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Un juez de lo penal de Valencia ha condenado a un concejal de Esquerra Unida, Amadeu Sanchis, por injuriar a España 2000, un partido abiertamente xenófobo, calificándolo, entre otras cosas, de «banda terrorista». La sentencia, en Comic Sans (lo que es siempre un detalle simpático y de agradecer, ¡qué diablos! -un día habrá que investigar a qué se debe esa querencia de la judicatura por ese tipo de letra), la tienen aquí.
Amadeu Sanchis criticó con extrema dureza la convocatoria que realizó España 2000 a una manifestación en el barrio valenciano de Benimaclet contra «la inmigración masiva, los okupas y el paro». En medio de las muchas críticas que se sucedieron durante esos días, por parte de vecinos, comerciantes y políticos, Esquerra Unida solicitó a la Delegación de Gobierno la prohibición de la reunión alegando que se trataba de una convocatoria realizada en realidad por «bandas terroristas que amenazan, coaccionan, torturan y, ya en muchos casos, asesinan». Estas razones se difundieron, además, en una nota pública de Esquerra Unida, de la que ha derivado en condena (suponemos que si estas razones hubieran quedado circunscritas a la petición a la Subdelegación no habrían sido consideradas relevantes a efectos de lesionar honor alguno… o no).
En cualquier caso, este suuesto es interesante para analizar algunos límites de la libertad de expresión en la discusión política. Más que nada porque decir de un partido que es una banda terrorista, aunque sea en sentido figurado (y aunque lo hayamos escuchado muchas veces referido a Batasuna, PNV, Esquerra e incluso del PSOE), es probablemente ir al límite de lo que no es abiertamente injurioso. Y, sin embargo… ¿tiene en verdad sentido la condena por injurias en un contexto como el señalado, de crítica política (por mucho que sea virulenta) a una convocatoria de otro partido?
Se acabó. O eso parece. Aunque queda todavía un camino largo, esto tiene toda la pinta que el lento proceso de descomposición de ETA, que dura ya 20 años, está en fase terminal. Lo conocido ayer es, por ello, y como es obvio, una excelente noticia.
De aquí a un año, si todo va bien, tendremos todos más claro si efectivamente esto es el punto final o si queda todavía alguna estación del calvario (en todo caso -a estas alturas nadie tiene demasiadas dudas de ello- tampoco quedarían en el peor de los casos muchas por recorrer). Pero si todo transcurre como todos esperamos, con las inevitables consecuencias políticas y las medidas de gracia que jurídicamente es posible conceder en estos casos (y que es el único «premio» de que dispone el Estado para incentivar la definitiva liquidación de la banda), nos podremos felicitar todos y, desde ese mismo instante podremos empezar a desmontar, punto por punto, el aparato de medidas de excepción jurídicas que hemos construido durante estas últimas décadas con el argumento de que eran imprescindibles para luchar contra ETA. ¿Porque eran para luchar contra ETA, verdad?
A mi juicio, estas medidas de excepción no han contrinuido a debilitar a ETA ni a acelerar su desaparición, en contra de lo que es la opinión más común. ETA, como cualquier banda terrorista, ha acabado desapareciendo cuando ha perdido todo o casi todo el respaldo social, cuando se ha quedado sin una brizna de comprensión respecto de la utilización de la violencia para conseguir objetivos políticos. Todo ello, claro está, unido a una presión policial que es a la larga mucho más eficaz si se comporta con un escrupuloso respeto al Estado de Derecho y a las garantías constitucionales.
ETA ha desaparecido porque Hipercor, el asesinato de Miguel Ángel Blanco, las sucesivas rupturas de treguas, el masivo asesinato de cientos y cientos de personas… ha ido drenándole, poco a poco, apoyo social. Para que este drenaje sea más rápido y definitivo es esencial que la ciudadanía viva y reconozca su Estado como democrático y respetuoso con sus derechos y libertades. Contra una dictadura está justificado luchar, en muchas ocasiones, con medios violentos. En una democracia inobjetable, no. Entre ambas situaciones hay una zona de grises donde habrá quien encuentre, por irracional que nos parezca a otros, motivos para luchar con armas contra un Estado poco escrupuloso. Mientras que cuanto más lo sea, menos bazas da para conservar miradas de comprensión sobre quienes lo combaten con medios bárbaros. ETA ha perdido a día de hoy, desde hace ya mucho tiempo, casi todo su apoyo social. Por eso, y no por la presión policial, lleva años boqueando y ha acabado por rendirse.
En cualquier caso, no sabremos qué habría pasado si no hubiéramos adoptado medidas de excepción justificadas por la necesidad de combatir el terrorismo. A lo mejor tengo razón y esto habría acabado antes (o más o menos a la vez). A lo mejor no y los que defienden la eficacia de medidas como la Ley de partidos tienen razón y esto ha acelerado el proceso y ayudado (mucho o poco). No lo podemos saber. Podemos hacernos una idea, pero en el fondo es imposible estar seguros sobre contrafácticos. Las cosas, en cualquier caso, han sido como han sido. Hemos tenido medidas de excepción. Como las mismas se justificaban para combatir a ETA, hay que exigir desde ya que todas y cada una de las múltiples derogaciones parciales de nuestras garantías constitucionales que hemos justificado por la existencia de la banda terrorista se acaben en el momento en que se confirme la definitiva desaparición de ETA.
Ahí va un listado de cosas que hemos de exigir (y seguro que me dejo algunas):
– Derogación de la Ley de Partidos Políticos que permite la ilegalización de formaciones por defender opciones políticas idénticas ajenas al marco constitucional.
– Rectificación de doctrinas jurisprudenciales de muy dudosa constitucionalidad como la conocida «doctrina Parot». En su caso, si es preciso, modificar las leyes para que estas interpretaciones antigarantistas queden definitivamente excluidas.
– Eliminación de las agravaciones de penas para cierto delitos que eliminaban la posibilidad de redenciones de las condenas por los supuestos que ordinariamente las permiten.
– Inmediata recuperación de la norma ordinaria en materia de escuchas telefónicas a abogados con clientes (o de las conversaciones en prisión entre ambos), esto es, su prohibición, para todo tipo de delitos.
– Aplicación del criterio de cercanía dentro de la disponibilidad penitenciaria para todos los presos en España.
– Recuperación de las normas ordinarias en materia de secreto de sumario, incomunicación del detenido, contacto con el abogado y tiempos de detención para todo tipo de delitos.
– Reafirmación de las cautelas con las que ha de decretarse la prisión provisional. Para todos los delitos.
– Comenzar a pensar en serio en la desaparición de la Audiencia Nacional, tribunal de excepción que altera el reparto territorial ordinario con el que se distribuye la competencia de los distintos órganos judiciales en materia penal que se justificaba por la necesidad de «alejar» del País Vasco los juicios penales a etarras.
Como puede observar cualquier lector mínimamente atento, todas o casi todas las medidas listadas empezaron introduciéndose en nuestro ordenamiento para combatir el terrorismo pero, de una manera u otra, una vez nos hemos acostumbrado a ellas, han desbordado sus límites iniciales y se han aplicado en muchas (o pocas) ocasiones a otro tipo de delitos. Lo que es una muestra más, por si era necesaria, de la gravedad y riesgos que comportan la adopción de medidas de excepción debido a la enorme capacidad de contagio que éstas tienen.
Hemos de aprovechar el fin de ETA para recordar que la razón por la que nuestro consenso social, político y jurídico aceptó estas restricciones gravísimas a nuestras libertades y garantías fue la necesidad de combatir el terrorismo etarra con más armas y menos restricciones. Desaparecida la amenaza definitivamente no hay justificación de ningún tipo para que subsistan. Acabada ETA hay que pasar a acabar con las medidas de excepción.
Ya saben quienes siguen este blog que personalmente no soy muy fan de la energía nuclear porque, la verdad, me da la sensación de que es un cierto timo: la colectividad pone mucho dinero ahí para que luego los beneficios se los lleven empresas privadas y nos comamos todos los riesgos nosotros, como Fukushima ha demostrado no hace mucho. Pero una cosa es esa opinión, digamos, de política energética (hecha, además, desde la ignorancia más profunda de las sutilezas del pool energético y a partir de criterios quizás pedestres de sentido común) y otra el análisis jurídico de cómo son las normas españolas en la materia. Por ejemplo, ya traté de explicar en su día que en España se pueden abrir centrales nucleares libremente, pues desde 1997 este tipo de actividades productivas están liberalizadas.
Pues bien, la otra cara de la moneda si de abrir centrales nucleares se refiere está conformada por los procedimientos de cierre. ¿Puede el Gobierno cerrar una central nucelar certificada como segura por motivos de política energética? Es lo que ha hecho España con Garoña, y ha dado lugar a una situación muy interesante. Pues bien, la Audiencia nacional, frente al recurso presentado por los propietarios de la central ha dado la razón a la Administración y ha concluido que si se aportan suficientes razones, y éstas son sólidas desde algún punto de vista, aunque no haya un riesgo para la seguridad o no se justifique que lo hay, los cierres pueden ser decretados.
Me cuesta entender la sentencia (que aquí tienen colgada íntegramente) y seguir su argumentación. El FD 16 dice que una autorización administrativa para producir energía por este procedimiento no es, por definición, una autorización indefinida. Eso está claro, pero también parece, si leemos las normas referidas a la materia, que los exámenes que se han de pasar son referidos a la seguridad de las instalaciones y ya está. Certificada la misma por el CSN podría entenderse un cierre porque el Gobierno enmendara la plana a ese órgano, razonando sus motivos, en este plano, esto es, por consideraciones de seguridad. Por ejemplo, por decidir ponerse más estricto a partir de criterios de precaución más a la alemana (con su reciente ley de parada de reactores justificada en estas razones). Pero que el Gobierno haga caso omiso al informe del CSN alegando otro tipo de razones me parece que no tiene demasiada base legal y que es difícilmente conciliable con el principio de libertad de empresa que rige en el sector porque así lo dice la ley. No entiendo el salto lógico de la Sala y de ese FJ 16.
Por supuesto, el Gobierno, como recuerda la sentencia, argumenta y bien respecto de muchos aspectos. Por ejemplo, sobre la importancia de ir reequilibrando el mix energético dando más peso a las renovables. Pero la cuestión es, y sigo sin encontrar una respuesta válida en la sentencia, ¿por qué consideraciones de esta índole, basadas en facilitar la implantación de medios de producción alternativos, han de primar sobre la libertad de empresa? Es una novedad notable que se acepte que la Administración pueda interferir en los mercados para primar a unas empresas respecto de otras por consideraciones de lograr un mejor equilibrio en el mercado y favorecer la rentabilidad de los nuevos entrantes y que eso se entienda que habilita el cierre de empresas de la competencia. Es obvio que la sentencia no dice exactamente eso, sino que menciona el tema para argumentar que la decisión gubernamental está suficientemente fundada, que no incurre en desviación de poder y demás, pero, aún así, resulta sorprendente el salto lógico. O lo que yo creo que es un salto lógico. Quizás es que ya es tarde y algo se me escapa. En fin, mañana será otro día y miraremos con más calma y menos sueño la sentencia otra vez, a ver si se hace la luz.
Por cierto, que hay un voto particular que dice que habría aceptado la impugnación, pero por cuestiones formales y procedimentales. Anticipa explícitamente que sobre el fondo, sobre la posibilidad de que se puedan cerrar las nucleares a partir de estas bases, está de acuerdo. Es decir, que parece que este salto lógico que no acabo de entender lo veo yo, pero que en general los jueces están bastante de acuerdo. Curioso.
La Cadena SER ha desvelado hoy que el Gobierno tiene muy avanzado un proyecto para otorgar definitivamente al Ministerio Fiscal la dirección de la instrucción penal, dejando al juez como un tercero imparcial entre los abogados de los investigados y los fiscales, encargado de velar por el respeto a las garantías y derechos constitucionales. El tema es importante, porque supone cambiar después de casi 150 años la manera en que hemos tratado en España de dar garantías a los ciudadanos frente a una investigación penal que podía acabar por hacer caer el peso del poder punitivo del Estado sobre ellos: encargando tal función a un juez, más o menos independiente del poder, como responsable de las averiguaciones que deben ser llevadas a cabo para preparar un proceso penal. La importancia de la cuestión no significa, sin embargo, necesariamente que la propuesta del Gobierno merezca en sí misma demasiada atención. Básicamente porque no es la primera vez que se lanza un globo sonda en esta misma dirección y, sobre todo, porque tampoco parece que esta vez vaya a ir en serio, ante la inminencia del fin de la legislatura. Conviene, no obstante, señalar alguna cuestión que llama la atención respecto del borrador adelantado por los medios de comunicación.
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Es curioso cómo la clase política asume e integra casi cualquier movimiento social o planteamiento reivindicativo que asome en los medios de comunicación, lo deglute y lo acaba logrando incorporar a un estado de cosas muy estable, legado de la transición, que hace que aquí casi todo pueda cambiar sin que, en el fondo, nada haya variado. Pero cuando se habla del sistema electoral es muy complicado tocar nada en serio sin que haya profundos equilibrios que se vean alterados. Por este motivo, y a salvo de que se trate de introducir meros retoques cosméticos, hay un punto de las reivindicaciones de los llamados «indignados» que es muy complejo que nuestra clase política asuma: cualquier cambio de una mínima profundidad respecto de cómo se traducen votos en poder real. Sería, más o menos, como que el Real Madrid y el Barça se avinieran de buenas a primeras a cambiar el modelo de reparto de derechos televisivos de nuestra Liga de Fútbol. Tanto en un caso como en otro, sólo veremos cambios de verdad si se produce una situación de crisis tal del modelo actual que no haya más remedio que cortar por lo sano. Que sea tan evidente que el tinglado se desmorona que incluso el que ha disfrutado de una arquitectura que le ha situado, y apuntalado, bien alto sea consciente de que ya ni a él le conviene estar ahí arriba si todo se está viniendo abajo (o puede acabar así).
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Quienes siguen este blog sabrán que una de las (muchas) cosas que me obsesionan es la tendencia de los ayuntamientos de nuestro país a mirar hacia otro lado cuando actividades muy molestas que una serie de señores ponen en marcha para ganar dinero (propósito muy legítimo, como es evidente, y nadie pone en duda hoy en día, pero al que no supedita todo, afortunadamente, nuestro ordenamiento jurídico) se dedican a fastidiar la vida, el sueño, el descanso y la tranquilidad a sus vecinos. Hace más o menos un año me refería a la cuestión, con ocasión de un texto que publiqué en El País de la Comunidad Valenciana para dar cuenta del increíble desamparo de los vecinos de Ciutat Vella que luchaban contra estos atropellos en medio de la pasividad del Ayuntamiento de Valencia. Pero el tema es más global, afecta a muchas personas en toda España y va más allá de lo jurídico. Hay consideraciones sociales básicas, atinentes al grado de desarrollo humano de una sociedad, que no se pueden desconocer. Y también, claro, urge empezar a prestigiar derechos que son fundamentales (el derecho a la salud, el derecho a la intimidad) frente al único derecho que parece contar, y más en tiempos de crisis, que es el de ganar dinero, aunque sea a costa de la salud y tranquilidad de los demás.
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Una democracia menor de edad, por Miguel Ángel Presno Linera y Andrés Boix Palop
El último libro del conocido jurista Bruce Ackerman, siempre dispuesto a bajar a la arena y participar en el debate público en defensa de las libertades y las garantías, lleva por título The Decline and Fall of the American Republic (La decadencia y caída de la República americana). Es un alegato a favor de la recuperación de espacios participativos y una beligerante muestra de preocupación respecto del retroceso que detecta su autor en cuanto a la efectiva capacidad de los estadounidenses para controlar a su gobierno y determinar sus políticas. ¿Les suena de algo?
Resulta particularmente revelador, a la luz de los acontecimientos en forma de protestas públicas y concentraciones que se vienen produciendo en España desde el pasado domingo, comprobar cuáles son algunas de las soluciones que esboza Ackerman para tratar de revertir poco a poco esta situación. Una de ellas es el establecimiento de un Deliberation Day, una jornada festiva previa a cualquier cita electoral que serviría para organizar reuniones de ciudadanos donde éstos pudieran debatir sobre cuestiones políticas, intercambiar puntos de vista y, en definitiva, conformar mejor su posición como paso previo a un ejercicio más responsable y por ello más eficaz del derecho al voto. Cualquiera que haya estado siquiera unas horas en las concentraciones que espontáneamente se han ido diseminando por la geografía española no puede evitar asociar inmediatamente esta propuesta con el debate cívico y los intercambios de información y opinión que se vienen produciendo en las acampadas ciudadanas. ¡Los españoles hemos montado el Deliberation Day antes que nadie y sin ser muy conscientes de ello!
En este contexto de repentina modernidad aparecen, sin embargo, decisiones de órganos como la Junta Electoral Central que nos hacen retroceder en el tiempo, al afirmar que las concentraciones “son contrarias a la legislación electoral (…) y en consecuencia no podrán celebrarse” porque en su interpretación la legislación vigente que prohíbe actos de campaña electoral el día de reflexión y el de las elecciones, así como la formación de grupos de personas que impidan el ejercicio del sufragio, serían aplicables al caso. Se trata de una decisión equivocada, que interpreta mal nuestro ordenamiento jurídico. Si el marco legal ya peca de paternalista, la exacerbación de las cautelas, concibiendo nuestra jornada de reflexión no como un momento apto para la celebración de un Deliberation Day sino como un día en el que el Estado ha de proteger a los ciudadanos de sí mismos construyendo una suerte de burbuja protectora constituye una prueba más de hasta qué punto la mayor parte de las reivindicaciones de estos días tienen mucho sentido.
En democracia el debate político no se reduce a la contienda electoral ni los partidos tienen el monopolio de la libertad de expresión. La visión que transmite la Junta Electoral es la de un modelo que entiende la participación ciudadana no como algo deseable sino, al revés, como un elemento disruptivo. Un Estado de Derecho plural y participativo no suspende en días como estos los derechos de reunión ni limita los de expresión más allá de lo que sea la regla ordinaria. ¿Dónde está la incompatibilidad entre votar y ejercer otros derechos?
En la mayoría de los países de nuestro entorno el debate en tiempos de elecciones y la búsqueda del voto prosiguen hasta el momento de la votación porque se presume que los ciudadanos son libres y ejercen sus derechos sin miedo. Por mucho que analizamos la situación de nuestro país no vemos dónde puedan estar las diferencias que nos hacen incapaces de comportarnos como una democracia mayor de edad ni cuáles pueden ser las razones por las que ciertas autoridades entienden que nos han de tutelar y proteger de nosotros mismos y del libre flujo de ideas que pueda surgir de un debate libre. No vemos tampoco dónde están en las concentraciones esos “grupos susceptibles de entorpecer el acceso a los locales electorales” de los que habla la Junta. ¿Es que la Junta Electoral Central considera que los ciudadanos no son libres y necesitan preventivamente ser protegidos de sí mismos o de otros conciudadanos?
Conviene recordar de nuevo que el voto no suspende los derechos fundamentales y que una interpretación en este sentido de nuestra ley electoral es constitucionalmente más que dudosa. Pero también habrá que reconocer que probablemente tengamos una mala ley electoral, dado que permite que muchos la interpreten en este sentido. Hemos de acometer cuanto antes una modificación de esta norma y de todas cuantas conforman un modelo de democracia controlada, poco participativa y temerosa de que los ciudadanos asumamos más protagonismo. Una democracia tutelada por cortapisas como obligar a las televisiones, públicas y privadas, a asignar unos tiempos prefijados a cada partido político o que impide la difusión libre de encuestas en los últimos días de campaña revela una vocación dirigista y paternalista impropia del siglo XXI. Aunque el Preámbulo de nuestra Constitución proclama el deseo de establecer una sociedad democrática avanzada, son este tipo de estructuras las que, multiplicadas en nuestra cultura jurídica, impregnan nuestra vida política y hacen la toma de decisiones poco participativa y de escasa calidad. Ya sabemos que en democracia todo el poder emana del pueblo pero la clave, como se preguntaba Bertold Brecht, es ¿adónde va? Esa pregunta es un clamor estos días en las manifestaciones de protesta.
Nuestra democracia, en definitiva, necesita de un lifting urgente porque las reglas que nos dimos en su momento se han quedado viejísimas y chirrían con la realidad de un país moderno y con ciudadanos formados y acostumbrados a vivir en libertad. Tras casi cuarenta años desde la muerte de Francisco Franco ha llegado probablemente el momento de decidir que queremos ser de una vez una democracia madura de ciudadanos mayores de edad. Y empezar a actuar como tales.
Andrés Boix Palop es Profesor de Derecho administrativo en la Universitat de València y Miguel Ángel Presno Linera es Profesor de Derecho constitucional en la Universidad de Oviedo.
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