Nueva ley del suelo

Publica esta semana el Boletín Oficial del Estado la nueva norma llamada a regular el urbanismo español, abstracción hecha de ese molesto asunto constitucional producto de que desde 1978 el urbanismo sea competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas: la a partir de ahora llamada Ley de suelo (Ley 8/2007, de 28 de mayo, BOE nº 128, de 29 de mayo de 2007).

Al hilo de las novedades que introduce y que serán de aplicación a su entrada en vigor el próximo 1 de julio vamos a aprovechar el feliz acontecimiento para aproximarnos a algunas consideraciones de tipo casi teológico. Porque, como ha demostrado el ladrillo electoral de hace apenas una semana, la cuestión urbanística en España ha alcanzado un poder encarnador simbólico tan poderoso que estudiar cómo una ley trata de ordenar o disciplinar el fenómeno tiene mucho que ver con la liturgia y el rito social, mejor o peor pautados, más o menos eficaces, pero en última instancia meros acompañantes de un sentimiento religioso que surge de lo más íntimo y tiene unos cauces naturales de expresión que la teología, más que alterar, apenas si trata de encauzar para evitar desbordamientos.

¿Qué ha de regular una ley estatal del suelo? ¿Qué elementos hemos de analizar para saber cómo trata de actuar sobre el fenómeno urbanístico y poder hacernos una idea de qué objetivos persigue? ¿Qué hace a una ley urbanística buena o mala?

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Stay hungry, stay foolish

Esta semana acaban las clases. Quedan ya sólo los exámenes y las notas para que lo más sustancial del curso académico pueda darse por concluido. Es un momento en que inevitablemente uno hace balance y, a la vez, mira al futuro. Esto es, al curso que viene, que ya empieza a dibujarse en la cabeza de uno. Con la intención de que sea mucho mejor. Para eso nada mejor que aprender de los errores y detenerse, en consecuencia, en lo ocurrido a lo largo de los meses pasados.

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En torno a nuestras viñetas de Mahoma

Hace un tiempo se montó una buena a cuenta de la publicación de diversos chistes sobre el profeta. Supongo que no hace falta recordarlo porque todos tenemos en mente el affaire. Lo gracioso fue contemplar el reverencial respeto occidental por las majaderías religiosas y el fundamentalismo cercenador de la libertad de expresión más incompatible con los ideales de la Ilustración. Tenemos unas democracias tan evolucionadas y tan ansiosas de ser correctas e irreprochables que, a veces, nos pasamos de frenada y no entendemos del todo bien qué significa la convivencia en libertad y cómo de importante es la libertad de conciencia y de expresión de cualquier tipo de pensamiento. A mí me gusta recordar, en estos casos, que precisamente los mensajes o ideas irreprochables y socialmente generadores de consenso no requieren de defensa alguna por el Derecho. No hace falta garantizar la libertad de expresión para amparar a quienes dicen cosas aceptadas por casi todos, de igual forma que la libertad de conciencia no es necesaria para que se respete a quienes piensan o defienden ideas más o menos del agrado del común. Las libertades, cuando son necesarias (es más, para lo que son necesarias) es cuando se trata de amparar a quienes defienden que la violencia es una herramienta útil de acción política, que a los iraquíes hay que masacrarlos para conseguir su petróleo, que los negros son inferiores o cuando uno publica viñetas haciendo burla respecto de las creencias de la mayoría.

Que quede claro, la libertad de expresión, en España, no es precisa para amparar los discursos públicos de Aznar o de Rodríguez Zapatero sobre el País Vasco. Si no existiera esta libertad, si la Constitución no la reconociera, ellos podrían seguir hablando tranquilamente y diciendo sus cositas. A quien protege la libertad de expresión es a Josu Ternera. Él sí que no podría ir diciendo por ahí ciertas cosas si la Constitución no amparara el libre discurso. A él es a quien defiende que exista un derecho a la libertad de expresión. De forma que, por ir clarificando cosas e ir quitándonos caretas, empecemos por dejar claro que quien no cree que la libertad de expresión deba amparar a quienes emiten opiniones o defienden ideas que chocan, que hieren, que ofenden en realidad en lo que no cree es en que este derecho deba reconocerse: sólo entiende aceptable que se emitan las opiniones socialmente aceptables (y para eso, recordemos, no hace falta amparo jurídico alguno, la propia sociedad ya se encarga de que esos mensajes se puedan emitir sin problemas).

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27-M (III): Derecho de sufragio y listas de “terroristas” (2)

En una democracia como la española, cuando tenemos elecciones, los ciudadanos pueden votar o ser votados libremente. Los derechos de sufragio activo o pasivo, con las restricciones más o menos conocidas por todos (edad, nacionalidad), son parte inescindible del reconocimiento como miembro de la comunidad en cualquier Estado de Derecho. España no es una excepción. Se supone, además, que estos derechos no pueden depender del sentido en que vaya a orientarse su ejercicio. Esto es, que el reconocimiento de los mismos no está vinculado a que se vayan a defender unas u otras ideas (como elegible) o a apoyar éstas o aquéllas (como elector). Sin embargo, en España, desde hace unos años, cada vez que hay elecciones se monta un follón considerable a cuenta de la posibilidad de limitar en algunos casos el ejercicio de estos derechos. Con motivo de las elecciones del próximo 27 de mayo, por segunda vez, se ha actuado contra una serie de listas, quedando un número muy importante de ellas anuladas por los Tribunales Supremo (en primera instancia) y Constitucional (resolviendo los correspondientes recursos) tras la iniciativa de Abogacía del Estado y Fiscalía solicitando la adopción de estas medidas.

Voy a tratar, que ya veremos si sabré hacerlo, de contar la verdad sobre este enmarañado asunto a lo largo de sucesivos posts, más que nada por intentar de que la cosa sea ligerita (o lo menos pesada posible). Allá va la segunda parte (aquí la primera).

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27-M (III): Derecho de sufragio y listas de «terroristas» (1)

En una democracia como la española, cuando tenemos elecciones, los ciudadanos pueden votar o ser votados libremente. Los derechos de sufragio activo o pasivo, con las restricciones más o menos conocidas por todos (edad, nacionalidad), son parte inescindible del reconocimiento como miembro de la comunidad en cualquier Estado de Derecho. España no es una excepción. Se supone, además, que estos derechos no pueden depender del sentido en que vaya a orientarse su ejercicio. Esto es, que el reconocimiento de los mismos no está vinculado a que se vayan a defender unas u otras ideas (como elegible) o a apoyar éstas o aquéllas (como elector). Sin embargo, en España, desde hace unos años, cada vez que hay elecciones se monta un follón considerable a cuenta de la posibilidad de limitar en algunos casos el ejercicio de estos derechos. Con motivo de las elecciones del próximo 27 de mayo, por segunda vez, se ha actuado contra una serie de listas, quedando un número muy importante de ellas anuladas por los Tribunales Supremo (en primera instancia) y Constitucional (resolviendo los correspondientes recursos) tras la iniciativa de Abogacía del Estado y Fiscalía solicitando la adopción de estas medidas.

Voy a tratar, que ya veremos si sabré hacerlo, de contar la verdad sobre este enmarañado asunto a lo largo de sucesivos posts, más que nada por intentar de que la cosa sea ligerita (o lo menos pesada posible).
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27-M (II): Campaña y cultura democrática (completo)

Valencia, 15 de mayo de 2007. Palau dels Cervelló (sede del archivo de la ciudad y otras dependencias municipales).

Cartel electoral de Rita Barberà en fachada de dependencias municipales

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Batallitas de fin de semana: ética de la discusión

La ventaja de tener un bloc es que uno escribe lo que quiere, por mucho que sea imprescindible tratar de guardar cierta coherencia temática (en este caso, como es sabido, intento ceñirme a cuestiones relacionadas con el Derecho público). Sin embargo, sin necesidad de traicionar la identidad del espacio, es posible contar de vez en cuando batallitas. Así que voy a permitirme relatar muy brevemente una experiencia muy personal que me deja con muchas dudas respecto a cómo afrontamos la discusión, incluso los que más abiertos nos decimos a ella. Que a lo mejor no tiene de forma inmediata que ver con el Derecho público pero sí con cómo nos montamos el debate en sociedad y qué pautas éticas están en juego.

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