|
||||
Que en España estamos viviendo unos momentos de poca salud democrática y en materia de garantías es algo que parece evidente (y no creo que a ningún asiduo del blog le sorprenda a estas alturas saber que en mi opinión, además, la dinámica es más que preocupante). Las ya enormes dudas sobre la legitimidad (y constitucionalidad) de muchas acciones de estos últimos años, que hemos discutido aquí largamente, se han venido a solapar en estos últimos meses con el empleo de la represión penal contra los independentistas catalanes y sus líderes políticos de un modo que no es difícil calificar como una caída, de hoz y coz, en el Derecho penal del enemigo de rasgos schmittianos. La instrucción que está realizando el juez Llarena en el Tribunal Supremo, dejando irreconocibles todos los principios y garantías del Derecho penal de un Estado democrático (legalidad y taxatividad penales, culpabilidad, presunción de inocencia, uso de la prisión provisional, conciliación de la instrucción penal con los derechos fundamentales y muy especialmente los derechos políticos de los encausados…), es el caso más dramático, por sus perfiles y los revolcones que se suceden desde Europa o incluso desde la fría contabilidad del Ministerio de Hacienda del Reino de España, pero no es el único. Y es que, en todo caso, es ya una opinión bastante compartida entre la comunidad de juristas españoles comprometida con el Estado de Derecho y las libertades que estamos asistiendo a derivas, cuanto menos, inquietantes (si no directamente incompatibles con el respeto a los derechos fundamentales propios de un Estado democrático, como por ejemplo apunta aquí Julio González, pero viene siendo señalado cada vez por más gente).
La cuestión, con todo, es a mi juicio mucho más abiertamente política que jurídica a estas alturas. Lo que está en juego no son quiebras menores de garantías o que una instrucción pueda estar mal hecha, ni que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya de venir, una vez más, a enmendar la plana a nuestros tribunales por sus excesos reprimiendo las críticas al poder o encarcelando a disidentes. Todo ello es de suyo alarmante y merece un análisis jurídico, sin duda. Sin embargo, por encima de ello, lo que hay no es un problema de interpretación de Derecho sino una sociedad que apoya o consiente estos desmanes impropios de una democracia liberal. Somos una comunidad cívica que está demostrando carecer de anticuerpos para hacer frente a una situación de «estrés democrático» como ésta. Ni oposición política, ni medios de comunicación, ni los»intelectuales» entronizados habituales de la opinión publicada (tan adictos a los manifiestos como son en cuanto alguien que manda lo pide, guardan un escandaloso silencio respecto de estas quiebras) han sido capaces de alertar, criticar o explicar debidamente estos excesos y por qué son muy peligrosos. Fuera del mundo académico, donde la crítica sí es constante y generalizada, y de algunas publicaciones humorísticas y las redes sociales, que no por casualidad son a su vez perseguidas penalmente con una intensidad y rigor inusitados y que plantean también enormes dudas jurídicas, ha primado el silencio cómplice cuando no el aplauso. Lo cual deja en mal lugar a una sociedad que, ante su primera prueba de esfuerzo severa, se ha demostrado incapaz de generar suficientes anticuerpos como para defender algunas de las más básicas líneas esenciales de toda convivencia democrática: los derechos políticos y expresivos de todos los ciudadanos y unas garantías penales mínimas frente a la persecución desde el poder. Afortunadamente, la pertenencia de España a un espacio jurídico y político como es Europa está llamada a ayudarnos a contener los daños. Lo está haciendo ya. Esperemos que sea suficiente. En todo caso, y hasta el momento, ha quedado claro que la debilidad de nuestras propias defensas hace que, desgraciadamente, la solución a estos excesos dependa del antibiótico que nos suministran desde fuera, ya sea en forma de TEDH, ya a través de jueces alemanes en Schleswig-Holstein, ya por medio de magistrados escoceses, suizos, belgas…. y a saber de cuántos países más como la cosa siga.
Esta mala prestación de nuestra democracia reinstaurada en 1977 o 1978, según gustos, con todo, y a pesar de responder a patologías propias de una situación que es exclusivamente española (el enquistado problema catalán) se relaciona con una crisis de los valores democráticos en todo el mundo occidental que, desde hace unos años, es muy comentada. En concreto, el mundo académico liberal anglosajón vive enormemente alterado desde que la para ellos inconcebible sucesión de reveses electorales mayores en sus países (Brexit, Trump) ha puesto sobre el tapete la necesidad de una revisión del funcionamiento de los sistemas democráticos liberales occidentales. No sin demasiado disimulo, aparecen últimamente no pocas voces apuntando a la necesidad de preservar más espacios de la discusión democrática y sus riesgos «populistas», mientras se pone en valor, con indisimulada envidia, el funcionamiento «tecnocrático» de la Unión Europa, ejemplar en esto de alejar cuantas más decisiones del control directo de los ciudadanos, como es sabido. De hasta qué punto esta visión entraña no pocos riesgos, en cualquier caso, ya nos ocuparemos otro día.
Dentro de esta preocupación, es interesante hasta qué punto un libro de dos académicos norteamericanos (Steven Levitsky y Daniel Ziblatt) se ha convertido en el best-seller del año. En su How democracies die?, estos profesores de Ciencia Política en Harvard tratan de explorar cuáles son los mecanismos que ayudan a preservar la democracia allí donde está consolidada y cuáles los riesgos o pautas que suelen darse en los casos de degradación institucional que llevan a países con democracias instaladas y aparentemente funcionales al desastre. Básicamente, consideran esenciales para la preservación de las democracias tanto la tolerancia mutua entre los diversos rivales políticos con independencia de cuán enormes puedan ser sus divergencias en punto a las prioridades políticas de cada cual (mutual tolerance) como la autorrestricción de quienes mandan o ejercen poder institucional a la hora de emplear sus potestades, evitando hacer un uso extensivo de las mismas contra rivales políticos o las posiciones minoritarias, y no digamos ya un uso abusivo (institutional forbearance).
No es que Levitsky y Ziblatt sean particularmente osados como tribunos del pueblo, ni ejemplos de radicalismo democrático. De hecho, el libro destila una profunda desconfianza hacia los «populismos», pero también hacia la intensificación de la participación ciudadana y hacia las dinámicas políticas poco mediadas desde las elites. Su receta para preservar la democracia pasa, en gran parte, por asumir que ha de haber unas clases profesionales dirigentes que han de ejercer una función moderadora antes que por creer que el debate democrático más liberal y de base pueda funcionar bien por sí mismo. Y, así, en el libro tenemos sorprendentes loas a ciertos mecanismos de control ejercidos tradicionalmente por grupos económicos y sociales privilegiados, e incluso pasajes que pueden antojarse como festejo en punto a las benéficas consecuencias que, por ejemplo, para los Estados Unidos tuvo el asesinato de algunos peligrosos populistas en el período de entreguerras. Tampoco es que sean analistas ayunos de sesgos, como demuestra la peculiar elección y atención que a lo largo del libro muestran hacia unos países y otros. No es ya que Venezuela represente a sus ojos un clásico ejemplo de democracia totalmente perdida sin igual en los últimos años, sino que también emiten ese juicio sobre, por ejemplo, países como Ecuador e incluso alertan sobre Bolivia. Mientras tanto, Brasil es mencionado únicamente para decir que a lo largo de 2017 ha conservado con todo su vigor unas instituciones exquisitamente democráticas, en lo que es una demostración de miopía fascinante. También en Europa, por ejemplo, habría quien podría cuestionar hasta qué punto su reiteradas críticas a la situación en Polonia o Hungría se compadecen sin incurrir en groseras incoherencias con la afirmación de que en España tampoco hay problema alguno. Y, respecto de nuestro país, el tratamiento que dan al conflicto que acabó con la II República tras el golpe de estado del general Franco en 1936, aunque sumario, refleja una visión profundamente influída por las visiones más conservadoras y sesgadas de quienes leen el conflicto anteponiendo una muy concreta ideología, y que no es que repartan culpas a ambos bandos (many sides!!!) sino que directamente consideran en última instancia más responsables a los partidos republicanos de la situación que acaba dando origen a una dictadura autoritaria de corte abiertamente fascista en sus primeros años que a los propios golpistas. Sin duda, la «provechosa» lectura de Linz, que ellos mismos reconocen en otros pasajes, les debe de haber influido mucho a la hora de interpretar el conflicto español.
Ahora bien, no es preciso estar de acuerdo con todo el libro para reconocer el interés en su evaluación de cuáles son los elementos y circunstancias que suelen anticipar los procesos de descenso a los infiernos de democracias otrora aparentemente exitosas y asentadas. Los diversos indicadores y pautas que se repiten en los casos en que una democracia liberal consolidada se viene abajo no por medio de un golpe de estado violento sino por los excesos, cada vez mayores, de sus autoridades e instituciones resultan de enorme interés para evaluar, por ejemplo, lo que está ocurriendo en España en estos momentos. O, si se prefiere, para ayudarnos a ser conscientes de si hemos de empezar a alarmarnos y reaccionar o no. Y ello incluso aunque los autores no hayan hecho esta evaluación (o la hayan hecho de un modo diferente al nuestro). Como los criterios y valores que aportan son todos ellos cualitativos y no cuantitativos, es inevitable que haya un punto subjetivo en la gravedad que cada uno de nosotros asociemos a cada situación. Asimismo, puede diferir la percepción que tengamos sobre cómo de mal (o de bien) estamos en relación a otros países. Pero incluso asumiendo esta inevitable disparidad de criterios, los indicadores que aporta How democracies die tienen la enorme ventaja de que, al menos, nos indican por dónde suelen venir los problemas. Como mínimo, debieran servirnos a todos para ser conscientes de si, sea la pendiente más o menos pronunciada y grave, estamos o no iniciando la senda que para Levitsky y Ziblatt ha llevado no pocas veces a la destrucción de democracias asentadas.
Una evaluación de la situación en España a partir de los criterios de Levitsky y Ziblatt en “How democracies die»
Lo primero que podemos usar del libro son los indicadores que, a juicio de ambos autores, deberían despertar todas las alertas cuando vemos a un actor político, y no digamos a una autoridad pública (ellos dedican mucha atención, por ejemplo, a la conducta de Donald Trump bajo este prisma), incurrir en ciertas conductas. Es interesante, por esta razón, reflexionar sobre si en España podemos considerar que, en mayor o menor medida, nuestras autoridades e instituciones incurren en algunos de ellos (o muchos) o no. Con todo, conviene hacer dos aclaraciones previas. La primera es que, como es obvio, podemos ir tratando de aplicar también los indicadores a las fuerzas independentistas catalanas (y algo diré también sobre el tema, aunque estas alertas son mucho más relevantes cuando va referidas a la actuación del poder que a la de los movimientos de crítica que están fuera de las instituciones). La segunda, que para hacer una evaluación que tenga algo de sentido hemos de fijarnos en actores institucionales y políticos de relieve, no en individuos marginales, pues en estos reductos más extremos será siempre sencillo encontrar excesos. Si los indicadores tienen algo de utilidad es para identificar cuándo los excesos pueden poner en peligro la democracia, y ello tiene, lógicamente, mucho más que ver con que incurran en estas conductas quienes tienen posiciones de poder político o institucional que con que pueda haber ocasionales estupideces en los márgenes del sistema por actores de segundo y tercer nivel. Hechas estas aclaraciones, podemos analizar los factores que en el libro se detallan como inquietantes. Son, esencialmente, cuatro bloques de conductas.
Como vemos, el primer indicador (ver cuadro adjunto) es lo que Levitsky y Ziblatt llaman «el rechazo a las reglas del juego democrático». En este punto, parece claro que, a día de hoy, en España, tanto las autoridades como el establishment político español no cumplen ni con el punto 1.1 (rechazo al orden establecido) ni con el 1.3 (uso de medios fuera del orden legal para lograr sus fines). Es más, es manifiesto su compromiso, declarativo y político, con el orden establecido y el marco constitucional vigente (otra cosa es que puedan aprovechar en más ocasiones de las deseables su poder para hacer lecturas desviadas del mismo o adulterar sus contenidos, incluso, en ocasiones; pero algo así, en su caso, sería una cuestión distinta y puntuaría en otros indicadores pero no en el de la falta de respeto formal al marco vigente).
En cambio, respecto de los puntos 1.2 (sugerencia de la conveniencia de suspender la vigencia del marco de elecciones y democracia ordinario) y 1.4 (deslegitimación de los resultados electorales cuando no gana quien se desea), a día de hoy, creo que podemos decir en estos momentos que, como mínimo, estamos en una situación de evidente riesgo de que se estén empezando a cumplir, si es que no se cumplen ya. No sólo es cada vez más frecuente la sugerencia, que viene de medios de comunicación establecidos y actores políticos clave, sobre la necesidad de cancelar ciertas reglas democráticas si los resultados no son los deseables, sino que en Cataluña, a la postre, la activación del 155 CE, en los perfiles en que se ha producido y tal y como ha evolucionado en paralelo a la instrucción del Tribunal Supremo, ha llevado finalmente a la práctica de entender que la autonomía en Cataluña sólo se devuelve y se acepta que haya gobierno si es un «gobierno que cumpla con las reglas del juego», aunque ello haya llevado a no permitir la investidura de quienes ganaron las elecciones, produciendo el efecto práctico de cancelar los efectos de las elecciones (al menos, por el momento). También se habla con frecuencia de la conveniencia de ilegalizar a los partidos políticos indepedentistas (o sólo a algunos de ellos, a los más irredentos), posición cada día más habitual, vinculando esta medida a sus posiciones políticas y no tanto al empleo de medios violentos. Es cierto, sin embargo, que el gobierno de España en sí mismo, hasta la fecha, ha mantenido cierta prudencia al respecto, aguantando las embestidas de parte de la opinión pública y ciertos partidos que exigen caer de lleno en lo que según Levitt y Ziblatt sería un rasgo paradigmático de gobierno autoritario de los que ponen en claro riesgo la democracia.
Por último, y respecto de las afirmaciones sobre la falta de legitimidad de las victorias es manifiesto que éstas son la norma desde hace tiempo respecto de las sucesivas victorias electorales independentista. Las apelaciones a que no participa todo el mundo y no se refleja bien el sentimiento del cuerpo electoral, a que el sistema electoral está adulterado o a que los resultados no debieran ser válidos porque hay un clima de amedrantamiento que impide votar con libertad, al supuesto adoctrinamiento en las escuelas o al que supuestamente hace a diario TV3, por muy ridículas que sean y fáciles de desmontar, son desgraciadamente reflexiones mainstream en la España de hoy. De nuevo, sin embargo, el gobierno de España, al menos hasta la fecha, ha sido más prudente en esta materia que una opinión pública y, sobre todo, publicada, absolutamente enloquecida y que con su actitud supone un claro y grave riesgo para la democracia, como nos dirían Levitsky y Ziblatt.
La conclusión respecto de este primer criterio es pues sencilla: cumplimos sin duda el punto 1 si atendemos a lo que leemos en los periódicos o nos fijamos en el debate político, con actores dominantes y medios de comunicación que exhiben un compromiso más bien débil con ciertas reglas básicas del juego democrático. En cambio, el gobierno, al menos hasta la fecha, ha puesto un bemol a esta deriva, aunque se haya dejado arrastrar sin duda por ella mucho más de la cuenta y de lo que sería deseable. Respecto de los indepes, por su parte, es más que obvio que ellos sí quedarían claramente reflejados en el punto 1.1 (su rechazo a la Constitución es indubitado).
El segundo grupo de situaciones que a juicio de los autores de How democracias die permite enjuiciar una democracia como en grave riesgo de desintegración tiene que ver con que se generalice la existencia o no de manifestaciones de rechazo de la legitimidad política de los oponentes (ver cuadro adjunto). En este caso, a diferencia de las salvedades que he hecho respecto del primer grupo de situaciones, hay pocas dudas, la verdad, sobre hasta qué punto la dinámica política española actual está gravemente envenenada. Podemos decir sin temor a correr demasiado riesgo de ser contradichos que a día de hoy gobierno, autoridades y establishment españoles, respeto de los independentistas catalanes, cumplen de lleno los puntos 2.1 (descripción del rival como subversivo), 2.2 (identificación del rival con un riesgo para la subsistencia de la nación), 2.3 (criminalización de los rivales políticos) y 2.4 (sugerencia de que los oponentes políticos trabajan para beneficiar a potencias extranjeras o por cuenta de ellas). Todas y cada una de estas perversiones, que en tan grave riesgo ponen la convivencia democrática, son moneda corriente hoy en España y forman parte de la descripción que de ordinario reciben los separatistas catalanes por medios y clase política españoles. Es obvio, como no puede ser menos, que podemos discutir sobre cómo de grave es la situación descrita y a qué grado de degradación hemos llegado, como también lo es que encontramos matices en estos juicios dependiendo de partidos y sensibilidades. Pero la línea general es más que obvia entre el establishment español de nuestros días (por su parte, los indepes respecto de esto parecen ser mucho más prudentes, la verdad, aunque también es indudable que muchos de ellos cumplen el 2.2 en sus versiones exaltadas).
Así, no parece que quepan muchas dudas sobre el cumplimiento del punto 2.1. El 2.2 también parece claro, basta con atender a todas las chorradas diarias que hemos de leer y escuchar sobre el deseo de los catalanes de “destruir España”. Del 2.3 mejor no hablar demasiado estos días, con las causas por rebelión por las que aquí se piden hasta 40 años de cárcel y por las que se tiene a varios políticos electos en la cárcel que, sencillamente, ¡ningún otro país de la UE ve legales ni defendibles ni siquiera indiciariamente (que ya tiene tela, la cosa, dada la normal deferencia entre Estados en estos casos! Y es que en este punto, por increíble que parezca, incluso cumplimos con el extravagante punto 2.4. Basta ver a estos efectos toda la ridícula obsesión de medios como El País y ministros como los actuales titulares de Defensa o de AAEE sobre la injerencia de Rusia en todo el proceso.
Conclusión: desgraciadamente a día de hoy en España podemos dar por verificados de lleno, claramente y sin frenos todos los elementos del segundo punto de riesgo de liquidación de la democracia que señalan Levitsky y Ziblatt, como consecuencia de haber caracterizado (y, además, ojo, lo que es mucho más grave, haber actuado a continuación en consecuencia) a los rivales políticos que están planteando un problema meramente político al poder establecido como posiciones políticas fuera del normal juego democrático y que merecen todo tipo de represión y evicción de la esfera pública. Por triste que sea tener que hacer esta evaluación, y por mucho que en esto, como en todo, puede haber grados y podríamos estar (o llegar a estar) todavía mucho peor (así como es cierto que hay países, no democráticos, claro, con situaciones mucho más graves), creo sinceramente que esta afirmación permite poca réplica.
El tercer grupo de indicios de hundimiento democrático que manejan los autores se refiere a la tolerancia o incentivo de la violencia política por parte de los políticos y autoridades. Afortunadamente, creo que es justo decir que a día de hoy en España no tenemos elites políticas o autoridades institucionales, ni en el lado español ni entre los líderes independentistas catalanes, que estén en ningún caso incentivando o justificando comportamientos de esa índole. Se trata, sin duda, de una muy buena noticia dentro del panorama deprimente general en que estamos, dado que es probablemente el único de los cuatro grandes grupos de indicadores donde se puede hacer esa afirmación. El rechazo a la violencia es, por ello, el más claro e importante valladar (por no decir también que el único) que ha demostrado tener nuestra democracia frente a una involución peligrosísima. Por esta razón es tan importante, a mi juicio, preservarlo a toda costa y condenar o alertar incluso frente a aquellos excesos que no vienen exactamente del poder que pueden parecer más nimios.
Porque sí es cierto que, sin haber violencia, hay de vez en cuando salidas de tono (y en ocasiones de gente relevante, como el artículo de El Mundo que no hace nada se vanagloriaba de tener a los independentistas catalanes atemorizados a base de palizas; o las recurrentes chorradas de Jiménez Losantos y alguna cosa más). Ahora bien, y afortunadamente, creo que es justo decir que la apelación a la violencia, más o menos velada o por el contrario más directa, contra el adversario político no es la norma en España. Hay un gen pacifista muy profundamente implantado en la sociedad española post 1975, lo que es sin duda una de las mejores cosas que tenemos como país, que haría que cualquier llamada a la violencia política sea rechazada casi instintivamente por casi toda la población (y también puede decirse lo mismo, claro, de los indepes, que en esto son profundamente españoles, y para bien). ¡Menos mal!
Con todo, y dado lo esencial que es conservar esta línea de defensa, hay que señalar algunas manifestaciones preocupantes, empezando por el discurso del Jefe del Estado del 3 de octubre de 2017 que, en un uso a todas luces políticamente inapropiado y probablamente excesivo en términos estrictamente constitucionales de sus funciones, hizo un velado llamamiento a la justificación de la violencia si fuera necesaria para «restaurar el orden constitucional» (en su peculiar declinación de defensa a ultranza de la unidad de la patria) en Cataluña. Igualmente, que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado hayan hecho durante estos meses ciertas manifestaciones, con banderas y despedidas al grito de «a por ellos» es algo desafortunadísimo que habría que evitar a toda costa que se volviera repetir y por lo que deberían haberse tomado medidas internas inmediatamente. Asimismo, hay una manifiesta desproporción en el tratamiento que medios y, lo que es más grave, policías y jueces dan a algunos pequeños episodios de violencia frente a otros que debería atajarse cuanto antes. Porque, si no se condena y se comienza a analizar la violencia contra un bando y no se persigue a quienes así actúan cuando lo hacen contra los enemigos del poder, se está empezando a empedrar un camino que lleva a lugares muy inquietantes.
Con todo, afortunadamente y como decía, no creo que cumplamos en ningún caso con este tercer bloque de indicios (en gran parte porque, afortunadamente, el gobierno de España democráticamente elegido es quien dirige la política del país, así preservada de los impulsos de un Jefe del Estado manifiestamente poco ligado a consideraciones democráticas, también, en su visión de este conflicto y en cuanto a su visión sobre la legitimidad del recurso a la violencia para atajarlo). Y ello aunque es imperativo empezar a exigir a policías, jueces y medios de comunicación que se tomen con la seriedad debida la reacción y condena frente a los actos de violencia que ya se dan, aunque sean poco importantes de momento y aunque en ningún caso cuenten con el apoyo y aliento institucional.
Por último, el cuarto grupo de indicadores de peligro del libro se refiere a la facilidad y alegría con la que se está dispuesto a liquidar o restringir derechos políticos de los que no piensan como toca, como considera la mayoría o, más crudamente (que es lo que suele pasar), sencillamente como entiende oportuno el poder. De nuevo, y desgraciadamente, es bastante fácil afirmar que la España de nuestros días también cumple con creces este indicador y debiéramos estar extraordinariamente alarmados por ello.
El criterio 4.1 de Levitsky y Ziblatt (aprobación de leyes para reducir libertades tanto políticas como expresivas de los rivales políticos), de hecho, parece casi una descripción exacta del tipo de legislación que han estado aprobando PP, PSOE y C’s, por medio de sucesivos pactos de Estado y reformas varias en los últimos años. Todo ello ha producido un legado de normas represivas, ya en vigor, y que en su día, lamentablemente, sólo criticamos los «sospechosos habituales». Estas leyes, además, están siendo interpretadas de forma más que expansiva (y desequilibrada hacia sólo un lado) por nuestros tribunales, restringiendo con ello todo tipo de derechos civiles políticos básicos en cualquier democracia… sólo a ciertos ciudadanos. Se trata de una situación muy, muy preocupante. Y más aún lo es, a mi juicio, y como he dicho al principio, la práctica inexistencia de anticuerpos que se han generado de forma natural, de momento, en nuestros medios de comunicación, opinión política u «opinadores» habituales (la opinión publicada en España es de una dependencia del poder y sus visiones absolutamente insólita en el entorno europeo) frente a esta situación.
Así, las acciones a que se refiere el punto 4.2 (amenaza de acciones legales contra los rivales políticos y los grupos sociales que los apoyan) no sólo es que sean también posibles en grado de amenaza, sino que ya se han llevado a la práctica. Las medidas penales adoptadas contra políticos electos catalanes, raperos o tuiteros críticos con el poder o la monarquía, manifestantes que exigían la libertad de ciertos presos o asociaciones independentistas, etc. son ya demasiadas como para poder conjurar una legítima y onda preocupación. Inquietud que es si cabe mayor si pensamos que todas ellas han sido adoptadas con amplio apoyo no sólo del gobierno y sus socios sino incluso de medios de comunicación en principio de otro espectro (El País o la Ser, por ejemplo, se han significado activamente en un apoyo cerrado a las tesis de la conveniencia de prohibir la acción política independentista, la expresión de estos objetivos y el encarcelamiento de sus líderes), partidos de la oposición (recientemente el mismísimo líder de la oposición, Pedro Sánchez, se pronunciaba contra los CDRs catalanes denunciándolos como sediciosos y violentos, p.ej., dando pábulo y cobertura así a una inmediata acción judicial de fiscalía contra algunos de sus miembros nada más ni nada menos que con cargos de terrorismo) e “intelectuales” orgánicos al uso. Como vemos, respecto de este punto, de nuevo, la capacidad de la sociedad civil española de generar “anticuerpos” frente a las derivas autoritarias ha sido muy limitada, por no decir nula.
Curiosamente, en cambio, el punto 4.3 (loas a modelos represivos extranjeros) no se cumple en ningún caso. Es una paradoja española muy interesante, de hecho, que cuando son otros los que en otros países desarrollan conductas autoritarias que aquí internamente, en cambio, son firmemente apoyadas… ¡suele verse como algo muy malo!)
Como conclusión respecto de este último grupo de indicios, el juicio no puede ser más deprimente. La criminalización de los rivales políticos ha llevado a la adopción de medidas, muy severas, de restricción de libertades y derechos políticos. El extremo máximo, de hecho, es mantener en prisión provisional a líderes electos e, incluso, vedarles la posibilidad de ejercer sus derechos políticos y presentarse a investiduras en contradicción con todo el Derecho español vigente y la jurisprudencia constitucional consolidada. En algunos casos, por ejemplo, el mero hecho de ser diputado o presentarse a la investidura ha llevado a la prisión. Incluso, como ocurrió con Jordi Turull, de una forma tan escandalosa como incrementando las medidas cautelares y decretado prisión provisional sólo cuando podía verificarse su investidura como president de la Generalitat (el juez dictó prisión provisional, cuando antes había considerado esta medida cautelar innecesaria, sólo tras un primer voto de investidura en el que no alcanzó la mayoría requerida, horas antes de que fuera a lograr la necesaria en una segunda sesión). Resulta difícil exagerar el escándalo democrático que este tipo de situaciones suponen.
Una conclusión inquietante… y un modesto apunte sobre la búsqueda de posibles remedios
Con los matices que se quieran, es evidente que la situación democrática de España a día de hoy no es nada buena. Podemos discrepar respecto a cómo de empinada es la pendiente por la que nos estamos dejando llevar, o sobre cuánto camino llevamos recorrido y hasta qué punto estamos cerca de tocar fondo, pero que nos hemos adentrado por terreno resbaladizo está fuera de toda duda. Gobierno, autoridades, elites, medios, intelectuales orgánicos y los siempre dispuestos voceros de servicio cumplen a día de hoy con demasiados de los criterios que Levitsky y Ziblatt listan para ayudarnos a identificar cuándo han de saltar las alarmas. Que nos salve, de momento, el muy extendido y compartido rechazo entre la población española a la violencia y que el gobierno de España haya mantenido, dentro de lo que cabe, una actitud más prudente que la opinión publicada y las demandas de ciertas elites no es suficiente, aunque aporte elementos tranquilizadores y, quizás, pueda ayudar a atisbar un camino de salida, para evitar que el juicio haya de ser muy crítico.
Hay que tener en cuenta, además, que Levitsky y Ziblatt señalan también que las democracias, cuando son contaminadas por pulsiones autoritarias, suelen acabar teniendo líderes que cometen tres grandes pecados: comprar al árbitro (haciéndose con el control directo o indirecto de las instituciones de fiscalización, especialmente de las más importantes cortes de justiciad país o de sus medios de comunicación más potentes), expulsar a las estrellas de los equipos rivales (por ejemplo, metiendo en la cárcel a los líderes políticos más populares de entre quienes defienden otras posiciones) y cambiando las reglas del juego a mitad de partido (modificando leyes electorales o reescribiendo el código penal para alterar lo que se puede o no hacer, lo que es legal o no, como manifestaciones de lucha y oposición política).
Si añadimos estas tres dimensiones a las consideraciones ya realizadas, el juicio que hemos de hacer sobre la situación en España y las posibilidades de salir con bien de la misma es si cabe más sombrío. No tanto porque el problema se agrave, que también, como porque la degradación en estos elementos elimina capacidad de defensa y respuesta a la democracia cuando es atacada (por ejemplo, Levitsky y Ziblatt se congratulan de cómo por esta vía se han contenido ciertos posibles excesos de Trump o cómo la opinión publicada de los Estados Unidos sí cuenta con grandes medios que expresan opiniones sustancialmente diferentes a las que pretende imponer allí su poder ejecutivo). Sin pretensión de exhaustividad, tengamos simplemente en cuenta que, en España, por contra:
Todas estas señales de alarma debieran ser suficientes para que reflexionáramos seriamente sobre la necesidad de una respuesta política en la que hemos de ser protagonistas todos los ciudadanos que apreciamos y valoramos la democracia española frente a quienes la están destruyendo. Hemos de denunciar estos excesos y las defensas que día tras día se producen en tribunas públicas de medidas lisa y llanamente autoritarias, impropias de una democracia garantista y de un Estado liberal de Derecho. Para lo cual, como dicen los autores de How democracies die, resulta esencial asumir esa tolerancia mutua y cierta restricción en el ejercicio del poder contra el adversario político que ha de estar en la base de toda convivencia democrática.
Los españoles hemos de asumir que a los conflictos sociales como el que tenemos en España hay que darles cauce político, lo que requiere con urgencia volver a aceptar resultados democráticos con normalidad, eliminar la persecución de rivales políticos y reconocerles legitimidad, derogar todas las restricciones de derechos civiles y políticos de los últimos tiempos… y lograr que una mayoría significativa de la sociedad vuelva a defender estos postulados. Porque una de las cosas más preocupantes de lo que cuentan Levitsky y Ziblatt en su libro es que si no hay respuesta desde la sociedad de oposición a las derivas autoritarias, si una amplia mayoría de voces autorizadas las apoyan, si no aparecen críticos y los controladores fallan (tribunales complacientes, medios adictos…), entonces las posibilidades de parar una deriva de esta naturaleza son mucho menores (aunque ellos no analizan en detalle casos de quiebras dentro de estructuras como la UE, que en principio debiera ser un importante freno para evitarlas). Es decir, que esto o lo paramos desde la propia sociedad española y asumimos que hemos de arreglarlo con diálogo, aceptando al adversario, y dándole voz… y voto, o se nos irá de las manos muy probablemente.
Obviamente, una vez solucionado el lío en que nos hemos metido solitos, habrá que acabar hablando respecto de cómo solucionar los problemas de fondo, y entre ellos los que han dado lugar a la crisis catalana. Que, a fin de cuentas, es de lo que va y para lo que sirve una democracia: de poder hablarlos, discutirlos, tratar de arreglarlos y, si no nos ponemos de acuerdo, pues votarlos y asumir con naturalidad que, respetados los derechos y garantías básicas de todos, a veces se gana y a veces se pierde y que nuestras preferencias no serán siempre las que se habrán de imponer, pero que mejor resolver los conflictos así a acabar en una espiral represiva, autoritaria y quién sabe si a la postre también violenta que siempre, pero siempre, acabará entre mal y muy mal.
(El 27 de octubre de 2017 los acontecimientos en Cataluña se han acabado de precipitar, con la declaración de independencia, siquiera sea protocolaria, por parte de la mayoría soberanista del Parlamento catalán, y la rápida respuesta estatal, aplicando el 155CE para intervenir la autonomía, destituir a sus responsables y convocar unas nuevas elecciones autonómicas para el próximo 21 de diciembre. Lo que siguen son unas breves notas con la idea de trazar un mapa sobre algunas conclusiones jurídicas más o menos difíciles de negar a partir de las que deducir algunas consecuencias jurídicas)
A lo largo de estos años, y especialmente en los últimos meses, todos hemos escuchado y leído mucho sobre materias aparentemente tan áridas y tan poco sexys como el Derecho público español o la forma en que organiza nuestra Constitución el reparto territorial del poder. Y, sin duda, una de las cosas que más ha sorprendiendo en este trance a mucha gente, hasta el punto de generar no poca frustración o descreímiento, es que en ocasiones da la sensación de que para los juristas cualquier posición pueda ser justificable, que dependiendo del bando en que se encuentre el intérprete de turno “todo valga” si beneficia sus intereses. Sin embargo, esto no es exactamente así. Es perfectamente posible identificar algunas bases jurídicas, aunque en ocasiones sean de mínimos, muy difíciles de discutir. Recordarlas, por ello, quizás no esté de más, dado que en ocasiones las perdemos de vista ante el aluvión de noticias, giros de guión y nuevos artículos constitucionales que van entrando en juego. Pero, sobre todo, porque a partir de esas bases mínimas donde todos, o casi todos, podemos estar de acuerdo a poco que tengamos un mínimo de honradez intelectual, es más sencillo ver claro.
Además, también resulta más fácil, a partir de esas bases, desarrollar algunas opiniones. Ha de quedar claro, no obstante, que cuando se trata de explicar qué cosas son verdad o mentira en el encuadre jurídico que habitualmente hacemos o leemos sobre la “cuestión catalana” quien lo hace se expone a, sencillamente, equivocarse y errar. Lo que, en su caso, lo descalificaría como buen jurista desde un punto de vista técnico. Por el contrario, cuando de lo que se trata es de hacer una construcción valorativa, necesariamente política, a partir de esas bases, ya no se puede hablar de acierto o error, de corrección o incorrección del análisis a cargo de un especialista, sino de una opinión emitida por alguien, susceptible de ser sometida a crítica y cuestionamiento, pero que en principio no tiene más valor que los argumentos en que se apoya, labor para la que el jurista no está necesariamente mejor pertrechado que cualquier otro ciudadano.
Hecha esta aclaración previa, considero que puede tener sentido tratar de sintetizar algunos hechos ciertos y realidades jurídicas que creo pueden ser compartidas desde un punto de vista que pretende ser, si se me permite la expresión, “técnico”, con la intención de ayudar, por si hiciera falta a estas alturas, a aclarar mínimamente el panorama. A partir de ahí, expresaré también alguna opinión subjetiva con valoraciones personales que, creo, en cada caso quedará bastante claro que no son más que eso pero que, quizás, puedan resultar interesantes, aunque sea para que otros con diferentes y quizás mejores razones las cuestionen. Allá va, pues, un intento de dibujar cómo queda el paisaje una vez concluida, por lo que se atisba, la primera batalla.
- Las instituciones catalanas representativas surgidas de las elecciones de 2015, tanto su Parlament como el Govern autonómico, han actuado en clara quiebra del ordenamiento jurídico español y de su Constitución de 1978. Tras una serie de primeras declaraciones donde ya se invocaba y reivindicaba el carácter soberano del parlamento catalán, cuyo valor y seriedad puede ser objeto de debate –esta gradación, como es lógico, sí es por definición valorativa- las leyes aprobadas los días 6 y 7 de septiembre de 2017 suponen una ruptura abierta y de incuestionable hondura. Son normas que no se aprueban incumpliendo el reparto de competencias contenido en el Estatuto de Autonomía y la Constitución, sino que directamente desconocen ese marco. Más allá de otras posibles infracciones en la tramitación de estas dos leyes, al aprobarlas y ordenar por medio de las mismas la realización de un referéndum de autodeterminación que el Tribunal Constitucional había afirmado en reiteradas ocasiones que era de imposible realización con el marco jurídico vigente en España y las medidas de legalidad transitoria para el caso de que el voto favorable a la independencia fuera mayoritario, el Parlament de Catalunya se declara claramente soberano de facto, ignorando artículos como el 1.2 o el 2 de la Constitución española y, además, actúa como tal con patente desparpajo.
- Frente a una situación como la descrita, como frente a cualquier incumplimiento del ordenamiento jurídico, el Estado y sus instituciones no sólo es que puedan reaccionar, sino que están constitucionalmente obligados a hacerlo de la mejor manera que puedan y sepan. Ello no obstante, hay que señalar que no todos los incumplimientos son, en Derecho, iguales. Varios factores convierten el que aquí analizamos en uno particularmente cualificado: en primer lugar, no es un incumplimiento inconsciente, sino buscado y consciente; además, no es un incumplimiento que se trate de ocultar para que no sea reprimido y que busque obtener ventajas en la ilegalidad de forma subrepticia, sino uno abierto y flagrante; en tercer término, es protagonizado por instituciones y no por particulares, lo que sin duda agrava también el problema; y en cuarto y más importante lugar, se trata de una quiebra que es realizada por estas instituciones a partir de un mandato democrático que no puede negarse: los partidos que lo protagonizan se presentaron a las elecciones que les dieron su mandato con la explícita intención de, si lograban una mayoría, declarar la independencia de Cataluña. Que al menos todos estos elementos –y quizás alguno más- convertían la quiebra de la legalidad a que se enfrentaba el Estado en una particularmente grave y a la que se había de atender muy probablemente con mecanismos diferentes a los ordinarios para restaurar la legalidad ordinaria o castigar a quienes se la saltan en el día a día de cualquier sistema jurídico no parece fácil de desmentir.
- El Estado tiene, para enfrentarse a una pretensión de ruptura como la descrita, muchos instrumentos constitucionales y legales a su disposición. Algunos se corresponden con la aplicación pura y simple, si bien adaptada a las circunstancias y al tipo y modalidades de incumplimientos, de herramientas de legalidad ordinaria. Tenemos aquí desde las medidas de control al uso, corrientes y molientes, de la corrección de la actuación administrativa a los controles de constitucionalidad a posteriori que realiza el Tribunal Constitucional sobre cualquier actuación normativa o ejecutiva de las instituciones españolas y, consecuentemente, de las catalanas. Disponemos también de la actuación de los jueces ordinarios predeterminados por la ley, que a instancias de la fiscalía actúan persiguiendo los delitos que puedan, en su caso, haberse cometido. Por último, aparece la labor de los cuerpos y fuerzas de seguridad que, tanto en sus labores de policía judicial como en sus tareas generales de indagación para la prevención de delitos, también puede y ha de ser desplegada. Como todos sabemos, la reacción estatal frente a lo que se ha dado en llamar el “desafío catalán”, hasta hace bien poco, ha sido vehiculada empleando exclusivamente esos medios. En algunos casos, tras haber ampliado sus perímetros, por medio de recientes reformas legales, respecto de lo que ha sido tradicional en nuestro Derecho. Por ejemplo, el control financiero sobre las Comunidades Autónomas se ha extremado en los últimos años; y el Tribunal Constitucional ha visto cómo desde 2015 sus potestades para velar por el cumplimiento de sus decisiones se ha ampliado notablemente. Junto a estas alternativas, la Constitución reconoce también a las instituciones del Estado la posibilidad de emplear mecanismos excepcionales para hacer frente a situaciones de necesidad, que van desde el empleo de la llamada “cláusula de coerción federal” contenida en el hoy ya famosísimo artículo 155 CE a la activación de los estados de alarma, sitio y excepción previstos en el artículo 116 CE. Las excepcionales características de las quiebras producidas en los últimos meses en Cataluña hacen que sea posible desde hace tiempo, como es evidente, el empleo al menos del primero de ellos –y así lo he defendido desde hace tiempo, junto a su mayor conveniencia frente al empleo de otros instrumentos jurídicos represivos-. Cuestión distinta es si estas mismas especiales características hacían y hacen aconsejable una reacción estatal que no se instrumente únicamente por medios jurídicos, ya sean ordinarios o extraordinarios. Esto es, por medio de una respuesta política a lo que, en el fondo, y a la postre, no es sino un problema político. Como se explica también en el texto antes citado, siempre he considerado que la respuesta estatal, si se pretendía eficaz a medio y largo plazo, no podía obviar este factor último, que a la postre es el determinante cuando una ruptura como la protagonizada por las instituciones catalanas tiene el apoyo de una parte tan considerable de la población. Pero tendremos ocasión de volver sobre esta cuestión.
- Hasta aquí – y con la excepción del último apunte, obviamente valorativo- puede considerarse, o al menos eso espero, que lo expuesto sea una descripción más o menos afortunada pero sustancialmente correcta de la situación desde un punto de vista jurídico. A continuación viene el desarrollo de esa opinión personal, emitida por un jurista -pero que no tiene por ello mayor valor en sí misma- ya apuntada: frente a situaciones excepcionales como las reseñadas es conveniente acudir antes a los remedios constitucionalmente previstos para dar respuesta a las mismas que a una legalidad ordinaria que, por mucho que se trate de adaptar para hacer frente al reto, necesariamente sufrirá y será deformada si es empleada para contener algo que, por definición, le viene grande. Como digo, se trata de una opinión personal, y sin más valor en principio que los argumentos que se den en su defensa, pero que en este caso se ve reforzada, a partir de una evaluación a posteriori, con un importante aval: hemos podido comprobar ya ex post cómo la sucesión de acontecimientos ha demostrado que muchos de los peligros de los que no pocos alertamos ex ante eran totalmente ciertos. Aunque algunos de los problemas y quiebras no han trascendido en exceso a la opinión pública –en parte por afectar a instituciones o garantías cuyo análisis suele ser relativamente especializado, aunque también porque los medios de comunicación en general han cerrado filas frente a cualquier crítica al respecto- es a estas alturas justo señalar que la legalidad ordinaria ha padecido en un grado que no debiera minimizarse ante la forma en que ha sido empleada para responder a la violación a la Constitución protagonizada por las instituciones catalanas. Por ejemplo, hemos asistido al poco edificante espectáculo de ver a jueces prohibir actos y debates públicos, siquiera sea cautelarmente. Se ha impedido tanto la difusión de carteles como de envíos de correspondencia con propaganda política. La Administración del Estado ha intervenido las cuentas de la Generalitat de Catalunya empleando desviadamente instrumentos diseñados para garantizar el control del déficit, pero cuya función no era tutelar la corrección o legalidad del destino de los fondos. Las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, en medio de un cierto descontrol en torno a la responsabilidad sobre el operativo, emplearon el pasado 1 de octubre de forma manifiestamente desproporcionada la fuerza contra ciudadanos que no estaban haciendo nada particularmente peligroso para el orden público -y ni siquiera ilegal la mayor parte de las veces-. La competencia judicial para el enjuiciamiento de ciertos delitos a favor de la Audiencia Nacional, a instancias de la Fiscalía, se ha afirmado en lo que es una quiebra bastante evidente de las normas vigentes, alterando la garantía constitucional sobre el juez natural predeterminado por la ley que habría de enjuiciarlos. Incluso la propia definición de algunos tipos penales está siendo reelaborada según conviene a la necesidad del Estado de dar respuesta a la situación, poniendo en riesgo cierto algunas importantes garantías inherentes al principio de tipicidad penal. Los ejemplos podrían ampliarse y, además, da toda la sensación de que lamentablemente nos esperan aún más quiebras en un futuro próximo. Pero creo que bastan los ya referidos para entender que, en efecto, la reacción por medio de la legislación ordinaria no sólo no ha sido particularmente eficaz sino que, además, enfrentada a la necesidad de dar respuesta a un reto excepcional sin estar diseñada para ello, conduce a su deformación. Esta alteración de los perfiles de instituciones y reglas de legalidad ordinaria que conforman una parte esencial del régimen de garantías jurídicas de que todo ciudadano ha de disfrutar es extraordinariamente peligrosa en un Estado de Derecho y habría de ser evitada.
- Por el contrario, las medidas de necesidad que la propia Constitución contiene están específicamente diseñadas para hacer frente a situaciones, como es natural, excepcionales. Son por ello, y por definición, más flexibles, algo que es bueno para poder dar cumplida respuesta a retos que se salen de lo normal. Son, además, de naturaleza mucho más política, en el fondo, que jurídica, lo que es asimismo positivo. De este modo se logra que los gobernantes no se escuden a la hora de adoptarlas en una supuesta “ineluctabilidad legal” que les llevaría a aplicarlas sin tener otro remedio, tentación explicativa en la que se cae habitualmente cuando se aplican las medidas de legalidad ordinaria, aunque se haga de manera voluntarista y manifiestamente deformada –como hemos tenido ocasión de ver en esta crisis una y otra vez-. Antes al contrario, por ser flexibles y políticas quienes las adoptan han de explicar su necesidad, justificarlas, buscar acuerdos, consensos, así como soportar el debate jurídico -pero también mediático y social- sobre las mismas. Lo hemos visto cuando el gobierno se ha decidido, al fin, a aplicar el artículo 155 CE: para cubrirse políticamente ha buscado un acuerdo amplio, incluso más allá de los límites estrictos de lo necesario constitucionalmente y de lo que le garantizaba su mayoría parlamentaria en el Senado. Además, es manifiesto que el Ejecutivo ha tratado de aquilatar al máximo su reacción al emplear estos medios, y no es descabellado pensar que ello es precisamente consecuencia de que se hayan sometido a un escrutinio público exigente que, en cambio, ninguna de las medidas de legalidad ordinaria ha tenido. De hecho, han sido no pocos los juristas que, por ejemplo en esta misma publicación o en otros medios, han considerado excesivas e inconstitucionales las medidas finalmente adoptadas, y en especial la destitución de todo el gobierno catalán, la eliminación de los poderes parlamentarios de control sobre el ejecutivo que lo va a sustituir y la disolución del parlamento catalán por medio de una convocatoria de elecciones. Sin embargo, a mi juicio –y esto es, de nuevo, como puede verse, una opinión estrictamente personal y susceptible de crítica- la adopción de medidas de necesidad como las contenidas en el art. 155 CE no debe estar per se limitada a lo que una lectura rígida de la Constitución, defendida por algunos, pudiera dar a entender. Por definición, las medidas de necesidad han de poder ser amplias y no tiene sentido que queden limitadas a una lista prefijada en la Constitución. Y, de nuevo por definición, pero también porque así lo dice el propio precepto, lo esencial es que las mismas sean acordadas por el Senado y puedan superar un análisis mínimo de proporcionalidad. Pero ha de tenerse en cuenta que el órgano constitucionalmente designado para realizar este análisis es en primer y principal término el propio Senado y que, por esta razón, en principio su ponderación debería ser respetada, a salvo de la existencia de algún exceso manifiesto y grosero. Personalmente, no se me ocurre que en este caso haya claros ejemplos de ultra vires, con la excepción de la eliminación de las capacidades de control del Parlament, que se antojan particularmente innecesarias al existir otros instrumentos que logran los mismos efectos que se pretenden conseguir por esta vía pero de modo menos gravoso. Ello no obstante, incluso en este caso es dudoso que lleguemos a ver en un futuro un reproche del Tribunal Constitucional al Senado al respecto. No es baladí a estos efectos señalar la amplia mayoría política –y, hay que entender, también social- que hay detrás de estas medidas y del entendimiento de las mismas como proporcionales. Factores sociales y políticos que el Tribunal Constitucional, sin duda, tendrá en cuenta cuando esté llamado a enjuiciar, si lo acaba estando, la constitucionalidad de las medidas acordadas por el Senado.
- En apoyo de estas reflexiones, parece claro que tanto la excepcionalidad de las medidas como su amplio apoyo social y político, así como la prudente matización de las mismas producto de la necesidad del acuerdo político que ha dado lugar a las mismas –con una convocatoria rápida de elecciones que compensa la dureza de la intervención y da voto a los ciudadanos como inteligente solución de compromiso y de salida del impasse político- ha acabado por provocar una intervención extraordinaria más allá de la legalidad ordinaria y con un contenido claramente político que se ha demostrado mucho más eficaz que la reacción meramente jurídica por vías pretendidamente ordinarias que se había instrumentado hasta la fecha. En este sentido, ha de ser señalado que la mayoría independentista no parece que tenga la intención de responder a estas medidas con una oposición activa contra su despliegue ni, mucho menos, violenta. Más allá de una Declaración de Independencia con un valor más proclamativo que real, y constatada la incapacidad efectiva de control del territorio y de la población por parte de unas autoridades catalanas que además parecen haber renunciado a llevar el conflicto al plano de la desobediencia efectiva, esta falta de respuesta demuestra también el evidente valor legitimador y simbólico que tiene, como vía de salida a cualquier crisis política, dar voz a la población, sea por el medio que sea… y hasta qué punto es complicado oponerse a la misma sin perder legitimidad a raudales.
- Para concluir estas reflexiones, es preciso retomar el hilo que dejábamos al principio suelto y sin enhebrar del todo. La quiebra constitucional protagonizada por las instituciones catalanas tiene origen en una serie de reivindicaciones de gran parte de la población catalana –la independencia, por ejemplo-, que además es muy mayoritaria, según todas las encuestas y el voto expresado en las elecciones realizadas desde hace años, al menos en cuanto a la voluntad de poder votar en torno a la cuestión de la pertenencia de Cataluña en España. Esta situación cualifica en muchos órdenes los incumplimientos y sitúa el conflicto en un plano, el de la legitimidad, que no se puede desconocer. Tampoco la reacción estatal, en mi opinión, puede permitirse perder de vista este elemento. Por ello es inteligente que la solución finalmente acordada –una solución política, recordemos- tenga como ingrediente la convocatoria de unas elecciones para permitir que la actual situación de crisis se canalice dando cauce democrático a la expresión de la voluntad de los ciudadanos. Los efectos legitimadores de esta decisión han sido, de hecho, inmediatos. No sólo han dificultado una respuesta de la mayoría política catalana secesionista, sino que además han rebajado la tensión social de forma inmediata y perceptible. Ahora bien, analizado este efecto con frialdad, no deja de resultar paradójico hasta qué punto da la razón a los independentistas que reclaman desde hace años el voto como medio para resolver, siquiera sea por unos años –provisionalidad inherente a todas las soluciones en torno a cuestiones relativas a la convivencia potencialmente conflictivas-, el problema: y es que votar es sin duda la mejor forma de conllevar conflictos sociales enquistados sobre disputas organizativas –y también sobre algunas otras de muy diversa índole-. O, al menos, la que tenemos constatado históricamente que suele dar mejores resultados e impedir la agravación irremediable y desastrosa de ciertas discrepancias. Basta comparar cómo evolucionaron las situaciones en Escocia o Quebec tras sus referéndums con lo vivido en Cataluña para constatar hasta qué punto esta realidad se ha vuelto a poner de manifiesto estos meses con toda su fuerza. Curiosamente, al menos en la fase final de esta crisis, algunos independentistas parecieron olvidar esta idea central: quien de verdad defiende el “derecho a decidir” de los ciudadanos, y por mucho que las dificultades que hicieron imposible que la votación del día 1 de octubre fuera un verdadero referéndum no fueran achacables a las autoridades catalanas, no debiera contentarse con los resultados de ese día como ejercicio suficiente y satisfactorio del mismo. La expresión de la voluntad de los ciudadanos, y más sobre cuestiones esenciales, es demasiado importante como para que quepan atajos.
- Como coda final conviene recordar, una vez más, que la propia convocatoria de elecciones decidida por el Ejecutivo español para Cataluña tiene la gran virtud de poner en valor la necesidad de dar la palabra a la población para, al menos, tratar de encauzar este conflicto a corto plazo. Pero, más allá de esta paradójica reivindicación de la democracia como vía de solución, no deberíamos perder de vista que, en los últimos meses, nada de lo instrumentado como reacción estatal permite augurar que la “cuestión catalana” vaya a quedar zanjada únicamente con estos comicios. Los efectos taumatúrgicos del voto no son tantos. Sólo el cansancio coyuntural de los independentistas o la frustración por el resultado provisional del proceso pueden conducir a deserciones, con pinta a día de hoy de ser más provisionales que otra cosa. Lo cual quizás sirva –o no, pero en todo caso en breve lo sabremos si finalmente se celebran las elecciones convocadas para el 21 de diciembre de 2017- para lograr una precaria mayoría unionista a corto plazo, pero es dudoso que pueda impedir una reagrupación de las fuerzas independentistas a medio término si no hay cambios sustanciales en la organización del Estado y la Constitución española de 1978. El acuerdo a este respecto es a día de hoy enorme entre casi todos los juristas, al menos en todos y cada uno de los muchos a los que todos hemos tenido ocasión de leer estos días –por ejemplo, el reciente monográfico de la revista El Cronista, donde los participantes no eran por lo general ejemplos de empatía con las posturas independentistas, es una muy buena muestra de ello-. Sin embargo, no da la sensación de que el debate político y social esté ni mucho menos mínimamente maduro para una reforma federalizante de las dimensiones y ambición mínimas que podrían aspirar a desatascar las cosas. Desatender este último elemento, desconocer que ciertas quiebras a la Constitución no sólo son jurídicas sino también políticas y que por ello requieren de soluciones también políticamente excepcionales –y no sólo jurídicamente fuera de lo ordinario- es una muy mala receta de futuro que entraña, además, muchos peligros. Riesgos que, quizás, habrá una enorme tentación de obviar en medio de la euforia subsiguiente a poder haber resuelto a corto plazo el desafío, máxime si las elecciones de diciembre favorecen los intereses de sus convocantes. Ahora bien, y como es obvio, esta última aseveración es, creo que a nadie se le escapa, de nuevo una mera opinión personal. No se pretende, pues, hacer creer a nadie que constituya una verdad absoluta o un juicio técnico que se haya de asumir. Ello no hace, sin embargo, que deba ser menos atendida. Porque si olvidamos la imperiosa necesidad de una reforma constitucional de calado que dé acomodo en una España diferente a muchos catalanes que hoy se sienten crecientemente desplazados por causa de ciertas derivas –y derivas ciertas- centralistas y recentralizadoras, y si no somos capaces de un amplio acuerdo que haga sentirse cómodos en la misma también al resto de ciudadanos españoles, los problemas que hemos vivido estos meses están llamados a reproducirse, incluso, con mayor gravedad.
En ocasiones resulta interesante reflexionar sobre cuáles son los elementos constitutivos del Derecho público español que lo singularizan (moderadamente, por supuesto, dado que a fin de cuentas formamos parte de esa tradición) respecto de lo que es la pauta común en el Derecho de Europa occidental. Aprovechando que van circulando por ahí dos vídeos con sendas intervenciones mías respecto de esta cuestión, los dejo aquí enlazados (o, más bien, «incrustados» en esta misma web), en la medida en que forman una cierta unidad, por si a alguien le resulta de interés su visitando conjunto.
El primero de ellos analiza uno de los elementos más singulares de nuestro Derecho público en su vertiente constitucional y democrática: las extraordinarias limitaciones que ha desarrollado para el ejercicio por parte de la ciudadanía de labores de control al poder, de funciones de «contrapoder» respecto de los órganos ejecutivos (y no sólo: también legislativos, judiciales…) establecidos. Estas limitaciones, por supuesto, existen en todos los sistemas, pero la singularidad del caso español radica en que la Constitución de 1978 configura una «dieta democrática» ciertamente parca tanto en carbohidratos com en interferencias ciudadanas, que se juzgan peligrosas y de las que se desconfía enormemente. Por ello, la Constitución de 1978, siendo muy generosa por ejemplo en derechos y libertades fundamentales respecto del ejemplo comparado, es muy restrictiva en esta otra cuestión y en cambio manifiesta una desmedida confianza en los mecanismos más institucionales y mediados a la hora de ejercer el poder que normalmente, por ahí fuera, está algo más matizada. El vídeo se corresponde con una intervención realizada en un interesantísimo seminario en la UNED organizado por el prof. Ignacio Gutiérrez sobre «La democracia indignada» (en la web de la UNED, además, tenéis todos los vídeos y también hay en la que podéis encontrar un texto escrito con estas mismas ideas). Aquí tenéis el vídeo:
El segundo vídeo recoge una intervención que se centra ya más directamente en el Derecho administrativo español, es decir, en algo mucho más concreto y ceñido al estudio de mi disciplina. En la exposición trato de identificar algunos rasgos que creo que sí diferencian (de nuevo, y como es obvio, sólo moderadamente, como no puede ser de otra manera) a nuestro Derecho administrativo actual del de los Estados de nuestro entorno. Así, a mi juicio, es indudable que nuestro Derecho administrativo es más «autoritario», en el sentido de conceder más poderes y prerrogativas a la Administración y correlativamente menos espacios de defensa y garantía frente a los mismos a los ciudadanos, con un poder ejecutivo que dispone de más capacidad de decisión sobre todo ello y que ha de padecer de menos interferencias judiciales de lo que es la norma al norte de los Pirineos. En la exposición, trato de explicar que creo que algunos de esos rasgos, de esas anomalías (dicho sea no en un sentido necesariamente valorativo, sino simplemente porque se separan de lo que es más común), tienen probablemente mucho que ver con la herencia que, en el momento de constitucionalidad las bases del mismo, ya acarrea el Derecho administrativo moderno español, construido durante el franquismo, gracias a la generación de la RAP liderada por García de Enterría. Esta herencia, notable en muchos aspectos, no dejaba de ser un Derecho construido en las coordenadas inevitables que suponía el franquismo (un modelo de Estado autoritario) y algunas de las divergencias tienen que ver con el hecho de que luego, en época democrática, no hemos sabido superarlo y reacondicionarlo con toda la profundidad que en ocasiones habría sido deseable. La intervención tuvo lugar en la Universidad Autónoma de Madrid, en un coloquio sobre Historia del Derecho organizado por el área dedicada a la misma en esa Universidad, y en concreto por las profesoras Marta Lorente, María Julia Solla y Laura Beck (más allá de la exposición oral, ciertas ideas sobre esos rasgos autoritarios pueden encontrarse por escrito en este trabajo mío publicado en una obra colectiva europea sobre las tradiciones jurídicas de nuestros respectivos Derechos públicos, así como la reflexión en torno a cómo el gran vector de adaptación a un paradigma más liberal está siendo el Derecho europeo se puede leer en este otro trabajo). Aquí tenéis el vídeo:
Cuando un organismo sano sufre una enfermedad, sus defensas funcionan adecuadamente y generan los anticuerpos necesarios para combatir la agresión. Cuando una persona o grupo humano tiene problemas y las cosas le van mal, si es dinámico y está en forma generará también «anticuerpos» frente a esa situación. Por ejemplo, detectará la fuente de los problemas y tratará de ponerle remedio, cambiando reglas y dinámicas si es preciso. Lo cual requiere, por supuesto, de cierta capacidad de análisis, en primer lugar. De ser capaz de ver el problema y su gravedad, cuando éste se da. Una sociedad sana, por fin, en esos casos, será capaz de adoptar medidas.
Probablemente, la más fascinante prueba de la gravedad de los problemas de la España 1978 y del agotamiento del modelo jurídico-político puesto entonces en marcha para dar cobertura y continuidad con algún pequeño tuneado al modelo socioeconómico anterior es la escasa calidad de los anticuerpos generados para dar respuesta a la actual situación. No parece, en primer lugar, que haya a día de hoy en España demasiada conciencia de que las condiciones económicas se han modificado estructuralmente y para mucho tiempo. O, si la hay, se prefiere no afrontar demasiado ese molesto asunto. La receta para afrontar lo que venga en este ámbito, por lo demás, seguirá siendo sustancialmente la misma mientras estemos en la Unión Europea en las actuales condiciones y nadie parece tener muchas ganas -0 ninguna- de ponerse a pensar qué podría pasar fuera o si cabe plantear algún cambio sustancial en este punto. Mejor dejarlo pasar sin que la cosa remueva demasiadas preocupaciones. En segundo lugar, y respecto de la parte del asunto que sí es en todo caso, incluso dentro de la Unión Europea, nuestra responsabilidad indeclinable, tampoco parece que haya mucha conciencia de la magnitud de la carcoma social que está instalada en nuestras instituciones y la regulación de la cosa pública. No se ve, o no se quiere ver, el catacrac institucional multinivel en que está España. O quizás sí se ve, a saber. Pero en tal caso, vista la ausencia de reacción, hay pocas dudas respecto a que nuestro cuerpo social está bastante enfermo y sin capacidad para generar buenas defensas, dada la incapacidad para generar respuestas más o menos articuladas y consistentes que puedan servir para mejorar y sanar, al menos en parte, algunas de las patologías más evidentes. En este sentido, es muy decepcionante, y significativo, el triste panorama de las propuestas regenerativas que han ido surgiendo a lo largo de estos últimos años. Asusta un poco pensar en el poco músculo social e institucional que hay en un país donde aparentemente quienes piensan sobre estas cosas sólo aparecen para explicarnos que sustancialmente lo que hay que hacer es seguir igual, con más o menos gracia, con más o menos citas extranjeras, con más o menos reverencias a la monarquía borbónica, según los casos.
Muy resumidamente, puede decirse (evidentemente, simplificando mucho) que tanto el PP como el PSOE, representantes del bipartidismo turnista responsable del cotarro desde hace décadas, han optado por enrocarse y bloquear cualquier pretensión de cambio mínimamente consistente. Relación con Europa, elementos fundamentales de la Constitución, modelo económico, institucional… nada de eso se toca. Las elites sociopolíticas que en torno a esos partidos han controlado las Administraciones públicas y los resortes del poder desde 1978, en su mayoría muy envejecidas y poco renovadas (más allá dela entrada de gente en esos entornos, muy claramente orientada a la búsqueda de ciertas salidas profesionales y poco más), parecen tener claro que la prioridad es lograr apuntalar todo lo posible el modelo. Sólo ante derrumbes totales se hacen estas elites el ánimo de, al menos, y dado que no hay más remedio, desescombrar un poquito, pero siempre sin saber muy bien qué edificar en su lugar. Pero mientras el derrumbe no sea total, la lógica hasta la fecha ha sido apuntalar como sea la cosa. Así, y tras casi una década de crisis económica muy importante que ha hecho aflorar tensiones sociales e institucionales hasta ese momento larvadas, tenemos el sorprendente resultado de «cero reformas» de un mínimo calado aprobadas hasta la fecha. ¿O alguien es capaz de afirmar que hay un solo ámbito, más allá de la aparición de nuevos partidos sobre lo que luego hablaremos, en que el panorama de la España de 2016 sea institucionalmente diferente a la España de 2006 gloriosa de la burbuja? Cuando no ha habido más remedio, o la Unión Europea lo ha impuesto, se han acometido pequeñas reformistas, algo de chapa y pintura. Pero nada más. Y, de hecho, si por los grupos sociales que se ubican en estas coordenadas fuera (como se ha dicho, bastante envejecidos, pero muy mayoritarios entre las clases medias que disfrutan de cierta seguridad y entre quienes controlan los resortes institucionales del país), así seguiríamos mientras el cuerpo aguante…
Por mucho que esta España institucional se empeñe en mantener inalterado el rumbo, las evidencias de que tenemos ciertos problemas de calado, y de fondo, tanto en lo económico como en lo institucional, se han instalado sin embargo en amplias capas de la población. Lógicamente, estar fuera de los resortes del poder y la edad ayudan a esta toma de conciencia. Normalmente, es la gente más joven la que, por poner un ejemplo, más es consciente de que el modelo de pensiones de la «Generación T» tiene muchas trampas y les va a perjudicar notablemente en un futuro, por lo que tiene incentivos, e intereses, para cambiarlo. La aparición de partidos políticos como Ciudadanos o Podemos se explica en gran parte por esta diferencia de intereses. No es nada anómalo ni malo que así sea, más bien al contrario. De hecho, su emergencia puede identificarse con la aparición de los anticuerpos sociales y políticos de los que hablaba antes frente a un sistema carcomido y la enrocada gestión de esa situación por parte de los partidos que han estado, y siguen, al mando.
Es, sin embargo, la calidad de las propuestas de unos y otros, en la medida en que deja mucho que desear, lo que nos informa más que otra cosa de la debilidad de nuestras instituciones y tejido social. Por su falta de ambición, por un lado (reflejo muy probablemente de que ni siquiera en esos entornos de la «nueva política» se es en verdad consciente de la gravedad y carácter estructural de la situación); pero también por su falta de calidad y recorrido. Dado que Podemos está de momento en fuera de juego, más allá de ir buscando cómo replicar el programa tradicional del PSOE a todos los niveles y del modo menos rupturista posible para no asustar mucho a quienes están bien asentaditos, tiene sentido centrarse en la labor de Ciudadanos y sus planteamientos de reforma, más que nada porque la aritmética parlamentaria le ha llevado, durante este mes de agosto, a firmar con el boato que gusta a los que llevan las riendas en este partido, un sedimente «Pacto Anticorrupción» con el PP a cambio de apuntalar a este último en el poder. Al margen del que ya veremos si el pacto en cuestión es suficiente o no para investir de nuevo como presidente a Mariano Rajoy (faltan 6 diputados para lograr la mayoría que a saber de dónde saldrán o, en su defecto, varias abstenciones), es interesante analizar las condiciones impuestas por Ciudadanos, en un momento en que su capacidad política es mucha por ser sus votos necesarios, a cambio de este apoyo. ¿Qué es lo que pide este partido, supuestamente reformista y regeneracionista, en contraprestación por algo tan importante como dar apoyo al PP para seguir en el poder? Una mirada rápida mínimamente crítica a sus condiciones revela una falta de ambición y criterio que no puede ser más decepcionante. Son medidas todas ellas propias de ese regeneracionismo tan español de corte homeopático, que combina una abierta tendencia al autoengaño más o menos consciente con ganas de vender la cabra a los demás en la medida de lo posible y seguir con lo de siempre, pero sacando provecho. Son medidas típicas de unas elites que lo que persiguen es seguir a lo suyo sin que se les dé mucho la tabarra, muy en la línea de los manifiestos regeneracionistas desde arriba de corte lampedusiano que formaron parte, con propuestas también inocuas y a veces absurdas, de la primera reacción de nuestras elites a la crisis.
¿Es este juicio demasiado duro y crítico? ¿Es para tanto? ¿Es realmente tan malo el conjunto de medidas exigido por Ciudadanos a cambio de su apoyo? La verdad es que no es demasiado duro, porque sí es para tanto y sí es un conjunto de medidas bastante malo, aunque en realidad sean en su mayoría más inocuas y absurdas que graves o peligrosas. A fin de cuentas, son 6 condicioncitas de nada, la mayor parte de las cuales no van a cambiar nada, como sabe todo el mundo que se dedica a esto. Algunas de ellas, es cierto, son algo más y pueden ser directamente perjudiciales, solas o combinadas… pero sólo si alguien se las tomara en serio, que tampoco parece ser el caso. Veamos, en fin, y más en concreto, las rutilantes propuestas «anticorrupción» que toda una década de reflexión regeneracionista ha producido en España y que han acabado en este «pacto letizio» por antonomasia entre PP-C’s. Aquí están:
1. Separación inmediata de cualquier cargo público que haya sido imputado formalmente por delitos de corrupción política, hasta la resolución completa del procedimiento judicial. La primera y principal medida, de vocación claramente propagandística, genera a priori cierta perplejidad. En primer lugar, por lo impreciso y la incorrección terminológica. Que los que han cambiado el término «imputado» por «investigado» hace apenas unos meses sean incapaces de usar correctamente ahora el término dice mucho del nivel de los redactores del texto o de su abierta vocación publicitaria antes que de regeneración. Pero es que, además, la imprecisión es enorme respecto del propio supuesto de hecho que generaría la «separación inmediata» (que tampoco se sabe muy bien qué es). ¿Qué son «delitos de corrupción política? No es de extrañar que inmediatamente haya surgido una no por previsible menos divertida polémica respecto de qué delitos entran en esa categoría y qué delitos no (PP y C’s han esbozado una lista que básicamente trata de excluir de la misma aquellos delitos por los que están investigados en estos momentos muchos de sus miembros, así es el regenercionismo, y chimpún). Todo ello, sin embargo, tiene que ver con la parte más verbenara y politiquera de la propuesta, destinada a quedar bien de cara a la galería. Es decir, a la constatación de que, en la práctica, serviría más bien de poco para combatir la corrupción. A fin de cuentas los corruptos a día de hoy ya tratan de hacer sus cositas sin ser imputados, porque prefieren no serlo, por motivos obvios, con independencia de si eso conlleva separación inmediata del cargo o no. Lo normal, vamos. Con todo, los apóstoles de la regeneración nos están explicando que es muy importante que, aunque no haya medidas contra la corrupción reales y que sirvan en el pacto, lo esencial sería que la gente creyera que sí y dejara de dar la tabarra y que precisamente a ello está orientado el pacto en cuestión. Ni idea de si en ese sentido esta medida puede funcionar o no. Los «expertos» en el regeneracionismo ese consistente en vender cabras a la población sabrán.
Si vamos al fondo del asunto, a lo que en realidad propone la medida, el juicio sobre la misma no puede ser peor. Supone confundir totalmente responsabilidad penal y política, algo que ya es un problema del sistema español y que esta medida acabaría por imponer totalmente. No veo la ventaja que esta confusión aporta al supuestamente «incrementar la exigencia» y obligar a que abandone el cargo cualquier investigado, la verdad. Me parece, más bien, peligroso e impropio de una sociedad madura. Porque una sociedad madura ha de evaluar caso a caso (cómo de fundado está, cómo de grave es, sus concretas circunstancias…) y a partir de ahí exigir responsabilidad política o no. El automatismo es empobrecedor y da una excusa a una sociedad que declina sus responsabilidades. Pero es que, además, esta identificación absoluta entre responsabilidad política por corrupción y responsabilidad penal va a abundar en que se afiance la segunda consecuencia derivada de la misma: no habrá nunca responsabilidad política si no hay investigación o condena penal. No hace falta añadir mucho más sobre lo problemático que es esto. Tenemos en España una muy dilatada experiencia empírica al respecto.
2. Eliminación de los aforamientos ligados a cargos políticos y representantes públicos. Esta medida se enmarca en la reflexión que se ha realizado desde el regeneracionismo lampedusiano español en los últimos años, especializado en poner el acento en elementos menores y poco importantes, a fin de desviar la atención. Ya he comentado en el blog en otras ocasiones que sobre aforamientos, en efecto, habría mucho que decir en este país. Pero también que no es, en mi opinión, precisamente una reducción de los aforamientos lo que más nos debería preocupar. En primer lugar, porque no es exactamente verdad lo de que España tenga muchísimos y en otros países no haya (todo depende de cómo se analizan, de verdad, las peculiaridades procesales en ciertos supuestos y respecto de ciertas personas que, se llamen como se llamen, en casi cualquier país de nuestro entorno existen). Pero, además, porque los aforamientos, por mucho que sorprenda a casi todo el mundo tras años de raca-raca en sentido contrario, cumplen una función. Como ya está escrito en este blog, no tiene sentido reiterarlo de nuevo. Pero el pacto entre el PP y Ciudadanos sí tiene una cosa muy buena a estos efectos: permite ejemplificar mejor que casi cualquier reflexión teórica para qué sirven los aforamientos y su importancia. Precisamente, los aforamientos existen para que no ocurra lo que pasaría si las medidas propuestas por C’s se pusieran en marcha. Combinado con la separación inmediata del cargo para cualquier investigado, eliminar ciertas inmunidades procesales nos lleva directamente a la situación contra la que han luchado los constitucionalistas y los defensores de la soberanía popular desde hace décadas. Cualquier juez pasaría a tener el enorme poder de, simplemente aceptando cualquier querella presentada contra un cargo público, lograr que éste fuera separado del mismo inmediatamente. Desde el presidente del gobierno a cualquier concejal del último pueblo español, pasando por los parlamentarios nacionales o autonómicos, todos tendrían la espada de Damocles constantemente sobre su cabeza. Espada que bajaría a gusto de cualquier juez y que podría ser activada casi a demanda por cualquier ciudadano. Recordemos que lograr que alguien pase a estar «investigado» es procesalmente enormemente sencillo (y bien está que así sea) a efectos de poder desarrollar con garantías la investigación de cualquier delito alegado. Esta combinación de las dos primeras medidas propuesta por C’s y aceptada por el PP es pues muy fácil de describir: se trata de una absoluta barbaridad se mire por donde se mire. Llama mucho la atención el átono pulso de una sociedad como la española, por mucho que estemos en agosto, que ha sido incapaz de señalarlo así, muy probablemente debido a que la saturación de chorradas pseudoregeneracionistas lampedusianas que nos han embutido desde hace años debe de haber anulado cierta capacidad crítica y de reacción frente a la tontería. Da pereza tener que estar una y otra vez repitiendo lo obvio.
3. Nueva ley electoral, en la que se deberán integrar los siguientes principios: – incrementar la proporcionalidad. -listas desbloqueadas: establecer para la elección de diputados un sistema de listas desbloqueadas, que permita a los electores una mayor influencia final sobre la elección final de sus representantes e incentive una rendición de cuentas más personalizada entre la ciudadanía y sus representantes parlamentarios. -Reforzar el sistema de voto de la ciudadanía residente fuera de España para facilitar una mayor participación con medidas como la desaparición del voto rogado. Esta batería de medidas, simpáticamente llamadas «anticorrupción» porque el sentido del humor es lo último que ha de faltar en política española, son más bien inocuas, al menos en este estadio inicial de enorme indefinición. No hacen daño. Algo es algo. Otra cosa es que puedan suponer panacea alguna para la regeneración de nuestro sistema político. Preservar la proporcionalidad de la representación en nuestro sistema no es una mala orientación general, aunque es cierto que, con los matices derivados de la prima a los partidos mayoritarios y el perjuicio para terceras opciones, nuestro sistema electoral ya es bastante proporcional. Con todo, sería posible mejorar algo el mismo. En este blog hace ya muchos años que hice una propuesta que, por lo visto, va en una dirección no muy distinta a lo que algunos propugnan ahora e incluso a lo que ciertos estudiosos próximos a Ciudadanos han indicado. Eso sí, hay que recordar que esa propuesta, como en su día expliqué, es «constitucionalmente creativa» (pues repartir restos a nivel nacional supone un entendimiento flexible de la prescripción constitucional que impone que la circunscripción electoral en España sea la provincia). Y también lo serían, sin reforma constitucional previa, muchas otras. El PP y C’s, eximios representantes de la tendencia a interpretar la Constitución en términos literales rígidos, debieran explicar cómo afrontar en este caso el asunto. ¿Ya no consideran que la Constitución haya de interpretarse siempre y en todo caso de forma literal y rígida? ¿O, por el contrario, esta propuesta de reforma es un brindis al sol porque sin reforma constitucional no podrá ir más allá de pequeños retoques muy menores?
En lo que se refiere a desbloquear las listas, esta propuesta, de nuevo, es una medida que no hace daño. Eso sí, pretender que con ello se pueda alterar la dinámica de partidos que tenemos en España es bastante ingenuo. En el Senado, y desde siempre, tenemos listas abiertas y desbloqueadas sin que eso haya alterado lo más mínimo la capacidad prescriptiva de los partidos políticos a la hora de, según ubicaban en las listas a los candidatos, decidir quiénes debían ser los efectivamente elegidos. Bien está que se introduzcan medidas de este estilo, pero aspirar a que sean la clave para reformar nuestro sistema, para regenerar democráticamente España y para acabar con la corrupción no deja de ser, una vez más, un cuento chino propio de las tendencias a plantear medidas menores y cosméticas como las únicas necesarias para afrontar la crisis que vivimos, sirviendo de coartada para no ir más allá.
Por último, la medida sobre el voto rogado es más de lo mismo: publicidad cosmética llamada a excitar ciertos bajos impulsos y poco más, con evidentes tintes electoralistas dirigidos a un sector muy concreto de la población. Bien está que a quien se le reconoce el derecho al voto se le permita hacerlo efectivo. En este sentido, las dificultades que tienen muchos españoles con derecho al voto reconocido que residen en el extranjero son impresentables y buena muestra de lo mal que funcionan demasiadas veces nuestras instituciones. Ahora bien, no me parece que el derecho al voto de los españoles en el extranjero sea, la verdad, una prioridad de regeneración democrática. Más bien, lo alucinante es que ese asunto tape otros muchos más evidentes, como lo es el hecho de que haya millones de conciudadanos que viven en España, desde hace años en muchos casos, que trabajan aquí, que pagan impuestos aquí, que se ven afectados por las políticas decididas aquí… y que no pueden hacer nada para influir sobre las mismas porque les privamos de la posibilidad de votar. La prioridad democrática y de regeneración en España en esta materia debiera ser ampliar el derecho de sufragio activo y pasivo de los extranjeros residentes en España y hacerlo cuanto antes. Llama mucho la atención que, a estas alturas, los nuevos partidos regeneracionistas sigan anclados en posiciones etnicistas ¿y en parte racistas? a la hora de exigir, cuando tienen capacidad para hacerlo, la ampliación del cuerpo electoral.
4. Eliminar la posibilidad de indulto a condenados por delitos de corrupción política. De nuevo, el pacto se enfrentará en este punto a la divertida necesidad de definir qué entienden PP y C’s por «corrupción política». Pero, por lo demás, esta medida introduce una rigidez innecesaria en un instrumento, el indulto, cuya importancia radica precisamente en flexibilizar la aplicación de la ley penal cuando, dura lex sed lex, hay circunstancias evidentes que hacen aconsejable que, aunque la ley haya de aplicarse, sus efectos no se produzcan por ser manifiestamente injustos o perjudiciales. Por eso indultamos, y hacemos bien, a quienes han cometido delitos, menores o no tan menores, a partir de una situación y condiciones determinadas, por ejemplo socioeconómicas, y años después están totalmente integrados en la sociedad, han normalizado sus vidas y están reinsertados habiendo logrado superar condiciones de marginación, por ejemplo. Pensar que nunca se pueda dar el caso de que algo así sea conveniente en «delitos de corrupción política» es, simplemente, no saber cómo es la vida ni cómo de injusto y duro puede ser un proceso penal que llega cuando llega, a veces muy descontextualizado. Una medida mucho más sensata que resuelve mejor los problemas que pretende atajar esta propuesta (que los políticos indulten una y otra vez a sus compis condenados por corrupción una vez la sociedad ya no mira demasiado) es la que se aplica en Alemania desde hace tiempo y la que han propuesto hace ya unos años para España Doval Pais y Viana Ballester, que además es muy sencilla: que sólo pueda indultarse con el pronunciamiento favorable de los jueces que han condenado (y, si no se quiere que sea siempre así, al menos en ciertos casos).
5. Limitación de mandatos: limitación del ejercicio de responsabilidades de presidente del Gobierno a un máximo de ocho años o dos mandatos. Esta medida es el ejemplo paradigmático de la inanidad de las propuestas del pacto. En primer lugar, ya se sabe, es discutible que un modelo parlamentario combine bien con este tipo de reglas. Aunque, la verdad, por mucho que esto es lo que más preocupa por lo visto a muchos, tampoco es que los supuestos dogmas sobre cómo haya de ser un sistema parlamentario y cómo no deban ser lo que nos guíe. Yo no haría mucho caso a eso. El problema de la medida es que «desresponsabiliza» a quien ya no deberá rendir cuentas, como pudimos comprobar en España con Aznar y sus aventuras en la guerra de Irak o la propia gestión de los atentados del 11-M, probablemente muy condicionadas por el hecho de que el entonces presidente del gobierno ya no se consideraba necesitado de aval ciudadano sino sólo del que él consideraba le daría la Historia. En todo caso, imaginemos que tenemos a alguien que dirige muy bien y que todo el mundo está encantado de que mande un tiempo más. ¿Por qué privarnos de esa persona? Por ejemplo, ¿por qué iba a privarse de Albert Rivera su partido político, Ciudadanos, si todos están encantados con él aunque lleve más de 8 años ahí, mandando, en la poltrona? La mejor prueba de la escasa confianza que sus propios impulsores tienen en los efectos regeneradores y salvíficos de limitar mandatos es que, al parecer, sólo se lo pretenden aplicar a Rajoy. Si la limitación de mandatos fuera algo bueno, lo sería con carácter algo más general, digo yo. No parece, pues, que esta medida sea tampoco demasiado importante. Y además está limitadísima de origen. Por esa razón tampoco es que parezca que pueda hacer excesivo daño, pero arreglar lo que se dice arreglar algo…
6. Creación de una comisión de investigación parlamentaria sobre la presunta financiación irregular del Partido Popular. Más allá de que esta comisión pueda tener sentido o no, de que alguien aspire a que pueda servir de algo o no, sus efectos regeneracionistas son más bien dudosos. Lo cual no significa que no esté muy bien que se haga. Y si, ya puestos, se hiciera bien y todo, lo que sería una primicia histórica en el parlamentarismo español, no digamos. Pero dice mucho de la ambición política y regeneracionista de un partido político como Ciudadanos que pretenda imponer como condición al Partido Popular a cambio de su apoyo para la investidura que se cree una comisión parlamentaria en las Cortes que ya se iba a crear por existir una mayoría suficiente de partidos a favor de ello. Es más, que ya está en curso de creación por iniciativa parlamentaria de otro partido político en estos momentos. Pues eso…
En definitiva, el cuadro de medidas propuesto por Ciudadanos, o impuesto al PP a cambio de la investidura, si se prefiere expresarlo así, nos devuelve una imagen más bien triste de lo que este país ha logrado aportar y producir en la última década en cuanto al análisis respecto de qué está pasando y las medidas que deberían adoptarse para enderezar el rumbo. No es que sea sorprendente, visto lo visto hasta la fecha y leídas en los últimos años las aportaciones de las personas que han estado en la órbita del partido, de una muy llamativa inanidad, faltas de rigor marca de la casa en muchos casos y con el denominador común de una inexistente profundidad. Es lo que hay. Pero explica muchas cosas sobre la situación de nuestro país y la crisis política e institucional en que estamos sumidos. ¡Y lo que nos queda!
El texto que se publica a continuación se corresponde con la primera parte de mi capítulo «La rigidez del marco constitucional español respecto del reparto territorial del poder y el proceso catalán de ‘desconexión‘», que se ha publicado en el fantástico libro de reciente aparición sobre El encaje constitucional del derecho a decidir. Un enfoque polémico, que han coordinado los profesores de la Université de Tours, Jorge Cagiao y Conde, y de la Università de Napoli, Genaro Ferraiuolo. El libro puede comprarse muy fácilmente tanto en la web de la editorial como en Amazon, por ejemplo y, pues eso, que os lo recomiendo vivamente. Se trata de un conjunto de trabajos que ya han sido objeto de diversos comentarios, como el que acaba de publicar Ramón Cotarelo en su blog, de un enorme interés. En él, se analizan diversos aspectos del proceso de «desconexión» catalana iniciado con el fallido proceso de reforma estatutaria de principios de siglo y las crecientes demandas de reconocimiento del «derecho a decidir» de los catalanes sobre su permanencia en el Reino de España o independencia, siempre desde una perspectiva jurídica. Mi aportación a esta obra colectiva es una reflexión, que espero ayude a enmarcar el contexto de las cuestiones analizadas por el resto de trabajos, sobre el modelo constitucional español de 1978 y su extraordinaria rigidez y tendencia a la composición vertical entre elites como mecanismo para la resolución de conflictos. En este estudio se trata de entender cómo este modo de funcionamiento ha afectado indudablemente a la forma en que las instituciones españolas han afrontado este proceso de extrañamiento protagonizado por las instituciones representativas y una muy importante parte de la ciudadanía catalana. A partir de ahí, se aspira, también, a explicar que como consecuencia de estas características de nuestro ordenamiento e instituciones (del marco y del sistema jurídicos españoles) la respuesta jurídica que han recibido las diversas pretensiones llegadas desde Cataluña ha sido siempre mucho más rígida e inflexible de lo que las posibilidades del propio texto constitucional habrían permitido con una visión más abierta, agravando con ello el problema y fomentando más el conflicto que una solución al mismo. Cuando las normas que han de servir de cauce para la expresión de voluntades legítimas pero no convergentes y tratar de lograr una composición entre las mismas no cumplen con esta tarea sino que, antes al contrario, ciegan posibles soluciones que habían sido posible en otros ámbitos (por ejemplo, en el mundo de la política) está claro que bien esas normas, bien la interpretación que damos a las mismas tienen un problema.
Transición a la democracia transaccionada y reparto territorial del poder en España desde 1978
La comprensión de las tensiones territoriales en la España constitucional, esencialmente en lo que se refiere a la relación de Cataluña y País Vasco con el conjunto de ese entramado político en la actualidad denominado Reino de España, requiere previamente, para su mejor entendimiento, de una cartografía mínima del contexto. Un contexto que ilustra tanto la historia de los desencuentros y sus parcheos, compromisos y soluciones durante las últimas décadas como la situación actual y que, por lo demás, se plasma en el acuerdo político jurídicamente articulado en la Constitución española de 1978. No es, sin embargo, éste un buen momento para hacer una valoración crítica del proceso en sí mismo[1], como tampoco lo es para reflexionar en términos políticos sobre las ventajas o desventajas de ciertos elementos de este acuerdo constituyente[2]. En la medida en que este trabajo aspira a ser jurídico y versa pues sobre Derecho, vamos a limitar las referencias o juicios a este contexto a lo que consideramos imprescindible para entender cómo funciona el marco jurídico español producto de ese momento y dinámicas históricos y, sobre todo, para poder aspirar a analizar con rigor cómo reacciona y qué margen efectivo de maniobra tiene cuando se relaciona con ciertas demandas políticas muy concretas que son las que pretendemos entender en su vertiente jurídica: las de reconocimiento de ciertas especificidades culturales o políticas derivadas de la diversidad territorial con la que se manifiestan algunas de éstas. Demandas que pueden tener más o menos virulencia, ser más o menos compartidas, llegar al extremo de convertirse en “independentismo” ante la constatación (o mera percepción) de que son imposibles de atender y en consecuencia sólo ésta sería la única vía posible, pero que, en el fondo, responden siempre a esa misma dinámica política y a cómo la canaliza nuestro Derecho.
Así pues, y a modo de introducción, vamos a tratar, únicamente, de poner de manifiesto muy sintéticamente algunos de los elementos jurídicos básicos en los que se han movido y moverán las decisiones de los actores implicados en estos procesos y, en concreto, en todo el proceso que conduce a una creciente expresión de deseos de independencia por parte de un importante número de ciudadanos (y partidos políticos con representación parlamentaria) de Cataluña. Para todo ello, conviene apuntar brevemente algunas notas básicas del sistema jurídico edificado en España tras la muerte del general Franco y ,en general, de toda la arquitectura jurídica que se ha consolidado a partir del mismo, para así poder entender mejor las coordenadas en que opera el marco jurídico-constitucional español frente a las peticiones de más o mejor autonomía, mayor reconocimiento de ámbitos de decisión o diferenciación territoriales o, sencillamente, la independencia de partes del territorio nacional.
Continúa leyendo La rigidez del marco constitucional español (y el derecho a decidir)…
Fa un parell de setmanes que estic fora d’Espanya. I, la veritat, la imatge que dóna el país, des de lluny, és tan poc simpàtica com la que dóna quan hi convius amb les misèries. El règim que va sorgir de 1978 és el que és, venia d’on venia i molt probablement fa anys que ens va oferir tot el que tenia de bo. A canvi, és clar, al pack venien moltes coses dolentes. Cada dia en són més, i són més evidents. Estem parlant d’un catacrac en tota regla del règim constitucional i la seua estructura jurídica.
– Tenim un Cap de l’Estat que, de manera més o menys oberta, ens ha sigut darrerament presentat com primer i millor comissionista del Regne. Més enllà del caràcter tòxic genèric de la Monarquia o de concrets escàndols de corrupció associats a la ben nostrada família Borbón, el cas és que el propi paper, posició i significat del Rei com estandard d’aquesta restauració Borbònica i dels seus valors és, a hores d’ara, el que és. Amb el problema addicional que tampoc no és possible que en el futur siga una altra cosa. I, més important encara, sembla que ja tothom se n’ha adonat.
– El Parlament i els partits polítics tenen problemes cada vegada més greus de desconnexió amb la realitat i els nostres representants s’han conformat cada vegada més com una casta que no només passa dels problemes normals dels ciutadans sinó que, a partir d’un cert punt, directament no n’és conscient. És un món de polítics que teòricament cobren (i és de veres) molt poc si mirem l’exemple comparat però que ha acabat generant una professionalització de gent que, directament, fora de la política no cobraria res. Per no parlar de que, sembla, a partir d’un cert nivell, com tots podem comprovar, que de cobrar poc, en el fons, res de res. Hi ha sinecures i recompenses de per vida per als que més s’ho curren (partidistament). Tot plegat, un panorama molt trist estructuralment. Amb l’afegit d’un finançament il·legal de partits polítics que complementa sous i tot tipus de coses (en això s’ha de reconèixer Rodríguez Zapatero que, al menys, va reformar la llei de finançament de partits polítics per fer que, com a mínim, determinades pràctiques escandaloses, al menys, passaren a ser il·legals, perquè abans és que, directament, eren perfectament acceptades pel nostre ordenament). A hores d’ara la crisi de legitimitat del Parlament i dels nostres representants és inmmensa. La de la majoria parlamentària del PP, malgrat ser absoluta en quant al nombre de diputats, és també una crisi en termes de majoria absolua en descrèdit ciutadà, desconnexió amb la ciutadania, divergències entre els seus interessos i els dels espanyols normals (evidenciades en polítiques molt dures sempre contra els més febles)… tot completat amb les complides evidències d’una trama molt robusta de finançament il·legal que en pràcticament qualsevol país normal hauria d’haver abocat a la dimissió dels responsables del partit en qüestió de qualsevol responsabilitat pública.
– La situació de l’Executiu és encara pitjor (si això és possible). D’una banda perquè són els mateixos que estaven al cap d’eixe frau en el finançament del partit (i ja dic que això, en un altre país… però vaja que estem al país que estem o siga que no té sentit repetir-ho massa). D’altra perquè, a més, cada vegada s’estenen més dubtes respecte del seu propi comportament personal (una qüestió aquesta que està lluny de ser provada de moment). Políticament, a Espanya, dins el règim de 1978, sembla que els temes de finançament irregular no han de comportar sancions polítiques (la qual cosa ja parla d’una anomalia important), però el Govern del PP i el propi President semblen cada vegada més tocats i tacats. És una qüestió de credibilitat, a hores d’ara, però el propri comportament dels protagonistes i la brutal desconnexió en els seus comportaments amb el que són les preocupacions dels ciutadans normals són suficients, com a mínim, per poder parlar d’una crisi de legitimitat també majúscula en l’Executiu.
– Les Administracions públiques espanyoles, mentres tant, continuen sonades. Després de 5 anys i escaig de crisi, sembla que encara no saben per on tirar. Les reformes que es presenten són sempre el mateix: retallades allà on és senzill retallar (perquè els afectats no pinten molt, perquè no fan part de les elits, perquè són retallades senzilles de gestionar tinguen o no sentit…) i cap reforma estructural. Les coses que es presenten com programa ambiciós de reformes fan, senzillament, vergonya aliena (reforma administrativa, reforma educativa, reforma laboral, reforma energètica, llei d’unitat de mercat… totes són un tocomoxo darrere un altre). Tot això parla molt malament de les suposades elits del país, les que teòricament com a mínim haurien de ser conscients que, si volen salvar el tinglat de 1978 i l’actual model, alguna cosa, seriosa, de veritat, s’ha de fer. Però és el que hi ha. Perquè tenim el que tenin. Unes elits que, a més, s’han cobert de glòria en el Banc d’Espanya, per exemple, amb la seua clamorosa incapacitat per veure res que no fóra el que els convenia detectar. Però no es tracta d’un cas aïllat. És el que està passant per tot arreu. Les Administracions autonòmiques, tot i asfixiades pel Govern central, també s’han cobert de glòria reiteradament i han demostrat sempre que han pogut que gestionen com a mínim tan mal com l’Estat. En fi, que la cosa sembla que és molt general, una fallida sistèmica. Fins i tot el paper de les Universitats, per exemple, malgrat la seua gran autonomia (que els hauria permés ser menys pessebreres amb els governs), ha estat decebedor identificant problemes (no hem sabut fer-ho) o, per exemple, empassant-se reformes absurdes en matèria educativa absolutament impresentables… mentres alhora es conrreava una passivitat i immobilisme absolut front el futur en compte de tractar d’encetar alguns dels canvis que cada vegada resulta més evidents que ens calen.
– El Poder Judicial, qui ho anava a dir! és el que més o menys aguanta millor. Una de les coses bones del règim de 1978 és que sí va garantir certa independència judicial (molt àmplia, de fet, en els òrgans menys sensibles) i que l’evolució social ha generat més porositat social entre els jutges. En els últims anys el poder judicial, més o menys, ha funcionat com el poder de l’estat més sensible a problemes reals com els desnonaments i, amb les limitacions que comporta la resposta penal contra la corrupció (més encara si és sistèmica), la sensació és que ahí el desgavell no és absolut. Una altra cosa són coses com el Tribunal Constitucional (òrgan polític més que jurídic, però amb certes exigències de nivell tècnic i imatge d’independència que any rere any s’ha anat per l’albelló) o el Consell General de Poder Judicial, on més enllà dels escàndols econòmics hi ha un problema greu de com es trien els jutges per als òrgans més sensibles. Problema que la nova reforma recentment aprovada de l’òrgan, en una mena d’òrdago del sistema de 1978 que es resisteix a morir, ha agreujat de manera significativa.
– Dels empresaris espanyols, de com es fan ací els negocis, de com d’important és, des del franquisme, la interacció amb el BOE i amb els que manen (amb tot el que allò comporta) millor no parlar-ne molt. Que els líders de la CEOE acaben desarticulats judicialment i policial ho diu tot. Dels sindicats, la seua funció, la seua dependència dels diners públics i la seua tendència durant aquestes tres dècades, com resaltava Florentino Pérez, «a la responsabilitat i a mirar pel bé del país i del desenvolpument econòmic» tampoc no fa falta dir molta cosa: és suficient amb mirar com estan eixos sindicats en aquests moments, quin prestigi social tenen i com els consideren majoritàriament els treballadors perquè tot hi estiga clar (hi ha, però, alguna excepció en alguns àmbits, amb sindicats que viuen de les quotes dels seus afiliats). Tampoc no paga la pena parlar sel sector financer, del que va ser públic i del privat… Malauradament per a tots, que anem a pagar el compte, sobre aquest últim anem a sentir parlar molt en els propers mesos.
Òbviament, el problema que tenim és, sencillament, sistèmic, de règim. Ho hem fet malament. Entre tots. També els juristes, que hem apuntalat sistemàticament un sistema on l’arbitrarietat, el poder del qui mana, la falta de controls… sempre ha trobat qui el justificara (de fet, sempre ha trobat una jutificació molt majoritària). Aquestes coses mai no són, però, problemes d’un col·lectiu o d’unes elits. Els que amne i tenen més recursos al seu abasta, òbviament, tenen més responsabilitat però, al capdavall, és un problema de tots. I no hem de pensar en com ho hauran de solucionar alguns sinó en com ho hem de solucionar nosaltres. Perquè es nostre problema, és el nostre futur… i són els nostres diners.
Front el catacrac general de les institucions sorgides del pacte de reforma post-franquista, de la restauració borbònica feta amb un acord molt general de les elits que varen portar a la Constitució espanyola de 1978 hem de pensar en un cambi radical de sistema, d’institucions, de mentalitats. El que tenim, que potser va servir uns anys després la mort de Franco, no serveix des de fa temps. Hem de començar a pensar, molt seriosament, com canviar-ho. El problema és que no és gens fàcil, que els estertors d’un règim molt malalt poden durar molt de temps i que, mentras tant, el show va a continuar.
Per no parlar, per cert, que no ningú sap ben bé, a hores d’ara, per on hauríem de tirar. Això sí, arribarà un moment, com la fallida multiorgànica del règim proseguisca a aquest ritme, en què directament ja serà indiferent si sabem cap on tirar o no perquè el propi camí el marcarà el desballestament incontrolat del que ara tenim. Aixó, o demanar la independència (com fan els catalans cada vegada més majoritàriament… sentiment popular davant del qual la resposta del règim prohibint votar no pot ser més patètica) de nosaltres mateixos o que ens aculla Gibraltar, per exemple.
Está resultando muy interesante la tramitación de la Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno. A estas alturas tiene poco o ningún sentido explicar las razones por las que una norma así es necesaria (por ejemplo, en este post y debate posterior quedó sobradamente explicado) y extendernos sobre su contenido y fallas dado que, a medida que veamos en qué queda finalmente el proyecto, habrá ocasión de comentar cosas en el futuro. De momento, eso sí, lo que permite ser analizado ya a estas alturas es el empleo de esta iniciativa como un intento por parte del Gobierno de interponer cierto dique de contención frente a la marea de cabreo y creciente exigencia ciudadana (en este y en otros muchos ámbitos) y constatar el fracaso de la maniobra. La marea sube más y más y el dique de contención inicialmente previsto (un proyecto presentado por el Gobierno y vendido como abierto y participativo, pidiendo sugerencias, de hecho llegaron más de 3.000 para luego desatenderlas prácticamente todas sin dignarse a explicar nada sobre las razones por las que no se atendieron) se demuestra incapaz de taponar con un mínimo de sentido esa inundación de cabreo ciudadano. Un cabreo ciudadano que es cada vez más informado y consciente, porque además gracias a iniciativas como la de la Coalición Pro-acceso (que ha hecho una labor fundamental en este tema) o la de la Fundación Civio (interesantísimo el trabajo que hacen) ya contamos todo con muchos ejemplos de cómo en el Derecho comparado la situación es muy distinta no sólo a lo que tenemos en España sino a la endeblez técnica y al alcance timorato de la nueva reforma, por mucho que se venda como avanzada. Es una de las cosas mejores de esta crisis, que resulta increíble el acelerado proceso de alfabetización de una sociedad, donde casi cualquier iniciativa ciudadana da ejemplo de tener un rigor y seriedad inimaginables hace muy poco… y que dejan en evidencia a nuestras «elites oficiales» cada dos por tres.
Continúa leyendo La Ley de Transparencia, la marea que sube y los diques de contención (I)…
No se trata de hacer leer | RSS 2.0 | Atom | Gestionado con WordPress | Generado en 0,603 segundos
En La Red desde septiembre de 2006