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Today, at the Faculty of Law, we will have a
Debate about the Euro-Crisis and Changes in the European Finance Regulation
At: 12.30PM (the 28th november)
Place: Sala Miaja de la Muela - Facultat de Dret (UVEG)
Contents:
– Liberalization and risk taking: Evidence from Spanish Savings Banks, by Manuel Illueca Muñoz (Economía Financiera y Contabilidad, U. Jaume I de Castelló)
[Related materials: presentation]
[Paper: Liberalization, Bank Governance and Risk taking]
– Financial Crisis and Regulatory Reform: Problems of Legal Construction, by David Ramos Muñoz (D. Mercantil, U. Carlos III de Madrid)
[Related materials]
– The transformation of financial regulation: systemic risk and the role of supervision, by Jorge García-Andrade (D. Administrativo, U. de Alcalá de Henares)
[Related materials]
The panel will be hosted by Andrés Boix Palop (D. Administrativo. U. de València)
Link to the debate in a non-professional format
Contact information: Andres.Boix@uv.es
This panel is made with the financial support of Facultat de Dret (Universitat de València).
Al fin, el Tribunal Constitucional, siete añitos después, ha hablado y ha dicho que la reforma del Código civil que realizó el Congreso de los Diputados aprobando una propuesta de ley del Gobierno de Rodríguez Zapatero y que permitía el matrimonio entre personas del mismo sexo es constitucional.
En el fondo el tema no era tan complicado. La Constitución española dice al respecto lo siguiente:
Artículo 32. 1 CE: El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica.
2. La ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos.
Vamos, que no hay nada que diga en la Constitución que el matrimonio es «entre» un hombre y una mujer. Y aunque es obvio que el constituyente, en 1978, tenía en mente lo que tenía en mente cuando hablaba de «matrimonio» lo cierto es que las Constituciones cambian a medida que cambian los conceptos y los usos sociales. A veces incluso hay «mutaciones constitucionales» profundas, que decía Jellinek, sin necesidad de que se modifique una coma de un texto constitucional. Y otras, sencillamente, el afortunado hecho de que se redactara un artículo mencionando a hombres y mujeres pero sin explicitar que se han de casar entre ellos para que «se pueda llamar matrimonio» permite al ordenamiento jurídico adaptarse con rapidez y facilidad a los nuevos tiempos, sin barreras rígidas por la constitucionalización de lo que fueron los usos del pasado.
De esto se aprovechó el legislador español, cambiando el Código civil, que en su redacción en estos momentos vigente dice al respecto:
Art. 44. CC: El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio conforme a las disposiciones de este Código.
El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo.
La Ley 13/2005, la que introdujo esta y otras modificaciones para dar coherencia al texto, más conocida como Ley del Matrimonio Homosexual, hizo algo tan sencillito como esto. Poner que el «matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayente sean del mismo o diferente sexo». Y ya está. Ni siquiera hubo que tocar la primera frase, esa de que «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio…»… ¡porque ya estaba así! En realidad, del mismo modo que nada explícito impedía en la Constitución entender que uno se puede casar con quien desee, sea del sexo que sea, tampoco el Código civil se manifestaba al respeto. El uso social era el que era y se tenía tan claro que ni se explicitaba.
La clave jurídica de la sentencia, pues, es algo tan sencillo como que nada en la Constitución se opone al matrimonio homosexual. La clave del cambio en la ley que modificó el Código civil, algo más sencillo si cabe: que los usos sociales evolucionan. Y lo que antes ni se concebía ahora es asumido con naturalidad por tanta gente, de modo creciente, que pasa a ser normal. Para eso, para dar cuenta de esos cambios, está el legislador. Bien está que pueda adaptarse a esa evolución y que lo haga de manera sensible, como ha sido en este caso. Hasta el punto, como es sabido, de que ni siquiera el Partido Popular, que hace siete años se oponía a esta reforma y la combatió llevándola incluso al Tribunal Constitucional (porque entendían no sólo que no era deseable sino que afectaba a alguno de los fundamentos esenciales de nuestro pacto de convivencia que está en la Constitución), parece ahora demasiado incómodo con la actual regulación.
Estamos, sencillamente, ante una tendencia imparable, no sólo en España, que avala socialmente la decisión de un Tribunal Constitucional que ha evitado quedar marcado para la historia como lo han sido otros tribunales que no sólo cometieron barbaridades discriminatorias tremendas sino que a ese oprobio añadieron el ridículo de hacerlo cuando la historia ya giraba de signo y los indicios de que ciertas cosas habían quedado atrás eran evidentes (así, la famosa y ominosa sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso Dred Scott). Analizar la paulatina implantación del matrimonio homosexual en el mundo jurídicamente recuerda mucho la extensión paulatina e imparable de los derechos civiles de minorías en otras situaciones. Por ejemplo, y en materia de matrimonio, las idas y venidas, de legisladores y tribunales en los diferentes Estados de los Estados Unidos respecto de la extensión del derecho a casarse con personas del mismo sexo recuerda mucho a la evolución, a lo largo del siglo XX, en torno a la legalidad de los matrimonios interraciales. A pesar de retrocesos puntuales llegó un momento, allá por los años 50 ó 60 del siglo pasado, en que era evidente que la tendencia era imparable y que si en esos momentos uno se ponía burro en plan discriminador y contra las libertades individuales en el futuro, en perspectiva, esas decisiones iban a causar no sólo perplejidad sino espanto y risión. En este sentido se me escapan las razones que tendrán, jurídicas (habrá que esperar a leer los votos particulares) y de otro tipo, los magistrados que han votado hoy en contra de la constitucionalidad del matrimonio gay en España. A día 6 de noviembre de 2012. Porque si la motivación era ver si lograban una mayoría para tratar de pasaera la historia del ridículo y hacer «Marca España» de esa a partir de dar argumentos para que el Macizo de la Raza se imponga en la proyección internacional de nuestra cultura, pues vale. Pero si los motivos son otros, la verdad, alucina la ceguera que han demostrado.
Un par de reflexiones más, algunas muy obvias. Como apuntaba hoy Eduardo Vírgala en Twitter, es evidente que alguien en el Tribunal Constitucional debiera plantearse en serio la degradación que supone que una sentencia que afecta a la inconstitucionalidad de una ley tarde siete años. Y eso que este caso, jurídicamente, como decíamos, no es que sea muy complicado. Pero, además, sí presenta perfiles que hacen más grave todavía la tardanza en un caso así. ¿Alguien se imagina el show que habría supuesto una hipotética declaración de nulidad, siete años después, 22.000 matrimonios después (con hijos, herencias, etc. de por medio)? Obviamente, dado que la inconstitucionalidad supuestamente genera una nulidad ex tunc de la norma, en plan ortodoxo habría que haber anulado todos esos matrimonios y todas sus consecuencias jurídicas posteriores. Desde un punto de vista estrictamente teórico, la verdad, habría sido hasta interesante. Bien por cómo se organizaba algo así, bien por la sin duda novedosa doctrina que habría desarrollado el TC para tratar de aplicar la Sentencia, quizás sólo hacia el futuro (o a saber cómo).
Igualmente, y también en la línea de lo señalado por Vírgala, es inquietante que las líneas de partido, en todos los casos «importantes» y mediáticos, con contenido político, suelan fallar tan poco. Aunque bueno, casi que hoy prefiero quedarme con lo positivo. En este caso, al menos, un llamado «conservador» ha votado con los «progresistas» y otro se ha quitado de en medio sin oponer mucha resistencia a una recusación (algo que, por cierto, me parece que es lo que habría que hacer por sistema). Además, un magistrado que últimamente se alineaba siempre con el «bloque conservador» (aunque se supone que no pertenecía en origen al mismo) ahora tampoco estaba con ellos. Sería sano que los magistrados del TC nos acostumbraran más a cierta «infidelidad» a quienes los nombraron e, incluso, a sus propios principios, ideología o religión y que hicieran un esfuerzo por juzgar y razonar en Derecho, les llevara eso donde les llevara. Porque, por poner un ejemplo que a buen seguro en este caso ha incidido en algunos magistrados, el papel de la religión en el debate público debiera ser uno muy distinto al de guiar decisiones de interpretación constitucional,como ya hemos discutido aquí en alguna ocasión.
Por último, he de decir que una cosa que me gusta especialmente del reconocimiento del matrimonio homosexual es que aclara el terreno de juego en materia de seguridad jurídico. De hecho, si apuráramos algunas consecuencias, la sentencia de hoy permitiría «limpiarlo» todavía un poquito más. Por ejemplo, ahora que todos podemos casarnos, si queremos, con quien nos apetezca, ¿qué sentido tiene que siga habiendo registros de parejas de hecho? Que se eliminen esas leyes y esas posibilidades. El Estado ofrece un régimen de formalización jurídica de la convivencia a quien lo desee. Pues que lo use libremente todo el mundo a su gusto. Pero, para el que prefiera no emplearlo, ¿tiene sentido que exista un segundo régimen alternativo para llegar a los mismos fines (o casi)? Sinceramente, me parece que no, con independencia de que pueda acordarse dar valor jurídico a ciertos efectos a una convivencia continuada de determinado tipo (pero, ojo, a todos los que están en esas situación, no sólo a las parejas de hecho, ¿no?).
En definitiva, y en conclusión, que globalmente es un día para estar más o menos contentos. Además, en breve tendremos colgada por ahí una sentencia entretenida e interesante para leer, con sus votos particulares y cierta discusión, que siempre da vidilla. Y tampoco pasa nada por celebrar que uno vive en un país en que, al menos en alguna cosa, supo estar a la cabeza de los que eliminaron discriminaciones absurdas, injustas y profundamente vejatorias contra muchísimas personas.¡Que eso a los españoles no nos pasa demasiado a menudo! Esa «Marca España» es la que, en el mundo, a la hora de la verdad, nos conviene cultivar.
Hoy es uno de esos días en la Universitat de València (y supongo, de hecho, que en otras muchas). O sea, uno de esos días lectivos en los que no hay apenas profesores, apenas alumnos, apenas movimiento… porque en la práctica no hay apenas clases. Ya se sabe, los puentes provocan este efecto. Es «lo normal».
Pero que sea lo normal no quita para que sea lamentable. La imagen es pésima. El ejemplo y lo que del mismo se transmite a los alumnos (porque como dicen los adalides de Bolonia, aquí estamos sobre todo para enseñar actitudes y valores), peores todavía. Y lo más increíble es que esta situación se repite de año en año sin que haya manera de cambiarla. Ni la crisis genera mayor compromiso y responsabilidad. Ni las subidas de tasas. Nada de nada. Un puente es un puente. Y parece casi sagrado.
Es cierto que para un profesor dar clase hoy es difícil. Los alumnos, en primer lugar, tienen una natural y comprensible tendencia a desear tener el menor número de clases posible (supongo que esta tendencia y el jolgorio subsiguiente a que te cancelen una clase debe de tener cierto límite y que cuando empiezas a perder muchas clases por las que has pagado un buen dinero y que son presumiblemente útiles para tu formación y superar los exámenes que te conducen al título pues te enfadas, pero lo cierto es que esta premisa parte de que, en efecto, las clases sean útiles tanto para una cosa como para la otra, lo que quizás esté lejos de ser el caso demasiadas veces). De manera que es «antipático» ser el profesor que da su clase en día de puente. Y nadie quiere ser antipático en estos tiempos que corren, no sea que cuando llegue el ERE en la Universidad se tenga en cuenta, junto con quién era un docente de más éxito (medido, por supuesto, en número de aprobados), quién es más majete. Además, ya se encargan los estudiantes de decirte que nadie más va a dar clase, que los otros profesores han dicho que suspenden las clases correspondientes a su materia y que no van a tener que venir desde no sé dónde sólo para tu asignatura. Sea esto de que hay muchos docentes que toman la iniciativa de cancelar clases cierto o no (personalmente siempre he tenido la sensación de que los alumnos, como haría cualquiera de nosotros en estos casos, exageran respecto de la cantidad de clases que les suspenden de oficio los profesores) el resultado es que, si das clase, tienes alumnos, es verdad, pero también menos asistencia de la habitual. Lo cual añade un elemento de complejidad adicional a la gestión por parte del profesor de la decisión de dar clase. ¿Qué hago con la materia explicada a siete alumnos? ¿La repito resumida otro día? ¿Paso de todo, sigo con el programa y ya se apañarán los estudiantes con los manuales? Todas estas cuestiones se solucionan mucho más fácilmente si, sencillamente, se anula la clase y ya está.
En el fondo, solucionar este tema de forma razonable no debiera ser tan difícil. La Universitat debería programar el calendario académico teniendo en cuenta festivos y puentes, compensando con clases en otras semanas las clases que se habrían tenido que dar en otros días. De este modo, si a lo largo del curso un profesor ha de impartir 90 horas en un curso de Derecho Administrativo de los Puentes y de la Gestión de los Días Festivos, el calendario debería garantizar que haya 90 horas repartidas en suficientes semanas para que ni puentes ni festivos lo dejen en 80. Por muchas razones, que empiezan en que si el curso está diseñado para durar 90 horas, pues por alguna razón será, digo yo (vamos, que se presume que esas horas son las necesarias para dar esa materia) y que acaban en que los estudiantes tienen derecho a recibir 90 horas lectivas (y pagan, cada vez más, por ese número de horas, que ya se reducirán por su cuenta y riesgo -al menos mientras la salvajada boloñesa de la asistencia obligatoria no se generalice del todo- caso de que estén hartos del profesor, de la materia o de la vida universitaria demasiado apegada a silla y pupitre). Parece sencillo, ¿verdad?
Sorprendentemente, sin embargo, esta solución no se pone en prácticas por varios motivos. El primero, como es obvio, es el que todos tenemos en mente. A una gran mayoría de profesores y estudiantes tampoco les va del todo mal esto de que los puentes acarreen pérdidas de clases. Es más, yo soy el primero en confesar sin ambages que puestos a que me paguen una cantidad de dinero por tener un número determinado de obligaciones o que me paguen lo mismo pero con menos deberes, apuesto decididamente por lo segundo. Ahora bien, institucionalmente, al margen de lo que nos venga a todos mejor, habría que asumir que se tiene una responsabilidad. Y más o menos todos los tenemos claro. Por lo que estoy casi por asegurar que si no existiera otra dificultad habría un cierto consenso para solucionar el problema en los términos señalados. Pero, por surrealista que parezca, hay otra cuestión que impide hacer este movimiento: la imagen pública de la Universidad y sus profesores, que paradójicamente queda menos dañada con la situación actual (donde oficialmente no hay puente pero las clases no se dan) que si se tomara la muy razonable medida de hacer puente oficialmente y garantizar que las clases se dan. Imaginen el escándalo: ¡la Universidad se va de puente con la que está cayendo!
En realidad, la Universidad no estaría de puente. Estos días son laborables e innumerables actividades seguirían desarrollándose: tutorías, gestión, investigación… como ocurre durante muchos otros días y semanas del año. Simplemente, no serían días lectivos. Pero socialmente esto, al parecer, es imposible de explicar. De modo que así seguimos, en «uno de esos días» de los que tantos tenemos. En gran parte porque un reconocimiento sincero de que en días como hoy no es razonable dar clase y que sería mejor que estos días no fueran lectivos aunque el año académico, a cambio, tuviera que empezar una semana antes y acabar una semana después, al parecer, es mucho más escandaloso socialmente y mucho más difícil de asumir para la imagen pública de la Universidad que tratar de explicar lo mejor sería que las clases se dieran cuando es razonable darlas, que se dieran todas y que las obligaciones de profesores (y correlativos derechos de los alumnos) se respetaran escrupulosamente. Y así seguimos. Este es el país que, para bien o para mal (personalmente creo que para mal en casi todos los casos) tenemos.
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