Entuerto europeo: aproximación a las posibles salidas

El otro día explicaba (a mi manera, a partir de mis obsesiones) qué había supuesto de nuevo el proceso por el que se cimentó el Tratado por el que se quería instituir una Constitución para Europa. Claro, los efectos de tener tiempo un domingo y las extrañas ganas de ponerme a escribir, acabaron pariendo unas reflexiones muy poco «aptas» para los usos de la blogosfera. Un rollo, vamos. Pero me apetecía ir escribiendo mis sensaciones sobre cómo el proceso, además de muchas otras cosas, es un reflejo de una realidad que me interesa: la forma en que instituciones, administraciones públicas, la sociedad en general e incluso los más ardientes defensores de la democracia representativa clásica han abandonado paulatinamente este modelo o al menos sus versiones más puras y extremas. ¿Qué significa este cambio, en verdad? ¿Acaso ya no estamos ante verdaderas democracias? ¿Ya no hay en nuestros modelos una efectiva representatividad de los ciudadanos y por ello tampoco una verdadera legitimidad de las instituciones a la hora de tomar según qué decisiones? De cómo el proceso de constitucionalización plasma esas tendencias e ilustra sobre su inmadurez iba lo que escribí. Mis disculpas a todos porque, como me decían en los comentarios, era batir mi propio record de capacidad para aburrir e incordiar. Quede para la historia de los despropósitos blogueros.

Además, el texto no sólo era larguísimo, sino que encima ni mencionaba qué es previsible, bueno o a mi juicio conveniente que ocurra para salir del entuerto. También en los comentarios me ha sido reprochada de forma sutil esta carencia. Con toda la razón. Así que voy a tratar de subsanar mínimamente este error. Allá vamos…

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50 velitas…

… y un enorme problema de legitimidad: Europa, ¿cómo y hacia dónde?

Exactamente hoy se cumplen cincuenta años de la firma del Tratado de Roma, por el que se constituyó la entonces llamada Comunidad Económica Europea, formada por seis Estados, germen de la actual Unión Europea con sus veintisiete miembros. Así que, para no abandonar la legendaria capacidad ya acreditada por este bloc para inundar el debate ciudadano de rollos de semi-difusión jurídica de lo más pesado, creemos pertinente, en este punto, realizar algunas referencias a los efectos que la integración europea y más concretamente el hecho de que el Derecho comunitario se haya convertido en una inescindible realidad de nuestro ordenamiento jurídico, alterando algunas de las consideraciones sistemáticas tradicionales en torno a las fuentes y legitimidad de las normas, han producido. No obstante, la óptica que creemos más interesante adoptar se aleja de las exposiciones técnicas al uso, habitualmente centradas en aspectos más cercanos al Derecho comunitario positivo y su concreta aplicación. En efecto, entendemos ya suficientemente analizadas las consecuencias que la integración europea ha supuesto en nuestro ordenamiento como consecuencia de su primacía y efecto directo, está ya suficientemente explicado cómo este proceso ha afectado y relativizado la posición de la ley en el Derecho interno; se han extraído ya las más importantes consecuencias del radical cambio que la superposición de una instancia supranacional de la importancia de la Unión Europea supone para la actividad administrativa.

Queremos por ello centrarnos en algunas consideraciones atinentes a la legitimidad política y democrática de este proceso de construcción jurídica integrada. No se trata, tampoco, de una perspectiva demasiado original. Pero es la que en estos momentos, con el imbroglio jurídico-constitucional que tenemos montado, más me interesa. En concreto, creo que es atractivo referirse a cómo se ha pretendido lograr precisamente por medio del proceso de aprobación (en España por medio de un referéndum) del nuevo Tratado de naturaleza para-constitucional una fuente de legitimidad más fácilmente cohonestable con la visión clásica del fenómeno. Esto es, cómo nos encontramos no tanto frente a un problema de legitimidad en sentido absoluto sino con un proceso, todo él, sus idas, venidas y contradicciones… que cristaliza en un excelente ejemplo de la lucha entre el modelo de legitimación tradicional y los que están llamados a sustituirlo. Si es que, algún día, acaban de afirmarse de una vez.

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Es gibt noch Richter in Berlin

Dice el mito que así le repuso gallardamente un molinero de Postdam al mismísimo rey de Prusia, Federico II, allá en las postrimerías del siglo XVIII. Que se cuidara muy mucho de dejarle sin su molino, por mucho que el monarca creyera que podía hacerlo sin mayores problemas. Que se podía encontrar con que, en realidad, no podía hacerlo a su antojo, tal y como el creía, por mucho rey de Prusia que fuera. El caso es que, lindante con el palacio de Sans-souci y su jardín, el molino y su actividad alteraba el descanso Federico II el Grande, o simplemente le impedía ampliar el recinto, y éste manifestó su intención de hacerse con él para tirarlo abajo o, sencillamente, de demolerlo por las buenas si su propietario no se avenía a los deseos reales.

Señor, todavía hay jueces en Berlín.

La historia, en sus múltiples versiones, es muy conocida por los juristas. Ilustra diversas explicaciones míticas sobre la naturaleza de la autoridad en Prusia y su sometimiento a Derecho (por autoritario que fuera el régimen) pero, sobre todo, permite dar colorido a la exposición sobre la base del funcionamiento de todo sistema de control de las decisiones administrativas, ese milagroso (que dice certeramente P. Weil) alumbramiento que empieza a intuirse a finales del siglo XVIII. Como suele ocurrir con los mitos, la historia que le da origen es falsa. Pero también es hermosa, confrontando la terca confianza de un ciudadano que con su esfuerzo y tesón ha enriquecido su hacienda con la posibilidad de que de forma arbitraria e incontrolable se le pueda privar de ella y cómo una autoridad judicial independiente permite evitar tal riesgo. Incluso hay unos versos de Andrieux que, según múltiples referencias de Google (todas sospechosamente clónicas), describen el episodio de forma notable. Lamentablemente no he podido acceder a ellos ni leerlos (como, me temo, es el caso de muchos de los que los citan con entusiasmo).

El mito se suele completar con la afirmación de que Federico el Grande acabó encantado de que el molinero confiara tan ciegamente en su justicia, hasta el punto de que incluso se enfrentaba al mismo monarca creyendo que obtendría razón de los jueces. ¡Qué grandeza de espíritu la del rey de Prusia! Pues bien, ante ciertas decisiones judiciales, es habitual que algunos de nuestros responsables políticos reaccionen con idéntica y admirable entereza. El último supuesto que me ha recordado el episodio del molinero ha sido la respuesta del Ayuntamiento de Valencia a la enésima condena que ha recibido por cuestiones de contaminación acústica.

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Autoridades portuarias y la toma de decisiones en democracia

Publicaba hace unos días El País, en su edición de la Comunidad Valenciana, una entrevista muy interesante y reveladora con el Director de Planificación del Puerto de Valencia. Me ocurre con el Derecho administrativo especial dedicado a puertos lo que a casi todos: que no me lo sé muy bien o, siendo más exactos, que no me lo sé nada. Esta situación no es en realidad demasiado excepcional, ya que me ocurre en otros muchos ámbitos no saber muy bien de qué va la cosa. Pero sí es algo más anómalo (aunque no sea tampoco algo demasiado insólito, la verdad) que mi falta de conocimiento sobre cómo se cuecen las cosas en ese mundillo sea tan compartida por casi todos mis colegas. Cuando algo así ocurre nos encontramos, como pasa con la gestión de las actividades portuarias, ante sectores de la actividad administrativa que siguen siendo muy cerrados e impenetrables, donde los grandes especialistas (o sencillamente las personas que se enteran de algo) suelen trabajar para los entes en cuestión y donde, por todo ello, es todavía frecuente encontrar enormes déficits en materia de transparencia y control público, ciudadano, político, sobre la manera en que funcionan. La forma en que se gestionan los puertos en España se parece mucho a la fórmula de Juan Palomo, donde quienes guisan y comen son los propios responsables de las autoridades portuarias, sus técnicos (ya sean juristas, los menos; ya ingenieros, los más). Sin que se entienda como demasiado importante que la ciudadanía opine, sin que se considere poco más que un incordio el cumplimiento de ciertas exigencias formales de información pública, sin que se atienda demasiado a voluntades ajenas a las de la propia autoridad portuaria a la hora de definir estratégicamente qué ha de hacerse con las instalaciones portuarias. El hecho de que, en general, haya un gran número de puertos que se autofinancian (vamos, que ganan dinero que pueden dedicar a ampliaciones y francachelas varias) es sentido como un dato que avala la innecesariedad de modificar el sistema, que tan bien funciona, y que además permite argumentar que las Administraciones y los ciudadanos no tienen demasiado que decir sobre el particular, pues nada se les pide para cuestiones que serían puramente internas de cada puerto. Como si el crecimiento de estas infraestructuras no se hiciera sobre unos bienes (costas, suelo para actividades logísticas) que son de todos y cuya ocupación no valga mucho dinero e implique enormes costes de oportunidad. Comos si los costes ambientales, extrernalizables por definición, no justificaran por sí solos que la intervención pública externa ha de ser no sólo mayor que la que ahora tenemos sino muy exigente.

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La proscripción de la arbitrariedad legislativa

La Constitución española, en su artículo 9.3, proscribe a los poderes públicos, a todos ellos, actuar de manera arbitraria. Se trata de una prohibición que, respecto de otros poderes, que tienen enmarcadísima su función por el propio ordenamiento jurídico, cumple un papel más residual que otra cosa. Pero que respecto de la actividad del legislador supone, más allá de los supuestos de inconstitucionalidad material en que una norma pueda incurrir, prácticamente la única puerta abierta a la sustitución de una decisión del legislador por otra de un tribunal, en este caso del Tribunal Constitucional, a partir de la toma en consideración no tanto de una vulneración concreta de alguna norma o principio (necesariamente limitados a los contenidos en la Constitución) como la de la apreciación en abstracto de una quiebra en la racionalidad o razonabilidad que le es exigida, también, como al resto de poderes públicos, al legislador.

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Harvard 1L – Scott Turow

Scott Turow, One L. The turbulent true story of a first year at Harward Law School, 1977.

He pasado el fin de semana leyendo One L, del novelista y jurista (o al revés, no sé) estadounidense Scott Turow, conocido autor de alguno de esos best-sellers de aeropuerto con tramas jurídicas que tan bien quedan luego transpuestos a la gran pantalla. No se trata, en este caso, de una obra de ficción, sino de la narración de su propia experiencia como estudiante de leyes en la escuela jurídica de Harvard a finales de los años setenta. Es por ello, para alguien como yo, un librito extraordinariamente entretenido e interesante. Y, además, tanto para mí como para cualquiera que tenga contacto o conocimiento de cómo funciona la enseñanza del Derecho en España, que no se trate de una novela es lo de menos. Lo que cuenta Turow es para nosotros en su totalidad, desde la primera línea a la última, sencillamente, un relato de ciencia ficción, algo que se nos cuenta sobre cómo son las cosas en otro planeta. Valga para muestra un botón, el fragmento de su diario que el propio autor escoge para ilustrar el conjunto de su experiencia a modo de frontispicio:

11/17/75

It is Monday morning, and when I walk into the central building, I can feel my stomach clench. For the next five days I will assume that I am somewhat less intelligent than anyone around me. At most moments I’ll suspect that the privilege I enjoy was conferred as some kind of peculiar hoax. I will be certain that no matter what I do, I will not do it well enough; and when I fail, I know that I will burn with shame. By Friday my nerves will be so brittle from sleeplessness and pressure and intellectual fatigue that I will not be certain I can make it through the day. After years off, I have begun to smoke cigarrettes again; lately, I seem to be drinking a little every night. I do not have the time to read a novel or a magazine, and I am so far removed from the news of world events that I often feel as if I’ve fallen off the dark side of the planet. I am distracted at most times and have difficulty keeping up a conversation, even with mi wife. At random instants, I am likely to be stricken with acute feelings of panic, depression, indefinite need, and the pep talks and irony I practice on myself only seem to make it worse.

I am a law student on my first year at the law, and there are many moments when I am simply a mess.

No sé si hace falta añadir algo. Pero vamos, como es obvio, no me voy a privar.

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Paisaje después de la batalla

La batalla se ha desarrollado en cuatro grandes ofensivas. Para entender qué tipo de cadáveres han quedado sembrados tras ella conviene repasar cómo se desarrollaron estos choques esenciales. Uno ya no sabe, a estas alturas, si eran o han sido entre el Estado y un etarra o, más sencillamente, entre dos concepciones muy diferentes sobre cómo ha de actuar una sociedad democrática, un Estado de Derecho.

1-. Cuando Iñaki de Juana Chaos estaba a punto de ver cumplida su condena, el Tribunal Supremo modificó su reiterada jurisprudencia en materia de cumplimiento de penas y cómputo de los beneficios penitenciarios. De esta manera, tomando las diversas penas y no la pena de cumplimiento como base para aplicarlos, se prolongaba la estancia del etarra en prisión. Esta decisión, saludada casi de manera unánime como una victoria del Estado de Derecho contra el terrorismo, suponía aplicar retroactivamente in peius a un preso una determinada interpretación sobre el cómputo de los días de prisión que había de cumplir. Con el agravante de que la interpretación del Tribunal Supremo no sólo iba contra su reiterada jurisprudencia sino contra el criterio del legislador, que estableció como pauta general para el cómputo de los beneficios penitenciarios lo que era el sistema consolidado por la jurisprudencia del alto tribunal. Hay quien señaló que contra el terrorismo mejor no emplear atajos, que la fuerza de un Estado de Derecho radica precisamente en aplicar a todos la ley sin mirar la matrícula y en un respeto escrupuloso a principios como el de legalidad en materia sancionadora o el de irretroactividad de las previsiones o disposiciones privativas de derechos. Principios que, por lo demás, lucen en la Constitución española y que permitían aventurar que la decisión del Tribunal Supremo era, cuando menos, discutible. Sin embargo, no lo fue apenas. Se trataba de una ganancia clara en la lucha contra ETA, sin aparentes costes. ¿Tenía sentido ponerse tiquismiquis? En cualquier caso, si nos ponemos en ese plan, podemos entender que en este primer acto quedó seriamente lesionado el compromiso del Tribunal Supremo con los principios constitucionales señalados.

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