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Poco antes del pasado verano el Parlamento aprobó la Ley 11/2007, de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos (publicada en el BOE del 23 de junio). Se trata de una norma interesante porque, de alguna manera, constituye la cristalización legislativa de las pautas de adaptación del procedimiento administrativo a las tecnologías de la información y comunicación, con claras aspiraciones de estabilidad tras los años de tanteo que la Administración española ha dedicado al manido asunto de la Administración electrónica y su paulatina integración, también en los diferentes añadidos y reformas legales. Es de alguna manera el resultado de muy diversas experiencias, unas fallidas y tras no, de una amplia panoplia de proyectos de fomento de las nuevas tecnologías, de programas orientados a “alfabetizar” digitalmente a la población, de la puesta en marcha de no pocos proyectos y plataformas, las más de las veces fallidos (algunos porque la propia rapidez con la que la tecnología ha evolucionado ha dejado obsoletos con inusitada velocidad y convertidos en absurdos esfuerzos en su momento muy meritorios), y por supuesto de las diferentes reformas legislativas que fueron parcheando la ley de procedimiento administrativo y que, más o menos, son las que han posibilitado el desarrollo a lo largo de estos años de las múltiples iniciativas de Administración electrónica y la normalización del empleo de las nuevas tecnologías en el procedimiento administrativo. Así, el reflejo del decidido apoyo al uso de este tipo de alternativas técnicas estaba reflejado en los correspondientes apartados de los artículos 38, 45 o 59 de la Ley 30/1992 que se dedicaban a la cuestión, fruto en la versión que llega hasta su sustitución por esta nueva de las sucesivas reformas legislativas comentadas. Pues bien, estos preceptos son hora completados y desarrollados por la nueva ley, que pretende establecer un marco completo para el empleo de medios electrónicos en las relaciones tanto de los ciudadanos con la Administración como interadministrativas, completando las disposiciones ciertamente parcas (porque estaban orientadas meramente a lograr su incorporación a los medios utilizados en el procedimiento) que hasta ahora regulaban la cuestión así como fijar los principios y garantías a partir de los cuales el Derecho contemplará su utilización.
La nueva ley es claro reflejo de que los tiempos han cambiado. Emplear medios electrónicos nada tiene que ver, a estas alturas, con nuevas tecnologías, sino con la incorporación de instrumentos de comunicación que la mayor parte de los ciudadanos y empresas utilizan usualmente en sus relaciones personales o comerciales y, aunque todavía quizá en menor medida, también ya, a estas alturas, de forma totalmente habitual con la Administración. De lo que se trata no es ya de ofrecer un servicio, voluntariamente, casi como una dádiva en favor del ciudadano, al que se le añade una opción más para facilitarle la vida. Eso era antes. Ahora el desarrollo de procedimientos electrónicos y el empleo de medios digitales se ha convertido, también, en norma en muchos procedimientos. Porque, entre otras razones, los primeros beneficiados de que este tipo de procedimientos se generalicen son, más que los ciudadanos, los poderes públicos. La Administración, realizada la inversión inicial, en medios técnicos y en formación de personal (por grande que pueda ser en ese primer momento), acaba obteniendo un gran rendimiento y mejorando de modo significativo su eficacia, como es evidente, si las comunicaciones con los ciudadanos y la mayor parte de las fases del procedimiento, por no decir todo él, se desarrollan electrónicamente. Supone ahorros de tiempo evidentes y muchas facilidades para gestionar la información, almacenarla, reutilizarla, acceder a ella…, por mencionar sólo un par de cuestiones de entre las más evidentes. Como resultado de ello, y en el marco de las previsiones legales que fueron adaptando nuestro procedimiento administrativo a la nueva realidad tecnológica, se han generalizado numerosos procedimientos de este tipo y la tendencia creciente es imparable. Con ello, sin embargo, ha surgido una nueva situación: lo que inicialmente era sin duda una posibilidad adicional ofrecida a los ciudadanos, que les facilitaba la vida, que sólo podía ser por ello positiva, se ha convertido en algunos casos en una realidad más problemática, donde al primar en la implantación de no pocos procedimientos la búsqueda y consolidación de las ventajas que obtiene la Administración la situación del ciudadano queda alterada por la irrupción de estas novedades, pero no ya necesariamente en su beneficio, como podría parecer ineluctable en los primeros estadios de la aparición de la Administración electrónica, sino en su perjuicio. Es el caso, o puede serlo, cuando los procedimientos administrativos electrónicos devienen obligatorios, cuando se regulan o articulan de forma que la situación jurídico-procedimental del interesado es sustancialmente diferente según la vía empleada sea la presencial tradicional o la electrónica o, sencillamente, cuando no se logran trasladar a los procedimientos electrónicos todas las garantías jurídicas del regulado por la ley del procedimiento administrativo común. Para hacer frente a esta nueva situación es preciso que la Administración se dote de nuevos instrumentos legislativos, que afronten el notable cambio operado en las condiciones. Ya no se trata de fomentar la utilización de las tecnologías de la información y de la comunicación, sino de garantizar en todo caso, sea cual sea la vía empleada, ciertos derechos y, muy especialmente, la neutralidad tecnológica en el procedimiento administrativo.
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Empieza en breve el curso. Es decir, que de alguna manera se nos concede (y se me concede) la posibilidad de volver a empezar, rectificar errores, aspirar a hacer las cosas mejor. Esto, claro, en lo que se refiere al curso que, para mí, empieza el lunes. Nuevas clases, nuevos grupos, nuevas materias… y todos los errores del año pasado (de alguna manera) borrados. Se llevan en la mochila, sí; se aprende de ellos, también; pero se empiea el curso con el contador a cero.
A la vez, más o menos, ha empezado en septiembre el curso para todo casi todo el mundo. Y lo ha hecho, en España, con la extraña resurrección de la asignatura de Derecho natural en forma de Educación para la Ciudadanía. O algo así, porque la verdad es que, dado que no he acabado de entender muy bien el follón, debe de ser que todavía no sé, en verdad, de qué va la cosa.
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Al hilo de la discusión que manteníamos el otro día, apunté como uno de los problemas propios de nuestro país y de nuestra forma de hacer y vivir el Derecho la falta de sentido de la responsabilidad de la que solemos hacer gala por aquí. Es algo que se manifiesta de manera escandalosa en la patrimonialización de lo público, por ejemplo. Yo no sé si es algo normal que esto ocurra hasta cierto punto pero estoy convencido de que no ocurre en otros países con tanta frecuencia como en el nuestro, donde todos nos sentimos de alguna manera legitimados para instrumentalizar en beneficio propio cualquier responsabilidad pública. Y es que, a fin de cuentas, hemos sido educados así, siquiera sea a base de observar y constatar los reiterados ejemplos con los que a lo largo de nuestra vida tendremos ocasión de confrontarnos. Ya sea individual, ya colectivamente. Ya en ámbitos reducidos y más o menos opacos (qué les voy a decir yo, tirando piedras contra mi propio tejado, como acostumbro, de cómo ha funcionado históricamente la Universidad), ya en primera línea de la actividad pública. Es singularmente grave, por el ejemplo público que ello supone, por la vía libre para emular ese comportamiento que implica, lo que ocurre al respecto en las altas esferas políticas del país. Y, la verdad, deprime un poco que la cosa no tenga visos de cambiar. Que pase el tiempo, que el nivel cultural y económico de nuestras sociedad se incremente cada vez más, pero que la ciénaga moral en que enraízan las (tristes) bases sobre cómo afrontar las responsabilidades públicas siga siendo más o menos la misma. Eso, en el mejor de los casos.
Estamos ya a estas alturas, como suele ser habitual, acumulando un retraso de más de diez meses en la reforma del Consejo General del Poder Judicial. Y ya se aventuran problemas para la sustitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que habría de llevarse a cabo en diciembre. Parece ser, y se vive como algo normal y aceptable, que un partido político (el PP) se niega a cumplir los plazos legales porque así puede presionar con el fantasma de retrasar el proceso para después de las elecciones, donde aspira a mejorar sus resultados y así lograr «mantener posiciones». Estratégicamente, por ello, están dilatando la negociación todo lo posible. La cosa es de una obscenidad tal que sería piedra de escándalo en cualquier sociedad madura. Pero aquí no porque, en el fondo, sería injusto aplicar al PP exigencias que a los demás nunca se les han hecho cumplir. Por no hablar de que, educados como estamos, partícipes de esa asquerosa concepción, todos lo vemos, dentro de un orden, «normal». A fin de cuentas, lo que tristemente se dirime no son intereses de Estado, ni desde esta óptica orientan sus estrategias quienes participan en la toma de la decisión. Y como todos los partidos políticos, pero no sólo ellos (véase el espectáculo clientelar que montan las «asociaciones» judiciales, verdaderos sindicatos de colocación, cada vez que se les introduce en el mecanismo de selección, ya sea de jueces del Tribunal Supremo, ya de miembros del Consejo General del Poder Judicial), son culpables de haber utilizado históricamente estos nombramientos en su beneficio más que en los del país (o, como mínimo, de haberlo hecho tan mal que si han pensado en los intereses generales se les ha notado más bien poquito, con lo que la imagen instalada en la opinión pública siegue siendo pésima y el mal ejemplo, el mismo), la verdad es que nadie tiene derecho a ofenderse demasiado. Lo que está haciendo el Partido Popular es difícil de criticar por quienes han participado del mismo juego. Su actual rebeldía es sólo ir un paso más allá, una mera escalada cuantitativa, pero no deja de ser cualitativamente lo mismo que han hecho siempre todos (también el propio PP) los demás.
Es una pena que no haya habido ningún Gobierno que haya hecho un esfuerzo sincero por ejercer con sentido de la responsabilidad, aun a riesgo de estrellarse, sus obligaciones en este campo. Porque o aparece alguien dispuesto a perder a corto plazo para moralizar los usos públicos o la cosa seguirá con parches inaceptables. Eso sería patriotismo, del bueno, en estos tiempos en que todos parecen obsesionados por competir en demostraciones de amor infinito a la Patria.
A la vista de cómo son las cosas, uno puede llegar incluso a dar pábulo a rumores a cual más absurdo como el que corre estos días por ahí sobre el Consejo (que dice que tras un poco de paripé la renovación del CGPJ se desatascará en breve porque el show de Navarra contempla, entre otras, esta contraprestación). La reacción inicial de uno, cuano le cuentan cosas como esta, es de indignación frente al acuerdo en sí, caso de que exisitiera. Pero lo grave, en el fondo, no es esta chorrada o aquella de más allá. Lo triste, lo realmente preocupante, es otra cosa. Es el mero hecho de que pueda darse pábulo a este tipo de tejemanejes (ya sea esto, ya siemplemente todo el juego táctico de unos y otras orientado como está orientado, ya los análisis periodísticos al uso sobre la «inteligencia táctica» de ciertos movimientos para «recuperar/conservar la mayoría»….) lo que dice todo sobre algunos de los problemas que tiene el país. Y no de los menos importantes.
Estoy pasando unas semanas realizando una estancia de investigación en Fráncfort del Meno (en la Johann Wolfgang Goethe-Universität Frankfurt am Main), gracias a la amable invitación del Profesor Georg Hermes. Por eso, entre otras razones, el bloc va a ser actualizado con menos frecuencia de la que me gustaría durante el mes de septiembre.
El caso es que, desde la distancia, uno ve las cosas a veces de otra forma. Así, respecto de nuestro supuesto atraso en todos los campos y las razones del mismo constato que, por ejemplo, en materia de infraestructuras, las universitarias, siempre que visito centros de otros países europeos, en lo que a nosotros respecta, las carencias que tenemos no se refieren precisamente a que haya faltado dinero para edificios e instalaciones nuevas, de primer nivel y comodísimas. Mucho mejores, casi siempre, que las que uno se encuentra por ahí. Por irme a lo más nimio y que más me afecta personalmente estos días: la residencia para profesores en la que estoy, con la idea de estudiar algo y preparar el principio del curso con calma, por no tener no es que no disponga de facilidades para conectarse a Internet, es que no me permite ni siquiera tener un teléfono fijo. Vamos, que toca pasar unos días de moderación y vida espartana. Pero la cosa es más general y va más allá de este anecdótico caso. Si la Universidad de nuestro país no es mejor, vamos, no es porque hayan faltado medios materiales no sólo homologables sino mejores a los de otros países. Así que, además de pedir dinero, habrá que pensar un día de estos en qué otras cosas nos faltan y qué hemos de hacer mejor.
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