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Los lectores de Levante-EMV sabrán que un redactor del mismo fue hace unos días conminado por un juez a no tomar notas de lo que ocurría en un juicio durante la vista, celebrada en audiencia pública (tal y como marca la ley como norma general) y por ello abierta a que cualquier ciudadano pueda asistir a la misma. Se trata de un incidente aparentemente menor pero que en realidad no lo es tanto, pues se inscribe en una tendencia que se puede detectar con claridad en España en los últimos tiempos y que es indiscutiblemente peligrosa para una democracia: reducir las esferas en las que puede operar la libertad de información, tratar de encauzarla a partir de los contenidos que suministran ciertos canales oficiales y dificultar, por el contrario, la labor que pueden realizar periodistas o incluso ciudadanos que desean participar del debate público y proporcionar informaciones al mismo por la vía de entender que su derecho a la libertad de información sólo puede ejercerse a partir de determinadas condiciones y autorizaciones previamente establecida por la autoridad (judicial, en este caso) que son cada vez más restrictivas.
No vale la pena, por afortunadamente obvio y consolidado, extendernos sobre cuán esencial es en una democracia que el debate público se produzca a partir de la existencia de una opinión pública libre, plural€ e informada. Los medios de comunicación juegan un papel esencial en este sentido, como mediadores privilegiados que son en esta parcela. Cuanto más plurales y más protegidos estén para realizar su trabajo, por ello, mucho mejor. Esta es una idea que la Constitución española recoge sin ninguna duda, y así se explica, por ejemplo, el reconocimiento en la misma del derecho de los periodistas a preservar sus fuentes si así lo consideran (por muy disruptivo que ello pueda ser para una investigación judicial) porque se entiende que es un valor superior de nuestro ordenamiento proteger y fomentar casi por todos los medios ese free flow of news (libre flujo de información) en expresión del Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
Es evidente que cualquier derecho o libertad tiene límites. También ocurre, como no puede ser menos, con el derecho a la información. Ni la intimidad de las personas, ni su honor, por ejemplo, pueden quedar enteramente supeditadas al mismo. Por esta razón la veracidad de las informaciones, o su interés público, actúan de barreras también reconocidas por nuestro ordenamiento. Es perfectamente razonable, por este motivo, que la labor de los informadores pueda estar sometida a veces a ciertas reglas. Así ocurre, en ocasiones, cuando la protección de la intimidad de ciertas víctimas de algunos delitos aconseja que su identidad o su imagen quede a salvo. Incluso, en ocasiones, ciertos hechos pueden acabar quedando en la reserva. No es, con todo, la regla general. Porque la justicia, como dice también nuestra Constitución, ha de ser impartida de forma pública. Es una cuestión, de nuevo, de garantías (contra la parcialidad, contra la arbitrariedad€). Una cuestión en la que, una vez más, resulta esencial que los medios de comunicación, e incluso cualquier ciudadano, puedan conocer de primera mano cómo se imparte justicia por nuestros tribunales y transmitirlo con toda libertad. Porque sólo de esta manera la proclamada idea de publicidad se convierte en una garantía real y nos protege a todos, empezando por la propia administración de justicia, de posibles excesos.
Nadie niega que, en ocasiones, los jueces hayan de ordenar (y pueden hacerlo de manera generosamente discrecional, según su mejor criterio) cómo puedan desarrollarse las vistas ni de que deban velar por que el público y los informadores no generen molestias. Se han generalizado prácticas que impiden el empleo de grabadoras o dispositivos móviles a estos efectos (restricciones que pueden ser entendibles, por mucho que tampoco casan del todo con la idea de transparencia y publicidad siempre y cuando no generen problema alguno de orden público a la hora de ser empleados), sin que nadie haya protestado en exceso. Pero aprovechar la tendencia a reglamentar de modo cada vez más limitado el ejercicio de la libertades de expresión e información -que ya nos lleva a ver comportamientos ciertamente peculiares cuando a los informadores se les obliga a identificarse en manifestaciones en lugares públicos o incluso se pretende que los ciudadanos no puedan grabarlas- para establecer medidas que llevan a la prohibición de tomar notas en un juicio es sin duda un exceso que se ha de denunciar y hay que combatir para evitar que se generalice. Puede parecer poca cosa, pero es la suma de pequeñas erosiones como éstas en el cuerpo de las libertades la que, a la postre, acaba desvirtuándolas totalmente y dándonos como resultado una pseudo-democracia donde los informadores ya no pueden aspirar a nada más que a ser meros transmisores de la información oficial suministrada por los modernos canales al uso que, por supuestos motivos de orden y de eficacia, se pretende que sea la única que llegue a la esfera pública.
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Publicado originalmente en Levante-EMV el pasado 18 de septiembre de 2013
Ahir va haver una gran manifestació independentista a Catalunya. Tota la qüestió sobre l’origen del cabreig català i sobre tot sobre la possibilitat de la independència un tema molt interessant i jurídicament amb moltes coses a dir. Peró, com que ja n’hem parlat, hui preferiria comentar una altra cosa, més concreta però també important: el greu perill de convertir en normals certes reaccions que no són justificables dins una democràcia i el joc normal en un Estat de Dret. No parle de les evidents impresentabilitats de quatre (o els que siguen) imbècils. Perquè no estem parlant, tots ho sabem (benauradament), d’una majoria i menys encara de gent que fa aquestes coses amb suport institucional. Parle d’una cosa molt més greu, que és el que tenim quan un Govern, representant de tots els ciutadans, deixa d’actuar per respectar els seus drets i acaba convertint-se en agent de part, tractant d’utilitzar els mecanimes del poder per als seus objectius, a costa del que siga, fins i tot dels drets polítics i cívics més importants en qualsevol democràcia, com són els d’expressió lliure d’idees polítiques, quan es fa de forma pacífica, per part dels ciutadans. Això és, senzillamt, el que va fer el Govern valencià demanant la prohibició de la manifestació independentista a Vinarós i això és exactament el que va fer el Sots-delegat del Govern central a Castelló quan hi va accedir en una decisió jurídicament impresentable, que cap jurista i cap demòcrata pot justificar. Per això, malgrat que quasi ningú sembla que ho veja així (ni tan sols l’oposició polític al govern valencià sembla massa preocupada per aquesta deriva), a mi l’actuació sí em sembla molt, molt inquietant: el sotdelegat del govern no va cometre una errada en prohibir una manifestació absolutament legal que després li va corregir el jutge corresponent; va fer una barbaritat impròpia en qualsevol democràcia i, a hores d’ara, hauria d’haver estat ja remogut del seu càrrec.
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Este verano se ha estrenado en toda Europa una película alemana sobre Hannah Arendt, que confirma que a día de hoy cualquier objeto aparentemente sesudo y supuestamente abstruso, como es en este caso una trama que se centra en parte de la vida de una filósofa y su obra, acaba siendo mucho más entretenido, además de interesante, que las producciones comerciales hollywoodienses al uso, que tanto he defendido en el pasado como pasatiempo, pero que ahora ni siquiera son divertidas desde que se han llenado de excesos, persecuciones eternas y batallitas que parecen una coreografía de ballet pero con pistolas y así se han acabado convirtiendo en un tostonazo. Es cierto que la película en cuestión, al versar sobre la redacción y posterior controversia en torno a la narración que hace Arendt del juicio a Adolf Eichmann, un nazi de las SS encargado del transporte de judíos antes y durante la Segunda Guerra Mundial, primero hacia la deportación y luego hacia el extermino, cuenta con el comodín de tratar de nazis, que es un tema sin duda más bien popular. Pero, aún así, la esencia de la historia, de la reflexión en torno al libro Eichmann in Jerusalem tiene poco de tema fácil: es una historia sobre lo que Eichmann hizo o dejó de hacer, tratando de dejar constancia de lo que fue su proceso (y en parte de rectificarlo, ciñéndolo lo más posible a sus actos, y no a todo lo ocurrido, en contra de lo que fue el juicio real), a fin de delimitar hasta qué punto fue culpable o no (o, más bien, en qué grado lo fue) y, sobre todo, descontada efectivamente tal culpabilidad, a tratar de entender cómo se llega a poder realizar determinados actos. En este sentido en cuando Arendt, tras analizar los actos y psicología de Eichmann concluye que es un sujeto en el fondo muy poco interesante, más bien estúpido, poco dado a pensar por sí mismo, y acuña la famosa expresión de «la banalidad del mal» (el libro se subtitula «A report on the Banality of Evil») que se refiere, a partir de este momento, no ya únicamente a Eichmann sino que, de alguna manera, como se puede detectar a lo largo de toda la obra, aspira a cartografiar ciertas coordenadas de la abyección humana y, sobre todo, a entender cuál es la ruta que puede conducir a un individuo no particularmente malvado ni monstruoso a convertirse en un horrendo criminal de masas.
Como es sabido, porque hay mucha información al respecto desde hace unos días en los medios de comunicación, el Gobierno de España está preparando una reforma importante en una norma reglamentaria, el Reglamento de Circulación, que va a incorporar una medida polémica: la generalización de la obligación de portar casco para ciclistas, que a día de hoy la Ley sobre Tráfico circunscribe a la circulación por vías interurbanas. Más allá de la polémica sobre si llevar casco por la ciudad tiene sentido o no, es interesante plantear el marco jurídico en que se ha de analizar si, sea buena o mala la prohibición, es posible jurídicamente en nuestro marco constitucional y legal vigente.
Puede ser importante, sin embargo, dejar claro que la reflexión al respecto no tiene nada que ver con la conveniencia de llevar casco o no por ciudad. Por ejemplo, puede tener sentido señalar que, como ciclista urbano, mi tendencia natural desde hace años es a llevarlo casi siempre, aunque es cierto que haber vivido en culturas jurídicas donde el casco en los desplazamientos urbanos es un elemento exótico, como es el caso de Alemania (es curioso, y probablemente indicativo de cómo las condiciones de la circulación importan a estos efectos, que no sólo me pasa a mí, como puede comprobar cualquiera que cuente el porcentaje de ciclistas con casco que circulan por Valencia y los compare con los de Fráncfort del Meno o Múnich, por poner ejemplos de ciudades que conozco bien), ha hecho que no sea en esto tan estricto como cuando era más joven. Una cosa es que el casco me pueda parecer una buena idea y otra diferente que me parezca bien que sea una obligación que el Estado nos imponga. Y una cosa es que me pueda parecer bien (o mal) que el Estado nos imponga una determinada obligación y otra que piense que tiene la capacidad jurídica, a partir de lo que dicen la Constitución y las leyes, para hacerlo.
Igualmente, conviene aclarar que no significan las críticas que vienen una descalificación global del proyecto de reforma. Con algunas excepciones, muchas matizaciones y muchas críticas (por ejemplo, aquí están las muy interesantes propuestas de enmienda que ha hecho la red Ciclojuristas liderada por Paco Bastida al borrador de Reglamento y aquí las en parte coincidentes que ha realizado ConBici, como ejemplos mucho más avanzados de lo que podría ser una regulación de la circulación de bicicletas) es cierto que, en parte por cómo venía el proyecto y en parte por las cosas que se han aceptado a partir de las propuestas de grupos ciclistas, se va a avanzar bastante en cosas importantes, la más esencial de todas, a mi juicio, una muy obvia pero que increíblemente no estaba hasta la fecha asumida normativamente en España: que las vías urbanas de un carril o de un carril por sentido no son aptas para circular a 50 km/h y que, como máximo, han de quedar limitadas a velocidades de 30 km/h. Sólo una medida como esta, que abre la puerta a circulaciones pacificadas, ciclocalles, circulación en dirección contraria y todas las consecuencias derivadas de la pacificación de la circulación en ciudad como pauta general ha de ser saludada como esencial.
Dicho lo cual, ¿me pueden obligar a llevar casco en bici cada vez que salga a la calle? Pues, la verdad, creo que no.
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No soy un especialista en Derecho penal, pero creo sinceramente que deberíamos todos preocuparnos por la tendencia a incrementar penas e incluir más y más comportamientos en el Código penal que llevamos padeciendo desde hace años con el tragicómico estrambote, por el momento, de la reforma Gallardón. No se trata sólo de querer retroceder décadas en materia de aborto (una cuestión que, por muchas razones, debería estar fuera del Código penal), se trata de una dinámica más generalizada donde la disidencia, lo que ciertas mayorías desaprueba moralmente, comportamientos socialmente disruptivos para las clases hegemónicas pero en absoluto preocupantes para la sociedad… son incluidos Pacto por la Justicia tras pacto por la Justicia en el Código penal con la explícita voluntad de conformar la sociedad a imagen y semajanza de sólo parte de nosotros. O, lo que es peor, a imagen y semajanza de lo que algunos de nosotros quieren que seamos todos los demás (porque en muchas cosas, y eso en los temas de moral sexual se ve mejor que en ningún otro, luego ellos entienden que esas normas tan severas, por supuesto, a ellos no tienen por qué limitarles).
Lo peor de todo es que para ello se emplean instrumentos tan duros como, si es el caso, el Código penal. Es más, se trata de la herramienta preferida de muchos. Tenemos experiencia al respecto. Hasta la fecha, dado que la izquierda española se pactaba encima cada vez que el Partido Popular blandía una de estas ocurrencias (cuando no era el PP quien acudía presto a dar su apoyo a alguna iniciativa del estilo de un Gobierno del PSOE), al menos había una cosa que, para mayor oprobio de nuestra madurez como sociedad libre, salvaba mínimamente el tema: el amplio consenso social (o al menos, de partido) que apoyaban las reformas. Sin embargo, el Código Gallardón, con todo un listado de medidas que incrementan notablemente la represión penal, parece que va a aprobarse con la mera mayoría absoluta del PP. Es un grave error. Los Códigos penales, y esto conviene entenderlo bien, son el reverso de nuestros derechos y libertades, una especie de «negativo» de la Constitución. Por mucho que no se exija para su aprobación más que la mayoría absoluta que permite aprobar una Ley Orgánica, el actual Gobierno debería hacérselo mirar.
Mientras tanto, entre todos, deberíamos hacernos mirar la estupidez social generalizada en la que estamos embarcados en muchas cosas. Como, por ejemplo, en la edad para consentir tener relaciones sexuales. Que la ministra Ana Mato, movida por convicciones que ni siquiera esconde de pura moralidad católica que quiere imponer a los demás, pretenda usar el Código penal para privar a personas de 14 ó 15 años, por ejemplo, de su derecho a decidir libremente si quieren mantener relaciones sexuales es una barbaridad. Por muchísimos motivos. Por liberticida, en primer lugar. Por desconocer cómo es al realidad, en segundo lugar. Por paternalismo impresentable hacia personas que toman sus decisiones autónomas en muchísimos órdenes de la vida, también. Pero es que, además, la norma es tan absurda que generará situaciones inenarrables y absurdas sin cuento: una chica de 16 años que tenga relaciones sexuales (de cualquier tipo, además, ni siquiera hace falta penetración) con un chico de 15 años será una delincuente; un chico de 17 años que mantenga relaciones sexuales con su novia de 15, también; una persona de 18 años que se ligue en una discoteca una noche a otra de 15 y hagan lo propio, sin necesidad de saber siquiera la edad de cada uno, pues también. Son los problemas de dejar entrar la moral (y si encima es una moral retrógrada) en la regulación de estas cosas. Que al final tienes una regulación absurda, que no resuelve problemas sino que los crea.
Lo más patético de todo es que la oposición está calladita porque, al parecer, defender la libertad sexual de los menores de edad capaces de entender y comprender lo que desean y obrar a partir de eso con libertad es algo que está mal visto. Y volvemos a lo mismo. Esa moralina rancia que todo lo invade. También, cada vez más, el Código penal.
Viernes Santo. Semana Santa. Procesiones de todo tipo en España. Bien está. Cada cual es libre de hacer el tonto como prefiera. Yo mismo hago el idiota de formas muy personales (algunas de las cuales, por cierto, como el fútbol, comparten bastante rasgos desagradables en la peculiar manera en que lo organizamos en España con la religión). Y bien a gustito que me quedo con eso de poder dedicarme a mis tontadas. Una sociedad libre tiene esa cosa buena de que respeta mucho que sus miembros pierdan el tiempo y el dinero como prefieran. El problema es que en España, en 2013, todavía seguimos sin conseguir que esta reflexión tan evidente se entiende en su plenitud, acompañada de varias consecuencias que deberían ser de cajón. A saber:
– que los representantes públicos no habrían de participar como tales en tonterías privadas (si les apetece ir a título particular, pues muy bien, pero eso de cerrar procesiones, o abrirlas, con toca y mantilla, así como ir al palco del fútbol a entregar una Copa con su nombre es algo que ni en Irán se atraven a hacer con la tranquilidad con la que se hace aquí);
– que el dinero de todos, es decir, el dinero público, por favor, lejos, muy lejos de estas cosas que están muy bien y eso, son cultura milenaria y no sé qué chorradas más, que al buen pubelo español le ponen mucho y le acercan a su leyenda. Pues vale. Perfecto. Si tan encantado está el buen pueblo español con esto que se lo pague y no me obligue a mí a sufragarlo con impuestos (verán cómo, de nuevo, la analogía con el fútbol sigue siendo perfecta, dada esa tendencia, también, de nuestros queridos jerarcas a meter dinero de todos en el equipo profesional del pueblo y así todos tan contentos).
Ambas cuestiones son tan obvias que no vale la pena ni dedicarles mucho tiempo. Las menciono más que nada porque con la orgía de estos días constato que hemos perdido de vista algo tan elemental. De hecho, tengo para mí que vamos a peor y que cada vez esta confusión (interesada) va a más. A mucho más. En realidad lo que pasa es que esto es lo mismo de siempre. Un país de gente que considera que sus obsesiones y sus chorradas han de ser respaldadas por el aparato público. Sobre todo, claro, si las obsesiones son las propias del catolicismo reaccionario, conservador y cómplice de todo tipo de desmanes, ahora y siempre, contra todo aquello que dice defender (desde la moral al orden público, pasando por su querida patria), algo que es genuina Denominación de Origen Iglesia Española.
Pero es que las confusiones y desmanes no se quedan aquí. Hay muchas más. Realicemos un repaso rápido propio de lo que una persona normal, civilizada, no necesariamente muy a la última, pero sí mínimamente moderna (en términos de 1789), podría decir de cómo es un Viernes Santo normal en España.
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Al tradicional abuso policial en materia de incumplimiento de su obligación legal de ir uniformados e identificados (que, como es sabido, es una manifestación del derecho del ciudadano a saber con qué autoridad pública está lidiando, algo que como principio general recoger nuestro Derecho y se manifiesta en muchas normas) se ha unido, como hemos comentado en Twitter para después acaber teniéndolo confirmado a partir de las propias versiones de la policía española, una novedad si cabe más inquietante en algunos de los interrogatorios posteriores a las manifestaciones y movilizaciones sociales de los últimos tiempos: interrogatorios en comisaría hechos por policías encapuchados, con una clara finalidad amedrantadora y obviamente en nada cubiertos por las reglas en materia de uniformidad policial (ni, por lo demás, por el sentido común).
Las razones y excusas que se dan para una y otra actitud son grotescas. En Derecho y en cuanto a su razonabilidad. Porque las normas sobre identificación son claras y no cabe alegar algo tan peregrino como que se cumple con la norma si uno lleva la identificación aunque sea «debajo» de un chaleco o cubierta por una chaqueta. Y porque el Derecho español no sólo regula cómo han de vestir los agentes del orden (y la capucha no aparece por ahí, y por mucho que pueda entenderse que eso no la prohíbe es obvio que ello requiere que su uso, en su caso, sea muy razonado y proporcional a la necesidad de evitar daños de gravedad, algo que obviamente no se da en el caso de las labores de interrogatorio) sino porque, además, hay una serie de derechos fundamentales que protegen al ciudadano del trato inhumano, degradante y amdedrantador, máxime cuando está en una situación de particular desamaparo como es estar detenido. Las razones extrajurídicas, igualmente, no se sostienen, pues el supuesto temor a denuncias contra policías por ir identificados no se compadece con una realidad donde las exigencias de prueba para poder sancionar a agentes del orden son muy exigentes y revelan, únicamente, voluntad de impunidad. Asimismo, la alegación de que los interrogatorios hechos por encapuchados son necesarios por la falta de efectivos que obliga a realizarlos a agentes que después se van a infiltrar de nuevo entre ciertos grupos suena a excusa barata y, en todo caso, no deja de ser, caso de ser cierto, un problema organizativo interno que la policía debiera resolver sin que pueda hacerlo a costa de los derechos de los ciudadanos.
El tema es importante porque, como bien señala Eduardo Melero en este magnífico análisis, estamos ante la imposición, poco a poco, de un Estado de Derecho muy particular, con categorías de ciudadanos que tienen más o menos derechos según decida, libérrimamente, la policía, que designaría como enemigos a ciertas personas y colectivos que, a partir de ese momento, pasarían a carecer, en la práctica, de muchos de los derechos propios de una democracia occidental liberal por su condición y filiación debido a una interprtación muy restrictiva de las garantías que se hace efectiva, como es obvio, según ante quién estemos.
En todo caso, no voy a analizar con detenimiento en Derecho la cuestión porque como he dicho ya lo ha hecho, de una forma clara, didáctica y sensata Eduardo Merelo Alonso en su fantástico blog. Les pongo de nuevo el enlace recomendándoles que se pasen por allí si el tema les interesa y les copio un par de párrafos muy significativos.
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Como parte de su uniforme, los miembros del Cuerpo Nacional de Policía están obligados a mostrar el «distintivo de identificación personal», en el que se recoge su número de funcionario (así lo establece la Orden INT/1376/2009, de 25 de mayo). Esta obligación da contenido al derecho de los ciudadanos a identificar al personal de la Administración, reconocido en la Ley 30/1992 de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Es además un mecanismo de protección frente a la actuación arbitraria de la policía, un instrumento modesto pero al fin y al cabo una medida garantista. El incumplimiento de esta obligación ha de considerarse como falta grave, que implica una sanción de suspensión de funciones desde cinco días hasta tres meses, según la Ley Orgánica 4/2010 del régimen disciplinario del Cuerpo Nacional de Policía.
(…)
Mucho más preocupante que la falta de identificación es el hecho de que se están realizando interrogatorios por policías vestidos de paisano y encapuchados. Así, en la Comisaría de Moratalaz, un auténtico agujero negro de nuestro Estado de derecho, se realizaron interrogatorios de este tipo a los detenidos tras las protestas contra la reforma laboral en febrero de 2012 y tras la huelga general del 14 de noviembre.
La Dirección General de la Policía ha pretendido justificar los interrogatorios por policías encapuchados en que se trata de una medida de protección de seguridad de los agentes ante posibles atentados y en la eficacia de la acción policial; partiendo de que no está prohibido el uso de prendas que cubran el rostro de los agentes. El uniforme reglamentario de la policía no recoge ninguna prenda que cubra el rostro, según la Orden INT/2160/2008. Además de impedir el ejercicio del derecho a identificar a los funcionarios públicos, la realización de interrogatorios por policías encapuchados contribuye a crear una atmósfera intimidatoria en las comisarías. Pero sobre todo, vulnera el derecho de defensa que es parte integrante del derecho a la tutela judicial efectiva reconocido en el artículo 24 de nuestra Constitución. Así lo ha señalado el Defensor del Pueblo en una recomendación formulada en diciembre de 2012, en la que se indica que debería prohibirse expresamente el uso de prendas que cubran el rostro dentro de las dependencias policiales.
(…)
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