¿Tienen algún sentido las huelgas universitarias?

1393492505379Ayer había convocada una «huelga» de estudiantes de secundaria y Universidad que, en mi Universidad (y especialmente en el campus donde se encuentra el centro donde yo trabajo, la Facultat de Dret de València), derivó en incidentes varios que abocaron al cierre de los aularios donde se imparten la mayoría de las clases. Aunque en otros centros, o incluso en el mío, hubo quien pudo dar clase con normalidad (es, por ejemplo, mi caso, tenía una clase por la tarde y transcurrió sin incidentes aunque con menos afluencia de la normal), es éste un suceso que sistemáticamente (aunque no necesariamente de forma generalizada) se repite cada vez que hay una huelga de estudiantes. Y, más allá de la ritual condena que merece que haya quien considere que su «derecho» a no ir a clase (derecho que, por cierto, y por lo general, se tiene todos los días del año excepto si te topas con determinados talibanes boloñísticos) ha de ir acompañado del de privar a los demás de tomar la decisión por sí mismos (y digo ritual porque de tan obvio que es afirmarlo da la sensación de que tiene poco sentido reiterarlo), a mí los sucesos de ayer me mueven a preguntarme algo más sencillo y directamente de base en torno a este asunto: ¿tienen algún sentido estas «huelgas»?, ¿sirven para algo?, los convocantes, ¿qué es lo que buscan con ello?, ¿lo consiguen?

Vaya por delante que siempre he considerado con cierto escepticismo que se califique de «huelga» lo que no tiene nada que ver con las huelgas de trabajadores que definen el término. Los trabajadores que dejan de ir a trabajar lo hacen, en el marco de un conflicto, asumiendo un coste (y un coste no menor) como es la pérdida de su salario. Ir a la huelga es, pues, no sólo costoso sino muy costoso si el conflicto se prolonga en el tiempo (lo que suele ser el caso cuando la huelga no es mero acompañamiento simbólico de otro tipo de protestas). Esta actuación es por ello es especialmente encomiable y, en parte por esta razón (aunque también por otras) muy digna de mucha protección jurídica. Cuando un grupo de trabajadores decide plantear un conflicto laboral por esta vía es, sí o sí, porque ha agotado todas las demás menos lesivas para sus intereses y porque, jugándose mucho en el envite, decide poner a alguien que tiene capacidad de decisión efectiva para llegar a un acuerdo en una situación también compleja. Mientras dure la huelga, ambos pierden (aunque quizás unos más que otros), fomentando en cierta medida que, caso de que haya una solución posible y no óptima pero sí asumible para ambas partes, se pueda llegar a un acuerdo.

Como a nadie se le escapa, nada de esto tiene sentido con una huelga de estudiantes. Los estudiantes no reciben un salario que dejen de perder y, de hecho, ni siquiera hacen algo demasiado excepcional dejando de asistir a clase (dado que las tasas de asistencia en la Universidad española son bastante lastimosas -lo que, por cierto, quizás debiera hacernos reflexionar a los profesores sobre cómo tenemos montado el tinglado, pero eso es un tema del que mejor hablar otro día-). En el peor de los casos, pierden la clase que sea impartida ese día, aunque hay una costumbre muy extendida que entiende que si hay «huelga» no se puede avanzar en el temario (y, por supuesto, no se pueden hacer exámenes) para evitar perjuicios a los estudiantes que se movilizan. Como puede verse, nada que ver con una huelga de verdad. Hasta tal punto de que nunca he entendido por qué se hace uso del término (aunque en el fondo la respuesta es obvia, para vestir con un ropaje muy digno lo que, como reivindicación, a veces lo es… y a veces no).

Las llamadas «huelgas de estudiantes» en la Universidad tienen más que ver, sencillamente, con una jornada reivindicativa que institucionalmente se entiende como digna de respeto (lo que no me parece necesariamente mal), por lo que, en consecuencia, se decide también «protegerla» paternalistamente desde la institución (esto es, desde la propia Universidad) evitando cualquier consecuencia negativa, o al menos las más lesivas (a diferencia de lo que pasa con una huelga de verdad, donde los trabajadores pierden su salario del día) para quienes forman parte de ella. En el fondo, probablemente no puede ser de otra manera. Porque los estudiantes, sencillamente, reciben una prestación y tiene poca lógica emparentar esa actividad con la de trabajar. Prescindir de la misma como mecanismo de protesta radical podría tener, quizás, su sentido en momentos y circunstancias extremas (relacionadas con una enseñanza muy deficiente o sesgada, por ejemplo), pero da la sensación de que nadie,en este mundo de hoy, se plantea hacerlo para protestar contra los recortes o cosas equivalentes. Bien está.

La cuestión es que, planteado el asunto en estos términos, me queda la duda, la verdad, de para qué sirven entonces estas reivindicaciones organizadas como si fueran huelgas y consistentes en no ir un día a clase. ¿Se logra algo con ellas? ¿Son un mecanismo eficaz de protesta? Sinceramente, tengo la sensación de que no. Son un modelo ritual de movilización, cómoda (porque no tiene costes para quienes participan de ella) pero que no  tiene capacidad real de condicionar ninguna decisión (ni de la Universidad, contra quién además no suelen ir las protestas; ni del Gobierno, a quien le da un poco igual, la verdad, que haya clase o no). El único (y magro) efecto que se puede lograr es salir un poco en prensa. Y como para ello es más útil que se tenga que cerrar un aulario porque ha habido piquetes violentos que simplemente lograr un movimiento de protesta más sólido y generalizado a partir de otros mecanismos de movilización, pues es lo que tenemos. Tampoco es que se logre nada así, más allá de extender una imagen que no sé si es muy beneficiosa para quienes protestan (en todo caso, ése es su problema, no el mío), pero quizás este estado de cosas debería llevarles (y llevarnos) a cierta reflexión.

Por ejemplo, en clave interna, que es la que más me interesa, hay que cuestionar si hacen bien las Universidades españolas optando demasiado rápidamente  por soluciones fáciles y expeditivas (como cerrar aularios) que demuestran no querer líos incluso a costa de suspender (institucionalmente, de facto) las clases en lugar de otras, quizás más complicadas de instrumentar, que pudieran garantizar que se impartieran efectivamente todas las clases que fuera posible impartir para los alumnos que lo deseen. No hay que ser tolerante con cierto tipo de acciones (no, al menos, en el sentido de dejar de cumplir con tus obligaciones para alentarlas), por mucho que haya una supuesta «tradición» en este sentido. Máxime cuando, al menos desde mi óptica, asistimos cada vez más a supuestas «huelgas» que casi ya no buscan más imagen reivindicatoria que esa violencia de baja intensidad que supone el pequño, magro y ridículo éxito de «lograr que hoy no haya clase». ¿De verdad eso es el gran éxito? ¿Sólo eso? La verdad, a tan poca cosa, y conseguida de esa manera, habría que dejar de llamarla «huelga» de una vez porque, lamento decirlo, degrada un término que se refiere a un esfuerzo muy meritorio de unos trabajadores que se juegan su salario para luchar por lo que creen justo y no por participar en batallitas estéticas asociadas más a cierto narcisismo supuestamente rebelde que a una reivindicación seria.

Hay maneras mucho más inteligentes y adaptadas a los tiempos de activismo político. Es patente que en nuestras Universidades, a día de hoy, están mayoritariamente ausentes. La preocupación de los estudiantes y sus asociaciones por los problemas internos de la Universidad o algo tan obvio e importante como la calidad de la docencia que reciben está bajo mínimos. Recientemente en las elecciones a rector de la Universitat de València se ha vuelto a poner de manifiesto (junto a la legendaria tendencia del profesorado a verlas como unas elecciones para lograr reivindicaciones respecto de las mejora de las condiciones de trabajo) que lo importante para cierto activismo de nuestros días es el día de la paella y no la cantidad de profesores que van a clase a leer unos apuntes, libro y power point (y eso, claro, si van). Que este estado de cosas quede maquillado por cuatro contenedores cruzados en la calle y aularios rociados de espuma de extintor para impedir las clases no hace la cosa más digna sino, la verdad, mucho menos.

¿Hay algo más? Pues sí, hay algo más. Ayer mismo, por la tarde, se presentaban libros y debatía sobre cuestiones de mucho interés en el casal que los estudiantes han montado usando el espacio ahora vacío de la antigua cafetería de Filosofía. Ocupa menos espacio en los medios, pero probablemente de ahí saldrán cosas más útiles para el futuro. El problema es que de esto tenemos poco y, en cambio, de otras cosas, demasiado.



El Consell Bananer Consultiu valenciano y sus «extravagancias» (el caso del dictamen sobre el Diccionari de l’Acadèmia Valenciana de la Llengua)

UnknownQuienes no sean del País Valenciano o no formen parte del mundo del Derecho público quizás no hayan oído hablar nunca de una cosa llamada Consell Jurídic Consultiu (CJC, no me echen la culpa por enlazar esto que la web no es mía, aunque reconozco que lo hago en plan cruel para que os lloren un poo los ojos) que en la Comunidad Valenciana montamos, como casi siempre, después de decir que los catalanes (y, en este caso, también los canarios) eran muy malos y antiespañoles por poner en marcha órganos consultivos equivalentes al Consejo de Estado pero que, por supuesto, nos aprestamos a copiar tan pronto como el Tribunal Constitucional (STC 204/1992) determinó que era perfectamente constitucional lo que habían hecho en esas otras regiones (vamos, el mismo proceso mental que luego hemos entronizado en el Estatut d’Autonomia, para que no se diga que no exhibimos nuestras miserias, en forma de la conocida «cláusula Camps»).

Estos días el CJC se ha hecho famoso, al menos en nuestra tierra, porque ha alcanzado una de las cotas de ridículo jurídico y de desprestigio social más altas que se han visto nunca en España, a pesar de lo difícil que está la competición, en el campo del pesebrismo institucional. Todo a cuenta, para convertir el espectáculo en más peculiar, de un diccionario previamente aprobado por una institución independiente cuya función es velar por el valenciano y determinar sus normas, la Acadèmia Valenciana de la Llengua (AVL), a quien no se le ha ocurrido otra cosa que hacer un diccionario que no le gusta a los políticos que mandan en el Gobierno valenciano. Como en España la política y el poder son como son (y en Valencia hemos decidido que, además, no vamos a tener problema alguno en exhibir estas miserias más que nadie), el Gobierno valenciano no se cortó un pelo exigiendo a los académicos cambiar el diccionario, amenazó con cerrar la institución, con dejarles sin presupuesto, con crear una segunda academia y, finalmente, encargó al Consell Jurídic Consultiu un Dictamen para que éste dijera que los políticos tenían razón al criticar el diccionario y ver si así convencían/forzaban a la Acadèmia a rectificar a base de fuego jurídico graneado, dado que las habituales presiones (recordemos que el gobierno valenciano ha llegado incluso en ocasiones a irrumpir en reuniones de la Academia para impedir que debatiera asuntos que no le gustaban) por una vez no habían servido. Algo, por cierto, que pone en valor a una institución como la Acadèmia Valenciana de la Llengua de un modo que pocas otras instituciones han logrado, demostrando que se tomaba en serio tanto su función y la ley que determina cuál ha de ser ésta, como el hecho de que la han de desarrollar con independencia y sentido de Estado antes que atender las impresentables y delirantes presiones del gobierno valenciano.

Obviamente, el Consell Jurídic Consultiu no es, ni en este sentido ni en otros muchos, como la Acadèmia y lo ha demostrado rápidamente. Por esta razón, en toda esta historia, a partir de un determinado momento, lo importante ya no es el valenciano o su defensa sino algo si cabe más esencial y cuya importancia va más allá de los problemas y miserias del País Valenciano: la independencia de ciertas instituciones como algo esencial para que el sistema pueda funcionar. Un país no puede marchar bien cuando en la misma naturaleza y sustancia de órganos, como el Consell Jurídic Consultiu, cuya misión de fondo no es sino ejercer de control y contrapeso del poder público, lo que aparece a la hora de la verdad es una irresistible pulsión por hacer caso, siempre, a quien mande en la Generalitat. Por ridícula, impresentable y ayuna de cualquier fundamento que sea la cuestión sobre la que se les pregunta o la pretensión en torno a la que se les pide que se alineen. Como es el caso. Ese órgano de supuesto control (jurídico, para más inri), si efectivamente «funciona» así, sencillamente, no sirve. Y sería mejor liquidarlo, cerrarlo, olvidarnos de él cuanto antes… y ya está. Porque para que tengan coches oficiales, sueldos de ministro, asesores y sinecuras varias una serie de señores a cambio de hacer como que tenemos un entramado institucional propio de un país normal y que luego el comportamiento sea sistemáticamente bananero, la verdad, ya nos podríamos ahorrar ese dinero y emplearlo en contratar más asesores en Presidència de la Generalitat, que para un récord de Europa que tenemos, pues mejor afianzarlo.

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¿Necesitamos más simplificación administrativa? (IX Congreso de la AEPDA)

La sesión de tarde del IX Congreso de la Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo ha sido dedicada a reflexionar sobre la conveniencia de avanzar hacia una (mayor) simplificación de los procedimientos administrativos. Como puede verse, un tema clásico al que llevamos décadas y décadas dándole vueltas y sobre el que, inevitablemente, una vez más, volvemos.

Invirtiendo el orden de las intervenciones (porque me parece que queda más coherente mi explicación de cómo entiendo este tema si lo hago así) Gabriel Doménech ha presentado una ponencia muy interesante, en su línea de apostolado (a la que lleva dedicado un tiempo) tratando de convencernos a los juristas españoles de que empleemos métodos empíricos con más frecuencia y apliquemos la lógica del análisis económico, también, al estudio de los fenómenos jurídicos y de las reglas que nos damos (así como para juzgar si éstas son o no adecuadas o las mejores posibles) para resolver conflictos sociales. El resultado de aplicar esta lógica a la cuestión de la simplificación de los procedimientos administrativos es muy sugerente y le lleva a concluir que, en principio, las mejoras tecnológicas y, sobre todo, la digitalización de la información, que tanto impacto tienen sobre el procedimiento, es dudoso que deban llevar a una simplificación sino que, antes al contrario, al haberse reducido como consecuencia de la tecnología los costes sociales del procedimiento (manteniéndose sus beneficios estables) el punto óptimo de equilibrio para el bienestar social requiere de más procedimiento y de más controles, puesto que éstos son menos gravosos. Junto a esta afirmación contraintuitiva (o, al menos, contraria a lo que se suele decir sobre este tema), pero de una gran consistencia lógica y que, además, se confirma en la práctica como mejor predictora de lo que ocurre en la práctica y ha ocurrido en Derecho casi todos los ámbitos cuando se han digitalizado procedimientos (lo que suele suponer que haya más trámites y controles aprovechando la tesitura), la ponencia analiza las razones por las que, tendencialmente, hay una serie de incentivos estructurales que hacen que normalmente tengamos más procedimiento del socialmente necesario… por lo que el Derecho debiera ser muy consciente de ello y tendría que tratar de establecer mecanismos de limitación con cierta «autodisciplina» que forzara a la Administración a actuar más constreñida y menos guiada por sus incentivos a crear más procedimiento del debido.

En una línea semejante y complementaria, con referencias también a metodologías empíricas, Juli Ponce ha presentado una comunicación donde plantea la necesidad de introducir técnicas de otras ciencias para evaluar nuestras políticas de simplificación, así como plantear nudges (de los que aquí ya hemos hablado en algún caso) como mecanismo muy eficaz de acción para influir tanto en administrados (de modo simplificado per eficaz)… ¿como en la propia Administración?. Las propuestas de solución que aparecen en esa comunicación siguen una lógica parecida, pues, en algunos casos, a las ideas de la de la ponencia de Gabriel Doménech cuando da soluciones. La ponencia de Doménech, a estos efectos, entiende casi más importante «disciplinar» a la Administración, obligarla a un escrupuloso respeto al principio de legalidad y a un cuidado análisis de proporcionalidad y, sobre todo, introduciendo incentivos (¿nudges?) para que la Administración luche contra esa tendencia a la hipertrofia procedimental en su beneficio y protección cargando demasiado a los ciudadanos por la vía de emplear mecanismos jurídicos: dar más poder a la jurisdicción en el control de los procedimientos de elaboración de procedimientos, juridificarlos, hacer que la jurisdicción exima de costas al ciudadano que recurre si ha habido incumplimientos procedimentales aunque no se le dé la razón de fondo, etc. Es decir, usando inteligentemente las normas que regulan cómo actúa la Administración para lograr simplificación (también, en este sentido, la comunicación de Ballesteros Moffa, sobre el silencio) antes que plantear una política de simplificación en sí.

Hecha esta introducción conceptual, resulta muy instructivo revisar la completísima revisión que Eduardo Gamero hace en su ponencia de los diferentes mecanismos de simplificación que se están usando a cabo en Estados Unidos y en Europa. Resulta curioso, una vez asumido el planteamiento escéptico respecto de ciertas políticas de simplificación, contemplar el espectacular listado de esfuerzos acometidos por los países de nuestro entorno, así como en Estados Unidos y en la Unión Europea. Y hacerlo para evaluarlas, en su caso, críticamente. Por ejemplo, cuando nos referimos a la cláusula One in-OneOut (OIOO) que Doménech critica y es, en cambio, cada vez más publicitada como mecanismo simplificador. Ocurre también, de hecho, con el procedimiento administrativo electrónico, pretendidamente liberador y simplificador en teoría, pero en la práctica, en efecto, como confirma la ponencia de Julián Valero, no siempre es así. La cuestión, en todo caso, que queda, es ¿debería ser así, deberíamos intentarlo, pretenderlo?

Abriendo la sesión de tarde, pero en realidad cerrando la lógica de la misma, Jaime Pérez Renovales, subsecretario de Presidencia y alma mater, al parecer, de la Comisión para la reforma administrativa (cuyos componentes siguen siendo anónimos para demostrar que la reforma administrativa transparente bien entendida empieza por uno mismo) que ha parido el famoso Informe CORA con propuestas de reforma administrativa que en su momento tuvimos ocasión de criticar aquí por muchas y muy variadas razones (falta de realismo, centralización impenitente, problemas técnicos evidentes, un claro sesgo de preocupación política antes que de gestión y económica…) ha contado la labor de esa comisión. Su intervención ha dejado claro que no han realizado ninguna de las evaluaciones que recomendaba Gabriel Doménech ni, por supuesto, tienen la más mínima intención de poner en marcha medidas de las que he calificado de «autolimitación» jurídica que constriñan a la Administración en su quehacer diario y generen con ello, indirectamente, incentivos para la simplificación. Tampoco parecen, como para comprobarlo basta con contrastar el informe en cuestión con la ponencia de Eduardo Gamero, conocer gran parte de las técnicas de simplificación administrativa que son expuestas allí. En cambio, según la explicación que nos ha dado, sí tienen muy claro que el problema, claro, no es de simplificación o de mejora de la acción administrativa en España sino, simplemente, una cuestión de eliminar «duplicidades» (siempre eliminando la parte autonómica de la duplicidad, claro) y de quitar restricciones y controles (de nuevo, y sobre todo, si han sido establecidos por las Comunidades Autónomas… dado que simplificar, como es sabido, es eliminar los controles inútiles y está claro, al menos para la CORA, que unos son siempre más útiles que otros). Para rematar la faena, Pérez Renovales nos ha explicado que la ley de unidad de mercado es muy importante porque «impone a los productos fabricados en una Comunidad Autónoma las reglas propias del mercado interior de la Unión Europea». En mi ingenuidad, la verdad, pensaba que las Comunidades Autónomas, y no sólo España, ya formaban parte de la Unión. Luego está claro, eso sí, de que la cosa va de algo más, como extender el procedimiento de etiquetado para productos agroalimentarios (hasta allí llega la UE, no más, y ya se aplicaba a España) a todos los productos (esto es, mucho más de lo que la UE considera necesario para garantizar la unidad de mercado). Con algún cambio, por supuesto, porque la regla no será que haya que etiquetar en varias lenguas o que si sólo es una sea el inglés. Como esto tiene que ver con la simplificación y con «obligar» a las empresas a ser más competitivas en el mundo, como es lógico, lo que habrá que garantizar, porque eso sí es esencial, es el etiquetado en castellano.

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– Enlace al comentario sobre la sesión de la mañana, dedicada al análisis de los problemas que plantea la nueva ley de costas



Algunos problemas planteados por la nueva ley de costas (IX Congreso de la AEPDA)

Esta mañana ha comenzado el IX Congreso anual de la Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo, que este año se desarrolla en Santiago de Compostela. La primera de las sesiones se ha desarrollado en torno al análisis de la nueva Ley de Costas, fruto de la reforma en profundidad operada en esa norma por la Ley 2/2013. Las ponencias, comunicaciones y debate que ha tenido lugar han demostrado que existe una patente insatisfacción de una gran mayoría de la comunidad jurídica y de la práctica totalidad de los especialistas en la materia respecto de la corrección de los objetivos y planteamientos de la reforma legal acometida.

Jesús Leguina, en la presentación que ha hecho de la sesión, ha puesto de manifiesto la sorprendente falta de discusión  pública con la que se ha acompañado el debate parlamentario y final aprobación de esta reforma. En claro contraste con lo ocurrido con la entonces nueva ley de 1988, que fue intensamente debatida social, política y jurídicamente, esta importante modificación ha pasado relativamente inadvertida. Ha habido, por supuesto, discusión al respecto, debate público en los medios de comunicación, cierta controversia política y críticas en la esfera pública muy intensas por parte de juristas como Julio González, que ha calificado muy severamente toda la reforma, que a su juicio (y no resulta difícil compartirlo), supone llana y simplemente una agresión al litoral (y a un bien público de todos) en toda regla. Pero es cierto que, en general, el debate ha sido sorprendentemente modesto. Pareciera que damos socialmente por hecho que el debate sobre la necesidad de una aplicación muy estricta de la idea de la costa como dominio público, como bien de todos, está perdido y que frente a los intereses de muchos propietarios individuales (y, no lo olvidemos, también de grandes intereses económicos de un determinado tipo que no se han privado de trabajar contra la norma desde hace años) hemos asumido un poco entre todos que tienen parte de razón (pero vamos, más bien parte que toda, en mi opinión) y, sobre todo, que no están los tiempos como para oponer una batalla demasiado dura contra algo que, nos tememos, va a acabar llegando tarde temprano. O algo así. Si no, la verdad, no se entiende muy bien. Yo, personalmente, no lo entiendo. Porque los planteamientos de fondo de la reforma son criticables y se enmarcan en una visión de lo que es el Derecho público y la composición que jurídicamente hacemos en este país de los intereses públicos y privados muy sesgada en contra del beneficio de la colectividad.

Es muy recomendable, en este sentido, leer la ponencia de Ángel Menéndez, que realiza una fantástica panorámica respecto de las claves de la reforma y de cómo, con la excusa de superar determinadas dificultades técnicas (en la definición y delimitación legal y reglamentaria de lo que deba ser el dominio público marítimo-terrestre o de hasta dónde deba o pueda entenderse que llegan los famosos «máximos temporales conocidos»), se produce una relativización notable de las posibilidades de protección de la costa que, al menos, han sido habituales en nuestro país desde 1988. En este sentido, por ejemplo, resultan llamativas, a su juicio, las incoherencias técnicas que exceptúan ciertos casos de terrenos naturalmente inundables de la condición de dominio público cuando son efectivamente inundados por intervención humana para realizar ciertas actividades económicas (caso de salinas y demás explotaciones equivalentes). Hay una incoherencia evidente entre estos preceptos y los que, en cambio, excluyen del dominio público a las zonas artificialmente inundadas alegando que sólo ha de ser dominio público lo naturalmente indudable. La coherencia, en realidad, hay que buscarla en otro planteamiento de fondo que, la verdad, no es difícil de encontrar: proteger la actividad humana con posibilidades de rentabilización económica, ya sea por usar unas zonas potencialmente inundables tras su efectiva inundación, ya cuando lo que se realiza es una alteración sustancial de la zona próxima a la costa (marinas de vocación turísitca, etc.).

En esta misma línea hay que entender las asimismo muy criticables exclusiones de aplicabilidad de las normas generales a ciertos municipios o a islas como Formentera. Exclusiones que no se entienden muy bien a partir de qué han sido definidas y, como bien se ha dicho en la jornada, es inevitable sospechar que obedecen no tanto a un «según qué» sino, más bien, a un «según quién».

Igualmente críticos son por esta razón, y más por la impresentable manera en que la diferenciación entre unos supuestos y otros de excluir o no la aplicación de la ley se ha producido que por cuál haya de ser la solución última, Marta García Pérez y Francisco Javier Sanz Larruga en su completísima ponencia. De hecho, no parece que ellos consideren que no sea pertinente el debate sobre si ciertos núcleos urbanos deben quedar fuera del dominio marítimo terrestre o, incluso, sobre la reversión de la propiedad de los actuales concesionarios de aquellos bienes que quedaron en algunos casos como concesiones tras las ley del 88. Argumentan, y lo hacen convincentemente, que es un asunto que conviene valorar (¿de veras concesiones prácticamente eviternas con muchas limitaciones para sus propietarios respecto de la calidad del disfrute generan beneficios sociales reales a cambio de esas restricciones o simplemente perpetúan, en la práctica, una situación pero, además, impidiendo la mejora y adecentamiento de esos bienes tampoco supone beneficios reales para la colectividad?) y que, en consecuencia, debería ser debatido en profundidad y sin dogmas. Tienen toda la razón, aunque yo sea más «clásico» en esta materia, por lo que saludo el debate sin complejos pero, también, por cierto, me atrevo a mencionar, teniendo muy en cuenta otra de las reflexiones muy interesantemente tratadas en su ponencia, que en ese debate hay que tener en cuenta más cosas además de la situación de los propietarios: así, la necesidad de realizar una valoración integral, no sólo jurídica sino económica, geográfica e incluso de tipo climático de las necesidades de conservación de la costa y de su utilidad para todos, una valoración que, incluso, ha de ser prospectiva (esto es, calculando tasas de recurrencia en las que hemos de prever por dónde irán previsiblemente los tiros en materia de elevación del nivel del mar, como bien han señalado en la exposición de su ponencia, por mucho que eso pueda chocar a los juristas).

Me han interesado especialmente, por motivos obvios que se entenderán enseguida, las partes de la ponencia, especialmente sus conclusiones, en las que se señala, muy críticamente, que la Ley 2/2013 está en parte, en su arbitraria selección de núcleos «salvados» de la aplicación de la ley de costas, reaccionado frente a sentencias que han fijado deslindes especialmente conflictivos socialmente y, de nuevo, «según quién», pues el legislador ha decidido atender algunas de las protestas… pero otras no (sin que se entienda ni explique por qué). Más allá de la impresentable constatación de que, en efecto, el aroma de la arbitrariedad supura en estas previsiones legales, Marta García y Javier Sanz señalan que hay un problema de ley singular (pp. 67 y ss.) y de tutela judicial efectiva, así como de separación de poderes, en esto de que el legislador pueda enmendar la plana al legislador y proclamar, de facto, que no se aplique el deslinde que los tribunales habían declarado válido. Mencionan en apoyo de su idea de que esto supondría un vicio de inconstitucionalidad de la ley 2/2013 la reciente STC 129/2013, muy crítica con las leyes singulares, a la que puede añadirse la que ha seguido hace poco, también del Tribunal Constitucional (STC 203/2013), en el mismo sentido anulando la famosa Ciudad del Medio Ambiente de Soria. Estas sentencias son muy interesantes y han sido saludadas como «el fin de la ley singular» (por ejemplo Díaz Lema en El Cronista), pero conviene perder de vista que, desgraciadamente, estamos todavía lejos de contar con una doctrina sólida sobre cuándo pueda y cuándo no el legislador, a juicio de nuestro TC, aprobar una ley singular. También falta construir con solidez cuál es el apoyo constitucional de esa declaración (que a mi juicio ha de pasar por un desarrollo del control de la arbitrariedad del legislador, con todas las limitaciones que ese instrumento tiene). De momento, eso sí, tenemos ya algún caso de anulación, pero  a partir de criterios jurídicos todavía vaporos y de difícil aplicación con seguridad jurídica, pues parten a falta de una doctrina completa de supuestos muy valorativos y a partir de ellos es difícil establecer una idea general como pauta de solución de estos problemas. En definitiva, que siendo la STC 129/2013 importante, hay que ser todavía escéptico respecto de las posibilidades de lograr un satisfactorio marco de control de la constitucionalidad sólo a partir de estas sentencias. Al menos, mientras no se defina con mayor nitidez hasta qué punto y en qué casos serían las leyes singulares, en su caso, inconstitucionales por ser no tanto singulares, como (y ésa a mi juicio es la clave) injustas en su singularidad, tratando diferneciadamente lo que no debe ser tratado así y, como es evidente, estableciendo en qué margen podría operar el legislador (con el que el TC ha de ser especialmente deferente en estos casos, como es obvio) y cuáles son los efectivos límites que no puede sobrepasar.

He tenido, como es sabido, ocasión de estudiar la cuestión en mis trabajos de investigación sobre las convalidaciones legislativas a la luz de a jurisprudencia del TEDH y de nuestro TC (esencialmente, SSTC 73/2000 y 273/2000) (véase aquí una explicación sobre lo que son las convalidaciones y algunos enlaces a trabajos sobre su encuadramiento constitucional). Me parece que es importante, a la hora de analizar estas situaciones, diferenciar los casos donde el control constitucional es posible y sencillo (irretroactividad vedada, afección a derechos individuales amparados por la tutela judicial efectiva…) y los casos donde, por haber una mera revisión de una definición del interés general, el legislador es más libre. En esos casos, por supuesto, puede haber arbitrariedad, pero es preciso todavía que el TC defina criterios más claros sobre cuándo una ley singular deba entenderse que lo sea (arbitraria) para dar la necesaria seguridad jurídica a los diversos operadores jurídicos. Mientras tanto, las declaraciones de inconstitucionalidad por estas razones siguen siendo complicadas, pero es bien cierto que el caso de la ley de costas, excluyendo unos municipios de su aplicación y a otros no, por muy homologables que sean sus situaciones y, además, sin explicar dónde radican las hipotéticas diferencias que justifican el trato diferenciado ni aportando canon alguno que permita deducirlo, es uno con muchos elementos que podrían servir para ir estableciendo un ejemplo muy paradigmático de lo que el legislador (aunque sea el estatal, que por lo visto en la práctica es más inmune al control por el TC, por mucho que la Constitución nada diga en este sentido), sencillamente, no está en las manos del legislador hacer por la sencilla razón de que no hay una explicación racional que permita entender la norma y el motivo de que en unos casos se prevea su aplicación y en otros no.

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Bonus track: Hay muchas comunicaciones presentadas a esta sesión sobre la ley de costas, realmente buenas algunas de ellas, sobre muy diversos aspectos. Recomiendo, al menos, echar un vistazo a cuáles son los trabajos presentados a todos los interesados en el tema y específicamente en cuestiones como son el régimen jurídico de las concesiones realizadas por la ley del 88 y su evolución, algo tan interesante como analizar si las CCAA podrían tratar de proteger con sus normas aquello que ha quedado desprotegido por decisión estatal y, en homenaje a los lectores de este blog que no son juristas pero tienen interés por las repercusiones en Derecho de ciertos conflictos sociales... ¡el análisis de la situación legal de la famosa piscina de Pedro Jota!

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– Enlace al comentario sobre la sesión de tarde, dedicada al estudio de la simplificación administrativa



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