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Serie sobre Propuestas de Reforma constitucional (3): De la reforma constitucional necesaria… y de la que parece a día de hoy posible
a) En torno a la evidente necesidad de una reforma constitucional en España
La Constitución española acaba de entrar en su cuadragésimo año de existencia con la melancolía y autocuestionamiento que, pasada la alegría infantil y la ambiciosa confianza de la juventud, suelen considerarse asociados a la asunción de la madurez. Por primera vez desde 1978 el consenso sobre sus insuficiencias y la necesidad de su reforma parece casi general. Y ello con independencia de que se reconozca con más o menos generosidad el papel positivo jugado tanto por el texto constitucional como por el consenso del que éste es consecuencia, que permitieron un tránsito, la por esta razón llamada “transición” a la democracia, por medio del cual, a cambio de muchas renuncias y transacciones, se logró el establecimiento en España de una democracia liberal y un Estado social y democrático de Derecho plenamente homologables a los europeos, sin excesiva violencia política (Baby, 2018, ha revisado recientemente las cifras y datos demostrando que el carácter enteramente pacífico de la transición española es un mito, pero sus datos globales no dejan de ilustrar un proceso que, en lo sustancial, no es violento) y con un período de asentamiento relativamente corto en el tiempo.
Durante la mayor parte de estos años el relato dominante en la España democrática ha sido la celebración del éxito que supuso esa normalización democrática, culminada con la entrada de España en 1986, menos de una década después de la entrada en vigor del texto constitucional, en las entonces Comunidades Europeas (hoy Unión Europa) certificando así la plena equiparación de la democracia española con el resto de Europa occidental, tras décadas de excepcionalidad (Boix Palop, 2013: 88-90). Las posiciones más críticas, o que señalaban algunas de las carencias e insuficiencias del pacto constitucional y de su traslación jurídica, eran más bien excepcionales y marginales, bien por provenir de los extremos (poco representativos) del espectro político, bien por ser la consecuencia de reflexiones académicas cuya traslación al debate público era relativamente inhabitual (respecto de las críticas académicas surgidas en los primeros 25 años de vigencia de la Constitución española de 1978 puede consultarse la síntesis contenida en Capella, 2003). Sin embargo, la crisis económica de la última década, cuyos primeros síntomas empiezan a aparecer en torno a 2007-2008, de una dureza y duración desconocidas hasta la fecha en la democracia española, ha hecho aflorar muchas de las deficiencias del sistema que hasta ese momento no se percibían como tales o a las que, por diversas razones, no se les daba la importancia que, en cambio, en este otro contexto, sí han merecido. Desde el papel de las instituciones y sus relaciones con el poder económico, algunos clásicos privilegios jurídicos de gobernantes (como los aforamientos, por ejemplo), la insuficiencia de controles o de transparencia, hasta el propio papel de la Jefatura del Estado, y todo ello en medio de la aparición de numerosos escándalos, la crisis económica ha provocado un replanteamiento general de las insuficiencias de la democracia española (véase, por ejemplo, la repercusión inmediata pública como consecuencia del cambio de clima social producto de la reciente crisis de esfuerzos colectivos por sintetizar modernamente estas críticas como el coordinado por Gutiérrez Gutiérrez, 2014). Lo cual ha ido unido a una crisis de los mecanismos de representatividad democrática (Simón Cosano, 2018), que se juzgan de forma creciente como insuficientes o defectuosos, algo que ha llevado a un replanteamiento crítico del modelo partidista español, incluyendo la aparición de nuevos partidos de masas (Campabadal y Miralles, 2015; Fernández Albertos, 2015), hasta el punto de que el clásico bipartidismo matizado que había dominado hasta 2015 la escena política española (casi cuatro décadas, desde las primeras elecciones de 1977) ha sido sustituido por un modelo donde, al menos, hay cuatro partidos políticos de ámbito nacional con una representación considerable, así como mayorías políticas diferenciadas en clave territorial en varias Comunidades Autónomas (con partidos nacionalistas o regionalistas en los gobiernos en algunas de ellas, y no sólo, casi por primera vez en cuarenta años, en Cataluña y el País Vasco). Como factor adicional de desestabilización, el siglo XXI ha visto ya dos conflictos entre los representantes de algunas Comunidades Autónomas y las instituciones del Estado respecto de su acomodo en el marco constitucional español: uno primero con el País Vasco (con la aprobación del “Plan Ibarretxe” que buscaba un nuevo y más ambicioso Estatuto de autonomía, finalmente abortado por el Tribunal Constitucional, Vírgala Foruria, 2006, y abandonado tras la pérdida por parte de los nacionalistas vascos del gobierno autonómico durante una legislatura como consecuencia de la ilegalización de partidos políticos a los que se consideró instrumento político de la banda terrorista ETA, aunque posteriormente lo hayan recuperado) y uno segundo en Cataluña, inicialmente reconducido por medio de la aprobación de un nuevo Estatuto de Autonomía en 2006 pero recrudecido tras la anulación de partes sustanciales (que afectaban a la función de blindaje competencial que pretendía suponer) del mismo en 2010 por medio de una controvertida Sentencia del Tribunal Constitucional (STC 31/2010), profusamente comentada en estos últimos años por numerosos juristas (por todos, Muñoz Machado, 2014: 139-158). Esta anulación, intervenida en medio de la ya referida crisis económica, ha servido a la postre de catalizador político y detonante de una crisis larvada que a la postre refleja un distanciamiento cada vez más acusado entre las posiciones de parte de la sociedad catalana (y sus mayorías parlamentarias), que ante la constatación de la inconstitucionalidad de algunas de sus aspiraciones políticas ha optado por tratar de lograr la independencia de esta parte del territorio, y la visión dominante en el resto del Estado (y de sus mayorías políticas), que entienden que el grado de descentralización alcanzado en España es ya más que suficiente, cuando no excesivo. Todo ello ha degenerado en un conflicto de gravedad con el Estado, donde han intervenido consultas o referéndums que han pretendido ser pactados con el gobierno central y, ante la negativa de éste, realizados unilateralmente, prohibiciones y anulaciones de normas y posicionamientos del parlamento catalán y, en una fase ulterior, incluso el encarcelamiento de parte los miembros del gobierno catalán o de la presidenta de su parlamento, así como líderes sociales, acusados por delito de rebelión (el tipo penal que el ordenamiento jurídico español contiene para castigar los levantamientos violentos y armados; para un análisis del tipo en su entendimiento clásico previo a la actual situación, García Rivas, 2016) tras considerar, al menos en fase de instrucción, el Tribunal Supremo español que la convocatoria de un referéndum ilegal puede considerarse análogamente equivalente a un levantamiento armado que busque propiciar una guerra civil.
En definitiva, todas estas situaciones, combinadas, han puesto de manifiesto que el ordenamiento constitucional español, como es manifiesto, no está logrando ser cauce para el acuerdo o la exitosa composición de las pretensiones de la ciudadanía ni instrumento para la resolución pacífica y dialogada de los conflictos políticos. La crisis, así, pasa a ser no sólo política sino también jurídico-constitucional, pues es el propio marco constitucional el que se demuestra incapaz de cumplir con una de sus más esenciales funciones (Boix Palop, 2017a). De manera que la tradicional negativa de muchos sectores sociales y políticos a aceptar que una reforma constitucional fuera necesaria en España ha dado paso a la generalizada constatación de que en estos momentos es preciso una novación del consenso y del pacto, tanto para lograr solucionar algunas de las insuficiencias referidas como a efectos relegitimizadores. Incluso, y a iniciativa del Partido socialista y como compensación a dar su apoyo indirecto vía abstención a la elección de un presidente del gobierno del Partido Popular en 2015, se ha puesto en marcha en el Congreso de los Diputados una comisión parlamentaria para evaluar el funcionamiento del modelo autonómico y reflexionar sobre la conveniencia de introducir algunos cambios respecto del reparto del poder en España entre Estado y los entes subestatales que se han ido conformando como Comunidades y ciudades autónomas, lo que sin ninguna duda constituye una significativa novedad en nuestros cuarenta años de historia constitucional reciente.
En este breve texto vamos a tratar de analizar hasta qué punto esta reforma, si finalmente se da, puede aspirar a cumplir con los objetivos que se deducen de las necesidades expuestas. Téngase en cuenta que el mero hecho de que exista, en mayor o menor medida, consenso sobre la conveniencia de un cambio, derivado de ese malestar más o menos fundado, no significa sin embargo que la vocación de cambio sea siempre necesariamente sincera ni profunda. Tampoco que todos los actores identifiquen exactamente los mismos problemas como prioritarios o aventuren soluciones semejantes para éstos. Tiene por ello interés repasar mínimamente en qué terreno de juego se puede dar, o al menos se está jugando en estos momentos, la partida política que inevitablemente va asociada a la apertura de un proceso de estas características. Como veremos, de este rápido repaso se deducirá con claridad la conclusión de que los márgenes de la reforma constitucional posible, aquélla sobre la que hay ciertos acuerdos de base que permitirían desarrollarla, no son ni mucho menos los que probablemente harían posible la reforma constitucional necesaria para desatascar la cuestión territorial. Los consensos logrados hasta la fecha son mucho más limitados y se ciñen a cuestiones diferentes. Véamoslo.
b) Los consensos existentes para una posible reforma constitucional en la España de 2018
A partir de los diversos documentos hasta la fecha producidos y publicados, es relativamente sencillo identificar una serie de elementos respecto de los que, para bien o para mal, hay ya un notable consenso en España en punto a las deficiencias de nuestra Constitución. En ocasiones, estos consensos se dan a la hora de descartar la conveniencia o posibilidad de operar cualquier cambio (por ejemplo, respecto de la cuestión de la monarquía, pues tras la experiencia fallida del intento de reforma incoado por Rdríguez Zapatero en 2006 es claro que cualquier posible reforma constitucional que afecte a la institución, siquiera tangencialmente, queda por el momento descartada dado que esta cuestión actúa como inhibidor de cualquier cambio o propuesta de reforma que se pretenda seria). Pero, en otros casos, se articulan en forma de un acuerdo muy general sobre la conveniencia de incorporar en la Constitución mejoras democráticas, nuevos valores o innovaciones institucionales. Son casi todos estos acuerdos reflejo, por lo demás, de la evolución de la sociedad y muchos de los elementos que se proponen constitucionalizar por medio de ellos ya están legislativamente asumidos por el ordenamiento jurídico español o podrían estarlo sin mayores problemas. En estos casos, la reforma constitucional no opera como un instrumento esencial para lograr un cambio (bien porque éste ya se ha producido y sólo quedaría blindado, bien porque podría realizarse de modo más sencillo por medio de una mera modificación legislativa), pero la misma posibilidad de llegar a amplios acuerdos a estos respectos puede aconsejar su blindaje constitucional, de importancia simbólica, además, no menor. Por ejemplo, es lo que puede ocurrir en breve con la propuesta de reforma lanzada por el presidente del gobierno Pedro Sánchez a fin de reducir la cobertura constitucional al aforamiento de políticos. En la medida en que encaja con ciertos acuerdos previos, su declinación en sede constitucional (sea más o menos importante la cuestión, lo que ya es cuestión más política que jurídica) puede ser relativamente fácil y, en definitiva, posible, incluso en un país tan poco dado hasta la fecha a las reformas constitucionales como España.
– Elementos simbólicos
Toda Constitución contiene elementos simbólicos que, aunque no sean necesariamente esenciales a la hora de articular la convivencia ni desplieguen efectos jurídicos directos, aportan un valor legitimador –o deslegitimador, según los casos- indudable. Ha de señalarse que, por su propia naturaleza, modificar elementos simbólicos es poco costoso en términos pragmáticos. Al menos, cuando la modificación se queda exclusivamente en ese plano y no se traduce en otros cambios concretos inmediatos. Desde este punto de vista, y más en un contexto de crisis de legitimidad del sistema para muchos ciudadanos, actuar sobre estos elementos puede ser una manera sencilla de lograr cierto maquillaje que se traduzca en una mejor integración de algunos colectivos sociales y una renovación del pacto constitucional con participación de las nuevas generaciones, a quienes se ofrendarían algunos de estos elementos que, a fin de cuentas, tampoco son necesariamente tan importantes ni se traducen inmediatamente en cambios tangibles. Y, sin embargo, como lo simbólico cuenta, se acaba filtrando indirectamente a soluciones jurídicas concretas, legitima o deslegitima un sistema… sería un error minusvalorar este plano. Al final, no sólo cuenta, sino que incluso puede contar mucho. Precisamente por esta razón, no siempre es sencillo llegar a acuerdos sobre estos elementos… porque, del mismo modo que ganar valor simbólico por un lado puede llevar a concitar nuevas lealtades, es también posible alterar viejos consensos y defraudar a quienes se habían adherido con entusiasmo al orden ya establecido.
Del aparataje simbólico de la Constitución es evidente que cualquier reforma constitucional a día de hoy posible incorporaría, si finalmente se llevara a término, nuevas y no necesariamente con consecuencias inmediatas por sí mismas –en ausencia de desarrollo- llamadas a la participación más intensa de los ciudadanos como fundamento del orden democrático, así como a la transparencia y a la rendición de cuentas. También apelaciones a la igualdad de género y a la sostenibilidad, dado que ambos paradigmas son muy ampliamente compartidos hoy en día por el grueso de la sociedad española (cuando menos, en sede de principio). Todas estas apelaciones y el reforzamiento de estos valores aparecen por ello en prácticamente todas las propuestas de cambio constitucional que se vienen realizando. No es pues osado afirmar el amplio consenso que generan y las fáciles condiciones de posibilidad para una reforma que los incluya. En sí mismas, estas ideas no generan a día de hoy sino acuerdo y muy probablemente vehicularían simbólicamente cualquier reforma constitucional presente, por nimia que fuera. Cuestión distinta es el concreto contenido jurídicamente obligatorio para el Estado y las Administraciones públicas, o en materia de derechos, que se pudiera acabar deduciendo efectivamente de las mismas. En todo caso, como relegitimación simbólica del texto constitucional tendrían un valor evidente y desplegarían indudables efectos principales e interpretativos, acordes a la sensibilidad social actual.
Más interesante a efectos de desencallar el problema territorial es analizar si otros elementos simbólicos como la noción constitucional de “nación” y sus derivados podrían reformularse a día de hoy en términos más inclusivos. Identificar España como una sola nación o, en cambio, definirla como nación de naciones no significa en sí mismo demasiado, pero es evidente que, para bien o para mal, altera los ánimos de muchos. En este sentido resulta interesante cómo la más importante de las propuestas concretas de reforma realizadas a día de hoy, la presentada por varios profesores de Derecho administrativo y constitucional, con Muñoz Machado a la cabeza (Muñoz Machado et alii, 2017), que es también sin duda la más atrevida y articulada de las presentadas hasta la fecha, declina este factor sin miedo, en una línea poco transitada fuera de Cataluña en estos últimos años, aunque sí hay algunas interesantes excepciones de trabajos previos que han transitado por esta línea (Romero, 2011; Martín Cubas et alii, 2014). Así, proponen llamar “Constituciones” a los Estatutos de Autonomía y que éstos, aun sometidos a la Constitución, ya no hayan de pasar por el filtro estatal para su aprobación. Y Muñoz Machado, incluso, ha señalado que nada habría de malo en reconocer ciertas “naciones sin soberanía” dentro de la nación española soberana y flexibilizar algunas de las ideas sobre el reparto territorial del poder a partir de la “tradición pactista” de la antigua Corona de Aragón (Muñoz Machado, 2013). Todos ellos constituyen intentos inteligentes de, simplemente a partir del juego de lo simbólico, lograr un texto más inclusivo sin que ello obligue o suponga nada concreto en punto al reparto constitucional efectivo de competencias o poderes (cuestión que, en todo, caso, habría de resolverse por otras vías). Es difícil aventurar hasta qué punto la asunción de estas tesis podría servir para que muchos ciudadanos catalanes -y de otros territorios españoles, que sin duda seguirían esa senda y pasarían a ser también naciones en no pocos casos- se sientan más cómodos en el marco constitucional, pero sin duda serían algunos de ellos. No en vano, el Estatuto catalán de 2006 ya reconoció, tras un intenso debate parlamentario y aunque sólo fuera en su preámbulo, que el sentimiento mayoritario entre la población catalana era considerar que Cataluña, en efecto, es una nación (pero incluso tan modesta afirmación, al menos en lo estrictamente jurídico, pues no es sino la constatación de un hecho sociológico, mereció inmediato reproche por parte del Tribunal Constitucional en su sentencia 31/2010). Así, pues, quizás no serían, pues, pocos. Además, otros muchos podrían pensar que lo simbólico y declarativo, a la postre, suele acabar teniendo consecuencias que se filtran poco a poco. Por lo que una propuesta inicialmente simbólica como ésta, al “esponjar” el régimen constitucional español, es posible que lo hiciera también menos rígido y más transitable por nuevas mayorías y acuerdos sociales, lo que atraería a más ciudadanos hoy en día críticos. Parece un buen punto de partida, por ello, para un acuerdo. De hecho, y como puede comprobarse sin dificultad, documentos de reforma constitucional como el presentado por la Generalitat Valenciana van en esta misma línea e incluso la ya algo más antigua Declaración de Granada del PSOE es interpretable de un modo que podría ser compatible con esta relectura en clave plurinacional.
Aceptar estas propuestas permitiría, con poco “coste jurídico hard”, mejoras que podrían ayudar a resolver el problema existente a día de hoy en Cataluña. Como es evidente, sin embargo, el problema es que ese escaso coste no es así percibido por gran parte de la ciudadanía española y, sobre todo, de sus representantes y, muy especialmente, de parte de sus élites. Unas élites que se sitúan como clave de bóveda de la reforma y para quienes, al menos de momento, este tipo de propuestas, que tampoco ningún partido que hasta la fecha haya sido mayoritario ha osado abrazar (sólo Podemos transita de momento en esa línea), van mucho más allá de lo asumible. Con todo, a efectos de cartografiar la reforma constitucional posible, hay que notar que este tipo de propuestas existen y que, siendo relativamente poco costosas, pueden acabar siendo simbólicamente importantes y podrían servir para mitigar o desatascar parte del problema territorial. Por ello, aunque haya que tener presentes todas sus posibles implicaciones, es sencillo afirmar que, a la postre, una reformulación de este tipo, ya sea más o menos ambiciosa, formará sin duda parte del debate que se acabará efectivamente produciendo tarde o temprano.
Por último, el otro gran elemento simbólico para muchos ciudadanos en cuestión y que podría formar parte de una reforma constitucional es el referido a la Jefatura del Estado, conformada por Francisco Franco como una monarquía hereditaria a partir del sucesor designado por él mismo, y avalada en estos mismos términos por la Constitución de 1978. Hay una creciente parte de la ciudadanía española insatisfecha en diversos grados con este modelo de Jefatura del Estado, hasta el punto de que el Centro de Investigaciones Sociológicas, ya desde hace unos años, ha optado por no preguntar sobre esta cuestión ni sobre la valoración de la monarquía. Esta insatisfacción es muy clara en la mayoría de la población catalana, lo que ha llevado a todos los partidos independentistas a apostar por una República como elemento de renovación simbólica generador de adhesiones. Para la clase política española, por lo demás, y al menos en la medida en que la figura del Rey sea en verdad lo que constitucionalmente se dice que es en toda monarquía parlamentaria, esto es, un elemento representativo que ha de carecer de poder real, prescindir de la Monarquía para lograr sumar nuevas mayorías a un nuevo proyecto relegitimizador habría de ser poco costoso, pues a fin de cuentas no hay teóricamente relaciones de poder o económicas, ni sinergias entre quienes ocupan el poder por mandato popular y quienes lo hacen por razones hereditarias, que deban anudar el destino de la clase política representativa española al de la familia real. Al menos, no teórica ni aparentemente. Sin embargo, y sorprendentemente, es evidente que la cuestión monárquica está fuera del debate ahora mismo, con la única excepción de nuevo de Podemos (e incluso en este caso, con manifiesta sordina) y de algunas fuerzas políticas no estatales. El resto de partidos políticos de ámbito nacional, por razones que evidentemente tienen que ver con la real arquitectura del poder –sobre todo, económico- en la España de la tercera Restauración borbónica, consideran antes al contrario que es parte de su deber proteger a la Casa de Borbón y su derecho a ocupar la Jefatura del Estado. Y ello incluso asumiendo un no menor desgaste político y popular. Las razones por las que esta situación se produce son difíciles de entender, pero que ésta es la situación parece difícil de negar. Es más, la posibilidad de que un referéndum constitucional pueda convertirse en una consulta de facto sobre la institución ha frenado incluso reformas constitucionales compartidas por todo el arco parlamentario y probablemente la inmensa mayoría de la población, como fue el caso ya referido con la propuesta de Rodríguez Zapatero en 2006 de eliminación de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión al trono. Ante tal situación política, y un estado de opinión que reproduce esta protección de la institución en todas las estructuras de poder –económico, mediático…- del país, resulta evidente que la eliminación de esta distorsión manifiesta en la igualdad de los ciudadanos, así como los efectos económicos y sociales asociadas a la misma, no va a ser una carta que los partidos mayoritarios vayan a jugar para lograr un nuevo consenso constitucional con nuevas inclusiones y valores simbólicos renovados.
Para acabar, hay que señalar que recientemente han aparecido en el debate otros elementos simbólicos, sin duda menores -por sus efectos-, pero que sí podrían aspirar a tener, de nuevo, algún efecto legitimizador y que podrían formar parte del perímetro de la reforma constitucional posible. Así, ha sido propuesto por algunos el traslado de ciertas instituciones del Estado fuera de Madrid, que a día de hoy es un paradójico ejemplo de capital institucional y financiera hipertrofiada sin ningún parangón en Estados no centralizados y donde, además, ni la población ni la actividad económica están espectacularmente concentradas en su área geográfica como para justificar este fenómeno. Ahora bien, si este traslado se limita a órganos como el Senado, como en ocasiones se ha propuesto, y no va más allá, esto es, si es meramente simbólico y no supone un traslado efectivo de poderes e instituciones con capacidad real de decisión, es dudoso que sea una carta que por sí sola vaya a concitar muchas adhesiones. Convendría pues analizar esta cuestión en sede de reformas reales sobre el modelo de reparto del poder territorial a partir de los efectivos cambios que se produzcan en esa materia (lo que nos sitúa de nuevo en la reforma constitucional necesaria, antes que en la hoy en día posible en España).
– Derechos fundamentales y libertades públicas
También con un valor simbólico evidente, pero en este caso sí con consecuencias prácticas directas e inmediatas que no hace falta aclarar, la parte dogmática de la Constitución podría ser objeto de reformas y retoques con relativa facilidad en términos de acuerdo político (no así procedimentalmente) en la actualidad. Hay que tener en cuenta, además, que el “coste jurídico” de operar en esta dirección es también relativamente menor porque España ya no es de factosoberana a la hora de determinar cuáles sean los derechos fundamentales mínimos y garantizados de sus ciudadanos una vez forma parte de un sistema complejo y completo de tratados y convenios internacionales y europeos dotados de tribunales y órganos de control que velan por su efectivo respeto. La Constitución española, que además reconoce esta fuerza superior a la interpretación externa a la misma en la materia en su art. 10.2 CE, podría por esta razón ser reformada con poco coste político y sin que ello supusiera excisivas pérdidas o concesiones reales más allá de las ya producidas por mor de la integración europea. Y además ello se podría hacer con un alto grado de acuerdo e importantes efectos legitimadores en algunos de sus puntos, simplemente, por medio del sencillo expediente de recoger y constitucionalizar algunas de las mejoras ya asumidas y venidas de fuera. Sin embargo, esta operación requiere de una reforma agravada de la Constitución siguiendo el cauce establecido en el art. 168 CE, con un procedimiento particularmente costoso, de modo que es de prever que sólo se busquen estos beneficios caso de que se entienda que no ha habido más remedio que reformar la Constitución por esta vía (por ejemplo, si se modifican cuestiones relativas a la idea de nación), pero en ningún caso se inicie con el solo fin de proceder a estos cambios.
Por concretar más, puede señalarse que no debería ser difícil, si se acometiera una reforma en estas materias, lograr acuerdos sobre la inclusión de nuevos derechos fundamentales que en Europa son ya moneda común y aquí hemos integrado por medio de leyes ordinarias sin problemas e incluso con antelación a otros países, como el derecho a la protección de datos de carácter personal frente a intrusiones estatales o privadas o la extensión explícita del derecho al matrimonio de modo que abarque todo tipo de relaciones y no sólo las heterosexuales. En la lista de las mejoras ampliamente compartidas y fáciles de llevar a cabo con mucho consenso, pero que no son imprescindibles en sí mismas, por estar el tema ya resuelto por medio de legislación ordinaria, pero que sin duda abundarían en una mayor legitimación del orden constitucional, estaría también la consagración del derecho a la asistencia sanitaria como un verdadero derecho fundamental con blindaje constitucional, tal y como ha sido la norma en España desde la Ley General de Sanidad de 1986 y hasta que las reformas de 2012 han excluido de esta universalidad a inmigrantes irregulares (situación que ha durado hasta 2018, momento en que se ha revertido), a ciertos ciudadanos desplazados al extranjero y a aquellas personas con rentas más altas.
Más conflictivas, aunque tampoco estarían de más, serían la mejora y ampliación de algunos de los derechos que más han debido ser reinterpretados por los tribunales europeos en la materia ante la parquedad constitucional española (y una práctica aplicativa más que insatisfactoria), como puedan ser los relacionados con los derechos y garantías de procesados o detenidos o los conflictos en materia de libertad de expresión. En ambos casos un fortalecimiento constitucional de las garantías sería muy bienvenido ante las amenazas constatadas recientemente, pero justamente estos conflictos dan una idea clara de que su mejor protección no sería pacífica. Asimismo, los perfiles de los derechos de sindicación y huelga podrían articularse para resolver problemas prácticos ya aparecidos (piénsese, por ejemplo, en las problemáticas huelgas de jueces).
Por último, es preciso señalar la creciente presión social que aspira a que la Constitución reconozca como verdaderos derechos sociales una serie de principios (derecho al trabajo, a la salud, a la vida digna, a la vivienda…) que a día de hoy son proclamas que se verifican o no a partir de su efectivo reconocimiento por medio de la legislación ordinaria. Como es obvio, una reforma de la Constitución en la línea de convertirlos en verdaderos derechos subjetivos fortalecería la exigibilidad de estas prestaciones y obligaría a los poderes públicos a disponer de recursos al efecto con más generosidad de lo que ha sido la norma hasta la fecha. No parece que sea sencillo un acuerdo político demasiado ambicioso en esta materia, aunque la evolución europea, tanto a nivel jurídico como político, acompañe en esta dirección. Por ello, avances de mínimos sí parecen, en cambio, fáciles de lograr, especialmente allí donde ya se han producido avances en la consolidación legal de los mismos en los últimos años. A la vista de la legislación autonómica en la cuestión, la mayor presión, pero también la mayor posibilidad de lograr un acuerdo amplio en alguna de estas materias, corresponde sin duda a derechos como vivienda, renta básica y prestaciones de dependencia, todas ellas ya cubiertas aunque sea de forma insuficiente y muy diversa según la financiación disponible en cada Comunidad autónoma. Frente a estas extensiones, en ocasiones se predica el problema de garantizar constitucionalmente derechos que suponen obligaciones de gasto, pero es evidente que ni esto es una novedad en el constitucionalismo (todos los derechos imponen obligaciones de gasto, aunque respecto de otros derechos estas sean quizás menos visibles… o es que sencillamente las tenemos ya totalmente asumidas) ni, además, es una mala cosa contar con cierto blindaje jurídico en punto a la garantía de la irreversibilidad de algunos derechos y conquistas sociales (Ponce Solé, 2013).
– Mejoras institucionales y democráticas
El otro campo donde la reforma constitucional posible se ha ido perfilando ya de forma nítida en España es el de las mejoras institucionales y democráticas. Un consenso más o menos general ha emergido en los últimos en años en nuestro país como consecuencia de la crisis institucional y política en torno a la necesidad de mejorar los mecanismos de representatividad, transparencia y responsabilidad. Junto a debates como el de la conveniencia de mantener los aforamientos, respecto del que se ha fraguado un acuerdo general en punto a su eliminación o al menos para restringirlos mucho que ha dado pie a que el gobierno lance una propuesta de reforma constitucional exprés en septiembre de 2018 referida sólo a esta cuestión, podemos señalar también los amplios acuerdos sociales en materia de una mayor accountabilityque han germinado ya en reformas legislativas recientes en materia de buen gobierno y transparencia (como las diversas leyes estatales y autonómicas aprobadas a partir de 2013 en estas materias han mostrado). Tanto a nivel estatal como autonómico, a lo largo de los últimos años se han sucedido reformas que han servido de banco de pruebas y, como consecuencia de ello, casi todas las propuestas que han aparecido en el debate público plantean cambios en esta línea. Igualmente, la propia dinámica política de los últimos años, en que se han sucedido investiduras de presidente de gobierno fallidas (la de Pedro Sánchez, PSOE, en 2015), repetición de elecciones ante la imposibilidad de formar gobierno (2016), un largo período de interinidad con un gobierno en funciones (el de Mariano Rajoy, PP, entre finales de 2015 y mediados de 2016) e incluso el éxito de una moción de censura constructiva provocando la sustitución de este último como presidente del gobierno por el primero de ellos, han puesto a prueba algunos de los mecanismos constitucionales (procedimiento de designación de candidatos, problemas de bloqueo en ausencia de debate de investidura, dudas sobre la posibilidad de dimisión en el transcurso de una moción de censura, etc.) que han favorecido la aparición de propuestas con mejoras técnicas a este respecto.
Otro elemento donde aparece el consenso en cuanto a qué elementos conviene reformar son, como ya hemos comentado, todas las propuestas diseñadas para avanzar en la profundización y mejora de la calidad democrática de nuestras instituciones. En este plano, las propuestas del Consell (Generalitat valenciana, 2018) son también concretas e interesantes, así como expresión de consensos que se han ido construyendo y generalizando en los últimos años, al socaire de la crisis política que hemos vivido: más exigencia de proporcionalidad en el sistema electoral (Simón Cosano, 2018), mejora de las posibilidades efectivas de control parlamentario al gobierno (véase el interesante resumen de Rubio Llorente sobre las posibilidades de mejora, publicado recientemente en Pendás, 2018), establecimiento de baterías de medidas para luchas contra la corrupción (Gavara de Cara, 2018), entre las que destacaría el reconocimiento constitucional de las obligaciones de transparencia (Wences Simón, 2018), facilidades para la iniciativa popular de reforma legal o constitucional (Presno Linera, 2012), adaptación de ciertas garantías a la transformación digital (Cotino Hueso, 2018) e introducción de una composición no sólo paritaria en términos de género (Carmona Cuenca, 2018), sino que además sea reflejo de la pluralidad a todos los niveles (también territoriales, rasgo típico del federalismo, Balaguer Callejón, 2018) en las instituciones estatales. De nuevo, son propuestas respecto de las que, en cuanto a prácticamente todas ellas, debiera ser posible alcanzar a día de hoy cierto nivel de acuerdo sin demasiados problemas (siempre y cuando no se pretenda llevar las soluciones a un grado de detalle que impida luego la acción legislativa de las mayorías políticas de turno a posteriori). En este sentido, por ejemplo, la propuesta de reforma constitucional del Consell valenciano es extraordinariamente aprovechable y útil, pues permite disponer de un documento a partir del cual sería sencillo empezar a hablar. Es, también, extraordinariamente significativa y reveladora de por dónde van ciertos consensos y del amplio grado de acuerdo alcanzado ya entre muchos sectores sociales en lo referido a todas estas cuestiones.
Asimismo, una propuesta habitual de reforma y mejora democrática y de representatividad, indudablemente conectada con la cuestión territorial, tiene que ver con la modificación del papel político e institucional del Senado. El modelo bicameral español, en la práctica, ha preterido desde un primer momento a esta cámara, que ni ha ejercido de contrapoder efectivo del Congreso ni ha cumplido eficazmente con el papel teórico que la Constitución le atribuye de representación territorial. Por esta razón, y desde un momento muy temprano, el consenso académico sobre las insuficiencias del diseño constitucional en punto a su diseño, ha sido más o menos general (puede verse a este respecto, por ejemplo, la evolución de los diversos Informes sobre Comunidades Autónomas dirigidos por Eliseo Aja desde 1999, también Aja Fernández 2006; o, más reciente, en Cámara Villar, 2018). Fruto de este consenso se han sucedido las propuestas de reforma, que han ido desde quienes han propugnado directamente su supresión, apostando por convertir en unicameral el diseño constitucional, adecuándolo así a lo que ha sido la realidad política del ejercicio del poder y de la representación en la España de las últimas décadas, a quienes han propuesto su reforma para tratar de convertirlo en un contrapoder efectivo que complemente la labor del Congreso y que, efectivamente, contenga una visión territorial diferenciada. En general, las propuestas en esta línea han buscado un diseño similar al del Bundesrat alemán o modelos semejantes (como la segunda cámara austríaca), donde su acuerdo es necesario al menos para la aprobación de las leyes que tienen un componente territorial, por una parte, y en el que además la representación corresponda antes a los gobiernos autonómicos (con cierta ponderación por población) que a la ciudadanía. Por ejemplo, en las propuestas que se han ido perfilando más desarrolladas, como las de los profesores Muñoz Machado y otros (Muñoz Machado et alii, 2017) o la del gobierno valenciano (Generalitat Valenciana, 2018), pero también en los documentos del PSOE y la Declaración de Granada o gran parte de la producción científica de los últimos años en la materia, esta solución, a falta de concretar los perfiles exactos de cómo quedaría la institución (proporción entre población y votos, lista de materias en que el acuerdo de esta segunda cámara sea necesario), goza de un indudable predicamento (véase, por todos, Aja et alii, 2016). Por lo demás, esta solución se ubica en la profundización, muy necesaria, en los mecanismos de representación territorial (Aja Fernández, 2014; Balaguer Callejón, 2018: 253-254), aunque no es el único de ellos y sería necesario ir más allá. También el informe del Consejo de Estado realizado en 2006, por ejemplo, analizó esta misma cuestión y planteó esta opción como posible y aconsejable. Caso de que se acabe produciendo una reforma constitucional en España, sin duda, y junto a otras medidas simbólicas como la incorporación de nuevos valores y medidas de profundización democrática, es claro que una reforma del Senado en esta dirección sería sencilla de pactar y más que probable resultado del proceso. Un resultado cuya importancia no puede minusvalorarse, y que sin duda alteraría algunas de las dinámicas políticas y de representatividad que ha sido la tónica en la España constitucional desde 1978. Cuestión diferente es si sólo con ello es suficiente para lograr los reequilibrios necesarios a efectos de conseguir en nuevo y mejor reparto del poder territorial que pueda dar salida a la crisis constitucional actualmente en curso.
En general, esta misma conclusión puede predicarse de todo lo señalado. Siendo todos los elementos ya referidos aspectos y cuestiones donde la reforma constitucional podría ser perfectamente factible ya a día de hoy, e incluso relativamente sencilla en algunos casos, es dudoso que se trate de cuestiones o elementos de nuestro pacto de convivencia cuya revisión sea totalmente urgente o necesaria. La gran avería jurídico-institucional, la gran división política y social que el Derecho (y la novación del pacto constitucional) habrían de tratar de atender tiene que ver con el conflicto territorial y, especialmente, con su cristalización en un proceso político de búsqueda de la independencia por una creciente parte de la población catalana. La reforma constitucional necesaria para la España de nuestros días pasa por lograr articular un consenso en torno a esa cuestión. Algo mucho más complicado a día de hoy, donde los acuerdos distan de verse fáciles o próximos… y de la que nos tendremos que ocupar inevitablemente en el futuro en profundidad. Pero algo donde los desacuerdos priman sobre los acuerdos, al menos aún en la actualidad. De hecho, el apresurado listado de consensos ya existentes, que hemos tratado de realizar, muestra sistemáticamente una misma realidad: el consenso existe y es incluso fácilmente articulable en todo lo que no toca la cuestión del reparto del poder territorial. En cuanto ésta se ve afectada, siquiera sea tangencialmente, todo se hace mucho más difícil.
Sirva, en todo caso, la presente reflexión para identificar y trazar los acuerdos ya posibles y fáciles de articular como reforma constitucional. Otro día nos habremos de ocupar, en cambio, de la segunda y mucho más importante parte de la reforma constitucional hacia la que nos conducimos en España: la que tiene que ver con los actuales desacuerdos, profundos, a la hora de entender el pacto de convivencia y el reparto del poder. Pero, también, la que de una manera u otra habrá de alcanzarse porque es absolutamente necesaria para salir del impasse en el que estamos.
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Recursos en línea sobre las propuestas de reforma constitucional comentadas en el texto:
– Generalitat Valenciana (2018). Acord del Consell sobre la reforma constitucional. Disponible on-line (consulta 01/09/2018): http://www.transparencia.gva.es/documents/162282364/165197951/Acuerdo+del+Consell+sobre+la+reforma+constitucional.pdf/ecc2fe28-4b83-4606-97db-d582d726b27b
– Muñoz Machado, S. et alii (2017). Ideas para una reforma de la Constitución. Disponible on-line (consulta 01/09/2018): http://idpbarcelona.net/docs/actual/ideas_reforma_constitucion.pdf
– PSOE (2013). Declaración de Granada: Un nuevo pacto territorial. Una España de todos. Disponible on-line (consulta 01/09/2018):
http://web.psoe.es/source-media/000000562000/000000562233.pdf
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Referencias bibliográficas mencionadas en el texto:
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The Catalunya Conundrum, Part 2: A Full-Blown Constitutional Crisis for Spain
https://verfassungsblog.de/the-catalunya-conundrum-part-3-protecting-the-constitution-by-violating-the-constitution/
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Serie Propuestas de Reforma Constitucional 1: La propuesta de reforma territorial de los profesores Muñoz Machado et alii
Serie Propuestas de Reforma Constitucional 2: La propuesta de reforma constitucional de la Generalitat Valenciana
Una de las cuestiones políticas más importantes de nuestros días, por cuanto afecta de lleno a las políticas de reparto de riqueza (esto es, al alma misma de la política) y porque además tiene profundas repercusiones sociales y sobre el modelo de convivencia, es la referida al futuro de las znsiones. Sin embargo, aunque se habla de vez en cuando sobre el tema, lo cierto es que se debate muy poco, aplicando ese curioso mantra de las democracias occidentales de nuestros días de que cuanto más básica es alguna disyuntiva de organización o reparto, menos hay que debatir sobre el tema, no sea que nos llevemos algún disgusto. De manera que sobre las pensiones, al menos en España, hablamos relativamente poco (así por encima se comentan cosillas, sobre su sostenibilidad, sobre cómo pagarlas, sobre el fondo de reserva, sobre planes de futuro más o menos vaporosos…), reformamos sin debate a golpe de decisión tecnocrática (como ha sido el caso con las últimas reformas, que más allá de retoques nimios para las pensiones del presente han ampliado las exigencias de años cotizados y reducido las pensiones para quienes todavía estamos a años de jubilarnos, y que han sido además «recomendadas» de forma bastante evidente por la UE) pero, y sobre todo, no discutimos ni debatimos nada sobre el fondo del problema.
El pseudo-debate sobre pensiones que tenemos montado en España
Esta ausencia de discusión se debe a que, en realidad, aunque las escaramuzas políticas del día a día traten de ocultarlo como buenamente pueden, hay un sorprendente consenso bipartidista en materia de pensiones sólido como pocos. Por parte de lo que podríamos llamar «derecha tradicional» y los poderes económicos que le son afines, que en España han dejado esta labor en tiempos recientes a FEDEA y sus blogs, nutridos por economistas y politólogos afines, se hace hincapié en que el actual sistema no es sostenible y, por ello, en la necesidad de recortar prestaciones e incrementar las exigencias para acceder a las pensiones máximas (como mecanismo evidente de incentivo para que se alleguen más fondos al sistema). Por parte de lo que suele entenderse como «izquierda clásica», en cambio, se plantea la conveniencia de garantizar las prestaciones como mecanismo de solidaridad y cohesión social y se apela a la posibilidad de incrementar para ello las cotizaciones sociales o, incluso, completar cada vez más los recursos del sistema por vía fiscal como mecanismo para que, en unas sociedades ricas como las nuestras, las pensiones puedan mantenerse en términos semejantes a los que hemos vivido hasta ahora, dado que a mayor riqueza, más porcentaje de la misma podría dedicarse a estos menesteres sin que otros se resientan demasiado. Ésta es más o menos la postura «oficial» en estos momentos de la izquierda institucional, con matices más bien menores según las sensibilidades.
El debate político planteado en estos términos es apasionante para muchos, pero esconde difícilmente una realidad tan ampliamente compartida como obvia: que el sistema en los términos actuales es difícilmente sostenible. En el fondo, tanto la izquierda como la derecha clásica lo tienen bastante claro sin estar en demasía en desacuerdo, razón por la cual van llegando sin mayores dificultades a un punto de entente relativamente sencillo, más allá de las escaramuzas del día a día de la política, porque hay que contentar a la parroquia y permitir a economistas y politólogos de uno y otro bando llenar y llenar páginas discutiendo sobre pequeños matices sobre la temporalización y alcance de unas medias que siempre van en la misma línea: así, se van recortando poco a poco las prestaciones, sobre todo para los que han de disfrutarlas no en la actualidad o a corto plazo sino en un futuro medio y largo, que a fin de cuentas nos quejamos menos, mientras a la par se van incrementando poco a poco las aportaciones presupuestarias al sistema, sin que se note mucho ni se discuta en exceso, de modo que los recortes se hagan más soportables y sobrellevables y, sobre todo, a fin de que quienes tienen «generado» un derecho a muy buenas pensiones no se quejen en exceso. A fin de cuentas, en esas clases y edades es donde están quienes toman estas decisiones y sus familias, de modo que toda inyección impositiva para mantener sus niveles de disfrute no puede ser mala. Esta especie de hibridación de las posturas de la izquierda y de la derecha tiene cada vez, por lo demás, defensores académicos más explícitos, que picotean un poco de aquí y otro poquito de allá (la moda ahora es vender el tema, encima, como rebaja de las cotizaciones compensada con el IVA, para que se note menos aún el tocomocho), sin cuestionar en el fondo el consenso conservador de base. Y así, siguiendo esta vía con perfiles muy marcados ya, es como da la sensación que nuestros grandes partidos pretenden afrontar el futuro de los sistemas de provisión social para cuando debamos afrontar nuestra vejez quienes ahora estamos en edad (supuestamente) productiva.
El planteamiento, por tranquilizador, aun asumiendo cierta inevitabilidad de los recortes, que pueda ser para casi todos implicados con cierta capacidad de influencia y de acción (y de ahí, también, su éxito electoral, pues a los pensionistas actuales se les conservan sus derechos; mientras que a todos los demás se nos dice que, dentro de lo que cabe, mejor que no nos quejemos, que podría ser peor… a la vez que se blinda un reparto poco equitativo en beneficio de ciertas clases), no es sin embargo demasiado satisfactorio. No lo es, al menos, desde la perspectiva de un debate público maduro sobre rentas, redistribución e igualdad propio de una democracia avanzada y alfabetizada. Entre otras cosas porque acreciente y extrema soluciones crecientemente injustas, incoherentes con la propia esencia del sistema, a las que hemos dado carta de naturaleza pero que no son nada normales y que alguien habría de plantear de una vez.
Las incoherencias internas de un sistema que se basa en un supuesto modelo de cotización que se falsea y en una apelación a un reparto… que acaba siendo muy regresivo
En efecto, es cierto que el modelo actual no es sostenible. Nada que objetar a esa evaluación. Por lo demás, no es un problema estrictamente español, aunque en nuestro caso sea más exagerado. En lo que ha sido un rasgo generacional de lo que en España podríamos llamar «Generación T», que ha exacerbado una dinámica que por otro lado es común a toda Europa occidental, es cierto que el modelo actual de pensiones ha beneficiado desproporcionadamente, y todavía beneficia mucho, a quienes empezaron a jubilarse hace una década y media y a quienes se jubilarán en la próxima década. Son una generación que va a cobrar unas pensiones que nunca nadie tuvo (y muy superiores a lo que cotizaron) gracias al esfuerzo de sus hijos… que nunca cobrarán pensiones equivalentes en términos de poder de compra, entre otras cosas porque habrán habido de dedicar muchos recursos de las mismas a pagar las de esa generación. Todo ello, como es sabido, con base en un sistema supuestamente «de cotización» pero que se aleja de todo cálculo real actuarial para la determinación efectiva de las prestaciones a las que detiene derecho. Es decir, que se supone que se van a recibir pensiones «según lo que se ha cotizado» pero, a la postre, éstas son muy superiores a esa cifra, «por cuestión de justicia» social» y se determinan políticamente en una cantidad muy superior a lo que efectivamente se ha aportado y debiera por ello tocar (al menos, si fuéramos a un sistema de verdad «de cotización»: la diferencia la puede calcular cualquier persona tan fácilmente como viendo lo que le daría un plan de pensiones privado por unas cotizaciones mensuales equivalentes a las que ha hecho, y se ve con facilidad que estamos hablando de que en tal caso se recibiría entre un tercio y la mitad, de media, de lo que a la postre acaba poniendo el sistema público; otra forma de comprobar la diferencia entre uno y otro modelo es analizar los regímenes de Seguridad Social y los de las mutuas profesionales creadas en aquellos ámbitos de actividad donde no llegaba la Seguridad Social, mutuas todas ellas que han acabado por desaparecer de facto pues a medida que las pensiones públicas se iban haciendo generosas el equilibrio aportaciones-pensiones que podían ofrecer las mutuas era cada vez más difícil de lograr).
Así pues, la supuesta característica técnica del sistema de que sea «de cotización», pura y simplemente, no se cumple. Hay transferencias de unos sectores a otros y de unas generaciones otras, porque de alguna manera hay que cubrir las diferencias. Y ello comporta un determinado modelo «de reparto», que si se analiza de cerca es mucho menos agradable de lo que nos venden. Porque, a la postre, y expuesto de manera sencilla y simplificadora, ¿cómo llevamos desde hace años cubriendo esa diferencia? Pues con el esfuerzo extra, diferencial, de los cotizantes presentes, que aceptan contribuir para cubrir ese «sobrecoste» para garantizar a los actuales pensionistas sus niveles de prestaciones porque el pacto (implícito, aunque todo el mundo lo da ya por roto) es que, llegado el día, ellos recibirán también una sobreprestación. Sin embargo, para que un sistema como el señalado, que tiene todos los elementos de esquema piramidal, funcione, hace falta que lo que en cualquier esquema Ponzi: que sigan entrando, de forma continuada y regular, más rentas de las que salen, que se amplíe la base de la pirámide. En toda Europa occidental, y en España particularmente, ello se lograba gracias a la combinación de un crecimiento demográfico mediano y un crecimiento económico más o menos robusto: mientras ambos se mantuvieran era posible seguir pagando de más y mantener la esperanza de que en el futuro, a los que ahora ponían el dinero, se les recompensara también en mayor medida. Para ello, sin embargo, y como ya se ha dicho, ha de haber una masa salarial suficiente detrás y un crecimiento económico vigoroso. A día de hoy no tenemos ni lo uno ni lo otro desde hace, más o menos, unas dos o tres décadas. Y aunque no sabemos a ciencia cierta lo que nos deparará el futuro, no parece que ni la inmigración ni la mecanización vayan a ser suficientes como para paliar las necesidades de ampliar la base de la pirámide, por un lado, y el crecimiento económico, por otro, que tenemos. De ahí el recurso a ese modelo consensual de ir por una parte reduciendo poco a poco prestaciones, a ver si se nota poquito y conseguimos ir saliendo del lío (como en la vieja fábula explicativa de la rana a la que si se le sube la temperatura del agua de la pecera poco a poco no se entera y acaba, por esta razón, muerta, mientras que sí habría reaccionado y saltado ante cambio abrupto de temperatura) y, sobre todo, a ir cubriendo cada vez más parte del sistema de pensiones no con contribuciones sino con impuestos.
Y es a partir de aquí, y de la aparición y generalización de esta dinámica, cuando empiezan a aparecer no pocas contribuciones. El modelo de «reparto» clásico, por llamarlo de alguna manera, del sistema de pensiones vigentes es, sobre todo, como se ha explicado, generacional (quienes están trabajando transfieren muchas rentas a quienes están jubilados para que cobren pensiones muy por encima de lo que cotizaron), pero en el resto, al menos como ficción, se supone que lo que se recibe se corresponde a lo «cotizado». Por ello se hace que todo el tinglado se sufrague, en teoría, no con impuestos sino con cotizaciones. Quienes más aportan, como esto no son impuestos sino cotizaciones pues tienen derecho a recibir más. Supuestamente, así, «se contiene» una excesiva transferencia de rentas de los que tienen y aportan más a los que ganan menos, que se supone que tampoco sería plan, nos dicen. Y como ha de haber una equivalencia entre lo cotizado y lo recibido, pues desde siempre se han introducido elementos adicionales que no contienen los sistemas de impuestos para limitar aún más todo riesgo de reparto y progresividad excesivos, como que las contribuciones se «topean» (es decir, que cuando se llega al tope máximo de lo que se podría recibir a partir de la cotización fijada, pues también ha sido la regla general que se fijen límites máximos a lo que se cotiza y aporta al sistema). Por esta misa razón, como no estamos en un modelo de cubrir necesidades personales cuando uno llega a la vejez, sino ante, de alguna manera, un modelo que te «retribuye» según lo aportado, quien ha cotizado lo suficiente también generan pensiones incluso si mueren (viudedad, orfandad…) que serán tanto mayores no atendiendo a la situación de mayor o menos amparo o necesidad de quienes las reciban sino «a lo cotizado». Además, las cotizaciones a la Seguridad Social se pagan de un modo diferente a los impuestos, con una carga que se reparten trabajador y empleador. Y, por supuesto, a la postre, cada cual recibe «según ha aportado» (razón por la cual casi todo el mundo piensa que la pensión, y en su cuantía exacta, es algo que «se ha ganado» porque «lo ha cotizado»). Por último, y para cuadrar el sistema, hay pensiones de quienes no han contribuido, que inicialmente sufragaba el propio sistema, pero que muy rápidamente, en la medida en que empezaron a ser más generosas (aumente éste por razón de justicia social por lo demás bastante evidente), pasaron a ser inasumibles y a ser soportadas por el sistema tributario. Se argumenta para ello, con cierta razón, que la protección social de quienes no han cotizado es un asunto de interés general y que a todos concierne, con lo que se habrá de pagar con impuestos, como cualquier servicio público en razón del interés general.
El argumento es convincente, porque es cierto que hay razones de interés público evidentes en garantizarnos a todos una vejez digna, suficientemente tranquila y asistida. Una sociedad civilizada es, entre otras muchas cosas, la que no se preocupa en dejar en situación de necesidad a sus personas mayores. Así pues, hay que asumir que va a tener mucho futuro el argumento de que se completen las pensiones en el futuro, cuando sea necesario, por vía fiscal. De hecho, esta idea avanza con fuerza también en la izquierda: por ejemplo, el PSOE la planteó abiertamente y de manera ambiciosa en la pasada campaña electoral, proponiendo un impuesto específico para el pago de pensiones. Y desde posiciones conservadores se ha asumido además ya con toda naturalidad que además de los recortes, este es el sistema: por ejemplo, para orfandad o viudedad. Pero, además, se tiene claro que van a a ser necesarios los fondos recabados vía impuestos para completar las pensiones de forma que sean suficientemente dignas para que los partidos cuya base electoral está compuesta por ciertas capas de la población puedan respirar tranquilos. Lo hemos visto ya con las propuestas como la de emplear parte del IVA para reducir las cotizaciones. La dinámica está lanzada y ver la evolución de lo que nos espera en materia de pensiones, junto a recortes paulatinos para asegurar su sostenibilidad, no requiere de ser un gran analista: vamos a ir usando impuestos cada vez par cubrir más y más partes del sistema: primero fueron las no contributivas, luego viudedades y orfandades, luego alguna otra situación excepcional como la necesidad de bajar cotizaciones, y acabaremos en pagar así un porcentaje de las pensiones si queremos que sigan manteniendo poder adquisitivo… hasta que el final uno se acaba preguntando si no sería mejor pagarlas todas con impuestos, como sostiene cierta izquierda, y asunto resuelto.
A fin de cuentas, lo que distingue jurídicamente (y en términos económicos y sistémicos) a las cotizaciones e impuestos tampoco es tanto, se nos dice. Y no falta razón a quienes así lo defiende. ¿Supone muchas diferencias para el común de los mortales entre que nos detraigan salario para impuestos y la parte que va a la SS? Pues, la verdad, ninguna. Desde un cierto punto de vista, s el sistema sería más transparente así: eliminemos las cotizaciones a la Seguridad Social, que todo se recaude vía impuestos y que el sistema de pensiones se financie enteramente de este modo. ¿Acaso no sería mejor?
El problema es que al hacerlo así afloraría con toda su crudeza una de las realidad menos amables del modelo actual de pensiones, que genera una incoherencia que se multiplica y agrava conforme más y más parte del monto total de las prestaciones se pagan por vía fiscal: su carácter profundamente regresivo, y ello a pesar de que aparentemente debería contener transferencias de rentas de los que tienen más a los que tienen menos, aunque no fueran éstas excesivas. Si pagáramos todo con impuestos sería muy difícil seguir justificando una esencia del sistema, supuestamente «de cotización», que protege, aun hoy, y a pesar de las quiebras que ya se han producido a esa idea, el que siga pudiendo funcionar como un peculiar redistribuidor de recursos en favor de las rentas más altas. Como no son impuestos, no estamos ante un «reparto», sino que cada cual recibe «según ha cotizado», y no parece haber problema por ello en que unos cobren más (y durante bastantes más años: los datos sobre esperanza de vida según nivel de renta en España son casi secreto de Estado, para que la gente no se moleste demasiado, pero basta ver la distribución de la esperanza de vida por CCAA para que el patrón aflore de forma clara: Madrid, Navarra, País vasco encabezan la tabla… y es por una razón sencilla): ¡es simplemente que tengo derecho a ello porque lo he cotizado, me lo he ganado! En cambio, si el sistema pasa a ser totalmente sufragado vía impuestos, claro, es difícil seguir sosteniendo el peculiar reparto basado en la renta previa de los sujetos y que acaba provocando el peculiar efecto de que entre todos los de una generación comparativamente más pobre hemos de pagar pensiones más altas a los de una generación que ha estado y está mejor que quienes trabajan. Además, los más ricos reciben más, y lo hacen durante bastantes más años, con lo cual ellos son los que disfrutan de la parte del león de esa peculiar desproporción.
Sorprende mucho por ello, la verdad, que las propuestas de cierta «izquierda» (toda, en realidad) abunden en la solución de meter dinero vía impuestos en el sistema (como hacía el PSOE en la pasada campaña electoral) sin revisar la otra pata del supuesto modelo de cotización: y es que, desparecida la base del modelo de la «cotización» en cuanto a las entradas de dinero , ¿no había de desaparecer también la consecuencia de la misma, esto es, el hecho de recibir según lo cotizado?
Una propuesta sobre un modelo de pensiones futuras, sostenibles y ajustadas a la lógica de que el Estado ha de contribuir para proveer de servicios a sus ciudadanos en beneficio de todos
La primera idea base a partir de la cual habría que construir un nuevo modelo de pensiones es, por ello, muy sencilla: si se van a pagar con impuestos, y bien está que así sea para garantizar que el sistema sea estable y sostenible, para poder atender a un interés general obvio, como es garantizar una vejez digna a todos, el corolario debiera ser obvio: hay que garantizar la misma pensión estatal a todo el mundo.
Es, sencillamente, lo más justo y eficiente. Y ello porque sí, es cierto que los ciudadanos, aunque lo hagan vía impuestos, también aportan más (o mucho más) si ganan más, si tienen más rentas, que se tienen menos. Pero, si de lo que hablamos es de que un Estado civilizado y una sociedad avanzada ha de proveer para sus personas mayores un suficiente nivel de protección para garantizarles una vida digna, como ocurre con cualquier servicio público o cualquier política cuyo objetivo es el bienestar general, ¿desde cuándo es razonable asumir que por pagar más, por pagar más impuestos en este caso, se ha de recibir más? Expresado de forma clara y directa: no tiene ningún sentido que el Estado pague pensiones mayores a quienes han «aportado» más (ya sea vía impuestos, pero también lo habría de ser vía cotizaciones desde el momento en que éstas nunca lo fueron de verdad porque luego había reparto y transferencias, ocurre simplemente que si el modelo se basa en suficiencia vía impuestos la contradicción es mucho más visible y obvia). El mantenimiento teórico, a pesar de sus fallas y contradicciones, del sistema de «cotización» no sirve a día de hoy para nada más que para establecer una cortina de humo al respecto que aparentemente sirve a casi todos, aún, para justificar estas diferencias de trato en la pensión que se «tiene derecho a cobrar». Pero lo cierto es que éstas no se sostienen ni justifican, en el fondo, si hacemos un análisis mínimamente racional. Además, los argumentos para un cambio a un sistema de provisión social y protección de la vejez más equitativo son abundantes:
- Desde la perspectiva del Estado y del conjunto de la sociedad, es evidente que cubrir las necesidades de las personas mayores es de indudable interés público, pero lo ha de ser cubrir (y lo mejor posible) las de todas las personas, y además de modo suficiente, algo que no tiene nada que ver con que el Estado se convierta en intermediario (como hace hasta ahora, siendo además un intermediario de apropiación de rentas intergeneracional) para garantizar por medio de su capacidad coactiva el mantenimiento de las mayores rentas de unas personas sobre otras: ahí no hay interés público alguno. En cambio, lo habría, y más que evidente, en una redistribución más igualitaria de todo el montante destinado a pensiones, pues de este modo se evitarían graves problemas de exclusión y de salud que a día de hoy aún tenemos, pero sólo en los pensionistas más desprotegidos. Una sociedad con menores niveles de exclusión y menores problemas sociales, en definitiva, es mejor para todos. Y justifica mejor el empleo de recursos públicos de todos para ello, logrados en proporción a lo que cada uno tiene.
- Las personas que más han contribuido con impuestos tienen los mismos derechos a recibir servicios públicos y cobertura social que los demás, pero no más: no hay escuelas públicas para los hijos de quienes pagan más renta con mejores instalaciones y profesores premium ni hospitales de última generación para los que más han aportado al sistema nacional de salud a través de sus impuestos, afortunadamente. ¿Nos imaginamos una sociedad donde algo así ocurriera? Sería asquerosa y horrible y no la aceptaríamos. Llama mucho la atención que hayan conseguido, en cambio, con la muleta de la supuesta «cotización», que lo hagamos con toda naturalidad con el sistema de pensiones y que, incluso, las reformas que desde la izquierda llaman al sostenimiento fiscal de las mismas sigan empeñadas en conservar estas diferencias. Un sistema donde el poder público garantiza aquellos mínimos que consideramos imprescindibles para la vida en sociedad y no hace de garante de las diferencias sociales y de protector acérrimo de los más favorecidos, estableciendo sistema de reparto en su beneficio, es también mejor para todos. Porque el contenido ético de la actuación del Estado es esencial a la hora de legitimar su acción.
- Además, son precisamente las personas que más ganan y las que en mejor situación económica están las que, durante sus años productivos, más posibilidades tienen de acumular rentas y de ahorrar para la vejez, de modo que caso de que pretendan conservar su nivel de vida diferenciado tras jubilarse lo pueden hacer con mucha más facilidad. Les basta ser más previsoras y cuidarse de ello. Lo cual no deja de ser, a la postre, un problema individual, una vez garantizado que sus mínimos van a estar cubiertos, no una preocupación pública. Por ello, no debería ser el Estado quien les hiciera ese papel. Y menos aún extrayendo rentas a otros para ello.
En definitiva, las pensiones del futuro están llamadas a ser pagadas por todos, como pagamos todos los servicios públicos, porque hay un interés público evidente en hacerlo: que esta sociedad se organice de moda que los mayores puedan (podamos, cuando nos toque) vivir con dignidad. Para ello, habrá que pagarlas con nuestros impuestos, según nuestras posibilidades presentes, lo que comportará transferencias, de ricos a pobres, y también generacionales. Pero, a cambio de todo ello, esta labor estatal ha de ser lo más eficiente y justa posible.
Para que sea eficiente, ha de dejar que sean los individuos privados los que se apañen, y asuman los riesgos y las consecuencias de sus posibles errores y aciertos, para querer diferenciarse teniendo una mejor situación y, además, ha de tratar de consumir lo menores recursos de todos posibles que garanticen lograr el objetivo de tener a todo el mundo bien cubierto (algo que también es mucho más fácil de lograr con un modelo de pensiones iguales para todos, que desinfla de presiones el sistema a cuenta de los colectivos depredadores, piénsese que una 600.000 personas cobran en España pensiones de más de 2.000 euros al mes, mientras que en toda Alemania son sólo unas 60.000 y extraigan conclusiones).
Además, y para ser justo, un sistema de pensiones público, como cualquier otro servicio público que emplea recursos de todos, ha de garantizar una misma prestación para todos, porque esa prestación se da por razón de consideraciones de ciudadanía, no económicas.Ésa y no otra es la función estatal, garantizar derechos de ciudadanía, no rentas privilegiadas y diferenciadas. Para eso otro, en su caso, ya está el mercado.
Así pues, la pensión del futuro, pagada por los impuestos de todos, debiera ser igual para todos. Y ya está. Así de sencillo. No entiendo cómo es posible que los partidos de izquierdas no lo planteen desde hace años. Supongo que es una consecuencia más de la captura explicativa que sufren a cuenta de esos relatos a los que ya nos hemos referido, al «yo lo he generado, lo he cotizado». Y, también, qué duda cabe, debe de ser resultado de que las elites estatales y de los partidos, también los de izquierdas, estén dominadas por personas a quienes el modelo descrito conviene fenomenalmente bien.
Obviamente, una transición al modelo señalado no se puede hacer de la noche a la mañana. Habría que, por ejemplo, y aunque sea injusto, garantizar a los actuales pensionistas su pensiones actuales (pero, por ejemplo, no permitir su actualización y mejora mientras sean superiores a lo efectivamente generado). También a las personas cercanas a la jubilación habría que respetarles probablemente la pensión con la que han organizado, más menos, su vida próxima. A los demás, por ejemplo, no deberían tener en cuenta nuestra efectiva cotización hasta la fecha y, por ejemplo, «guardárnosla» como posible incremento de la pensión que el Estado determine en un futuro para todos o alguna medida equivalente. En todo caso, las medidas transitorias no empecen que la adopción del nuevo modelo es extraordinariamente sencilla de poner en marcha y que, además, y muy probablemente, según se prefiriera políticamente mantener o no los actuales recursos destinados al sistema, siendo ambas elecciones perfectamente legítimas, bien incrementaría mucho las pensiones a día de hoy más bajas, bien permitiría una rebaja de las actuales cargas (las cotizaciones, que desaparecerían sustituidas por impuestos nuevos que, poco a poco, y a medida que se hiciera la transición, serían mucho menos costosas de mantener, al menos mientras no hubiera un incremento muy sustancial de la pensión, por cuanto se eliminaría la carga que suponen para el sistema las pensiones altas y muy altas que a día de hoy, y por muchos años, todavía vamos a pagar).
Una última cuestión, y por supuesto clave, es determinar cuál debería ser ese nivel igual para todos de pensión pública en el que se basaría el nuevo modelo. A mi juicio es claro que debiera ser el suficiente para que cualquiera pudiera mantener sin demasiados problemas una vida digna, teniendo eso sí en cuenta que al final de la vida, y en un Estado como el español (donde los servicios sociales y asistenciales a la vejez son los únicos que están no sólo a nivel europeo sino incluso por encima de la media, mientras en todo lo demás, infancia, discapacitados, inmigrantes, pobreza, gastamos menos de la mitad de la media, como explica magistralmente este libro de Borja Barragué et alii), las necesidades son normalmente menores que en momentos en que uno, por ejemplo, ha de sacar adelante una familia. Por esta razón me parece que esa pensión pública debiera ser, siempre, y como máximo, equivalente al salario mínimo mensual que consideramos socialmente suficiente y justa retribución para una persona que esté trabajando en nuestra sociedad para sacar adelante una actividad productiva. De hecho, que coincidan y así se determine explícitamente tiene muchas ventajas. De una parte, porque es obvio que nadie podrá quejarse y decir que no estamos fijando una prestación pública insuficiente o injusta, si consideramos que esa retribución es justa para quien trabaja y suficiente para vivir estando activo, habrá de serlo necesariamente para cuando se llega a mayor, máxime si cuestiones como la sanidad, el transporte o la asistencia social están, como es el caso en España, moderadamente bien cubiertas. Además, una medida de vinculación como ésta, como es evidente, tendría un efecto indirecto evidente e inmediato más que positivo: todos los pensionistas tendrían un incentivo claro para apoyar subidas del salario mínimo y, con ello, de las retribuciones de todos aquellos que están efectivamente trabajando para producir la riqueza necesaria para que se cubran los recursos públicos de donde salen, en el fondo ya hoy, las pensiones y el resto de políticas públicas. Que, sinceramente, es algo que se echa mucho de menos en las prioridades políticas y de voto del colectivo a día de hoy en España, si no sabe mal ni se considera de mal gusto recordarlo, porque las cosas son como son y esto es así. Y si sólo tener a políticos (pasa en Podemos) cobrando con referencia al salario mínimo ha provocado que éstos tengan un enorme interés, tan legítimo como de parte gracias al «incentivo» que ello supone, imaginemos lo bueno que sería que todos los pensionistas tuvieran no sólo claro intelectualmente que sus pensiones dependen, como muchas otras cosas, del trabajo y del reparto de otros muchos, sino que, además, fueran muy conscientes, en sus propias carnes y cuentas corrientes, de cómo de íntima es esa vinculación.
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PS: De las repercusiones de un modelo así y de su lógica en un mundo de trabajo cada vez más escaso y donde las prestaciones alternativas e incluso los modelos de renta básica van, por ello, a ser cada vez más frecuentes hablamos otro día. Pero es evidente, creo, que su cohonestación con el mismo es relativamente sencilla y muy fácil de estructurar de forma coherente. También, y de forma de nuevo fácil de cohonestar con esa realidad, una medida así cambiaría muy probablemente el mismo concepto de lo que es la jubilación y eliminaría algunos de los problemas jurídicos que ya se dan, y que están llamados a generalizarse a medida que las pensiones sean más precarias y vayamos a otro tipo de economía, como son los derivados de normas que impiden trabajar, aunque sea a tiempo parcial, mientras se percibe una pensión (entre otros muchos problemas parecidos, que tienen todos que ver con la obsolescencia de una visión de la jubilación y las pensiones que no acaba de cuadrar bien en una sociedad donde los límites entre trabajo, ocio, actividad, inactividad se diluyen y donde, además, las formas de obtener rentar van a variar mucho más aún de lo que ya estamos viendo ya).
Fa un parell de setmanes que estic fora d’Espanya. I, la veritat, la imatge que dóna el país, des de lluny, és tan poc simpàtica com la que dóna quan hi convius amb les misèries. El règim que va sorgir de 1978 és el que és, venia d’on venia i molt probablement fa anys que ens va oferir tot el que tenia de bo. A canvi, és clar, al pack venien moltes coses dolentes. Cada dia en són més, i són més evidents. Estem parlant d’un catacrac en tota regla del règim constitucional i la seua estructura jurídica.
– Tenim un Cap de l’Estat que, de manera més o menys oberta, ens ha sigut darrerament presentat com primer i millor comissionista del Regne. Més enllà del caràcter tòxic genèric de la Monarquia o de concrets escàndols de corrupció associats a la ben nostrada família Borbón, el cas és que el propi paper, posició i significat del Rei com estandard d’aquesta restauració Borbònica i dels seus valors és, a hores d’ara, el que és. Amb el problema addicional que tampoc no és possible que en el futur siga una altra cosa. I, més important encara, sembla que ja tothom se n’ha adonat.
– El Parlament i els partits polítics tenen problemes cada vegada més greus de desconnexió amb la realitat i els nostres representants s’han conformat cada vegada més com una casta que no només passa dels problemes normals dels ciutadans sinó que, a partir d’un cert punt, directament no n’és conscient. És un món de polítics que teòricament cobren (i és de veres) molt poc si mirem l’exemple comparat però que ha acabat generant una professionalització de gent que, directament, fora de la política no cobraria res. Per no parlar de que, sembla, a partir d’un cert nivell, com tots podem comprovar, que de cobrar poc, en el fons, res de res. Hi ha sinecures i recompenses de per vida per als que més s’ho curren (partidistament). Tot plegat, un panorama molt trist estructuralment. Amb l’afegit d’un finançament il·legal de partits polítics que complementa sous i tot tipus de coses (en això s’ha de reconèixer Rodríguez Zapatero que, al menys, va reformar la llei de finançament de partits polítics per fer que, com a mínim, determinades pràctiques escandaloses, al menys, passaren a ser il·legals, perquè abans és que, directament, eren perfectament acceptades pel nostre ordenament). A hores d’ara la crisi de legitimitat del Parlament i dels nostres representants és inmmensa. La de la majoria parlamentària del PP, malgrat ser absoluta en quant al nombre de diputats, és també una crisi en termes de majoria absolua en descrèdit ciutadà, desconnexió amb la ciutadania, divergències entre els seus interessos i els dels espanyols normals (evidenciades en polítiques molt dures sempre contra els més febles)… tot completat amb les complides evidències d’una trama molt robusta de finançament il·legal que en pràcticament qualsevol país normal hauria d’haver abocat a la dimissió dels responsables del partit en qüestió de qualsevol responsabilitat pública.
– La situació de l’Executiu és encara pitjor (si això és possible). D’una banda perquè són els mateixos que estaven al cap d’eixe frau en el finançament del partit (i ja dic que això, en un altre país… però vaja que estem al país que estem o siga que no té sentit repetir-ho massa). D’altra perquè, a més, cada vegada s’estenen més dubtes respecte del seu propi comportament personal (una qüestió aquesta que està lluny de ser provada de moment). Políticament, a Espanya, dins el règim de 1978, sembla que els temes de finançament irregular no han de comportar sancions polítiques (la qual cosa ja parla d’una anomalia important), però el Govern del PP i el propi President semblen cada vegada més tocats i tacats. És una qüestió de credibilitat, a hores d’ara, però el propri comportament dels protagonistes i la brutal desconnexió en els seus comportaments amb el que són les preocupacions dels ciutadans normals són suficients, com a mínim, per poder parlar d’una crisi de legitimitat també majúscula en l’Executiu.
– Les Administracions públiques espanyoles, mentres tant, continuen sonades. Després de 5 anys i escaig de crisi, sembla que encara no saben per on tirar. Les reformes que es presenten són sempre el mateix: retallades allà on és senzill retallar (perquè els afectats no pinten molt, perquè no fan part de les elits, perquè són retallades senzilles de gestionar tinguen o no sentit…) i cap reforma estructural. Les coses que es presenten com programa ambiciós de reformes fan, senzillament, vergonya aliena (reforma administrativa, reforma educativa, reforma laboral, reforma energètica, llei d’unitat de mercat… totes són un tocomoxo darrere un altre). Tot això parla molt malament de les suposades elits del país, les que teòricament com a mínim haurien de ser conscients que, si volen salvar el tinglat de 1978 i l’actual model, alguna cosa, seriosa, de veritat, s’ha de fer. Però és el que hi ha. Perquè tenim el que tenin. Unes elits que, a més, s’han cobert de glòria en el Banc d’Espanya, per exemple, amb la seua clamorosa incapacitat per veure res que no fóra el que els convenia detectar. Però no es tracta d’un cas aïllat. És el que està passant per tot arreu. Les Administracions autonòmiques, tot i asfixiades pel Govern central, també s’han cobert de glòria reiteradament i han demostrat sempre que han pogut que gestionen com a mínim tan mal com l’Estat. En fi, que la cosa sembla que és molt general, una fallida sistèmica. Fins i tot el paper de les Universitats, per exemple, malgrat la seua gran autonomia (que els hauria permés ser menys pessebreres amb els governs), ha estat decebedor identificant problemes (no hem sabut fer-ho) o, per exemple, empassant-se reformes absurdes en matèria educativa absolutament impresentables… mentres alhora es conrreava una passivitat i immobilisme absolut front el futur en compte de tractar d’encetar alguns dels canvis que cada vegada resulta més evidents que ens calen.
– El Poder Judicial, qui ho anava a dir! és el que més o menys aguanta millor. Una de les coses bones del règim de 1978 és que sí va garantir certa independència judicial (molt àmplia, de fet, en els òrgans menys sensibles) i que l’evolució social ha generat més porositat social entre els jutges. En els últims anys el poder judicial, més o menys, ha funcionat com el poder de l’estat més sensible a problemes reals com els desnonaments i, amb les limitacions que comporta la resposta penal contra la corrupció (més encara si és sistèmica), la sensació és que ahí el desgavell no és absolut. Una altra cosa són coses com el Tribunal Constitucional (òrgan polític més que jurídic, però amb certes exigències de nivell tècnic i imatge d’independència que any rere any s’ha anat per l’albelló) o el Consell General de Poder Judicial, on més enllà dels escàndols econòmics hi ha un problema greu de com es trien els jutges per als òrgans més sensibles. Problema que la nova reforma recentment aprovada de l’òrgan, en una mena d’òrdago del sistema de 1978 que es resisteix a morir, ha agreujat de manera significativa.
– Dels empresaris espanyols, de com es fan ací els negocis, de com d’important és, des del franquisme, la interacció amb el BOE i amb els que manen (amb tot el que allò comporta) millor no parlar-ne molt. Que els líders de la CEOE acaben desarticulats judicialment i policial ho diu tot. Dels sindicats, la seua funció, la seua dependència dels diners públics i la seua tendència durant aquestes tres dècades, com resaltava Florentino Pérez, «a la responsabilitat i a mirar pel bé del país i del desenvolpument econòmic» tampoc no fa falta dir molta cosa: és suficient amb mirar com estan eixos sindicats en aquests moments, quin prestigi social tenen i com els consideren majoritàriament els treballadors perquè tot hi estiga clar (hi ha, però, alguna excepció en alguns àmbits, amb sindicats que viuen de les quotes dels seus afiliats). Tampoc no paga la pena parlar sel sector financer, del que va ser públic i del privat… Malauradament per a tots, que anem a pagar el compte, sobre aquest últim anem a sentir parlar molt en els propers mesos.
Òbviament, el problema que tenim és, sencillament, sistèmic, de règim. Ho hem fet malament. Entre tots. També els juristes, que hem apuntalat sistemàticament un sistema on l’arbitrarietat, el poder del qui mana, la falta de controls… sempre ha trobat qui el justificara (de fet, sempre ha trobat una jutificació molt majoritària). Aquestes coses mai no són, però, problemes d’un col·lectiu o d’unes elits. Els que amne i tenen més recursos al seu abasta, òbviament, tenen més responsabilitat però, al capdavall, és un problema de tots. I no hem de pensar en com ho hauran de solucionar alguns sinó en com ho hem de solucionar nosaltres. Perquè es nostre problema, és el nostre futur… i són els nostres diners.
Front el catacrac general de les institucions sorgides del pacte de reforma post-franquista, de la restauració borbònica feta amb un acord molt general de les elits que varen portar a la Constitució espanyola de 1978 hem de pensar en un cambi radical de sistema, d’institucions, de mentalitats. El que tenim, que potser va servir uns anys després la mort de Franco, no serveix des de fa temps. Hem de començar a pensar, molt seriosament, com canviar-ho. El problema és que no és gens fàcil, que els estertors d’un règim molt malalt poden durar molt de temps i que, mentras tant, el show va a continuar.
Per no parlar, per cert, que no ningú sap ben bé, a hores d’ara, per on hauríem de tirar. Això sí, arribarà un moment, com la fallida multiorgànica del règim proseguisca a aquest ritme, en què directament ja serà indiferent si sabem cap on tirar o no perquè el propi camí el marcarà el desballestament incontrolat del que ara tenim. Aixó, o demanar la independència (com fan els catalans cada vegada més majoritàriament… sentiment popular davant del qual la resposta del règim prohibint votar no pot ser més patètica) de nosaltres mateixos o que ens aculla Gibraltar, per exemple.
El Consejo de Ministros del pasado viernes anunció la buena nueva: un plan de reforma de las Administraciones Públicas que nos va a permitir ahorrar nada menos que 37.700 millones de euros de aquí a 2015 a base de racionalizar y hacer lo mismo que hasta ahora, por lo visto, pero mejor. ¡Mucho mejor en realidad, porque 37.700 millones de euros no se logran así como así todos los días!
Como las modernas comunicaciones permiten lo que permiten, y ni siquiera el Gobierno del Reino de España puede permitirse anunciar una reforma de tal calado supuesto sin avanzar un papel o un mínimo cálculo al respecto, pues tenemos en Internet a golpe de click el resumen del informe (no es el Informe entero porque esto son doscientas paginillas de nada y el Gobierno ha fardado de que el informe completo tiene más de 2.000, en plan estudiante de esos que confía en ser evaluado a peso, aunque para ello tenga que copiar y pegar todo lo que se le ponga por delante e ir metiéndolo todo junto, en plan batiburrillo, en un dossier que esté bien encuadernado para que quede mono). Cualquier persona que se detenga mínimamente en analizar estas páginas colgadas verá que no hay un solo cálculo económico digno de ese nombre que justifique o explique esos supuestos ahorros.
Al menos, eso sí, podemos contar con los cálculos de la Vicepresidenta del Gobierno, que en este vídeo (bastante bochornoso) intenta, balbuceante ella, resultar creíble. La cosa resulta bastante poco creíble, por mucho que la Vicepresidenta afirmara en la rueda de prensa (lo vi en TVE, pero no he logrado encontrar vídeo del momentazo) que esos números venían de «los técnicos del Ministerio… y los técnicos del Ministerio no se equivocan casi nunca» con una medio sonrisilla de superioridad mal contenida. O bueno, a lo mejor era una sonrisa de vergüenza ajena recordando lo que esos técnicos que no se equivocan casi nunca han estado contando a los ciudadanos sobre el mercado inmobiliario que era sano y robusto o la mejor banca y el sistema financiero más sólido del mundo.
La verdad es que con esta presentación (ni un solo número y una rueda de prensa donde preguntada por este tema la responsable del engendro balbucea una justificación sobre la corrección de la cifra que en última instancia acaba anclando en el argumento de autoridad y poco más, respaldada por los técnicos de un Ministerio que «no se equivocan casi nunca») no sé si tiene mucha justificación que uno se ponga a analizar mínimamente la reforma. Pero como esto es España y si te pones tiquismiquis en ese plan probablemente nunca te mirarías nada, pues haces de tripas corazón y te pones a ello.
La segunda sorpresa es que no se sabe quién ha hecho el informe. No sé si por modestia o por no querer pasar a la historia como colaboradores en semejante bodrio, los funcionarios y expertos consultados (porque el Gobierno sí ha explicado que esto lo han hecho con expertos internos y externos de todo pelaje, incluyendo ciertas explicaciones abstractas sobre su procedencia, aunque sin dar nombres, cosa sorprendente) no aparecen identificados. De hecho, así ha venido siendo en la propia web de la Comisión encargada de la cosa, donde tampoco se decía quién formaba parte de la Comisión. Todo muy edificante. Ni siquiera buscando en el BOE los hipotéticos nombramientos, no sea que hayan sido publicados, llega uno a encontrar nada. A lo mejor es que yo no sé a qué se debe esta opacidad. Quizás es que yo no he sabido buscar bien. Pero es llamativo que ni siquiera el informe en cuestión venga firmado y con sus diferentes colaboradores debidamente identificados.
Así pues, tenemos un proyecto de reforma de la Administración que da cifras de ahorro económico que, la verdad, parecen inventadas y sin aportar un cálculo medio decente que las explique y, además, un proyecto aparentemente realizado por técnicos expertos que «no se equivocan casi nunca» pero que no tienen demasiadas ganas de ser identificados. Vamos bien.
Si uno se mete a mirar el contenido, además, la cosa es ya para echarse las manos a la cabeza. El supuesto plan ambiciosísimo de reforma administrativa en España consiste, básicamente, en:
– Fardar de la reducción de empleo público ya acometida y de las normas que van a seguir impidiendo la reposición de funcionarios públicos (esto tiene de «reforma administrativa» ambiciosa y de paradigma de «nueva administración» lo que un empresario español de la CEOE de compromiso social con los más humildes y además está inventado hace mucho tiempo, meter la tijera con el personal no es ni novedoso ni moderno ni imaginativo… aunque eso sí, es la única medida que se aproxima a suponer algo de ahorro a las arcas públicas, a la vista de lo que vendrá después).
– Indicar la lista de normas aprobadas por el legislador en la última década en materia de Administraciones públicas, ya sea la ley de administración electrónica, ya la de contratos, ya la introducción de la directiva de servicios… y considerar que todas esas reformas ya realizadas son el reflejo de ese plan de reformas y de cambio estructural avanzado la semana pasada, para además decir que todas esas medidas, no sólo son un producto avant la lettre del mega plan de la Vicepresidenta sino que además están produciendo un ahorro económico tremendo ¡y más que van a producir en adelante! (el sonrojo en este momento es máximo, además de que a uno se le queda la impresión de que el Gobierno actual es muy maleducado… ¡debería haber dejado a ZP participar en la rueda de prensa para presentar todas estas mejoras de futuro que son en gran parte medidas adoptadas en el pasado por el anterior Gobierno!).
– Contener un repaso por materias y por órganos de la Administración central del Estado para explicar lo bien y eficientemente que hacen las cosas y significarnos a todos la conveniencia, más o menos con buenas maneras, de que las Comunidades Autónomas vayan cerrando chiringuitos para que los Estatales pueda sobrevivir, justificar sus actuales dimensiones y, si es el caso, aumentarlas. A estas alturas de la película que alguien plantee que el vetusto Consejo de Estado (que probablemente estaría mejor camino de su eliminación, puestos a ahorrar) no ya deba sino que pueda asumir la carga de trabajo burocrático de los más modestos consejos consultivos autonómicos ya no despierta ninguna sensación de pavor ante la amenaza de la recentralización sino que, simplemente, mueve al cachondeo. O eso de eliminar los Ombusdmen autonómicos para que lo haga todo el Defensor del Pueblo… con sus nuevos delegados territoriales. Y así todo el informe. Bueno, todo no. Tiene joyas como explicar que el servicio exterior de España es muy eficiente y barato y que lo fastidian las agencias comerciales de las CC.AA., que están abiertas por ahí sólo por ganas de fastidiar, por lo visto. O cosas deliciosas como que cuando analizan el INAP y su potencialidad metan ahí los supuestos problemas que generan las autoridades autonómicas de certificación electrónica (yo esto creo que es directamente una errata copiando y pegando párrafos, porque no me imagino qué puede tener que ver el INAP con eso, o a lo mejor es que quien ha hecho el informe no sabe exactamente qué es eso de la certificación electrónica y piensa que es algo relacionado con el trámite de legajos u otros documentos entre Administraciones públicas… a saber).
– Para rematar la faena, una parte muy importante del informe (o bueno, del resumen del informe) se dedica a explicar que se van a cambiar órganos, a integrar en otros, a dotarles de nueva forma jurídica y esas cosas… lo que por lo visto es esencial y también va a generar mucho ahorro. Que vamos, que la supresión del organismo autónomo «Cría Caballar de las Fuerzas Armadas» seguro que supone un gran ahorro… si dejan de criar caballos, pero por el hecho de integrar esta función y los medios que se emplean para acometerla en otra estructura el ahorro de los 37.700 millones de euros a mí no me salen. Máxime cuando ni siquiera un informe como este dice que haya de desaparecer una cosa llamada «Obra Pía de los Santos Lugares» que yo no he tenido los santos cojones de atreverme a buscar en Google para saber que es porque, directamente, que algo así sea financiado por todos nosotros me da miedo (y que el Informe lo vea normal y sólo propugne un cambio de forma jurídica a ese engendro, sea el que sea, me permite establecer de qué va la cosa con mucha facilidad).
En definitiva, que a mí esto me parece que no merece mucho análisis más, al menos global. A estas alturas parece ciertamente complicado que nadie se trague la supuesta reforma revolucionaria como algo real y tangible. Tampoco es posible tomarse en serio los números, más allá de constatar que sí, que si reducimos el número de funcionarios y otro personal al servicio de la Administración pública pues algo ahorraremos. De momento, nada más. Habrá que esperar a que un día, si eso, el Gobierno decida presentar algo que parezca una reforma mínimamente creíble con cara y ojos. Mientras tanto todo estos papelajos presentados, en un bonito formato, y hablando de organismos a veces absurdos, a mí me recuerda a esto:
Está resultando muy interesante la tramitación de la Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno. A estas alturas tiene poco o ningún sentido explicar las razones por las que una norma así es necesaria (por ejemplo, en este post y debate posterior quedó sobradamente explicado) y extendernos sobre su contenido y fallas dado que, a medida que veamos en qué queda finalmente el proyecto, habrá ocasión de comentar cosas en el futuro. De momento, eso sí, lo que permite ser analizado ya a estas alturas es el empleo de esta iniciativa como un intento por parte del Gobierno de interponer cierto dique de contención frente a la marea de cabreo y creciente exigencia ciudadana (en este y en otros muchos ámbitos) y constatar el fracaso de la maniobra. La marea sube más y más y el dique de contención inicialmente previsto (un proyecto presentado por el Gobierno y vendido como abierto y participativo, pidiendo sugerencias, de hecho llegaron más de 3.000 para luego desatenderlas prácticamente todas sin dignarse a explicar nada sobre las razones por las que no se atendieron) se demuestra incapaz de taponar con un mínimo de sentido esa inundación de cabreo ciudadano. Un cabreo ciudadano que es cada vez más informado y consciente, porque además gracias a iniciativas como la de la Coalición Pro-acceso (que ha hecho una labor fundamental en este tema) o la de la Fundación Civio (interesantísimo el trabajo que hacen) ya contamos todo con muchos ejemplos de cómo en el Derecho comparado la situación es muy distinta no sólo a lo que tenemos en España sino a la endeblez técnica y al alcance timorato de la nueva reforma, por mucho que se venda como avanzada. Es una de las cosas mejores de esta crisis, que resulta increíble el acelerado proceso de alfabetización de una sociedad, donde casi cualquier iniciativa ciudadana da ejemplo de tener un rigor y seriedad inimaginables hace muy poco… y que dejan en evidencia a nuestras «elites oficiales» cada dos por tres.
Continúa leyendo La Ley de Transparencia, la marea que sube y los diques de contención (I)…
Con eso de que la Unión Europea ha propuesto para España, en plan informal pero que más o menos todos sabemos por estos lares de qué va el tema, que reformemos nuestro mercado laboral y sustituyamos los tropecientos modelos de contratación por uno solo, se ha vuelto a lanzar el debate en España sobre el contrato único. Afortunadamente, nuestro país ha hecho un frente común y sindicatos, patronal, Gobierno y oposición se han aprestado a decir que de eso nada, que si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos, que nuestro modelo laboral funciona fenomenalmente (al menos, hasta que se haga necesaria la próxima reforma laboral, claro) y que no hay nada que ver aquí, circulen, circulen… Incluso desde LPD, aunque con otros argumentos mucho más atendibles (y que hay que leer), se ha alertado sobre el riesgo de que este contrato único sirva, a la postre, para hundirlos a todos.
Y, sin embargo, a mí me parece muy sensato ir hacia un contrato único. He aquí algunas razones, jurídicas y extrajurídicas:
Continúa leyendo Razones para el contrato único…
Mientras se sucedían estos días las noticias sobre el penúltimo drama europeo asociado a la famosa crisis chipriota con sus corralitos, las quitas a depósitos y propuestas directamente míticas como la del gobierno de Chipre de usar los fondos de pensiones para pagar su parte del rescate bancario, he estado leyendo el libro que Ulrich Beck ha publicado como manifiesto de europtimismo de raíz ilustrada y germánica con el título de Das deutsche Europa (hay traducción al español, pero curiosamente, según creo, no al francés, por ejemplo, lo que da una idea más o menos nítida de que en España estamos más obsesivamente preocupados que otros europeos de lo que piensan los alemanes sobre Europa, algo que en este caso demuestra que tenemos más interiorizado que ellos de qué va esto, la verdad).
El libro, que es breve y se lee rápido, resulta interesante, pero sólo hasta cierto punto. Porque no deja de reflejar una visión muy optimista y acrítica sobre lo que debería ser la Unión Europea (algo más federal, más de los ciudadanos, más poderosa, más unida, más cohesionada, más bonita), sin que se atisbe apenas una objeción estructural a esta idea de fondo, por mucho que se detenga por menudo en las dificultades a las que en la actualidad se enfrenta el proceso de construcción europea. Sí resulta, en cambio, muy atractivo como ejemplo, precisamente, de cómo están viendo y analizando las cosas desde Centroeuropa (sector intelectual demócrata, liberal en sentido cívico pero partidario de acción estatal, pro-Europa). Y tiene, además, el mérito de reflejar de manera clara los enormes problemas estructurales que en estos momentos aquejan a la idea de una Europa unida, sin engañarse sobre la profundidad de las dificultades, que disecciona con gracia analítica, pues Beck es un tipo sin duda muy listo y que entiende las cosas que pasan a su alrededor, tanto las de trazo grueso como las de lluvia fina.
Continúa leyendo Das deutsche Europa, de Ulrich Beck (o, más bien, «El carajal del euro»)…
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