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Quienes sigan este bloc desde hace tiempo recordarán que, en contra del optimismo generalizado con el que fue acogida por casi todo el mundo en España (medios de comunicación a la cabeza, pero también buena parte de los juristas que se expresaban en público sobre el tema), a mí no me gustó especialmente la sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional. Ni me gustaba la decisión jurídicamente, por varias razones, que expliqué en su momento (había declaraciones de inconstitucionalidad gratuitas que no casaban con lo que tiene que ser la mesura de un TC a la hora de enjuiciar leyes aprobadas por el legislador, esa necesaria judicial restraint de la que los americanos -en este caso respecto de dos legisladores y del cuerpo electoral-, como ponerse a evaluar declaraciones del preámbulo o cargarse una forma que había sido pacífica durante décadas de entender la promoción y defensa de la lengua catalana; y además, en general, entendía que el esfuerzo hecho durante el proceso estatutario por «llevar al extremo» los límites de una interpretación autonomista del texto constitucional eran interesantes y merecían más comprensión, incluso a la luz de la coherencia con su propia doctrina pasada, por parte del TC, como expliqué en este texto donde además se pueden ver enlaces a opiniones de otros juristas); ni, sobre todo, compartía la visión que se hizo inicialmente dominante de que la STC 31/2010 había logrado un interesante equilibrio eliminando las inconstitucionalidades más flagrantes pero dejando indemne en lo esencial el texto estatutario, lo que permitiría resolver el problema político de fondo. Como expliqué aquí, y más allá de las agresiones gratuitas y excesos interpretativos que a mi juicio también contenía la sentencia, la esencia de la misma suponía además que, en la práctica, se dejara sin efectos, por mucho que no lo declarase inconstitucional, todo el articulado, complejo, extenso, prolijo incluso, con el que el Estatut de Catalunya de 2006 pretendía «blindar» las competencias autonómicas (algo que fue injustamente muy criticado pues para eso, justamente, sirve un texto estatutario). Y es que el TC dijo algo así como que bueno, que no iba a anular todo esos preceptos, pero que en el futuro podía entender que cualquiera de esas competencias no valía y que, en su caso, y siempre que lo considerare, podría dejar sin efecto esas cláusulas y dejar que el Estado pudiera entrar y campar en esos ámbitos competenciales tan tranquilo dijera lo que dijera el texto estatutario aprobado. Es decir, que la STC se cargaba el Estatut, en su esencia, totalmente. Suponía la STC 31/2010 una afirmación recentralizadora que, más allá de las críticas jurídicas que, por las razones expuestas, podía merecer, gustaba, eso sí, mucho en Madrid (entendido el término como referido a la capital de España y elites asociadas), pero que, como anticipé en su momento, no sólo no iba a resolver problema alguno sino que lo iba a agravar. Vamos, y como aparece en los comentarios al texto, que Manuel Aragón, ponente de la misma saludado por todo el establishment español como el gran salvador del momento, en realidad, podía acabar habiendo hecho un flaco favor a la unidad de España y, en cambio, haberse hecho acreedor de una estatua en todas las plazas mayores de una futura Cataluña independiente.
Cuatro años después, y a pesar de que desde nuestra prensa amiga nos llevan diciendo periódicamente que no pasa nada, que todo está controlado, que esto es un suflé, que es sólo cosa de dinero y de cuatro chalaos, o una maniobra política de corto recorrido o no sé qué, hoy el president de la Generalitat catalana, Artur Mas, ha convocado, amparado por una ley previamente votada por una amplísima mayoría (un 80% de los diputados catalanes se pronunciaron a favor de la misma) del parlamento catalán sobre consultas populares no refrendatarias (llei 10/2014, de consultes populars no refrendatàries i altres formes de participación ciudadana), una consulta para que los catalanes se pronuncien sobre el futuro de Cataluña y, en concreto, su futuro como estado y, en su caso, como estado independiente (decret 129/2014, de convocatòria de la consulta popular no refrendatària sobre el futur polític de Catalunya). Como es evidente, se trata de un acontecimiento jurídicamente muy importante, de una relevancia difícil de sobrevalorar. Políticamente, además, la situación es también complicada. En respuesta a lo que de forma muy común es considerado desde las elites socioeconómicas y políticas españolas con un punto de sobreactuado dramatismo como un «desafío soberanista a la legalidad vigente» el Gobierno del Estado ha anunciado una batería de medidas que, en realidad, jurídicamente no tienen nada de particular. Es, sencillamente, el procedimiento al uso cuando desde el gobierno central se entiende que una determinada actuación de los poderes legislativo o ejecutivo de una Comunidad Autónoma no se ajustan a la Constitución: anunciar sendos recursos ante el Tribunal Constitucional impugnando tanto la ley como la convocatoria que lograrán el efecto automático de suspender su aplicación (pues así lo establece nuestro ordenamiento jurídico, de modo asimétrico, cuando es el Estado quien impugna actos autonómicos) durante 5 meses, prorrogables después por decisión del Tribunal Constitucional, hasta que haya decisión de fondo de este órgano sobre la cuestión. Nada demasiado raro ahí, pues. Algo más llamativo es que tanto el Consejo de Estado como, sobre todo, el Tribunal Constitucional, estén por lo visto dispuestos a montar sesiones y plenos extraordinarios para zanjar este expediente cuanto antes en lugar de esperar a sus respectivas sesiones ordinarias previstas para de aquí a unos días. No se entiende la urgencia o, al menos, no se entiende jurídicamente. Quizás nuestros órganos de control de la regularidad jurídica de ciertas actuaciones, y sobre todo el Tribunal Constitucional, deberían contener un poco sus ganas de agradar al gobierno, siquiera sea por una cuestión estética, la verdad. La naturalidad con la que todo el mundo no sólo asume sino que saluda que se preparen los informes y dictámenes respecto de una norma o actuación antes de que la misma se dicte y en íntima coordinación con el gobierno es ciertamente llamativa… y preocupante.
Sin embargo, más allá de estas peculiaridades de nuestra democracia y sus instituciones, menores si se quiere, está la cuestión de fondo. A saber, si la ley de consultas catalana es o no constitucional y, en parte como consecuencia de ello, si lo es o no la convocatoria de la consulta prevista en estos momentos para el 9-N. Con carácter previo a analizar cómo se encuadra jurídicamente este problema, sin embargo, cabe hacer una última reflexión. Y es que, más allá de que la fórmula finalmente empleada por el gobierno catalán para consultar a los ciudadanos sea o no constitucional, lo que está claro es que la imposibilidad de preguntar a los catalanes no tiene un origen jurídico sino político. En efecto, si el gobierno de España, que tiene una incuestionada competencia para convocar referéndums, considerara oportuno hacerlo, no habría problema alguno para que se pudiera preguntar a los catalanes sobre, por ejemplo, si creen que es preciso iniciar un proceso de reforma constitucional que les permita ejercer el derecho de secesión. Por esta razón he tratado de explicar en alguna ocasión que la no celebración de una consulta o referéndum responde más a una severa intransigencia de tipo político y una cerrazón democrática muy perjudiciales para todos, y especialmente para la unidad del país, empeñada en no preguntar y no querer conocer la opinión de los ciudadanos, en no verse forzada a convencer y a proponer un proyecto de convivencia común y que nos convenza (o que convenza a los catalanes) mucho más de lo que tenemos ahora, que a una verdadera imposibilidad estrictamente jurídica. No es ésta una opinión insólita, sino muy común entre juristas. Hace años que Rubio Llorente, nada sospechoso de radical independentista, viene defendiéndola. Pero no sólo él, basta analizar el especial de El Cronista del Estado Social y de Derecho dedicado a estas cuestiones hace unos meses para comprobar que casi desde todas las posiciones, fueran más contrarias al independentismo o más comprensivas, consideraban en cambio como posible preguntar por parte del Estado y, casi siempre, muy conveniente hacerlo. De todos modos, por abundar un poco más a este respecto con algo más reciente, hoy mismo publica un trabajo Francesc de Carreras, como es sabido muy crítico con el independentismo, de título «hay que buscar una solución» en la senda de los ejemplos escocés o quebequés que, como es sabido, votaron sobre la cuestión con total naturalidad.
Quiere decirse con ello que el que el Estado hubiera autorizado el referéndum habría sido una solución inteligente y habría planteado muy pocos problemas jurídicos: casi nadie considera imposible hacer un referéndum sólo para parte del territorio español (la Constitución no impone que así hayan de ser) y es perfectamente posible encontrar una pregunta pactada que sortee la STC 103/2008 (Ibarretxe) que, sin apoyo constitucional explícito, optó por constreñir las posibles preguntas que pueden hacerse en un reteréndum. Y ello incluso en el caso de que consideremos que esa doctrina es generalizable y aplicable a un referéndum organizado por el Estado, como explica de manera técnicamente muy completa aquí Eduardo Vírgala. Todo ello, claro está, en el caso de que queramos tratar de buscar una salida cívica y política, por mucho que jurídicamente canalizada, a un problema que esencialmente lo es de este tipo. Como es sabido, no ha sido ésta la actitud del Estado español, sino todo lo contrario, pues no ha habido respuesta otra que la cerrazón e intransigencia más absoluta. Pero como recuerda Santiago Muñoz Machado en la introducción a su más reciente libro, Cataluña y las Otras Españas (Crítica, 2014), una situación como esta «sólo puede superarse en un marco de consenso o por la vía revolucionaria y constituyente. Desde este punto de vista, el reto independentista se convierte en una cuestión política y de hecho, que suele dejar al margen la legalidad establecida». Y conviene recordar a este respecto, como hacía Araceli Mangas en el especial de El Cronista ya referido, en un artículo interesantísimo, que una vez nos vamos a la segunda opción pretender que el Derecho, y más todavía el Derecho internacional, vaya a poner freno a ciertas dinámica de hecho, es desconocer la realidad. Si éstas se producen, el Derecho internacional las acaba reconociendo. Un asunto del que, por cierto, hemos tenido ocasión de debatir en el Seminari de la Facultat de Dret, con una ponencia fantástica de Roberto Viciano y un debate muy interesante.
Planteado en estos términos, agotada la vía de la política del compromiso porque el Estado entiende que, por más manifestaciones políticas que haya y más mayorías ciudadanas claramente articuladas a través de sus representantes legítimos, aquí nada hay que negociar y menos todavía oportunidad de dar la palabra a los catalanes, el asunto se dirige hacia donde se dirige. La cuestión será si, efectivamente, el independentismo catalán cuenta con el apoyo social necesario, que ha de ser muy mayoritario para superar el vértigo que conlleva dar un paso así, para pasar a la vía del los hechos constituyentes. Mientras tanto, la convocatoria del president de la Generalitat es un último intento por parte de Cataluña de mantener el debate dentro de los cauces constitucionales. La cuestión es, ¿es efectivamente posible que así sea en ausencia de voluntad concurrente del Estado? Porque si el Estado no impugnara la consulta, por no entenderla inconstitucional, es claro que se podría hacer. Como se podría haber hecho un referéndum, como en Escocia, pactado con y convocado por el Estado en uso del art. 92 CE. Ahora bien, no es aquí donde estamos, sino en una situación dónde no aparece esa voluntad estatal concurrente. Hemos por ello de analizar si es posible una consulta como la convocada por Cataluña para el 9-N dentro de la Constitución a partir de sus solas competencias y de la exclusiva manifestación de voluntad jurídica de sus instituciones.
Hay, respecto de la ley catalana de consultas populares no refrendatarias y la convocatoria hoy producida derivada de la misma, dos cuestiones esenciales que se pueden discutir respecto de su constitucionalidad, ambas derivadas de la ya mencionada STC 103/2008 (Ibarretxe): una es si materialmente estamos o no ante algo distinto a un referéndum (pues eso tiene consecuencias competenciales), la otra si la pregunta planteada es o no posible según nuestra Constitución. Ha de quedar claro que ambas cuestiones jurídicamente conflictivas derivan no tanto de límites establecidos por el texto constitucional en sí mismo como de su aparición a partir de una interpretación muy particular del Tribunal Constitucional (aparecida, además, como respuesta muy concreta a un problema muy concreto, el Plan Ibarretxe). Esta doctrina podría no ser generalizable o, de modo más sencillo, no ser generalizada por el TC llegado el caso. En todo caso, analicemos con algo más de detalle cuál es el marco jurídico del problema:
1. En primer lugar, el TC ha considerado que la competencia estatal de convocatoria de referéndums del art. 92 CE (una decisión de atribución competencial a mi juicio criticable por parte del constituyente, pues impide cosas tan sencillas como referéndums locales si no media autorización y convocatoria estatal de los mismos, por ejemplo, pero que es el Derecho vigente que tenemos y con él hemos de jugar) veda a una Comunidad Autómoma convocar algo materialmente idéntico a un referéndum, que la STC 103/2008 define a partir del hecho de consultar a la población, a partir del censo electoral y con garantías propias de un proceso electoral, sobre una cuestión política básica. La ley 10/2014 catalana, por ello, introduce diferencias, sobre todo en el cuerpo electoral al que se consulta (mucho más amplio por incluir a mayores de 16 años y a inmigrantes residentes) y en algunas cuestiones procedimentales, respecto de una convocatoria electoral . Esto hace que haya quien considere que estamos ante algo materialmente diferente a un referéndum, como ha explicado aquí resumidamente Mercé Barceló o, en un plano jurídicamente más relevante, ha acabado dictaminado el Consell de garanties estatutàries de Catalunya, por lo que la regulación de la ley catalana sería perfectamente constitucional. Personalmemte, sin embargo, a pesar de estas opiniones, me parece que es complicado negar que lo que regula la ley de consultas es algo que materialmente se confunde con lo que todos consideramos un referéndum. Como le pasa a Marc Carrillo, que lo explica en su voto particular (a partir de la página 123 del dictamen del CGE) de forma que me parece muy sensata, es obvio que el legislador catalán ha tratado de diferenciar estas consultas de un referéndum, pero probablemente ello, sencillamente, no es posible para un caso de este tipo. Existiendo un precepto como el art. 92 CE (ya digo que, en mi opinión, muy criticable) las consultas que pueden regular y convocar las autonomías han de ser algo que no consista en una pregunta muy básica y de tipo intensamente político que se responda en una unidad de acto por parte de la población sino algo sustancialmente distinto. Quizás un procedimiento de consulta más complejo, más articulado, con más instancias participativas. Pero no una simple pregunta sobre una cuestión básica que responde el electorado… por mucho que ese electorado no sea exactamente el cuerpo electoral ordinario. Personalmente, pues, considero muy probable que, sometida a un escrutinio de constitucionalidad estricto, la ley catalana no pase la criba del Tribunal Constitucional y tal solución no me parece jurídicamente escandalosa, sino consecuencia de un muy restrictivo artículo 92 CE. No obstante, también es obvio que, dado el esfuerzo diferenciador hecho por el parlamento catalán, una interpretación «estrictamente legalista» de la STC 103/2008 permitiría, si se considerara que principialmente la Constitución ha de fomentar las formas de participación más democrática, abrir el campo. Pero no parece que esa sea la línea de nuestro TC ni de su jurisprudencia.
2. Una segunda cuestión conflictiva tiene que ver con la pregunta concreta que, en el marco de la ley catalana 10/2014, ha sido realizada para la convocatoria del 9-N. La ya varias veces citada STC 103/2008 sobre el Plan Ibarretxe parece afirmar que es inconstitucional plantear cualquier pregunta que afecte al orden constitucional vigente y a sus elementos más fundamentales tales como la unidad de la nación española, pues a su juicio esos temas sólo pueden preguntarse a la ciudadanía en el marco de un proceso de reforma constitucional del art. 168 CE. A mi juicio, esta objeción es menos relevante. Como bien señala Xavier Bernadí, es dudoso que de afirmaciones referidas a la concreta problemática del Plan Ibarretxe se pueda construir una teoría general, máxime si hay que basarla en considerar que nuestra Constitución, que siempre hemos dicho que no es un modelo de «democracia militante», prohíbe preguntar ciertas cosas (con todo, y coetánea a la STC Ibarretxe, termos la tristemente famosa sentencia que dio luz verde a la ley de partidos). Pero es que, además, incluso en el caso de aceptar que esa limitación siga vigente es posible, tal y como señala Eduardo Vírgala, plantear una pregunta que cumpla la misma función política (saber qué piensan los catalanes sobre la independencia de Cataluña sin hacerlo cuestionando la unidad de la nación española directamente). En una línea semejante, es muy interesante el decreto de convocatoria de la consulta del 9-N, pues se argumenta en su breve preámbulo, inteligentemente, que su función, meramente consultiva, se conecta con la posibilidad de ejercicio de competencias constitucionales reconocidas a Cataluña como las de instar una determinada reforma constitucional, lo que permite vincular de alguna manera la pregunta en cuestión, y el hecho de conocer la opinión de los catalanes sobre este tema, al ejercicio de competencias absolutamente constitucionales y ordinarias de Cataluña que el TC no tiene por qué entender (y de hecho sería raro que interpretara) como un atentado al orden constitucional (pues están expresamente previstas en el texto constitucional). Así como me genera más dudas que, dado el orden constitucional vigente, sea fácil entender que lo que se ha convocado para el 9-N sea una cosa distinta a un referéndum me parece, en cambio, que esta pregunta, a partir de esa fundamentación, debiera ser perfectamente posible (y lo habría sido a mi juicio en caso de un referéndum organizado y convocado por el Estado, por ejemplo) en nuestro orden constitucional.
Estas son las dos cuestiones esenciales que van a enmarcar el debate jurídico a que se enfrenta el Tribunal Constitucional y las que van a determinar la constitucionalidad (o no) tanto de la ley de consultas catalana como de la convocatoria de esta concreta consulta. Aunque hay otras cuestiones muy interesantes en la norma y la actuación (en materia de garantías y procedimiento, por ejemplo; o, sobre todo, en el hecho de que haya expandido el cuerpo electoral incluyendo a los inmigrantes residentes, lo que es una medida muy saludable a pesar de que la ley haya sido extrañamente criticada como si fuera más restrictiva globalmente que la ley estatal equivalente a este respecto, cuando es justo al contrario), no tiene sentido ocuparnos ahora de ellos. Los esenciales a efectos de su contraste constitucional son los ya referidos. Y son los que determinarán la suerte de la norma y su posibilidad de formar parte de nuestro ordenamiento jurídico de forma estable.
No será, sin embargo, este juicio de constitucionalidad lo que determine jurídicamente, en cambio, la solución a corto plazo. Como bien explica Eduardo Vírgala, el recurso del gobierno determinará la suspensión tanto de la ley como del decreto , de modo que en Derecho no será posible celebrar la consulta del 9-N por una simple interposición de un automatismo procedimental estructural y la solución final sobre su constitucionalidad llegará mucho tiempo después de pasada esa fecha. Es ésta una solución procedimental peculiar que ya hemos tenido ocasión de comentar y criticar por injustificadamente asimétrica (por ejemplo, comentando alguna afirmación de Muñoz Machado en su Informe sobre España sobre la mala adecuación del sistema de control de constitucionalidad de leyes por entenderlo «descompasando» en favor de las CCAA y generador de excesivos riesgos como consecuencia de permitir que leyes autonómicas luego inconstitucionales puedan estar años en vigor y desplegando efectos, algo que es manifiesto que con este tipo de reglas es difícil argumentar que sea efectivamente el caso) y que, de nuevo, por peculiar y descompensadamente pro-estado que sea, es nuestro Derecho vigente. De modo que, incluso aunque no se dieran la bochornosa prisa que se van a dar los magistrados del TC para que ese efecto se produzca aún más rápido, la consulta catalana quedaría en todo caso automáticamente suspendida en unos días. Probablemente, no es una buena noticia que así vaya a ocurrir, pues se ciega así una de las pocas vías que, a estas alturas, permitían albergar esperanzas de vehicular jurídicamente un conflicto político latente que, como ya se ha dicho, de un modo u otro acabará resolviéndose… a buenas o a malas. Y el Derecho debería de estar para ayudar a que fuera a buenas, la verdad, dentro de lo posible.
Ahora que por fin damos inicio al curso académico 2014-2015 empiezan a concretarse algunos de los proyectos que todos hemos preparado desde hace meses. En el área de Derecho administrativo de la Universitat de València, y a partir de una idea de Gabriel Doménech en la que nos ha embarcado a otros compañeros del departamento como Reyes Marzal o yo mismo, estamos muy ilusionados con el I Congreso sobre sesgos de la investigación jurídica que hemos diseñado con muchas ganas en los últimos meses y que finalmente se celebrará los días 13 y 14 de noviembre de 2014 en la Facultat de Dret de la UVEG.
La idea es aprovechar estos dos días para analizar cómo hacemos investigación jurídica, en general, pero sobre todo en España, y tratar de entender si la hacemos todo lo bien que sería posible o si, por el contrario, hay numerosos factores que la condicionan y la convierten en menos objetiva, neutral, correcta y, por todo ello, en algo socialmente mucho menos útil de lo que podría ser si estableciéramos la debidas normas que nos obligaran a hacer las cosas mejor o si, simplemente, fuéramos mucho más conscientes de la existencia de ciertos sesgos en que todos incurrimos (o corremos el riesgo de incurrir) inadvertidamente. Téngase en cuenta, y esto es algo que afecta particularmente al mundo del Derecho y la «investigación» asociada al mismo que hacemos, dado que existe un vibrante mercado privado de la intermediación jurídica donde también se produce conocimiento, se analizan leyes y sentencias y se afecta a cómo funciona, a la postre, nuestro ordenamiento jurídico, que la conveniencia de asignar una generosa financiación pública a la «ciencia» o, simplemente, al «estudio» tiene mucho que ver con esto de que los resultados sean socialmente útiles y mejores, así como diferentes, a los que se obtendrían por medio de la «ciencia y el estudio» que las propias dinámicas de mercado del sector privado ya garantizan de por sí.
En España no tenemos mucha, por no decir ninguna, tradición de prestar atención a estas cuestiones. La Universidad, y en particular las Ciencias Sociales (y, más en particular aún, el Derecho) funciona en nuestro país a estos efectos por medio de una serie de tradiciones que, si bien muy buenas para muchas cosas, plantean algunos problemas cuando se trata de orientar la investigación e inculcar su metodología. Por una parte, concentran la transmisión de la ética y deontología que afecta a nuestros quehaceres investigadores, e incluso el aprendizaje de cómo se han de desarrollar, en manos de un sistema de transmisión gremial, de maestros a discípulos, donde todo acaba dependiendo en demasía de ciertas tradiciones propias a cada grupo. Por otra , no parece que hayamos pretendido nunca, o considerado siquiera, que sea necesario un análisis más moderno y más «científico» a su vez, de estas cuestiones. Seguimos confiando en la tradición, sea buena o mala, y que depende mucho de cada persona y grupo, no creemos en que sea necesario un estudio riguroso de estas cuestiones y no hemos ni siquiera prestado demasiada atención, en serio, a las cuestiones deontológicas como colectivo. Estamos a años luz, por ejemplo en el ámbito del Derecho público, de haber tenido una reflexión colectiva (a pesar de que ya existen ámbitos colectivos como el de la Asociación Española de Derecho Administrativo que permitirían iniciarla) sobre estos temas homologables e lo que ocurre con los profesores alemanes de Derecho público, quienes, por ejemplo, tienen unas normas de conducta donde exponen con cierto detalle cómo han de hacerse ciertas cosas justamente para evitar algunos (que no todos) de los sesgos que pueden llevarnos a hacer mala investigación.
A pesar de esta aparente falta de acción en la materia, en la Universidad española, sin embargo, somos muy conscientes de que no hacemos todo bien y de que problemas de este tipo, haberlos, haylos. Pero las quejas y las propuestas no suelen pasar de comentarios de cafetería o reflexiones, muchas veces muy compartidas por el colectivo, que sin embargo carecen de un poso de reflexión y de un estudio riguroso. Con este primer Congreso dedicado al estudio de los sesgos de la investigación (esperemos que haya más en el futuro que profundicen en estas cuestiones, porque lo creemos importante) queremos sentar las bases para una reflexión que vaya más allá de las charlas de café o de las quejas por lo mal que van ciertas cosas y empezar a trazar una cartografía de los problemas existentes con la intención de comenzar, poco a poco, a analizarlos de forma sistemática, exhaustiva y analítica, entendiéndolos mejor, aportando datos y apuntando posibles soluciones para minimizar sus efectos.
Para todo ello hemos contactado con personas de toda España y de distintas disciplinas jurídicas que se han significado por su preocupación por estas cuestiones, a partir de las cuales hemos confeccionado un programa inicial que aspira, como mínimo, a poder realizar esa cartografía a la que hacía referencia antes. Además, queremos invitar a todos los miembros de la comunidad jurídica (e incluso a otros estudiosos de ciencias sociales que puedan estar interesados porque los problemas a los que se enfrentan en sus disciplinas son muy parecidos o están íntimamente relacionados con los que nos afectan a nosotros) a que nos propongan comunicaciones con cuestiones adicionales, tipos de sesgos que se nos hayan podido pasar o a realizar desarrollos específicos sobre algunos de los problemas que pueden causar los sesgos de los que ya vamos a hablar. La idea es que estas comunicaciones, como las ponencias, sean análisis de los problemas, descripciones del mecanismo de funcionamiento de ciertos sesgos, estudio de las situaciones de hecho o de Derecho que incentivan su aparición y potencian sus problemas, así como propuestas de reforma que permitirían su desaparición o, al menos, la minimización de sus efectos.
El programa provisional, con el que estamos muy contentos, es el siguiente:
PROGRAMA DEL I CONGRESO INTERNACIONAL SOBRE SESGOS DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA
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