mejorar la producción o la comercialización y distribución de bienes y servicios o a promover el progreso técnico o económico» si de ello también se benefician los consumidores y no imponen más restricciones de las necesarias para atender esos fines. Pues bien, el gobierno apunta que su medida, sin duda, pasaría el filtro porque, ojo al parche, «la mejora en la eficiencia derivada de la venta de los derechos audiovisuales mediante el procedimiento de comercialización conjunta permite estimar un incremento de los ingresos de derechos audiovisuales, a medio plazo, hasta los 1500 millones de euros en el escenario más positivo. La valoración de los ingresos derivados de la comercialización en el mercado nacional se estima entre los 700 millones actuales y los 1.000 millones de euros. La comercialización de los derechos en mercados internacionales, apenas explorada hasta el momento, proporcionaría ingresos de 400-500 millones de euros». ¡El doble de pasta por los mismos derechos! ¡La multiplicación de los panes y los peces por medio de una norma! Y además en beneficio de todos, consumidores incluidos. Porque sabido es que los cárteles, en efecto, pueden lograr incrementar el precio global, aunque ya es más que dudoso que doblarlo así como así sea tan sencillo -en todo caso, y dado lo voluntariosos que son los cálculos con los que opera siempre el Derecho de la competencia, pelillos a la mar-. Pero, ¿cómo es posible que esto beneficie a los consumidores y, en concreto a los consumidores de fútbol de pago que serán los que habrán de asumir este incremento de coste? ¿O piensa el gobierno que lograr que los clubes reciban el doble de dinero y, más allá de cómo sea luego repartido éste, que son ello se prime la competitividad de los mismos en Europa, cuestión al parecer esencial, sale de la nada?
Los beneficiados por la medida y ese hipotético aumento de la recaudación -que hemos de creernos porque sí- son en realidad pocos. El gobierno, en primer lugar, que se puede permitir dotar ciertos fondos con las medidas parafiscales que impone la norma. Se trata de medidas de claro contenido populista como, por ejemplo, esa pretensión expresa de inyectar dinero en el fútbol femenino no en la base sino para posicionarlo en la elite internacional en los campeonatos de selecciones, pues al parecer es un gran drama que hasta la fecha no haya sido así -mención especial a la emotiva referencia de la ley a las «modalidades deportivas y deportistas que enriquecen la imagen de nuestro país y ofrecen a nuestros ciudadanos su entrega y sus victorias» con una retórica propia del No-Do que uno hasta se imagina a Matías Prats locutando-. Pero más allá de que estas medidas son lo que son no dejan de ser cargas de tipo parafiscal que el legislador puede imponer. Se pueden criticar o no políticamente pero jurídicamente no presentan problemas excesivos.
Un segundo beneficiado, el más claro, son, si se verifica el incremento de costes, los clubes de fútbol, que verían cómo suben de forma notable sus ingresos. Y, de hecho, de eso va todo esto, se supone. Como ocurre con todo cártel. Lo que es muy loco es considerar que de esta nueva regulación, si se ha de recaudar el doble, vayan a beneficiarse los consumidores, que sí o sí pagarán más por estos servicios que antes dado que el mayor coste no se compensa con un incremento del mercado y del número de clientes, pues en nada afecta o mejora la nueva regulación al producto que se ofrece como para considerar que por sí mismo lo haga más atractivo de modo que pueda compensar por otras vías el incremento de costes.
Tampoco parece, la verdad, que el interés general que justifica toda esta pamplina vaya a ser atendido y, en concreto, eso de la competencia en el mercado televisivo que dice el Decreto-ley. Más que nada porque la norma tiene una expresa vocación de «estabilizar» el mercado de la televisión de pago y aunque la norma permite hacer bloques y lotes para la comercialización de los derechos da la sensación de que no los impone y, en todo caso, deja la decisión sobre la composición de los mismos y su reparto a los licitadores, que da la sensación de que tienen todo esto muy hablado ya con los operadores dominantes. En todo caso, por si no nos quedamos todos lo suficientemente tranquilos, el art. 4 dice que la CNMC controlará todo este proceso de venta conjunta y eso. Bien está, claro. ¡No podía faltar la supervisión administrativa exacerbada ni siquiera del proceso de ejecución de todas estas medidas, no vayamos a confundir la liberta de empresa con libertinaje! En todo caso, y dado cómo funciona la CNMC, su rigor y su acrisolada independencia y competencia técnica, de la que ya nos hemos ocupado aquí, uno no puede sino esperarse lo peor imaginando cómo mezclará ese organismo con el palco del Bernabeú. Lo que sí será es divertido: una administración pública teniendo en última instancia la última palabra sobre cuántos lotes de derechos conviene ir haciendo en cada subasta, cómo repartir los contenidos de cada uno de ellos y demás es un espectáculo digno de verse. ¡Póngame ahí un Alavés-Getafe más, que me ha quedado un lote muy poco lucido, oiga! En fin…
Mención especial, y final, muy breve, merecen las dudas que pueden suponer desde la perspectiva del Derecho de la competencia cosas como que la norma parezca posibilitar integrar todas las competiciones en la negociación conjunta (Liga, Copa, Supercopa…), pues eso «carteliza» todavía más el resultado final o que no haya obligación legal de contar con más de un operador, lo que apunta a que es otra burla directa del Decreto-ley eso de que la medida se pretenda vender, además, como incentivadora de la competencia en el mercado de la televisión de pago. Es lógico, pues si además hay que procurar la «consolidación y estabilización» del sector o algo así, que en España pasa básicamente pasa por garantizar en la medida de lo legislativamente posible ingresos y abonados a los grandes actores del sector -a día de hoy, y tras la compra de Digital Plus, estamos hablando esencialmente de Telefónica y en menor medida Mediapro-, ya me dirán cómo cuadramos el círculo. Parece intuirse de todo el proceso, de hecho, que esto va de incrementar los ingresos de los clubes con un cártel y, a cambio, dotar de tranquilidad y estabilidad respecto de su control sobre el negocio a los dos operadores (o al operador más importante) ya establecidos, dificultando la entrada de nuevos actores. Operadores que ya se cobrarían esta estabilidad con sus clientes cautivos. Sólo así, y de esta manera, pueden cumplirse los objetivos del Decreto-ley de dejar a la vez contentos a clubes de fútbol y televisiones que, además, parecen más o menos encantados con lo ocurrido. El pequeño problema de esto es que la fiesta la pagan los consumidores y la competencia. Y, además, tampoco parece que nadie se lleve a engaño ya al respecto. Una cosa muy loca, en definitiva, que además será controlada desde la CNMC con altas dosis de discreción y arbitrio en sus decisiones, dando vía libre a que quien más y mejor logre convencerla de las bondades de su propuesta se llevará el gato al agua.
En definitiva, estamos hablando de una regulación no sólo cuestionable desde la perspectiva del derecho a la libertad de empresa sino, también, en su confrontación con los postulados básicos del Derecho de la competencia. Si se hubiera discutido y debatido como es normal en una democracia, con un parlamento que trabajara en ella y medios de comunicación informando sobre su contenido, implicaciones y alternativas probablemente no se habría aprobado nunca así y habría generado cierto jaleo y discusión pública. ¡Pero justamente para eso están los Decretos-ley, para que las cosas pasen rápido y sin debate! ¿A que son una maravilla?
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