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Hace más o menos un año que no escribo en el blog sobre la cuestión catalana y la crisis constitucional consiguiente. Básicamente, no lo he hecho porque jurídicamente me parece que hay poco que añadir a lo que ya en su momento expuse cuando, con cierto detalle, intenté condensar cómo, en mi opinión, había que encuadrar jurídica y democráticamente la solución al conflicto. También más o menos hace un año alertaba de que, lamentablemente, estábamos empezando a ver una reacción estatal, liderada por el gobierno de entonces (y el Jefe del Estado), pero dócilmente seguida por instituciones que teóricamente han de actuar de contrapesos independientes, de respuesta al supuesto riesgo de ruptura y de quiebras constitucionales desde las instituciones catalanas por la vía de un revisionismo jurídico (y judicial) muy cuestionable y peligroso. Como en su momento traté de explicar, no se puede defender la Constitución violando la Constitución. Si la vía elegida para intentar solucionar la crisis social, política y constitucional en que se encuentra España en estos momentos era ésta en vez de dar cauce democrático a los conflictos entre prioridades y preferencias sociales, auguraba (sin mucho mérito) que a no mucho más tardar íbamos a acabar viendo cosas realmente horribles.
Pues bien, ya estamos ahí, desgraciadamente. Los escritos de Fiscalía y Abogacía del Estado, pidiendo condenas de hasta 25 años de prisión por delitos que incluyen la rebelión y la sedición a dos docenas de políticos catalanes independentistas y líderes sociales de movimientos separatistas, algunos de los cuales llevan ya más de un año en prisión provisional, son el mejor ejemplo de la degradación alarmante a que están siendo sometidos el Estado de Derecho y las garantías constitucionales en España en estos momentos. Una degradación que no pinta que se vaya a detener y que, es más, puede ir a más. Cuando se empieza a utilizar sin complejos del Derecho (penal, pero también otras ramas) del Enemigo, justificando su necesidad en que los así tratados son un peligro objetivo para la convivencia, la pendiente por la que las instituciones se enfilan es peligrosísima. Y se multiplica sin problemas a todas las esferas: ayer mismo el gobierno de España anunciaba su intención de presentar o no recursos ante el Tribunal constitucional frente a votaciones de instituciones democráticas españolas que habían reprobado al Jefe del Estado, el Rey Felipe VI, por su llamada a la confrontación de instituciones y sociedad contra los independentistas del pasado día 3 de octubre de 2017 dependiendo de si las mayorías que habían adoptado estos acuerdos eran sobre todo independentistas (parlament de catalunya, frente a cuya decisión sí se presenta recurso) o no lo eran (ajuntament de barcelona, frente a la que no). Cuando las instituciones abiertamente dejan de aplicar el Derecho y las garantías vigentes a los ciudadanos por su ideología el problema ante el que nos enfrentamos es enorme. Si además esta situación se produce con las peticiones de prisión, el encarcelamiento o la condena de los disidentes, estamos en la antesala de un Estado abiertamente autoritario y represivo con el disidente cuya implantación debiera generar escalofríos en cualquier ciudadano amante del modelo liberal y democrático de convivencia. Llamemos a los presos catalanes «presos políticos», «presos de conciencia» o como se prefiera, la cuestión es que estamos ante una manifestación muy clara de un trato diferente al que es debido en Derecho por parte de unas instituciones que, al tenerlos por enemigos oficiales de la patria y las instituciones, se ven legitimadas para actuar así. En medio, por cierto, de los generalizados aplausos de medios de comunicación (públicos y concertados), comentaristas-tertulianos oficiales y demás. Con la única opción abierta, como ya hemos señalado en otras ocasiones, del mundo de la Universidad, donde más de un centenar de especialistas y todo tipo de penalistas llevan meses dando la voz de alarma. Muy solos y sin que se les haga demasiado caso.
Visto el panorama, creo que puede ser útil tratar de clarificar mínimamente el panorama, distinguir hechos jurídicos de opiniones y valoraciones, a fin de establecer hasta qué punto la situación es grave (que, en mi opinión, como ya he dicho, lo es). Sobre la identificación de algunos hechos que creo que son objetivables por cualquier jurista informado y formado, además, trataré de ser extraordinariamente cuidadoso, deslindando con claridad lo que son éstos de lo que a continuación podemos construir valorativamente a partir de los mismos. Pero sin renunciar a dejar sentadas antes algunas evidencias, que pertenecen al mundo de los hechos, que no son discutibles (o no pueden serlo ni por nadie formado ni por nadie con buena fe). A saber:
– Evidencia 1: Los hechos relatados por la Fiscalía y la Abogacía del Estado para justificar peticiones elevadísimas de penas de prisión por delitos como la rebelión o la sedición no se corresponden con el entendimiento tradicional, clásico y típico de la violencia que ambos tipos requieren en España (y en cualquier Estado de Derecho homologable al nuestro).
Que esta afirmación es cierta y difícilmente refutable es muy fácil de demostrar. Basta contrastar la lectura de los hechos considerados probados en ambos escritos (una manifestación esencialmente pacífica, por un lado, respeto de la que se reconoce que los organizadores en todo caso así la vehiculan, y donde hay unos disturbios concretos, que tampoco suponen en ningún momento más que daños materiales a dos vehículos; la jornada de votación del 1-O, por otro, donde lo que hace la población es oponer resistencia pacífica a la actuación de las fuerzas policiales) con toda la doctrina jurisprudencia y doctrinal en torno a lo que es la violencia que caracteriza la rebelión o la que supone que pueda considerarse que hay ese «alzamiento tumultuario» en que consiste la secesión para llegar a esa conclusión. Tenemos además la suerte de que el que es probablemente el gran especialista en la materia en España, el prof. Nicolás García Rivas, sintetizó en un tratado estas cuestiones precisamente en 2016, esto es, justo antes de que comenzara este lío, por lo que a partir de esa obra tenemos una foto fija muy precisa y concreta de lo que en esos momentos se entendía por rebelión y sedición… y el tipo de violencia requerida en ambos casos para que no estuviéramos ante unos meros desórdenes públicos sino ante algo más.
Adicionalmente, caso de que alguien considere que necesita más elementos para comprobar hasta qué punto nos hemos alejado de lo que ha sido el entendimiento tradicional de esos tipos, podemos recurrir a las exposiciones de Diego López Garrido (PSOE) o Federico Trillo (PP) en el Congreso de los Diputados en los debates sobre la aprobación de la reforma de estos tipos penales, que en 1995 se redefinieron precisamente para eliminar la tipicidad y carácter delictivo de algunas de sus variantes que no requerían de un empleo tan abierto y grave de la violencia. Por cierto, llama poderosamente la atención que justamente ambos políticos, y ambas formaciones mayoritarias, pretendan a día de hoy afirmar que las conductas cuadran perfectamente dentro de los tipos de rebelión y sedición cuando fueron precisamente ellos los que se encargaron de eliminar del Código penal cualquier elemento que pudiera conducir a emplear los mismos contra personas que no se hubiera alzado o levantado, en verdad, por medios claramente violentos. Algo que por lo demás se hizo para adatar estos tipos penales a lo que era y es habitual en el resto de Europa ya en esos momentos.
Sobre el resto de Europa, de hecho, tenemos en estos momentos al menos dos (por no decir cuatro) pruebas fehacientes de lo que en varios países europeos sus jueces consideran que supondría, de acuerdo a sus propios ordenamientos jurídicos, la conducta por la que aquí se imputa rebelión y sedición y se piden 25 años de cárcel: nada. Tanto la República Federal de Alemania (Schleswig-Holstein) como Bélgica han rechazado las extradiciones solicitadas por el Tribunal Supremo al entender, sencillamente, que los hechos por los que se les solicitaba la entrega por cargos tan graves como rebelión o sedición, entre otros, del principal cabecilla de la supuesta rebelión son sencillamente conductas atípicas en esos países. El propio Tribunal Supremo, tras estos dos traspiés, optó por no exponerse a dos negativas más en Suiza y Reino Unido (Escocia), que tras los trámites iniciales parecían también claramente encaminadas a fallar en ese mismo sentido (de ahí precisamente la maniobra del Supremo). Y es que en el resto de Europa pasa como ocurría en España hasta 2017: había y hay un entendimiento pacífico y totalmente consolidado respecto de que los distintos tipos penales (diversos según los ordenamientos, pero que a la postre acaban castigando más o menos las mismas conductas) exigían y exigen para poder castigar la concurrencia de violencia en unos umbrales mínimos que en el caso analizado ni por asomo se dan. Si no, los hechos son atípicos. Como lo son (o lo eran, si se prefiere así expresado) en España según nuestro Código penal vigente tal y como se redactó y se había entendido y explicado siempre… hasta hace apenas unos meses.
Tan es así, recordemos, que el gobierno Aznar, enfrentado al reto jurídico y político que le suponía el Plan Ibarretxe (convocatoria de un referéndum declarado inconstitucional incluida), optó por introducir en el Código penal un delito específico (la convocatoria ilegal de referéndums, castigado con hasta 5 años de cárcel como máximo) para poder perseguir a quienes protagonizaran estas conductas. Y ello es así porque se sabía que en sí mismo nada asociado a celebrar un referéndum ilegal o inconstitucional podía, en ningún caso, ser considerado una «rebelión» o un «alzamiento sedicioso». El gobierno de Aznar, en este sentido, era mucho más respetuoso con las garantías penales y los principios de tipicidad y legalidad que los que han venido después de su partido, algo que parece bastante evidente a la luz de lo que hemos visto después. O, como mínimo, se sentía menos seguro a la hora de alejarse de los mismos… o menos confiado en que el resto de instituciones (esencialmente jueces y Tribunal institucional) fueran a seguirle caso de emprender otro camino. Tampoco está de más recordar que en tiempos de Rodríguez Zapatero este delito fue derogado por las Cortes, porque se entendió que no tenía sentido establecer represión penal para estas conductas, conscientes de la extravagancia que suponía el tipo penal (único en Europa occidental en castigar esas conductas). Asimismo, parece claro que no sólo ese gobierno, sino en general toda la sociedad española, tenían claro en esa época los límites con los que se podía emplear el Código penal. Algo que, de nuevo, no puede decirse del gobierno actual de ese mismo partido.
En todo caso, y por acabar con el recuerdo de hechos ciertos, verificables y no controvertidos, vale la pena mencionar que los más eximios defensores (en tertulias y redes sociales, en artículos de prensa… e incluso en escritos de acusación) de que tenemos hoy un delito de rebelión, hace apenas un año y medio se quejaban de que el Estado estuviera «indefenso» por culpa de las reformas penales sucedidas dede 1995 y la derogación de los delitos como el de convocatoria ilegal de referéndum. Se nos decía en esa época, ¡qué tiempos aquellos!, que en parte la grave amenaza que se cernía sobre España y lo que daba alas a los independentistas catalanes era la ausencia de instrumentos de represión penal de la suficiente fuerza que se pudieran oponer a este tipo de actuaciones. Motivo por el cual se reformó la LOTC, por ejemplo, para favorecer que se pudieran entender como desobediencias penalmente reprobables ciertas actuaciones. Pero no se modificó el Código penal, ni nada relativo a la rebelión o a la sedición, porque en ninguna cabeza jurídica entraba en esos meses siquiera la idea de que pudiéramos estar hablando de algo que ni se acercara a ello.
En cualquier caso, con este somero repaso creo que queda claro que el entendimiento tradicional y estricto de los tipos en materia de rebelión y sedición en España era el que era y que en ningún caso las acusaciones de rebelión o sedición a las que hacen frente los políticos catalanes hoy en día podrían ser sostenidas de acuerdo a esa interpretación, dominante durante décadas, pacíficas y aceptada por todos… hasta que ha habido que castigar como fuera a los líderes del independentismo catalán. Esto, que es un hecho jurídico indiscutible, es algo que sorprendentemente en el debate político español parece que todo el mundo ha optado por olvidar. Pero que conviene tener muy presente porque de esta constatación (que, insisto, es incontrovertida) se deducen consecuencias que, si bien ya abiertamente valorativas, son igualmente interesantes. Vamos pues a la parte de esta cuestión donde sí hay diferencias entre las posiciones de unos y otros.
En efecto, y dada esta situación, lo que han hecho Fiscalía y Abogacía del Estado es «reinventar», con la ayuda inestimable de los jueces instructores de al Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo (y en abierta contradicción con la interpretación que sobre esos mismos hechos han mantenido los tribunales de otros países que han conocido de la causa), las nociones de «violencia» o de «alzamiento tumultuario», rebajando y diluyendo los estándares exigidos hasta dejar los tipos irreconocibles. A partir de aquí, como es obvio, nos adentramos en parcelas que son opinativas y valorativas (si esto es bueno o malo, conveniente o inconveniente… y si se puede hacer o no en Derecho y dentro del marco constitucional vigente en España), pero sobre las que también podemos establecer o fijar, junto a las valoraciones que pueden diferir, algunas ideas difícilmente cuestionables que van inevitablemente aparejadas a las mismas.
Por ejemplo, es un hecho que esa nueva interpretación, fundamentada en las tesis de que «a un golpe de estado posmoderno hay que responder readaptando interpretativamente los tipos que estaban pensados para golpes de estado tradicionales», sería manifiestamente contraria a la tradicional y que diverge sustancialmente de la misma. Diverge hasta el punto de que, como ha señalado Jordi Nieva comentando los escritos de acusación, acaba por considerar, directamente, que la pura y dura resistencia pacífica que se ha considerado ejemplar bandera de muchos movimientos de lucha por los derechos civiles, pasaría a ser en España violencia idónea para entender que hay rebelión por parte de quienes así actúan (todo ello enmarcado en extravagantes referencias a que proclamas a la defensa republicana de Madrid contra las tropas alzadas del general Franco suponen reconocer un ánimo guerracivilista y violento por parte de quienes las proclaman).
Asimismo, tampoco es complicado apuntar (uniendo a estas valoraciones las consecuencias inevitables asociadas a las mismas) a los muchos riesgos y problemas que estas nuevas interpretaciones suponen. En primer lugar, porque la evidencia de que esta interpretación se está realizando respecto de estas personas porque sus ideas políticas son tenidas por particularmente odiosas por gran parte de la población española (y por la mayoría de sus representantes institucionales y aparato policial y judicial) es bastante abrumadora. En segundo lugar, porque la interpretación expansiva de normas penales, o su extensión analógica para cubrir supuestos que el intérprete considera «semejantes» (eso de que hay que penar un «golpe posmoderno» con los tipos que tenemos, que son sólo los de los golpes clásicos, a fin de evitar que el Estado quede indefenso), no sólo es abiertamente contraria a la Constitución española o a cualquier ordenamiento jurídico democrático moderno (al menos, en lo que era la lectura de la misma tradicional y consensuada que hacíamos todos hasta la fecha). Es que, además, es también enormemente peligrosa. Tomando a este respecto las palabras con as que Santiago Muñoz Machado cerraba un artículo suyo de hace apenas dos días, «en todos los sistemas constitucionales se ha afianzado la exigencia de que la ley ha de ser clara y, cuando es restrictiva de los derechos individuales, debe ser necesariamente densa y completa, delimitando con precisión las conductas que limita o reprueba». Este avance civilizatorio, que todos los juristas españoles hemos tenido por obvio y esencial en los últimos años, ha sido hoy puesto fuera de la circulación por los escritos de acusación de abogacía del estado y fiscalía. Así de grave es la cosa.
Evidentemente, la gravedad de la cosa es una opinión (mía, en este caso) y forma parte de ese conjunto de valoraciones que, como decía, se desgranaban a partir del recordatorio de una serie de hechos y elementos que, en cambio, es más bien complicado que puedan ser cuestionados. Esta valoración, en cambio, sí puede serlo. De hecho, a la vista está, no es compartida ni por la Abogacía del Estado, ni por la Fiscalía, ni por el gobierno de España… ni por ninguno de los contrapesos y mecanismos de garantías que supuestamente tiene nuestro sistema. Lo cual puede querer decir dos cosas: bien que yo estoy (gravemente) equivocado; bien que la avería institucional, social y política que tenemos en marcha es de dimensiones colosales, porque participan de la misma todas las instituciones, incluidas las que han de hacer de control y contrapeso.
Un último apunte, también a partir de evidencias que nadie puede disputar y que componen parte del conocimiento jurídico compartido por cualquier que haya estudiado esto, sin embargo, por cierto, nos alerta respecto del enorme riesgo que estaríamos corriendo si fuera más bien es lo segundo y no es que yo esté equivocado (y muy solito por ello) sino que la gangrena se ha extendido ya mucho:
– Evidencia 2: Las sociedades que transigen en sus garantías penales y abandonan un respeto estricto a los principios de tipicidad y de reconocimiento de garantías a todos los ciudadanos para pasar a permitir condenas contra los «enemigos del pueblo» sin base legal previa, estricta y escrita suficientemente clara y exhaustiva suelen acabar convirtiéndose en Estados autoritarios y donde las pérdidas de garantías se acaban por suceder, razón por la cual los ordenamientos democráticos modernos son particularmente escrupulosos en este punto.
En este caso, hay que recordar que las teorías schmittianas de «defensa de la Constitución» se basaban justamente en la necesidad de que el Führer, en tanto que depositario y expresión de la voluntad del pueblo alemán, quedara liberado de cualquier atadura formal o interpretativa a la hora de poder aplicar y evolucionar el Derecho, incluyendo la aplicación retroactiva en el sentido interesado del Derecho ya vigente, cuando de ello dependía la defensa del orden establecido, el interés de la nación /patria y, en definitiva, la vigencia del orden legal establecido a partir del puro decisionismo jurídico a cargo del poder establecido (en el caso de la Alemania de los años 30, ya sabemos quién). Estas teorías de defensa de la Constitución se parecen sospechosamente a la fundamentación última que encontramos estos días en quienes defienden, valorativamente, como positiva y saludable la necesidad de no limitar por «excesivos formalismos» las posibilidades efectivas de que nuestro ordenamiento jurídico ha de disponer para defenderse de una agresión que juzgan particularmente grave y sin precedentes (las acciones de los independentistas catalanes).
En definitiva, hace un año se podía ya percibir que íbamos a acabar viviendo y viendo cosas realmente horribles. Estamos en ello de lleno y, lamentablemente, no se atisban muchos asideros que permitan ser optimistas respecto de la evolución futura del conflicto a quienes creemos que, a la larga, el principal damnificado de todo esto va a ser la sociedad española en su conjunto y todo el régimen de garantías establecido, en armonía con el resto de ordenamientos europeos (de los que nos estamos alejando a marchas forzadas), a partir de la Constitución de 1978. En defensa de ese marco jurídico, de ese modelo de convivencia y de los derechos y garantías que reconocen para todos (repito, para todos) los ciudadanos, hay que alzar la voz contra lo que es, sin duda, el más grave atropello a las libertades políticas que se ha producido en los últimos cuarenta años en España. No sé muy bien qué opciones hay de que esto se detenga, ni por dónde pueda pasar la acción ciudadana para impedir el desastre al que nos lleva la entronización en nuestro sistema del Derecho penal del Enemigo como doctrina jurídica dominante asentada en una justificación abiertamente schmittiana. Pero sí creo que lo primero que hay que hacer, ante todo, es denunciarlo públicamente. Lamentablemente, no tengo nada claro que vaya a servir de mucho.
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PS: Si por la razón que sea consideras que tu estatuto personal o condiciones sociales te permiten preocuparte poco de esto de que se protejan derechos y garantías básicas para todos los ciudadanos de modo exigente, porque crees que nunca correrás el riesgo de que esto se vuelva en tu contra (y oye, quizás hasta lo creas con toda la razón) y en consecuencia piensas que todo esto está bien porque, a fin de cuentas, la unidad de España es mucho más importante para ti que algo sin valor como esa cosa de los derechos… entonces tengo una mala noticia para ti: esto que está pasando también es malo para la unidad de España. ¿O acaso crees que una España menos libre y garantista, menos europea y democrática, va a ser más atractiva, también, para los catalanes que cada vez creen menos en el proyecto común? ¿Y acaso piensas que con cada vez más catalanes queriendo la independencia, si son una mayoría sólida que se mantiene estable e incluso crece, sería posible evitar tarde o temprano que la cosa se acabe por romper? Pues eso… (por cierto, que esto último, como creo que es obvio, es una opinión mía, y no tiene más valor que eso, pero en serio, yo me lo pensaría)
Ayer varios juristas dedicados a la Universidad, compañeros de Derecho administrativo y Derecho constitucional, presentaron la que quizás es la primera propuesta de reforma constitucional «con cara y ojos», esto es, suficientemente clara en sus formulaciones e ideas-fuerza como para que podamos comentarla, y criticarla, con un mínimo fundamento. Los medios de comunicación han dado, por lo demás, un amplio tratamiento a la puesta de largo de la misma (la presentación de la propuesta es, por ejemplo, portada de la edición de hoy de El País), lo que quizás avala la intuición de que hay no poca necesidad social de empezar a hablar del tema de verdad. De que, como diría aquél, ya es hora de tomarnos la reforma constitucional en serio.
Estas Ideas para una Reforma de la Constitución, que pueden encontrarse aquí en su integridad, están colectivamente firmadas por Santiago Muñoz Machado, Eliseo Aja, Ana Carmona, Francesc de Carreras, Enric Fossas, Víctor Ferreres, Javier García Roca, Alberto López Basaguren, José Antonio Montilla Martos y Joaquín Tornos. Da la sensación, leído el texto y vistas las crónicas del evento, de que hay cierto protagonismo de Muñoz Machado liderando el grupo, no sólo porque figure como primer firmante (alterando el orden alfabético en que aparecen los demás) del texto o por su activismo reciente lanzando propuestas de reforma constitucional o comentarios sobre la cuestión catalana (como el reciente monográfico de El Cronista de El Estado Social y Democrático de Derecho, donde yo mismo realicé una modesta cronología del conflicto en sus planos jurídico y político), sino porque en muchas de las propuestas y líneas marcadas por el documento se atisban con claridad ecos de reflexiones y propuestas de reforma ya contenidas en su Informe sobre España, con algunos de los matices y añadidos que aparecían en su libro posterior sobre Cataluña y las demás Españas (o quizás esto se debe a que mi juicio está contaminado por esas lecturas y reflexiones y veo relaciones donde a lo mejor no hay tales). En todo caso, creo que sí resulta interesante releer tanto los textos contenidos en ambas obras como las críticas que en su momento se les pudo hacer a efectos de entender algunos de los elementos de la propuesta o de intuir algo de su trasfondo y posible desarrollo. Más allá de ese posible origen, la propuesta, no obstante, es si cabe más potente políticamente de lo que eran esas obras y se ve sin duda muy enriquecida por venir completada por otros colegas, de más que notable trayectoria y profundidad analítica, primeros especialistas todos ellos, además, en algunas de las cuestiones que más desarrolla el documento. En definitiva, la propuesta es realizada y presentada por un grupo cuya relevancia hará, no me cabe duda, que algunas de las líneas marcadas por el documento articulen buena parte del debate político que sin duda tarde o temprano vendrá sobre esta cuestión.
Por esta razón, resulta interesante, a mi juicio, ubicarlas también jurídicamente, y comentarlas un poco desde ese plano, siquiera sea brevemente y de forma muy sumaria, aprovechando su presentación. Los contenidos del documento son muchos, pero me voy a centrar en los que, al menos a mi entender, constituyen sus líneas esenciales en cuanto a propuestas concretas de cambio, más allá de otras interesantes y lúcidas reflexiones que contiene el texto. Éstas creo que pueden condensarse en:
- Una propuesta de nueva redelimitación de las competencias entre el Estado y las CCAA en la Constitución, que parece esencialmente destinada a garantizar y asegurar la posición jurídica del Estado y que por ello se completa atribuyéndole más margen de maniobra en situaciones de conflicto competencial (empleando también algún mecanismo jurídico adicional para acabar de completar este efecto);
- Diseño de un nuevo modelo de Senado, de naturaleza más ajustada a la que es propia de los sistemas verdaderamente federales de reparto del poder.
- Tratamiento del hecho diferencial catalán dentro de los marcos ya conocidos, propios de la Constitución del 78, aunque abriendo la posibilidad de que una Disposición Adicional específica recoja algunas singularidades catalanas, lo que se completa con la necesidad de recuperar algunas de las novedades en su día contenidas en el malogrado Estatuto de Cataluña de 2006 que fueron expulsadas de nuestro ordenamiento jurídico por la STC 31/2010.
- Negativa a considerar como posible dentro del orden constitucional de 1978, y tampoco conveniente al hilo de una posible reforma del mismo, la realización de un referéndum sobre la permanencia en España (o como España) de partes del territorio nacional. La pregunta a los catalanes sobre su comodidad o no dentro del pacto constitucional se ha de realizar, a juicio de los proponentes, al hilo de las reformas constitucionales y estatutarias que se puedan suceder, pero no cabría preguntar a la población sobre la cuestión más allá de en estos casos (en que se realizaría de forma, como es obvio, indirecta).
1. Redelimitación de las competencias entre Estado y Comunidades Autónomas
Quizás por deformación profesional, o por falta de gusto por la épica nacional y la retórica al uso, me parece relativamente poco importante que los Estatutos de Autonomía se llamen así o pasen a denominarse «Constituciones», que las Comunidades Autónomas puedan ser consideradas a partir de un momento dado como «Estados» o que la Nación sea Una, Trina o Plurinacional y Pluscuamperfecta. En cambio, me resulta más interesante y creo que es la verdadera clave de todo sistema de ordenación territorial del poder el concreto reparto del mismo que detrás de estas denominaciones se pueda esconder. Algo que, inevitablemente, pasa por la identificación (más o menos precisa y acertada, dentro de lo posible) de los ámbitos específicos en que el poder central y los entes territoriales tendrán reconocida capacidad efectiva para actuar y adoptar decisiones, articulando políticas propias. En este sentido, el informe considera urgente «clarificar» el reparto competencial en su §15. Para los autores de la propuesta, un elemento muy negativo del actual sistema es la supuesta inconcreción del reparto realizado por el art. 149.1 CE, así como la escasa claridad en la delimitación de las competencias compartidas bases-desarrollo, que han llevado, a su juicio, a que primero las CCAA se excedieran a la hora de regular pero también a que en la actualidad veamos una «expansión ilimitada de dichas bases hasta agotar el Estado la regulación de materias de competencia autonómica». Todo ello con el añadido de que, a la postre, quien inevitablemente tiene la última palabra sobre quién es o no competente en cada caso y ante cada concreto conflicto acaba siendo, a la postre, siempre el Tribunal Constitucional. Para solucionar estos problemas su propuesta es sencilla:
(§15): Para superar este modelo podría plantearse la constitucionalización del reparto sobre la técnica federal clásica que fija en la Constitución las competencias que corresponden al Estado (Federación) y deja las restantes a las Comunidades Autónomas (Estados, Länder), sin perjuicio de algunas cláusulas generales, como la prevalencia, que reduzcan la conflictividad actual (art. 148, 149 y 150 CE). Una mayor concreción constitucional del reparto garantiza su estabilidad y, por ende, la seguridad jurídica.
A mi juicio, en un asunto tan nuclear como éste, donde en la práctica se acaba jugando la partida clave sobre qué es de verdad la autonomía de nuestras entidades subestatales y cuáles son sus posibilidades y límites, resulta difícil ver en la propuesta transcrita una mejora de fuste respecto de lo que ya nos ofrece la Constitución. En la práctica, el sistema del 149 CE ya funciona, de facto, y así viene siendo desde hace años, con la técnica federal arriba señalada. Las innumerables sentencias del Tribunal Constitucional que tenemos en materia de competencias, y que con cada vez más frecuencia en las dos últimas décadas invalidan normas autonómicas sin cuento, no lo hacen porque las CCAA hayan regulado esas cuestiones sin tener base competencial por no haberlas asumido en sus Estatutos, sino porque al hacerlo han invadido competencias que el TC entiende reservadas al Estado por formar parte de la interpretación de los contenidos del 149.1 CE que en cada momento realiza el propio órgano (o, alternativamente, de lo que en cada caso entiende como materia «básica» en las competencias compartidas). No acierto a ver ni las diferencias mínimamente relevantes con la situación actual que se derivarían de la propuesta ni tampoco logro entender en qué medida puede decirse que nos falte a día de hoy una lista «concreta» de competencias estatales en la CE.
En fin, por concretar mi posición, y a pesar de que soy consciente de que hay muchos partidos políticos españoles llevan años argumentando que hace falta una reforma constitucional que establezca tal lista, me parece complicado persuadir a nadie que lea con detenimiento el mencionado precepto de que ésta no existe ya. Cuestión diferente es que la lista en cuestión no guste. O que no se comparta cómo la interpreta, una vez ya existe, el Tribunal Constitucional. Por ejemplo, a los redactores del Estatuto catalán no les satisfacía cómo se estaba interpretando (expansivamente) el 149.1 CE y pretendieron «blindar», sin éxito, una lectura del mismo que dejara mucho más espacio a la acción autonómica. Algo que la STC 31/2010 se encargó de dejar claro que en modo alguno vinculaba al Tribunal Constitucional, desbaratando toda pretensión de blindaje. Del mismo modo, sería posible tratar de rectificar la lista actual, ampliando competencias estatales o restringiéndolas, intentando poner coto a lo que se considera «básico» o, por el contrario, dándole más recorrido. Todo ello se puede intentar, pero a la postre en ninguno de esos supuestos estamos negando que haya una lista, sino que no nos gusta cuál sea ésta o, las más de las veces, simplemente cómo se interpreta.
Pues bien, y respecto de esta cuestión, ¿en qué sentido opera a la postre la propuesta presentada? Lo cierto es que resulta fácil decirlo, dado que no aparece de forma clara y taxativa un juicio sobre la conveniencia de ir hacia un lado o hacia otro, pero lo que no da la sensación en ningún momento es de que al pedir mayor claridad se esté abogando por restringir o limitar las competencias estatales (en este sentido me guío, dado que la propuesta es modesta a la hora de aclarar este punto, por lo que por ejemplo ha venido publicado Muñoz Machado en su obra previa, arriba reseñada, muy coincidente en lo esencial con los planteamientos que ha acabado reflejando la propuesta). Tampoco la mención expresa a la importancia de la cláusula de prevalencia del Derecho estatal va en la dirección de garantizar un mayor ámbito de autonomía a las Comunidades Autónomas, sino más bien al contrario. A cambio, sí parece que los proponentes estiman excesivo el desarrollo de las competencias básicas estatales que hemos visto en los últimos tiempos, aceptado por el Tribunal Constitucional con entusiasmo, y que son conscientes del problema político que crea y hasta qué punto coarta el efectivo ejercicio de una autonomía política real, con las consecuencias vistas en Cataluña en forma de progresivo desapego de parte de la sociedad catalana a medida que se suceden las anulaciones de normas acordadas por sus representantes democráticos sobre las más variadas cuestiones. Para afrontar este problema proponen una solución imaginativa y civilizada, más procedimental y política que jurídica, en forma de sistema de delimitación de lo básico en el que el Estado habría de recabar, al menos, la opinión de las CCAA antes de aprobar las normas correspondientes. No tengo muy claro que el sistema pueda servir de efectivo límite a la expansión de las mismas, en las coordenadas políticas e institucionales de la España actual, pero algo es algo. Al menos, se identifica el problema en sus justos términos (problema que sigue sin ser asumido en muchos foros políticos aún a día de hoy, donde se cultiva la especie de un supuesto caos legislativo en España por culpa de la manga ancha con la que se consiente que las CCAA metan mano en casi cualquier materia con ligereza y sin constreñimiento alguno) y se trata de proponer una solución que muy probablemente funcionaria en un contexto en que todos los actores (y especialmente el Estado y el Tribunal Constitucional, que a fin de cuentas son quienes seguirían teniendo la sartén por el mango) se tomaran en serio eso de la lealtad federal. He ahí también, como es obvio, su mayor debilidad.
En todo caso, lo que sí resulta difícil, por no decir imposible, es pretender que el Tribunal Constitucional deje de ser el árbitro de estos conflictos. Es, sencillamente, inevitable que lo sea. Y, a la postre, su actuación no puede sino depender de los equilibrios políticos que determinan su composición y condicionan su trabajo. Sólo con un Tribunal con otra cultura federal y quizás con otra composición (en otra parte de la propuesta sus autores, muy sensatamente, hacen referencia a la necesidad de asumir que tenemos un problema de efectiva representación de las diversas sensibilidades territoriales en el órgano y que se habría de actuar cambiando cosas también ahí) se puede lograr que un esquema como el planteado funcione. Porque a la postre, y tanto con el actual texto de la Constitución como con cualquier otro que podamos tener sustituyendo al actual listado del art. 149.1 CE, la interpretación que haga el Tribunal de los títulos competenciales estatales siempre puede ser más generosa o menos, desentendiendo estos equilibrios y su visión como órgano federal o no. Por ejemplo, su más reciente doctrina, que no tiene visos de que vaya a cambiar en un futuro próximo, que da cada vez más y más poder al Estado por medio de una serie títulos competenciales horizontales (1491.1.1ª, 149.1.13ª, 149.1.14ª…) que permiten actuar sobre prácticamente cualquier materia, bien para proteger la igualdad de los ciudadanos, bien para garantizar la estabilidad económica o el equilibrio presupuestario, en lo que constituye el hit más potente de su reciente jurisprudencia, tiene un cariz recentralizador indudable cuyos efectos han permitido una mutación constitucional de nuestro sistema de gran profundidad (que explica en gran parte el Estatuto de Cataluña de 2006 como respuesta, fallida, a una dinámica constitucional que, además, desde 2010 no ha hecho sino acelerar). Pero, y es relevante recordarlo, esa mutación no ha necesitado de ninguna reforma, sino simplemente de un Tribunal cómodamente asentado en visiones cada vez más centralistas, apoyadas por los grandes partidos políticos que nombran a sus miembros y, a su vez, determinan también la evolución de la legislación básica del Estado. No se ve (o, al menos, yo soy incapaz de ver) cómo a partir de la propuesta de reforma presentada pueda contenerse, limitarse o controlarse esta evolución.
No me da la sensación, pues, y a fin de cuentas es uno de los elementos esenciales (si no, directamente, el elemento nuclear central) con el que será juzgada desde Cataluña cualquier propuesta de reforma constitucional, que con la presentada sea sencillo que se acaben deduciendo ni un mayor espacio para la acción autonómica, ni una mayor garantía de sus competencias, ni tampoco un mecanismo de contención de la conflictividad caso de que el Estado siga haciendo un uso generoso, y políticamente avalado por amplias mayorías políticas, de sus competencias horizontales para predeterminar con exhaustivo detalle prácticamente toda acción autonómica, incluso dentro del ámbito de sus supuestas competencias.
2. Un Senado federal
Mayor concreción tiene la propuesta a la hora de perfilar una reforma de la Cámara Alta que la convertiría en un Senado de tipo federal semejante al Bundesrat alemán. Lo que no se puede decir de la misma en este punto, eso sí, es que sea particularmente novedosa u original. Lo cual no es un defecto, sino una virtud, pues muestra que ha recogido, y bien, lo esencial de las muchas propuestas que se han venido haciendo sobre estas cuestiones por parte de muchos académicos desde hace ya muchos años. Y es que desde hace al menos dos décadas no son pocos los juristas que han venido proponiendo una reforma de este tipo y fundándola en muy buenas razones (por ejemplo, reiteradamente y con un estudio constitucional cuidadoso, lo ha hecho Eliseo Aja, uno de los firmantes, en obras como los Informes sobre CCAA que dirige desde los años 90). Básicamente, se suele apuntar, con toda la razón, que el Senado español no cumple otra función que duplicar innecesariamente debates que, por ya producidos en el Congreso, no tienen en la práctica relevancia alguna, mientras que por estar dedicado a y diseñado para ello no aporta nada a la hora de articular efectivamente el debate en clave territorial. Sirva a estos efectos de ilustración el reciente ejemplo proporcionado por la aplicación del 155 CE, que tantos comentaristas nos han recordado que es «sustancialmente idéntico a su equivalente alemán» (el art. 37 de la GG). Lo cual es, cómo no, cierto. Sin embargo, también lo es, y en cambio no se ha comentado tanto, que el órgano que autoriza al gobierno la adopción de las medidas correspondientes es totalmente distinto en España (una cámara parlamentaria que replica al Congreso pero, además, con un sesgo mayoritario considerable) y en Alemania (un consejo donde están representados los gobiernos de los diferentes Länder a partir de una lógica política intergubernamental y donde las mayorías pueden ser muy distintas a las del parlamento, como de hecho es frecuente que ocurra y, por ejemplo, habría sido el caso en España para decidir la aplicación del 155 si el Senado hubiera tenido esa estructura). Es decir, que por su propia composición, los debates y la toma de decisiones son diferentes, porque los actores son otros y operan en otro plano. En España, en cambio, la capacidad efectiva de interlocución, debate, parlamento o acuerdo de las CCAA fue y es inexistente en este y cualquier otro proceso. ¡Ni siquiera Cataluña y sus instituciones tuvieron nada que decir! Más allá de este caso concreto, pero que ilustra a la perfección el hecho de que, con la única diferencia de las mayorías políticas, que decida el Senado es políticamente equivalente a que lo haga el Congreso, sin aportar nada más, es obvio que no tenemos una segunda cámara que complete, y aporte una visión territorial diferenciada a, lo que decide la primera. A juicio de los proponentes, por ello, habría que modificar nuestro Senado para «federalizarlo», lo que permitiría suplir una de las grandes carencias de nuestro sistema constitucional:
(§17): En cambio, la función principal que puede corresponder a un Consejo territorial como el alemán es facilitar la participación de los territorios en las decisiones princi- pales del Estado y permitir la coordinación de éste con las Comunidades al máximo nivel de decisión. Justamente, cubrir la gran deficiencia del sistema autonómico: la falta de un sistema coherente de gobierno que relacione a las Comunidades Autónomas entre sí y no sólo a cada Comunidad con el gobierno central, como ha sucedido hasta ahora.
Se trata, sin duda, y como ya se ha dicho, de una reforma necesaria. La crítica de los proponentes es justa; su solución, sensata. Ahora bien ,y siendo importante una mejora de la coordinación y que exista un espacio de comunicación estable y funcional Estado-CCAA y de las CCAA entre sí (máxime si, además, se lograra que fuera una cámara que permitiera un efectivo trabajo común, esto es, si también se diseñara como órgano de trabajo y no sólo de discusión), esta reforma no deja de ser una mejora institucional indudable pero relativamente menor si de resolver (o aspirar a conllevar algo mejor) la «cuestión catalana» se trata. Al menos, menor a la vista de los retos existentes en estos momentos. La prueba, creo, es que todas estas propuestas son muy anteriores a que los mismos aparecieran, vienen del siglo XX y tienen que ver con problemas de diseño y funcionamiento institucional que, aunque importantes, qué duda cabe, no inciden sobre la almendra del lío constitucional y político que tenemos montado: cuál habría de ser la óptima distribución del poder efectivo de Estado y CCAA y, en declinación de la misma, hasta dónde habrían de llegar los perímetros del autogobierno catalán.
Contrasta, a estos efectos, la extensión con que se analiza este problema y la concisión con la que se desarrolla, en cambio, cómo habrían de constitucionalizarse los principios esenciales del modelo de reparto y de financiación autonómica (§18) . Y es que si hay algo que se refiere al poder efectivo esta cuestión es, junto al reparto de competencias, la de la financiación del ejercicio del mismo. En el fondo la propuesta es prudente en este punto muy probablemente porque, inteligentemente, saben que aquí sí hay lío. Lo hay porque es un asunto mucho más nuclear que la reforma del Senado desde la perspectiva de hacer frente a la actual crisis constitucional actual. Los proponentes, con mucha concisión, y concretando poco por ello, apelan a la necesidad de la solidaridad y la corresponsabilidad, pero sin ninguna propuesta novedosa más allá de la apuesta por recuperar la ordinalidad que ya contenía la propuesta de Estatuto catalán de 2006 y que nunca llegó a ver la luz como mandato jurídico en nuestro ordenamiento, pero que forma parte de las bases del modelo alemán decantado poco a poco, sentencia a sentencia, por el BVerfG alemán. Sinceramente, creo que a estas alturas cualquier propuesta de reforma constitucional que pretenda ser viable ha de afrontar con más detalle este elemento, que es a día de hoy mucho más importante para todos los actores (y también para los ciudadanos) que cualquier reforma institucional del Senado. Y no sólo para vascos (aunque la «pax constitucionalis» vasca tiene mucho que ver con el trato que reciben en este punto, como a nadie se escapa) o catalanes (por mucho que es sabido que un buen pacto fiscal a tiempo habría quizás evitado muchas cosas) sino para el conjunto de los españoles y para otras muchas regiones donde las lacerantes desigualdades existentes, y su constitucionalización en forma de cupos, privilegios varios y asimetrías escandalosas, requieren de una reforma mucho más urgente que cualquier modificación, por eficiente y razonable que sea, del funcionamiento de cualquier institución. Ocurre, eso sí, que lograr un acuerdo sobre la misma es mucho más complicado que sobre la reforma del Senado donde, a estas alturas, hay un acuerdo casi general, bien reflejado en la propuesta.
3. Sobre el federalismo ¿asimétrico? de la propuesta y su apuesta por realizar ciertas «concesiones» para atraer a la población catalana al pacto constitucional
La propuesta realizada por los juristas que presentan el documento que venimos comentando tiene también claro que es preciso, más allá de estas mejoras técnicas más bien poco «sexys» en términos de su traslado a la opinión pública (como puedan ser delimitar competencias o cambiar la naturaleza del Senado), ofrecer alguna renovación del pacto constitucional que apele a las reivindicaciones de parte de esa mayoría social catalana que, en número creciente, se ve tentada por el independentismo como única vía factible para sentirse mínimamente reconocida en sus aspiraciones de mayor autogobierno si éste no es viable dentro de la Constitución española. La cuestión es cómo hacerlo contentando a la vez a estos catalanes pero sin quebrar nociones básicas de igualdad inherentes a cualquier pacto de convivencia nuclear a la idea de nación, que suele partir del supuesto de que los ciudadanos que la componen son iguales en derechos y deberes, sin que unos puedan ser más que otros (de la insatisfactoria forma en que este fundamento de la soberanía nacional se da en la España de 1978 ya hemos hablado otras veces).
El informe, que es firmado también por quien es uno de los mayores expertos en el análisis jurídico de los «hechos diferenciales» en nuestro país (por no decir directamente el mayor de ellos en el Derecho público español, Juan Antonio Montilla Martos), es bastante prudente en este sentido y parece seguir la que ha sido la posición tradicional de este autor, coherente con un modelo de ¿federalismo? ¿autonomismo? en todo caso simétrico: hay hechos diferenciales que se presentan a partir de razones objetivas y a ellos hemos de atenernos… reconociéndoselos a todos aquellos que compartan los rasgos o cualidades que dan origen a los mismos. Sin embargo, y tras esta afirmación inicial, parecen apostar también por la introducción de ciertas asimetrías en favor de Cataluña, aunque las mismas queden por concretar y se vuelva a apelar a la necesidad de que se fundamenten en «justificaciones objetivas»:
(§20): En este sentido, algunos miembros del grupo han sugerido la incorporación de una Disposición Adicional específica para Cataluña en la que se aborden las cuestiones identitarias, competenciales y de relación con el Estado. Esto permitiría reconocer la singularidad de Cataluña sin necesidad de modificar el art. 2 de la Constitución y simplificar el procedimiento en cuanto no se modifica el marco constitucional común sino que se establece un régimen jurídico singular. No obstante, cualquier solución aceptable para Cataluña debe serlo para el resto de Comunidades, a partir del reconocimiento por todos de la diversidad de España. Para ello resulta importante que los tratamientos diferenciados puedan sustentarse en justificaciones objetivas.
Otra posibilidad también planteada es que esa Disposición Adicional remita al Estatuto la regulación de determinadas cuestiones, en una enumeración que debe contenerse en la propia Constitución.
Esta exposición es bastante representativa de un estado de opinión que, en los últimos tiempos, parece ir gozando de creciente predicamento, al menos, en parte de las Españas. Sorprendentemente, o no tanto, gusta a sectores de la sociedad catalana (que verían compensado que su autogobierno no fuera a la postre tan ambicioso como algunos querrían con el hecho de que, al menos, tendrían más que otros territorios del país)… y también en núcleos más o menos cercanos al poder político estatal radicado en Madrid, desde donde se emiten cada vez más mensajes en este sentido (quizás porque se percibe como una posible solución que permitiría zanjar el problema «conservando territorio» aunque sea a costa de tener que compartir algo más de lo deseable ciertos poderes y privilegios asociados a los mismos). Es, sin embargo, si nos fiamos por lo que expresan líderes políticos y sociales de otras regiones y CCAA, mucho menos popular en el resto del país, donde se ve con escepticismo que puedan existir posibles diferenciaciones adicionales a las ya existentes que se basen en «justificaciones objetivas».
Es más, en el resto del país es cada vez más difícil explicar la persistencia de alguna de las diferencias y asimetrías todavía aceptadas por el «constitucionalismo» defensor del statu quo y que fueron blindadas por la Constitución en 1978 con base en la Historia (o en una cierta lectura de la misma) y en el arrastre tradicional, plasmadas en forma de cupos económicos que distorsionan el reparto de recursos y causan graves quiebras de equidad o en soluciones tan curiosas como que la posibilidad de que las CCAA tengan o no competencias en materia civil dependa de que el régimen franquista tuviera a bien ofertar a esa región una codificación por circunstancias y avatares, a veces, sólo dependientes de la casualidad o el mero voluntarismo de algunos. Todo lo que sea ahondar en esa vía, e introducir más diferenciaciones, aunque se busque para cada una de ellas alguna «razón objetiva» como las que fundamentan diferencias económicas o respecto de las capacidades de codificación civil, está llamado a causar más problemas que a solucionar los ya existentes, al menos, en mi modesta opinión (que viene, hay que señalarlo porque supongo que genera un inevitable sesgo, de la periferia española a la que se otorga la financiación per cápita más baja de todo el Estado, siendo contribuyentes netos al sistema a pesar de ser una región pobre y a la que se ha negado reiteradamente por el Tribunal Constitucional la posibilidad de legislar en materia civil por mucho de que amplísimas mayorías parlamentarias y estutarias así habían acordado hacerlo).
Pero, incluso si se tratara de apelar a diferenciaciones historicistas y si aceptáramos esa lógica tan cara a la Constitución del 78 de entender como «objetivas» razones basadas en exhumar viejos cadáveres jurídicos, es obvio que podría hacerse mejor y de manera más integradora. Llama la atención que, por ejemplo, puestos como digo a seguir esa lógica, se pretenda o se conciba la introducción de excepciones sólo para Cataluña cuando podría aspirarse a resolver algunas de sus demandas de modo que se permitiera también ampliar opciones para otros. Así, una opción flexibilizadora podría pasar por asumir lo que en algún otro texto Muñoz Machado ha llamado «tradición pactista de la Corona de Aragón» y aceptar diferencias institucionales, en la línea de las que contenían los viejos pactos y modelos forales que amparaban su diferenciación institucional (que la CE78 ya ha actualizado para el País Vasco y Navarra). Pero, en tal caso, ¿por qué ceñirla sólo a Cataluña? Puestos a aceptar una nueva Disposición Adicional, ¿por qué no incluir en la misma, por ejemplo, también al resto de territorios que compartieron esta misma tradición para, y es una mera posibilidad pero cuya exploración podría resultar interesante, permitirles cierta diferenciación institucional y mayor margen regulatorio también a todos ellos si así lo quisieran? En este sentido, hay ya alguna propuesta realizada desde Valencia de aprobación de una DA para la actualización dentro de la Constitución de algunos elementos compartidos por todos los regímenes forales de la Corona de Aragón que permitiría abrir puertas a ciertos experimentos jurídico-constitucionales con Cataluña, si la población de allí mayoritariamente lo desea, pero también daría esa opción, modulada según sus respectivas preferencias, a los ciudadanos de las Islas Baleares, País Valenciano o Aragón.
Y, por último, si otras regiones de España expresaran su deseo de ir también, en todo o en parte, con mayor o menor ambición, por ese mismo camino de la diversificación institucional y la profundización en el autogobierno, ¿en serio la lógica de la Constitución española para aceptarlo o no ha de continuar siendo una pseudo fundamentación histórica? Personalmente, me gustaría mucho más (y creo que a medio y largo plazo sería más útil para resolver nuestros problemas, la verdad) un modelo simétrico donde la diferenciación institucional y competencial dependiera, sencillamente, de la voluntad expresada por los ciudadanos de cada territorio (que no tiene por qué ser la misma, siempre y cuando el sistema esté diseñado de tal forma que obligue a internalizar, como debe ser, tanto los beneficios de estas decisiones… como sus posibles costes).
En otro orden de cosas, pero relacionado con este punto en la propuesta, pues se trata de otra forma de hacer «guiños» a la población catalana, sí resulta muy interesante que los autores de la misma tengan tan clara la necesidad de recuperar algunos de los contenidos del malogrado Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006:
(§21):Es el caso del reconocimiento de la participación autonómica en las decisiones del Estado, tanto en el ejercicio de competencias estatales (comisión bilateral, informe previo), como en la designación de integrantes de órganos constitucionales (Tribunal Constitucional y Consejo General del Poder Judicial); a la inclusión de principios en el sistema de financiación autonómica; a la organización federal del poder judicial; a la definición constitucional de las diversas categorías competenciales (exclusivas, básicas, de ejecución) de forma que se respete el espacio competencial autonómico o a la flexibilización de la organización del territorio (veguerías).
Se trata de un planteamiento absolutamente razonable e inteligente, que demuestra hasta qué punto la STC 31/2006, en su innecesario «talibanismo constitucional», provocó un problema jurídico y político donde no tendría por qué haberlo habido. Muchas de las cosas que anuló habrían podido ser perfectamente asumidas y, de hecho, sería bueno que se integraran en el futuro en la Constitución abriendo posibilidades no sólo a Cataluña sino también a otras CCAA, como bien señalan los autores de la propuesta. Y ello va desde los principios en materia de financiación (la ordinalidad, por ejemplo, aparece de nuevo como una solución ponderada a la vista del ejemplo comparado) y fiscalizad propia, a la organización del poder judicial, o a la posibilidad de que cada CCAA tenga margen para adaptar su organización institucional interna a su gusto. Esta parte es, a mi juicio, la más interesante y valiente de la propuesta, aunque esté poco desarrollada y deba aún ser muy concretada y perfilada. Pero lo es (valiente y necesaria), y hay que agradecerlo mucho, porque apunta en una dirección más que interesante: asumir que la reforma catalana de 2006 respondía a la detección de problemas reales de nuestro sistema constitucional, y que contenía muchas y muy buenas ideas para afrontarlos que podrían ser positivas para arreglar al menos algunos de ellos, no sólo en beneficio de Cataluña sino de todos los territorios de España. Más allá de los que son mencionados por los autores de la propuesta, que ya de por sí supondrían una transformación con una indudable profundidad del actual Estado español, podrían proponerse incluso algunos otros caso de que efectivamente esta vía quedara abierta. En todo caso, y como habrían de ser perfilados y concretados más en el futuro, tendremos ocasión de comentarlo con más detalle en próximos posts. Quede dicho aquí simplemente, y de momento, que en este punto, y aunque quede quizás un poco disimulado en medio de otras aportaciones de la propuesta y pueda pasar inadvertido, hay que reconocer a los autores que abren un camino interesantísimo. Ojalá los partidos políticos españoles mayoritarios se atrevan a recorrerlo.
4. Referéndums y consultas, sólo para validar reformas, pero no para preguntar sobre la independencia
Por último, la propuesta se pronuncia sobre la conveniencia de permitir dentro de la Constitución, o por medio de una reforma que así lo prevea, que los catalanes (o los ciudadanos de cualquier otra región de España) puedan votar en referéndum sobre si desean o no seguir siendo parte de España. Los autores de la misma son tajantes en su negativa a considerar esta opción. A su juicio, ni se puede a día de hoy realizar un referéndum de esa índole ni es conveniente que algo así pueda producirse en el futuro (se atisban aquí ecos de posiciones como las que ha venido defendiendo recientemente Muñoz Machado en esta materia, quien viene señalando que es estructuralmente imposible aceptar dentro de una Constitución un referéndum que pueda conducir a la disolución del demos que es el soporte mismo del pacto constitucional en cuestión). Como Dios aprieta, pero no ahoga, los ciudadanos, y lógicamente también los catalanes, sí podrán expresarse de alguna manera pero, eso sí, sólo cuando se vote la reforma constitucional en referéndum, o bien a la hora de aprobar (o no) un hipotético nuevo estatuto de autonomía (llámese como se quiera) adaptado a la misma. Empero, eso sí, sólo en esos casos y en ningún otro:
(§22). Una última cuestión, aunque no la menos importante, es la relativa a la aspiración mantenida, según las encuestas de opinión, por muchos catalanes, de votar en un referéndum para expresar su voluntad sobre una nueva articulación de las relaciones de integración de Cataluña en el Estado. Esta aspiración no tiene un cauce viable a través de una consulta sobre la independencia, como hemos constatado al inicio de este documento. Pero es posible (e incluso constitucionalmente preceptivo) una consulta sobre una ley de Cataluña que adapte el Estatuto, lo reforme y mejore.
A mi juicio, como he tenido ocasión de explicar y escribir en no pocas ocasiones, no creo que hubiera problema alguno en poder aceptar con naturalidad un referéndum de estas características a partir de una lectura liberal y democrática de cualquier pacto de convivencia constitucional (e, incluso, de la propia Constitución de 1978, por mucho que es obvio que ésta no es a día de hoy la opinión de nuestra doctrina mayoritaria ni de nuestro Tribunal Constitucional). No creo que admitir con normalidad esta posibilidad plantee serios problemas de convivencia, ni mucho menos jurídico-constitucionales, sino más bien al contrario: a la vista está que los efectos de no permitirlo no han sido precisamente saludables ni para la convivencia ni para la legitimidad de nuestro orden constitucional, necesitado de urgentes reformas por las heridas autoinfligidas por esta interpretación rígida y un punto demófoba del mismo. En todo caso, y como es obvio, no deja de ser ésta una cuestión de opinión y, por ende, muy subjetiva. Lo que sí creo una afirmación más fácilmente objetivable es que no permitir una consulta de estas características conlleva eliminar la posibilidad de jugar una carta simbólica de mucha potencia que se podría emplear para facilitar aunar voluntades y consensos para una futura reforma a un coste, en mi modesta opinión, relativamente bajo. De una forma u otra, si la ciudadanía está descontenta, en una democracia siempre tiene vías, afortunadamente y por muy indirectas que éstas puedan ser, para hacerlo saber. Cegar la más clara y directa sólo recrudece los conflictos y las dificultades. Abrirla, por el contrario, y más tras todo lo que hemos vivido en tiempos recientes, permitiría dar mucha legitimidad a un hipotético nuevo pacto constitucional que la asumiera con normalidad como lógico cauce de expresión a la voluntad democráticamente expresada de los ciudadanos sin la que cualquier pacto constitucional no deja de ser letra muerta (o algo peor, si ha de ser mantenido con vida por mecanismos alternativos sobre los que mejor no extendernos).
5. Una valoración, rápida y tras una primera lectura, global de la propuesta
En primer lugar, hay que agradecer a los autores de la propuesta su esfuerzo y su contribución. Como decía al principio, es la primera de este tipo verdaderamente trabajada, seria, concreta, que se realiza con sinceras aspiraciones de abrir el debate y que, no me cabe duda, va a ser por ello merecidamente importante para articularlo en en futuro próximo. Cuestión distinta es que pueda servir para resolver el problema a día de hoy planteado. Para lograrlo habría de ser capaz, a la vez, de resultar admisible para los «constitucionalistas» españoles más empáticos con el actual statu quo pero logrando convencer a una mayoría de catalanes de que supone un avance e incorpora mejoras suficientes como para respaldarla.
A estos efectos, y en mi modesta opinión, hay partes que deberían ser fácilmente admisibles para las visiones más «estatalistas». Éstas son curiosamente (o no, porque es donde resulta más sencillo trabajar e ir sentando bases a partir de las cuales lanzar el debate y tratar de articular posteriores consensos más ambiciosos) las más desarrolladas en la propuesta: la «redelimitación» de las competencias (con pinta de ligera centralización y un punto un tanto cosmético a la hora de vender que limitaría la conflictividad), dado que en el fondo tampoco cambiaría tanto la cosa; y la reforma del Senado (con ese modelo federal de inspiración alemana que tanto consenso genera entre juristas), porque es algo ya muy madurado a estas alturas por parte de académicos, fuerzas políticas y opinión pública. Sin embargo, es justamente este carácter más o menos limitado de lo que son sus propuestas más perfiladas que hace fácil su admisibilidad para un sector lo que en mi opinión convierte en dudoso que sólo con ellas se pueda lograr convencer a una mayoría sustancial de la población catalana de que estamos ante un cambio con una mínima profundidad. Hace falta, pues, algo más.
Un segundo grupo de reformas son las que en el fondo no son tan importantes pero pueden aspirar a apelar a ciertos elementos simbólicos o afectivos, que aparecen también en el informe, en ocasiones implícitamente: reconocimiento de una cierta «estatalidad» a algunos territorios, llamar «Constituciones» a los actuales Estatutos, etc. Reconozco que estas reformas no me parecen tan importantes y que, quizás por ello, soy incapaz de juzgar cómo de inadmisibles puedan ser para una parte… así como tampoco tengo ni idea de si serían importantes o no (y cuánto, en su caso) para la otra.
El tercer grupo de reformas son las que me parecen realmente claves, pero son también las que están menos perfiladas en la propuesta, quizás porque sus autores son perfectamente conscientes de que es en torno a éstas donde aparecerían, si se plantearan en detalle y con profundidad, las inmediatas reticencias de los sectores del «constitucionalismo» español clásico: asunción de contenidos del Estatuto de 2006 en materia de justicia, de principios en materia de reparto del poder y de la financiación y cuestiones fiscales, aceptación de mayor autonomía interna de las CCAA… A mi juicio (aunque puedo equivocarme), sólo con reformas valientes de esta índole, combinadas con cambios en otras partes de la Constitución que profundizaran en vías más democráticas y garantizadoras de derechos hasta la fecha poco desarrollados (esencialmente sociales), se podría conseguir un apoyo suficientemente amplio en Cataluña a las reformas. La cuestión es que es dudoso, y da la sensación de que los autores de la propuesta lo tienen muy claro (y por ello son particularmente prudentes a la hora de plantearlas), que sea fácil o incluso posible conciliar ese nivel de profundidad con un mínimo apoyo a esas medidas en el resto de España.
La solución que parecen proponer los autores al embrollo derivado de este desacompasamiento estructural pasa por admitir cierta asimetría en la Constitución, aunque de nuevo tampoco detallan hasta qué punto y con qué límites. Da la sensación de que, a su juicio, una posible salida a que aparentemente no haya un punto de equilibrio que sea a la vez suficientemente avanzado para las mayorías catalanas hoy incómodas con el orden constitucional pero admisible para las mayorías del resto de España que sí están a gusto en el mismo podría ser aceptar algunos de esos avances, más o menos diluidos (o medidas descentralizadoras), pero sólo para Cataluña, minimizando así la afección estructural al orden constitucional producida por los mismos. Como ya he explicado, y en este caso con más razones, me parece complicado que, si los cambios en cuestión son de la suficiente relevancia (si no lo fueran, su capacidad de resolver el conflicto sería limitada), esta asimetría sea admisible o, expresado mejor, deseable. Las asimetrías en los modelos federales funcionan bien cuando son consecuencia de la voluntad democrática diferenciada de las poblaciones de unos territorios y otros. Pero no suelen ser fáciles de gestionar a medio y largo plazo (como vemos en España en materia de financiación, por ejemplo) cuando, sencillamente, permiten a unos lo que a otros, aunque también puedan haber afirmado democráticamente preferirlo, niegan.
Es cierto que los autores se enfrentan en este punto a una situación de una enorme dificultad, semejante a la que cualquier otra propuesta va a tener que tratar de solventar: es prácticamente imposible conciliar a día de hoy las posiciones de las mayorías catalana y española en este punto. La búsqueda de una salida por medio del reconocimiento de algunas asimetrías puede ser una solución si políticamente los grandes partidos españoles logran «contener» las reivindicaciones de igualación de otras regiones del país. Parece evidente cuáles son las razones por las que en ciertos ámbitos institucionales asociados a las estructuras del Estado algo así (como ya el cupo vasco-navarro en el pasado) puede consentirse como «pago» a mantener la «unidad de la Patria». Sin embargo, es dudoso que la importancia de esta finalidad en sí misma sea comprensible para los ciudadanos, especialmente para los de aquellas regiones que pagan la factura o se ven minusvalorados con soluciones de esta índole. En todo caso, si el gambito pudiera llegar a funcionar políticamente, nada que decir a este respecto. Habría que reconocerle su indudable mérito para resolver una situación muy difícil y donde los equilibrios políticos y las muy diversas preferencias expresadas consistentemente por las poblaciones de diferentes territorios del Estado hacen muy complicado alcanzar un punto que pueda satisfacer a una mayoría suficiente en ambos sectores a la vez.
Curiosamente, y para acabar con esta ya larga reflexión, la reforma renuncia a aceptar una consulta o referéndum sobre la independencia, cuando su mera celebración sería una «concesión» que, por el mero hecho de darse, podría facilitar, a cambio, una reforma menos profunda de algunas de las estructuras constitucionales en cuestión. La posibilidad expresa de «salir» permite a cambio, si se ofrece, forzar un poco la mano en otras esferas. Pero, de nuevo, el principio de unidad de la patria parece imponerse, con su rigidez, al desarrollo y aceptación de soluciones más pragmáticas. Este fundamentalismo último es tanto más curioso cuanto, a la postre, y si la propuesta que comentamos finalmente tuviera éxito, tendríamos que acabar afrontando igualmente sí o sí un referéndum constitucional (o constitucional-estatutario, si se realizaran ambos conjuntamente en Cataluña). Caso de que la reforma finalmente votada fuera aceptada en el resto de España, pero rechazada allí, la situación llevaría a un callejón político y constitucional de muy incierta salida, donde, verificado que no hay un punto de equilibrio (o que el alcanzado no lo era) en que se puedan encontrar las mayorías políticas de un signo y de otro, a la postre casi cualquier pregunta acabaría convirtiéndose, de facto e implícitamente, en una pregunta sobre la independencia.
A la postre, la clave es si, efectivamente, existe o no ese punto de equilibrio en que una determinada reforma de la Constitución en un sentido tendencialmente federalizante pueda llegar a serlo en suficiente medida y con la debida ambición como para convencer a una mayoría de catalanes sin que, por el hecho de avanzar en esa dirección, pase a ser inasumible para la mayoría del resto de españoles. No tengo muy claro que esta concreta propuesta realizada por algunos de nuestros colegas logre encontrarlo, esencialmente porque en las partes claves donde habría de reposar el mismo es aún, como no puede ser de otro modo, muy inconcreta. Ni siquiera tengo claro si ese equilibrio, a día de hoy, es posible. Lo que sí me parece evidente es que, si no existe o no se puede encontrar, ya sea por incapacidad, por falta de voluntad o porque no existe, dará igual que se permita o no preguntar a la población de Cataluña sobre la independencia porque, inevitablemente, la imposibilidad de llegar a un acuerdo de convivencia que nos sirva a todos acabará imponiendo sus consecuencias.
A lo largo de estos años, y especialmente en los últimos meses, todos hemos escuchado y leído mucho sobre materias aparentemente tan áridas y tan poco sexys como el Derecho público español o la forma en que organiza nuestra Constitución el reparto territorial del poder. Y, sin duda, una de las cosas que más ha sorprendiendo en este trance a mucha gente, hasta el punto de generar no poca frustración o descreímiento, es que en ocasiones da la sensación de que para los juristas cualquier posición pueda ser justificable, que dependiendo del bando en que se encuentre el intérprete de turno “todo valga” si beneficia sus intereses. Sin embargo, esto no es exactamente así. Es perfectamente posible identificar algunas bases jurídicas, aunque en ocasiones sean de mínimos, muy difíciles de discutir. Recordarlas, por ello, quizás no esté de más, dado que en ocasiones las perdemos de vista ante el aluvión de noticias, giros de guión y nuevos artículos constitucionales que van entrando en juego. Pero, sobre todo, porque a partir de esas bases mínimas donde todos, o casi todos, podemos estar de acuerdo a poco que tengamos un mínimo de honradez intelectual, es más sencillo ver claro.
Además, también resulta más fácil, a partir de esas bases, desarrollar algunas opiniones. Ha de quedar claro, no obstante, que cuando se trata de explicar qué cosas son verdad o mentira en el encuadre jurídico que habitualmente hacemos o leemos sobre la “cuestión catalana” quien lo hace se expone a, sencillamente, equivocarse y errar. Lo que, en su caso, lo descalificaría como buen jurista desde un punto de vista técnico. Por el contrario, cuando de lo que se trata es de hacer una construcción valorativa, necesariamente política, a partir de esas bases, ya no se puede hablar de acierto o error, de corrección o incorrección del análisis a cargo de un especialista, sino de una opinión emitida por alguien, susceptible de ser sometida a crítica y cuestionamiento, pero que en principio no tiene más valor que los argumentos en que se apoya, labor para la que el jurista no está necesariamente mejor pertrechado que cualquier otro ciudadano.
Hecha esta aclaración previa, considero que puede tener sentido tratar de sintetizar algunos hechos ciertos y realidades jurídicas que creo pueden ser compartidas desde un punto de vista que pretende ser, si se me permite la expresión, “técnico”, con la intención de ayudar, por si hiciera falta a estas alturas, a aclarar mínimamente el panorama. A partir de ahí, expresaré también alguna opinión subjetiva con valoraciones personales que, creo, en cada caso quedará bastante claro que no son más que eso pero que, quizás, puedan resultar interesantes, aunque sea para que otros con diferentes y quizás mejores razones las cuestionen. Allá va, pues, un intento de dibujar cómo queda el paisaje una vez concluida, por lo que se atisba, la primera batalla.
1. Las instituciones catalanas representativas surgidas de las elecciones de 2015, tanto su Parlament como el Govern autonómico, han actuado en clara quiebra del ordenamiento jurídico español y de su Constitución de 1978. Tras una serie de primeras declaraciones donde ya se invocaba y reivindicaba el carácter soberano del parlamento catalán, cuyo valor y seriedad puede ser objeto de debate –esta gradación, como es lógico, sí es por definición valorativa- las leyes aprobadas los días 6 y 7 de septiembre de 2017 suponen una ruptura abierta y de incuestionable hondura. Son normas que no se aprueban incumpliendo el reparto de competencias contenido en el Estatuto de Autonomía y la Constitución, sino que directamente desconocen ese marco. Más allá de otras posibles infracciones en la tramitación de estas dos leyes, al aprobarlas y ordenar por medio de las mismas la realización de un referéndum de autodeterminación que el Tribunal Constitucional había afirmado en reiteradas ocasiones que era de imposible realización con el marco jurídico vigente en España y las medidas de legalidad transitoria para el caso de que el voto favorable a la independencia fuera mayoritario, el Parlament de Catalunya se declara claramente soberano de facto, ignorando artículos como el 1.2 o el 2 de la Constitución española y, además, actúa como tal con patente desparpajo.
2. Frente a una situación como la descrita, como frente a cualquier incumplimiento del ordenamiento jurídico, el Estado y sus instituciones no sólo es que puedan reaccionar, sino que están constitucionalmente obligados a hacerlo de la mejor manera que puedan y sepan. Ello no obstante, hay que señalar que no todos los incumplimientos son, en Derecho, iguales. Varios factores convierten el que aquí analizamos en uno particularmente cualificado: en primer lugar, no es un incumplimiento inconsciente, sino buscado y consciente; además, no es un incumplimiento que se trate de ocultar para que no sea reprimido y que busque obtener ventajas en la ilegalidad de forma subrepticia, sino uno abierto y flagrante; en tercer término, es protagonizado por instituciones y no por particulares, lo que sin duda agrava también el problema; y en cuarto y más importante lugar, se trata de una quiebra que es realizada por estas instituciones a partir de un mandato democrático que no puede negarse: los partidos que lo protagonizan se presentaron a las elecciones que les dieron su mandato con la explícita intención de, si lograban una mayoría, declarar la independencia de Cataluña. Que al menos todos estos elementos –y quizás alguno más- convertían la quiebra de la legalidad a que se enfrentaba el Estado en una particularmente grave y a la que se había de atender muy probablemente con mecanismos diferentes a los ordinarios para restaurar la legalidad ordinaria o castigar a quienes se la saltan en el día a día de cualquier sistema jurídico no parece fácil de desmentir.
3. El Estado tiene, para enfrentarse a una pretensión de ruptura como la descrita, muchos instrumentos constitucionales y legales a su disposición. Algunos se corresponden con la aplicación pura y simple, si bien adaptada a las circunstancias y al tipo y modalidades de incumplimientos, de herramientas de legalidad ordinaria. Tenemos aquí desde las medidas de control al uso, corrientes y molientes, de la corrección de la actuación administrativa a los controles de constitucionalidad a posteriori que realiza el Tribunal Constitucional sobre cualquier actuación normativa o ejecutiva de las instituciones españolas y, consecuentemente, de las catalanas. Disponemos también de la actuación de los jueces ordinarios predeterminados por la ley, que a instancias de la fiscalía actúan persiguiendo los delitos que puedan, en su caso, haberse cometido. Por último, aparece la labor de los cuerpos y fuerzas de seguridad que, tanto en sus labores de policía judicial como en sus tareas generales de indagación para la prevención de delitos, también puede y ha de ser desplegada. Como todos sabemos, la reacción estatal frente a lo que se ha dado en llamar el “desafío catalán”, hasta hace bien poco, ha sido vehiculada empleando exclusivamente esos medios. En algunos casos, tras haber ampliado sus perímetros, por medio de recientes reformas legales, respecto de lo que ha sido tradicional en nuestro Derecho. Por ejemplo, el control financiero sobre las Comunidades Autónomas se ha extremado en los últimos años; y el Tribunal Constitucional ha visto cómo desde 2015 sus potestades para velar por el cumplimiento de sus decisiones se ha ampliado notablemente. Junto a estas alternativas, la Constitución reconoce también a las instituciones del Estado la posibilidad de emplear mecanismos excepcionales para hacer frente a situaciones de necesidad, que van desde el empleo de la llamada “cláusula de coerción federal” contenida en el hoy ya famosísimo artículo 155 CE a la activación de los estados de alarma, sitio y excepción previstos en el artículo 116 CE. Las excepcionales características de las quiebras producidas en los últimos meses en Cataluña hacen que sea posible desde hace tiempo, como es evidente, el empleo al menos del primero de ellos –y así lo he defendido desde hace tiempo, junto a su mayor conveniencia frente al empleo de otros instrumentos jurídicos represivos-. Cuestión distinta es si estas mismas especiales características hacían y hacen aconsejable una reacción estatal que no se instrumente únicamente por medios jurídicos, ya sean ordinarios o extraordinarios. Esto es, por medio de una respuesta política a lo que, en el fondo, y a la postre, no es sino un problema político. Como se explica también en el texto antes citado, siempre he considerado que la respuesta estatal, si se pretendía eficaz a medio y largo plazo, no podía obviar este factor último, que a la postre es el determinante cuando una ruptura como la protagonizada por las instituciones catalanas tiene el apoyo de una parte tan considerable de la población. Pero tendremos ocasión de volver sobre esta cuestión.
4. Hasta aquí – y con la excepción del último apunte, obviamente valorativo- puede considerarse, o al menos eso espero, que lo expuesto sea una descripción más o menos afortunada pero sustancialmente correcta de la situación desde un punto de vista jurídico. A continuación viene el desarrollo de esa opinión personal, emitida por un jurista -pero que no tiene por ello mayor valor en sí misma- ya apuntada: frente a situaciones excepcionales como las reseñadas es conveniente acudir antes a los remedios constitucionalmente previstos para dar respuesta a las mismas que a una legalidad ordinaria que, por mucho que se trate de adaptar para hacer frente al reto, necesariamente sufrirá y será deformada si es empleada para contener algo que, por definición, le viene grande. Como digo, se trata de una opinión personal, y sin más valor en principio que los argumentos que se den en su defensa, pero que en este caso se ve reforzada, a partir de una evaluación a posteriori, con un importante aval: hemos podido comprobar ya ex post cómo la sucesión de acontecimientos ha demostrado que muchos de los peligros de los que no pocos alertamos ex ante eran totalmente ciertos. Aunque algunos de los problemas y quiebras no han trascendido en exceso a la opinión pública –en parte por afectar a instituciones o garantías cuyo análisis suele ser relativamente especializado, aunque también porque los medios de comunicación en general han cerrado filas frente a cualquier crítica al respecto- es a estas alturas justo señalar que la legalidad ordinaria ha padecido en un grado que no debiera minimizarse ante la forma en que ha sido empleada para responder a la violación a la Constitución protagonizada por las instituciones catalanas. Por ejemplo, hemos asistido al poco edificante espectáculo de ver a jueces prohibir actos y debates públicos, siquiera sea cautelarmente. Se ha impedido tanto la difusión de carteles como de envíos de correspondencia con propaganda política. La Administración del Estado ha intervenido las cuentas de la Generalitat de Catalunya empleando desviadamente instrumentos diseñados para garantizar el control del déficit, pero cuya función no era tutelar la corrección o legalidad del destino de los fondos. Las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, en medio de un cierto descontrol en torno a la responsabilidad sobre el operativo, emplearon el pasado 1 de octubre de forma manifiestamente desproporcionada la fuerza contra ciudadanos que no estaban haciendo nada particularmente peligroso para el orden público -y ni siquiera ilegal la mayor parte de las veces-. La competencia judicial para el enjuiciamiento de ciertos delitos a favor de la Audiencia Nacional, a instancias de la Fiscalía, se ha afirmado en lo que es una quiebra bastante evidente de las normas vigentes, alterando la garantía constitucional sobre el juez natural predeterminado por la ley que habría de enjuiciarlos. Incluso la propia definición de algunos tipos penales está siendo reelaborada según conviene a la necesidad del Estado de dar respuesta a la situación, poniendo en riesgo cierto algunas importantes garantías inherentes al principio de tipicidad penal. Los ejemplos podrían ampliarse y, además, da toda la sensación de que lamentablemente nos esperan aún más quiebras en un futuro próximo. Pero creo que bastan los ya referidos para entender que, en efecto, la reacción por medio de la legislación ordinaria no sólo no ha sido particularmente eficaz sino que, además, enfrentada a la necesidad de dar respuesta a un reto excepcional sin estar diseñada para ello, conduce a su deformación. Esta alteración de los perfiles de instituciones y reglas de legalidad ordinaria que conforman una parte esencial del régimen de garantías jurídicas de que todo ciudadano ha de disfrutar es extraordinariamente peligrosa en un Estado de Derecho y habría de ser evitada.
5. Por el contrario, las medidas de necesidad que la propia Constitución contiene están específicamente diseñadas para hacer frente a situaciones, como es natural, excepcionales. Son por ello, y por definición, más flexibles, algo que es bueno para poder dar cumplida respuesta a retos que se salen de lo normal. Son, además, de naturaleza mucho más política, en el fondo, que jurídica, lo que es asimismo positivo. De este modo se logra que los gobernantes no se escuden a la hora de adoptarlas en una supuesta “ineluctabilidad legal” que les llevaría a aplicarlas sin tener otro remedio, tentación explicativa en la que se cae habitualmente cuando se aplican las medidas de legalidad ordinaria, aunque se haga de manera voluntarista y manifiestamente deformada –como hemos tenido ocasión de ver en esta crisis una y otra vez-. Antes al contrario, por ser flexibles y políticas quienes las adoptan han de explicar su necesidad, justificarlas, buscar acuerdos, consensos, así como soportar el debate jurídico -pero también mediático y social- sobre las mismas. Lo hemos visto cuando el gobierno se ha decidido, al fin, a aplicar el artículo 155 CE: para cubrirse políticamente ha buscado un acuerdo amplio, incluso más allá de los límites estrictos de lo necesario constitucionalmente y de lo que le garantizaba su mayoría parlamentaria en el Senado. Además, es manifiesto que el Ejecutivo ha tratado de aquilatar al máximo su reacción al emplear estos medios, y no es descabellado pensar que ello es precisamente consecuencia de que se hayan sometido a un escrutinio público exigente que, en cambio, ninguna de las medidas de legalidad ordinaria ha tenido. De hecho, han sido no pocos los juristas que, por ejemplo en esta misma publicación o en otros medios, han considerado excesivas e inconstitucionales las medidas finalmente adoptadas, y en especial la destitución de todo el gobierno catalán, la eliminación de los poderes parlamentarios de control sobre el ejecutivo que lo va a sustituir y la disolución del parlamento catalán por medio de una convocatoria de elecciones. Sin embargo, a mi juicio –y esto es, de nuevo, como puede verse, una opinión estrictamente personal y susceptible de crítica- la adopción de medidas de necesidad como las contenidas en el art. 155 CE no debe estar per selimitada a lo que una lectura rígida de la Constitución, defendida por algunos, pudiera dar a entender. Por definición, las medidas de necesidad han de poder ser amplias y no tiene sentido que queden limitadas a una lista prefijada en la Constitución. Y, de nuevo por definición, pero también porque así lo dice el propio precepto, lo esencial es que las mismas sean acordadas por el Senado y puedan superar un análisis mínimo de proporcionalidad. Pero ha de tenerse en cuenta que el órgano constitucionalmente designado para realizar este análisis es en primer y principal término el propio Senado y que, por esta razón, en principio su ponderación debería ser respetada, a salvo de la existencia de algún exceso manifiesto y grosero. Personalmente, no se me ocurre que en este caso haya claros ejemplos de ultra vires, con la excepción de la eliminación de las capacidades de control del Parlament, que se antojan particularmente innecesarias al existir otros instrumentos que logran los mismos efectos que se pretenden conseguir por esta vía pero de modo menos gravoso. Ello no obstante, incluso en este caso es dudoso que lleguemos a ver en un futuro un reproche del Tribunal Constitucional al Senado al respecto. No es baladí a estos efectos señalar la amplia mayoría política –y, hay que entender, también social- que hay detrás de estas medidas y del entendimiento de las mismas como proporcionales. Factores sociales y políticos que el Tribunal Constitucional, sin duda, tendrá en cuenta cuando esté llamado a enjuiciar, si lo acaba estando, la constitucionalidad de las medidas acordadas por el Senado.
6. En apoyo de estas reflexiones, parece claro que tanto la excepcionalidad de las medidas como su amplio apoyo social y político, así como la prudente matización de las mismas producto de la necesidad del acuerdo político que ha dado lugar a las mismas –con una convocatoria rápida de elecciones que compensa la dureza de la intervención y da voto a los ciudadanos como inteligente solución de compromiso y de salida del impasse político- ha acabado por provocar una intervención extraordinaria más allá de la legalidad ordinaria y con un contenido claramente político que se ha demostrado mucho más eficaz que la reacción meramente jurídica por vías pretendidamente ordinarias que se había instrumentado hasta la fecha. En este sentido, ha de ser señalado que la mayoría independentista no parece que tenga la intención de responder a estas medidas con una oposición activa contra su despliegue ni, mucho menos, violenta. Más allá de una Declaración de Independencia con un valor más proclamativo que real, y constatada la incapacidad efectiva de control del territorio y de la población por parte de unas autoridades catalanas que además parecen haber renunciado a llevar el conflicto al plano de la desobediencia efectiva, esta falta de respuesta demuestra también el evidente valor legitimador y simbólico que tiene, como vía de salida a cualquier crisis política, dar voz a la población, sea por el medio que sea… y hasta qué punto es complicado oponerse a la misma sin perder legitimidad a raudales.
7. Para concluir estas reflexiones, es preciso retomar el hilo que dejábamos al principio suelto y sin enhebrar del todo. La quiebra constitucional protagonizada por las instituciones catalanas tiene origen en una serie de reivindicaciones de gran parte de la población catalana –la independencia, por ejemplo-, que además es muy mayoritaria, según todas las encuestas y el voto expresado en las elecciones realizadas desde hace años, al menos en cuanto a la voluntad de poder votar en torno a la cuestión de la pertenencia de Cataluña en España. Esta situación cualifica en muchos órdenes los incumplimientos y sitúa el conflicto en un plano, el de la legitimidad, que no se puede desconocer. Tampoco la reacción estatal, en mi opinión, puede permitirse perder de vista este elemento. Por ello es inteligente que la solución finalmente acordada –una solución política, recordemos- tenga como ingrediente la convocatoria de unas elecciones para permitir que la actual situación de crisis se canalice dando cauce democrático a la expresión de la voluntad de los ciudadanos. Los efectos legitimadores de esta decisión han sido, de hecho, inmediatos. No sólo han dificultado una respuesta de la mayoría política catalana secesionista, sino que además han rebajado la tensión social de forma inmediata y perceptible. Ahora bien, analizado este efecto con frialdad, no deja de resultar paradójico hasta qué punto da la razón a los independentistas que reclaman desde hace años el voto como medio para resolver, siquiera sea por unos años –provisionalidad inherente a todas las soluciones en torno a cuestiones relativas a la convivencia potencialmente conflictivas-, el problema: y es que votar es sin duda la mejor forma de conllevar conflictos sociales enquistados sobre disputas organizativas –y también sobre algunas otras de muy diversa índole-. O, al menos, la que tenemos constatado históricamente que suele dar mejores resultados e impedir la agravación irremediable y desastrosa de ciertas discrepancias. Basta comparar cómo evolucionaron las situaciones en Escocia o Quebec tras sus referéndums con lo vivido en Cataluña para constatar hasta qué punto esta realidad se ha vuelto a poner de manifiesto estos meses con toda su fuerza. Curiosamente, al menos en la fase final de esta crisis, algunos independentistas parecieron olvidar esta idea central: quien de verdad defiende el “derecho a decidir” de los ciudadanos, y por mucho que las dificultades que hicieron imposible que la votación del día 1 de octubre fuera un verdadero referéndum no fueran achacables a las autoridades catalanas, no debiera contentarse con los resultados de ese día como ejercicio suficiente y satisfactorio del mismo. La expresión de la voluntad de los ciudadanos, y más sobre cuestiones esenciales, es demasiado importante como para que quepan atajos.
8. Como coda final conviene recordar, una vez más, que la propia convocatoria de elecciones decidida por el Ejecutivo español para Cataluña tiene la gran virtud de poner en valor la necesidad de dar la palabra a la población para, al menos, tratar de encauzar este conflicto a corto plazo. Pero, más allá de esta paradójica reivindicación de la democracia como vía de solución, no deberíamos perder de vista que, en los últimos meses, nada de lo instrumentado como reacción estatal permite augurar que la “cuestión catalana” vaya a quedar zanjada únicamente con estos comicios. Los efectos taumatúrgicos del voto no son tantos. Sólo el cansancio coyuntural de los independentistas o la frustración por el resultado provisional del proceso pueden conducir a deserciones, con pinta a día de hoy de ser más provisionales que otra cosa. Lo cual quizás sirva –o no, pero en todo caso en breve lo sabremos si finalmente se celebran las elecciones convocadas para el 21 de diciembre de 2017- para lograr una precaria mayoría unionista a corto plazo, pero es dudoso que pueda impedir una reagrupación de las fuerzas independentistas a medio término si no hay cambios sustanciales en la organización del Estado y la Constitución española de 1978. El acuerdo a este respecto es a día de hoy enorme entre casi todos los juristas, al menos en todos y cada uno de los muchos a los que todos hemos tenido ocasión de leer estos días –por ejemplo, el reciente monográfico de la revista El Cronista, donde los participantes no eran por lo general ejemplos de empatía con las posturas independentistas, es una muy buena muestra de ello-. Sin embargo, no da la sensación de que el debate político y social esté ni mucho menos mínimamente maduro para una reforma federalizante de las dimensiones y ambición mínimas que podrían aspirar a desatascar las cosas. Desatender este último elemento, desconocer que ciertas quiebras a la Constitución no sólo son jurídicas sino también políticas y que por ello requieren de soluciones también políticamente excepcionales –y no sólo jurídicamente fuera de lo ordinario- es una muy mala receta de futuro que entraña, además, muchos peligros. Riesgos que, quizás, habrá una enorme tentación de obviar en medio de la euforia subsiguiente a poder haber resuelto a corto plazo el desafío, máxime si las elecciones de diciembre favorecen los intereses de sus convocantes. Ahora bien, y como es obvio, esta última aseveración es, creo que a nadie se le escapa, de nuevo una mera opinión personal. No se pretende, pues, hacer creer a nadie que constituya una verdad absoluta o un juicio técnico que se haya de asumir. Ello no hace, sin embargo, que deba ser menos atendida. Porque si olvidamos la imperiosa necesidad de una reforma constitucional de calado que dé acomodo en una España diferente a muchos catalanes que hoy se sienten crecientemente desplazados por causa de ciertas derivas –y derivas ciertas- centralistas y recentralizadoras, y si no somos capaces de un amplio acuerdo que haga sentirse cómodos en la misma también al resto de ciudadanos españoles, los problemas que hemos vivido estos meses están llamados a reproducirse, incluso, con mayor gravedad.
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Publicado originalmente en CTXT el 31 de octubre de 2017
1 de septiembre de 2017. Son fechas de vuelta al cole, a la rutina y a la normalidad en un país, España, donde nada es normal en estos momentos. Estos días prácticamente todo queda deformado (respuesta civilizada a atentados incluida) al producirse en un contexto totalmente dominado, o contaminado, por el debate generado en torno a lo que suele denominarse «desafío soberanista» planteado por las instituciones catalanas y los partidos que en estos momentos disfrutan de mayoría en las mismas. Un «órdago» que se concreta en la intención de llevar a cabo el próximo 1 de octubre, dentro de apenas un mes, un referéndum en que se preguntará a la ciudadanía si desean que Cataluña se convierta o no en una República independiente. Independiente en todos los sentidos y respecto de todos pero, como es obvio, y en primer término, del Reino de España.
Los antecedentes
A estas alturas, considero sinceramente que tiene poco sentido recordar cómo hemos llegado hasta aquí. De todos modos, y si alguien conserva todavía paciencia suficiente como para repasar una vez más el tema, en este blog ya he explicado con cierto detalle los distintos estadios del proceso. Muy resumidamente, creo que puede decirse sin ser excesivamente subjetivo que el creciente desapego de parte de la población catalana respecto de elementos estructurales del modelo de reparto territorial del poder en España ha ido dando lugar, desde hace ya más de una década, a sucesivos intentos de «encaje», liderados por las fuerzas políticas catalanas mayoritarias en cada momento (el PSC y sus aliados primero, CiU después, ahora la alianza en torno a Junts pel Sí), de esas pretensiones en el orden constitucional vigente en España. Todos ellos, uno tras otro, han acabado fracasando. En su penúltimo estadio, estos intentos culminaron en la pretensión de consultar a la propia ciudadanía de Cataluña sobre su deseo de seguir siendo parte o no de España, a la vista de la imposibilidad de lograr un encaje pactado con el resto del país que fuera satisfactorio para esos sectores de la población, al modo de las consultas realizadas no hace tanto en países occidentales como Quebec o Escocia. Tampoco ese referéndum pactado, o consulta dentro del marco constitucional, que en su última intentona dio lugar al «proceso participativo» del 9-N, pudo llevarse a cabo de forma jurídicamente regular y acorde al orden constitucional español, como supongo que nadie ignora: el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional cualquier actuación en ese sentido, la cosa acabó realizándose al margen de las instituciones y en estos momentos hay varios dirigentes catalanes condenados penalmente por haber ayudado o colaborado con la realización del mismo, al entender el Tribunal Supremo que no haber cesado toda colaboración supuso delito de desobediencia.
Una constante repetida durante todas las etapas de este proceso es que, ante un problema en el fondo evidentemente político, y sin duda con la pretensión de blindar el discurso legitimador en que se han apoyado las sucesivas negativas que han ido cosechando los distintos intentos reseñados, la respuesta dada desde el Reino de España, sus instituciones y los actores políticos que actúan en nombre del mismo ha apelado siempre a razones estrictamente jurídicas. Así, no se trataba siquiera de que hubiera desacuerdos que se pudieran discutir o sobre los que fuera posible llegar a acuerdos y realizar cesiones pero sobre los que se estimaba mejor no transigir, sino que, sencillamente, una realidad ajena a la política y superior a la misma, el Derecho, la Constitución, nuestro orden constitucional, impedía cualquier transacción al respecto. Según se ha construido el relato, todas y cada una de las pretensiones que han ido planteando sucesivamente las instituciones catalanas estaban, sencillamente, más allá del debate y de la discusión política ordinaria. No era posible, por no haber espacio para ello en la Constitución, ni siquiera entrar a discutirlas. Para poder articular este relato y justificar que el terreno de juego para el acuerdo político es tan reducido que no permite ni Estatutos demasiado ambiciosos, ni consultas pactadas, ni pacto fiscal con cupo, ni nada de lo que han venido pidiendo desde hace una década los representantes de los ciudadanos catalanes, como es evidente, es preciso entender la Constitución española de 1978 como un texto extremadamente rígido (mucho más rígido, de hecho, que la manera en que por ejemplo lo entiendo yo y que, a mi juicio desgraciadamente, se ha demostrado francamente minoritaria en España). Esta visión de nuestra Constitución no tanto como un texto que establece reglas básicas que permiten luego cierto margen de maniobra sino un resultado de llegada muy concreto ya predefinido, que en consecuencia no permitiría articular modelos en exceso variados y diferenciados de reparto del poder territorial es una interpretación particularmente singular cuando se aplica al título VIII de la Constitución española. Recordemos que esta parte de la CE78 siempre se había entendido y explicado como que quedó «abierta» en el debate constituyente, o al menos así lo decían hasta hace nada la mayor parte de los especialistas españoles (e incluso algún jurista persa), que aceptaban con naturalidad que su posterior concreción y determinación sería realizada por los poderes constituidos. Manifiestamente, en estos momentos esta interpretación ya no es la correcta, sino que el TC ha ha ido dejando claro durante estos últimos años que en ese Título hay un mandato claro y estricto que obliga a los poderes constituidos a declinar de forma respetuosa un muy concreto y predefinido modelo que una se encuentra en la propia Constitución. Esta visión rígida se ha impuesto, con generoso apoyo y cobertura doctrinal, incluso a previos acuerdos políticos tendentes a cierta capacidad de actualización y flexibilización, como ocurrió con la Sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional que anuló el Estatut de Catalunya de 2006 que había sido pactado por las fuerzas políticas catalanas en su Parlament y posteriormente acordado con los representantes de la soberanía nacional en las Cortes Generales (y votado después en referéndum por el pueblo catalán). Como es lógico, con tanta más facilidad se ha consolidado esta misma visión para todos aquellos casos en que los partidos políticos de ámbito estatal han estado de acuerdo en que no había que transigir un ápice con las pretensiones de los representantes de las mayorías catalanas: la interpretación rígida ha conducido así a proclamar la imposibilidad constitucional de un referéndum para sólo una comunidad autónoma, la no admisión de preguntar a la ciudadanía sobre la pertenencia a España de un territorio del actual Estado, la inconstitucionalidad de que una Comunidad Autónoma lleve a cabo consultas equivalentes para poder luego instar una reforma constitucional…
De estos sucesivos intentos y de la respuesta jurídica, reiterada, en clave rígida, he dado cuenta en trabajos como este publicado en la revista El Cronista criticando esa orientación, porque a mi juicio no era la mejor para que la Constitución cumpliera adecuadamente la que habría de ser su función en estos casos: cumplir el papel de instrumento que ayude a resolver conflictos políticos y no a agravarlos conduciéndolos a un callejón sin salida legal (al que parece que, por lo demás, nos vamos acercando poco a poco lenta pero irremisiblemente). Sin embargo, y más allá de cuál haya podido ser la opinión que cada uno de nosotros hayamos podido tener sobre la posibilidad de otras lecturas constitucionales, es claro que nuestro Tribunal Constitucional ha avalado reiteradamente la visión de que ninguna de esas actuaciones cabían dentro del orden constitucional español expresado en el texto de 1978. Hay que asumir, pues, que ésa es la realidad jurídica en España a día de hoy. Negarlo es tan incorrecto desde un punto de vista técnico (cuestión distinta es que esa interpretación pueda cambiar en el futuro, que sin duda podría hacerlo, aunque no sea tampoco previsible en exceso) como absurdo políticamente (pues lleva a creer posibles cosas que no lo son y a confundir deseos con realidades). Esto es, sencillamente, lo que hay a día de hoy. Y a partir de aquí hay que analizar la situación.
¿Qué (limitadas) opciones quedaban a los independentistas catalanes?
Dada la situación descrita, y dada esta interpretación muy dominante y totalmente consolidada de la Constitución española en estas materias, a los catalanes partidarios bien de la independencia, bien de un cambio profundo en el reparto del poder territorial, les quedaban sólo tres opciones: (1) renunciar a sus aspiraciones, (2) tratar de vehicularlas por medio de una reforma constitucional que eliminara las rigideces de las que hablábamos antes o (3) intentar lograrlas por la vía de la ruptura con el orden constitucional español. No es complicado ver que ninguna de estas opciones es demasiado buena (y justamente por eso mi crítica a una lectura de la Constitución que sólo deja a uno de los actores malas o muy malas soluciones para dar cauce a lo que deberían ser, en un modelo donde «en libertad se puede discutir de todo», aspiraciones políticas perfectamente legítimas).
(1) Parece obvio que pretender que una mayoría social y política en un concreto territorio, consolidada durante muchos años y que tiene capacidad de conseguir apoyos tan amplios como los que logró el Estatut de 2006 en Cataluña, simplemente renuncie a sus aspiraciones «porque no caben en la Constitución» es algo no siempre sencillo… y políticamente complejo de gestionar. De hecho, los resultados a la vista están…
(2) Pero tampoco es una opción mucho mejor la de remitir la solución del problema a una reforma constitucional para la que sería necesario que las fuerzas ampliamente mayoritarias en Cataluña que quieren mayor grado de autonomía lograran convencer a las fuerzas políticas del resto del Estado, que representan sensibilidades diametralmente opuestas y que, por una mera cuestión de número (ojo, porque además es para ello ayudada por unas reglas de reforma electoral y electorales que priman, agravando el problema, a esos territorios frente a otros entre los que está Cataluña), hacen prácticamente imposible lograr tal reforma constitucional.
(3) Por último, la alternativa de la la ruptura es también, como cualquier observador mínimamente sosegado puede colegir sin dificultades, tan poco atractiva y problemática que es absolutamente excepcional que veamos en democracias liberales que funcionan bien que haya minorías suficientemente conexionadas que opten por ella. De hecho, estamos asistiendo en estos momentos a muchos de sus inconvenientes, pues nadie puede dudar a estas alturas el grado de emponzoñamiento alcanzado por el debate respecto de la cuestión catalana en la España de nuestros días desde el momento en que las fuerzas políticas catalanas partidarias del «dret a decidir» han optado por tratar de hacer un referéndum al margen de las normas constitucionales españolas. Ahora bien, tampoco para estas fuerzas mayoritarias en Cataluña esta opción debiera ser en principio particularmente atractiva siquiera sea por las evidentes dificultades de llevar a buen puerto el empeño, que a nadie se le escapan, y que basta analizar cuántas rupturas de esta índole han llevado a buen puerto en entornos pacíficos para poder más o menos calibrar. En definitiva, esta tercera posibilidad, la de la ruptura, presenta tantos problemas que, en ausencia de enajenación mental colectiva de toda una sociedad, sólo la convierte en una opción a contemplar más o menos en serio cuando todas las demás aparecen como cegadas o tremendamente poco factibles.
La convocatoria de un referéndum unilateral y la vía de la ruptura elegida por las instituciones catalanas
El anuncio de referéndum unilateral hecho por las fuerzas políticas mayoritarias en Cataluña es, así, una consecuencia directa de la reiterada incapacidad de nuestro sistema político de dar una salida a estas pretensiones políticas por otras vías. Pero también de la de nuestro sistema jurídico y de nuestra Constitución, en la interpretación de la misma que se ha impuesto, de dar espacio para que esas vías pudieran aparecer y consolidarse. Incapacidad que ha quedado plasmada en una sucesión de decisiones del Tribunal Constitucional que han rigidificado enormemente el terreno de juego, trasladando al Derecho la responsabilidad de legitimar una ausencia de voluntad de cesión y negociación que, en el fondo, es política. Esta utilización hipertrofiada del recurso a la «legitimidad constitucional» ha provocado, y sigue provocando, una confusión de los planos jurídicos y políticos en el debate sobre el «desafío soberanista» en forma de referéndum convocado para el próximo 1 de octubre que todavía hoy continúa y que, a mi juicio, es negativa y no ayuda a calibrar adecuadamente ni qué está ocurriendo ni qué posibles soluciones habrían de tratar de arbitrarse.
En primer lugar, hay que dejar claro que no hay duda ninguna, a mi juicio, sobre la abierta ruptura que suponen tanto la anunciada ley de convocatoria del referéndum como la ley de transitoriedad jurídica que la acompaña estos días y que han sido preparadas por la coalición de Junts pel Sí y la CUP que actualmente tiene mayoría absoluta en Cataluña. Ambas son normas en este momento todavía no aprobadas, cuya tramitación ni siquiera se ha iniciado (aunque parece anunciarse la aprobación de la del referéndum para la próxima semana), pero que la actual mayoría política catalana ha presentado con mucho boato y que estarían diseñadas tanto para regular la convocatoria del referéndum como, respectivamente, pautar el proceso de transición a la independencia que se iniciaría si la consulta fuera ganada por los independentistas. Es obvio por todo lo ya explicado que ambas normas, si se aprueban en el sentido anunciado, son abiertamente contrarias al actual marco constitucional español. Jurídicamente, no creo que quepa duda alguna al respecto, por mucho que la confusión interesada de estos años entre legitimidad política y legitimidad jurídica, que se han querido hacer coincidir, lleve a algunos independentistas a considerar que, dado que ven plenamente legitimadas las leyes políticamente, las mismas debieran poder tener acomodo jurídico en nuestro orden constitucional apelando a ciertos principios constitucionales y del orden europeo o internacional que supuestamente les darían cobertura. No se trata, sin embargo, de una posición que cuente con demasiados apoyos a nivel doctrinal (y, de hecho, desde una perspectiva positivista, como la mía, el argumento merece, la verdad, más bien poca empatía) ni, por supuesto, que tenga posibilidad alguna de prosperar ante nuestro Tribunal Constitucional. De modo que parece bastante razonable asumir a nuestros efectos que, sencillamente, la pretensión política de los partidos políticos catalanes es realizar el referéndum al margen del orden constitucional español vigente y, en consecuencia, como acción de ruptura con el mismo.
La reacción estatal frente a la ruptura: ¿normalidad y esperar a impugnar los actos que se vayan produciendo o empleo de medios excepcionales? Y, dentro de los medios excepcionales, ¿qué medios?
Frente a esa situación, como es evidente, el citado orden constitucional español, que se vería gravemente vulnerado si las normas se aprobaran en los términos en que están previstas, habría de reaccionar. El debate sobre cómo debería vehicularse esta respuesta lleva contaminando desde hace tiempo la política española. Y, de nuevo, la tendencia a llevar toda cuestión respecto de este problema a una supuesta respuesta aparentemente técnica y aséptica porque meramente jurídica, que aspiraría a no pasar por una respuesta «política» sino, simplemente, por un «cumplimiento de la ley que nos dimos entre todos», está contribuyendo a crear nuevos problemas y enturbiar el panorama y el análisis innecesariamente, en lugar de ayudar a aclararlo. Además, está contaminando la toma de decisiones y provocando reacciones que, en mi modesta opinión, pueden acabar contribuyendo a deslegitimar la reacción que finalmente acabe llevando a cabo el Estado. Veamos algunos de estos factores de confusión.
a) Pretender resolver por medio de una respuesta meramente «técnica» y «jurídica» un problema que evidentemente tiene una vertiente política clara obliga a órganos como el Tribunal Constitucional (o los tribunales penales) a una excesiva exposición que no es beneficiosa para estas instituciones. Por mucho que sea cierto que el Tribunal Constitucional está para resolver problemas competenciales, como por ejemplo hizo (mejor o peor) con su STC 31/2010 respecto del Estatut de 2006, los poderes públicos deberían tratar de evitar en la medida de lo posible los conflictos en esta materia altamente política para evitar el riesgo de que una iteración de acciones en una misma dirección convierta al órgano (o parezca convertirlo) en mero brazo ejecutor del gobierno del estado contra la actuación de, en este caso, las instituciones de Cataluña, algo que socava enormemente su posición. Si ya de por sí esta situación es conflictiva, la reciente reforma de la LOTC, tramitada de forma aceleradísima por la pasada mayoría absoluta con la expresa intención de dotar al Tribunal de nuevos instrumentos para hacer frente al «desafío independentista», confiere al Tribunal instrumentos para velar por la ejecución de sus sentencias que van mucho más allá de lo habitual en un órgano de estas características y que le permitirían hacer un seguimiento de las normas ya anuladas para que no se reproduzcan o incluso suspender a autoridades que pretendan hacerlo. Dotar de estas potestades al TC es convertirlo en un órgano de control político para situaciones extremas, lo que no es exactamente la naturaleza de la institución y presenta muchos riesgos, que han sido ya señalados muy certeramente por constitucionalistas como Fran Caamaño. Aunque el TC podría protegerse empleando con extrema prudencia estas nuevas potestades, da la sensación de que, una vez se le han atribuido, habrá presión para que llegado el momento las emplee (pues ello aligera indudablemente la carga de otros órganos más políticos, como el propio gobierno del Estado o las Cortes generales). Si los magistrados del TC aceptan adoptar un papel protagonista en esta fase empleando esos instrumentos estarán entrando en un terreno aún más político de lo que es ya habitual en el órgano. Y decisiones de esta índole quedarían así investidas de una mayor aparente legitimidad jurídica aportada por el órgano… pero a costa de minar de cara al futuro la posición del mismo. Cuanto más brazo ejecutor político sea el TC frente a estos problemas, más nos costará luego a casi todos en el futuro verlo como un órgano que decide en Derecho y empleando legitimidad eminentemente jurídica (y más costará, como ya está ocurriendo, a determinadas fuerzas políticas percibirlo como un árbitro neutral). Algo que, a mi juicio, no es demasiado deseable.
Reflexiones muy semejantes puede merecer el abuso que ya hemos vivido con el recurso a la jurisdicción penal para contener supuestos «excesos» de representantes políticos cuando han actuado en un plano meramente político y además cumpliendo el programa electoral para el que han sido elegidos (casos Forcadell, Homs, Mas…). Convertir en delictivas acciones como aceptar la tramitación de una iniciativa parlamentaria presentada por diputados democráticamente elegidos en un parlamento es no sólo democráticamente cuestionable sino que puede minar la propia posición de los tribunales que acaban sentenciando a penas de cárcel a quienes simplemente llevan a término las preferencias políticas expresadas de los ciudadanos. No es, en mi modesta opinión, la posición en que deberían estar los tribunales del orden penal en nuestro país.
b) La necesidad de emplear instrumentos exclusivamente jurídicos de respuesta frente a retos que en realidad son eminentemente políticos obliga en ocasiones a deformar y adecuar ad hoc la norma jurídica en cada caso empleada como pretendida «barrera de contención» para que ésta pueda ser eficaz en la respuesta que se persigue. El Derecho es algo pautado y por definición preestablecido. Para poder responder a ciertas situaciones a partir de sus postulados, las normas obligan a que se cumplan previamente ciertos presupuestos. Lo cual aporta garantías, pero a costa de flexibilidad. Este «problema» es tanto mayor cuando estamos ante el empleo de instrumentos jurídicos coactivos o sancionadores, donde los ordenamientos garantistas extreman, afortunadamente, las precauciones. Por esta razón, si se pretendiera de verdad una respuesta meramente jurídica a los «retos» planteados por el «órdago soberanista catalán», habría que asumir de forma consecuente que ésta será necesariamente más lenta y se demorará más en el tiempo que si se emplearan otros instrumentos con una legitimidad y un origen político más claros. Es lo que ocurre, por ejemplo, si se pretende llevar a procedimientos penales o de anulación ante el TC el control de las acciones contrarias a Derecho. Por definición, estos mecanismos requieren del respeto a ciertas garantías y a un determinado procedimiento que no es bueno ni saltarse, ni minimizar… ni modificar ad hoc para poder dedicarlos a estos menesteres.
Sin embargo, en España, dada la apuesta del gobierno y de gran parte de la doctrina jurídica por vehicular todas las respuestas al «órdago soberanista» por esta vía, estamos asistiendo a una peligrosa desnaturalización de algunas de estas reglas y garantías. Y es que, para que puedan ser de verdad eficaces en esta pretensión de que se conviertan en arietes aptos para responder ante un desafío político, ha habido que modificar el perfil que hasta la fecha tenían. Lo cual plantea evidentes problemas de legitimidad, pues conduce al establecimiento de dobles raseros que inciden inevitablemente en la confianza que los ciudadanos y operadores jurídicos tenemos en el sistema. Sin ánimo de exhaustividad ni de explicar en cada caso lo ocurrido, que nos obligaría a extendernos mucho más de lo deseable, aquí van algunos ejemplos ya producidos del fenómeno que comentamos, que a mi juicio no sólo ilustran el fenómeno sino que también alertan sobre la gravedad del mismo:
– el Tribunal Supremo y el TSJ de Cataluña se han visto obligados a reelaborar su doctrina en materia de desobediencia, rectificando una consolidada jurisprudencia al respecto, para poder motivar de forma técnica muy cuestionable las sentencias de condena a ciertos altos cargos catalanes que, con el rasero tradicional, nunca habrían podido producirse;
– el Tribunal de Cuentas ha iniciado un procedimiento de reclamación patrimonial a esos mismos altos cargos por la realización de la consulta del 9-N y los gastos incurridos en la misma que no tiene precedentes en la actividad del mencionado órgano en toda su historia… ni tampoco parece que haya sido un precedente que se haya extendido a otros ámbitos (como por ejemplo la corrupción, que parece un tema, claro, menor si lo comparamos con el tan traído y llevado «órdago catalán»);
– las ya referidas reformas de la LOTC permiten ahora, por vez primera en nuestra historia constitucional desde la desparición del recurso previo de inconstitucionalidad, instar a órganos parlamentarios a que no legislen ni debatan sobre ciertos temas o con determinada orientación, e incluso a anular la tramitación de una norma antes de ser aprobada por entender que incurre en ese vicio, en contra de lo que es la norma general en España, que como es sabido sólo permitía hasta la fecha el recurso de inconstitucionalidad contra una norma una vez ésta era definitivamente aprobada (por muchas y buenas razones, además);
– ya hay apelaciones a una interpretación novedosa y muy centralista de las leyes en materia de seguridad nacional que permitirían un control excepcional por parte del gobierno del estado de los cuerpos y fuerzas de seguridad autonómicas aun contra la voluntad de los órganos ordinariamente competentes para ello en situaciones de riesgo apreciadas… por el propio gobierno del estado y todo ello permitiendo una suerte de «155CE sin las garantías del 155CE» bastante escandaloso pero que, se decía, era del gusto del gobierno del estado hasta que la Generalitat de Catalunya, por si las moscas, relevó a los mandos del cuerpo más predispuestos a obedecer en ese supuesto y que incluso a día de hoy parece ser la preferida porque se confía en que, aun diseñada para situaciones de emergencia de otro tipo, sea mejor asumida por la opinión pública;
– el Consejo de Estado se ha visto obligado a argumentar, muy forzadamente, y el TC a aceptar el recurso planteado a partir de estas razones, que la misma norma procedimental que rige en el parlamento estatal y varios parlamentos autonómicos para la aprobación de leyes en procedimiento de lectura única, y que es empleada con toda normalidad para reformar desde la propia Constitución a la LOTC es, en cambio, inconstitucional si quien pretende aplicar ese procedimiento es el parlament de Catalunya;
– el gobierno central ha dictado normas sobre la ejecución del FLA (Fondo de Liquidez Autonómico) que le permiten controlar que las partidas no sean destinadas a financiar actividades que a juicio del Estado no son legales, como la preparación de un referéndum, en una aberrante interpretación de para qué han de servir los controles presupuestarios y más que probable desviación de poder…
Los ejemplos podrían multiplicarse y, me temo, se van a seguir multiplicando. Es inevitable cuando se pretende responder a una situación políticamente excepcional con las normas jurídicas ordinarias adaptadas, por definición, a la normalidad y no a la excepcionalidad: que las mismas han de acabar deformándose ad hoc para poder responder eficazmente y servir a los fines que se les pretenden dar. El enorme coste de credibilidad y legitimidad que estas consecuencias introducen en el sistema no debería ser, a mi juicio, minusvalorado.
c) Esta tendencia a emplear, y deformar, instrumentos eminentemente jurídicos, y por ello aparentemente técnicos y neutros, es tanto más sorprendente cuanto que en la Constitución española hay herramientas expresamente diseñadas para hacer frente a situaciones políticas como la que vivimos. Más allá de la posibilidad de declarar los estados de emergencia, sitio y excepción, apuntada ya por algunos constitucionalistas como Teresa Freixas pero a mi juicio manifiestamente desproporcionada en la coyuntura actual, es evidente que el tan traído art. 155 CE está expresamente previsto para una situación como la que vivimos en la actualidad. De hecho, es un precepto que ha sido señalado por no pocos juristas, desde un primer momento, como el mecanismo jurídico inevitable a aplicar por parte del Estado caso de que la situación no se recondujera (Jorge de Esteban o Roberto Blanco Valdés, por ejemplo, lo repiten en prensa cada cierto tiempo, y llevan defendiéndolo desde hace tiempo, y son lecturas consecuentes a partir de la que es su visión de la situación). Sorprende, sin embargo, cómo llegado este momento hay un esfuerzo sin duda imaginativo por proceder por vías que logren un efecto equivalente, aunque sea a costa de generar todos los problemas señalados arriba, al que se lograría de modo más directo por la vía del art. 155 CE. A mi juicio estos intentos de evitar recurrir al mismo, caso de que se considere la situación de la suficiente gravedad que no pueda ser resuelta por medio de los mecanismos ordinarios de control de la constitucional, es un error y manifestación, además, de una profunda incoherencia.
Tal y como es entendida mayoritariamente la CE por nuestra doctrina, en interpretación avalada por el TC, resulta evidente que la actuación de las instituciones catalanas pretendiendo convocar un referéndum unilateral o regulando una hipotética secesión no es compatible con el orden constitucional español. Tampoco lo es con la que es en el fondo la primera y ultima ratio que da fundamento a esta tesis, y que es la protección ultranza de una visión muy concreta de la soberanía nacional reconocida en el art. 1.2 CE. Es por ello plenamente coherente a esta visión de nuestra Constitución entender como particularmente grave lo que está ocurriendo en Cataluña, pues cuestiona de raíz la unicidad de la soberanía así considerada. Caso de que, por esta razón, se juzgara que no es conveniente siquiera dejar que el parlamento catalán tramite con normalidad un proyecto o proposición de ley y que no puede esperarse a que ésta sea finalmente aprobada para impugnarla ante el TC por su manifiesta inconstitucionalidad y la extrema gravedad de la quiebra de la soberanía nacional que supone su mero debate, habría que exigir que se empleara y activara para ello el art. 155 CE, que es el procedimiento jurídico excepcional y políticamente predeterminado previsto para estas quiebras excepcionales, antes que la deformación interesada de los instrumentos jurídicos al uso que estamos viendo.
La razón a la que se apela siempre para justificar la prudencia a la hora de recurrir al art. 155 CE es que activarlo implicaría un «coste político» evidente, pues como es sabido su aplicación requiere no sólo de que el gobierno lo solicite sino también de que la mayoría absoluta del Senado aprecie que una Comunidad Autónoma no está cumpliendo con alguna de sus obligaciones.
Artículo 155 de la Constitución española de 1978. 1. Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general.
2. Para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas.
Como puede verse, el precepto, por ser cláusula de cierre, es muy abierto y sustituye las cautelas procedimentales y las garantías jurídicas por mecanismos de legitimación política. Es algo plenamente lógico cuando de lo que se trata es de dar respuesta a conflictos, en definitiva, políticos. Por ello la decisión para aplicarlo es política pero incluso las consecuencias son muy abiertas y discrecionales (un hipotético control del Tribunal Constitucional sobre la corrección de su aplicación, por ejemplo, sería muy difícil). Por esta razón, y caso de que se actuara por esta vía, la decisión habría de indicar los concretos incumplimientos achacados a los responsables de la Comunidad Autónoma en cuestión (Cataluña, en este caso) y establecer, según su gravedad, en qué ámbitos, parciales o totales, de las potestades y competencias autonómicas acepta el Senado que el Estado sustituya a las autoridades de la Comunidad Autónoma en cuestión. Todo ello debería hacerse tras un debate en el que participarían diversas fuerzas políticas, que sin duda generaría mucha atención social y mediática, así como discusión ciudadana, y donde todo el mundo debería verse obligado a expresar su posición política, pues político es el problema a la postre, sobre la cuestión y las medidas a adoptar, sin coartadas jurídicas que valgan. ¿Acaso no sería algo así profundamente saludable si en algún momento se decide actuar de manera excepcional frente a lo que pueda ocurrir en Cataluña?
A modo de conclusión, pesimista, sobre los excesos que se avizoran para supuestamente defender la Constitución… que pueden acabar dejándola muy dañada
En definitiva, y para concluir, a mi juicio hay tres posibles salidas jurídicas ante la quiebra y ruptura que se avecina. Bien tratarla como una actuación contraria a Derecho normal y actuar, en consecuencia, con los mecanismos ordinarios de control de constitucionalidad que tenemos (esperar a que se aprueba la norma, impugnarla, suspenderla, anular cualquier acto de aplicación que pretenda realizarse…) y que a mi juicio es la opción más razonable por prudente y porque evita mayores enconos; bien pretender que aquí no se sobreactúa pero tratar de cortar de raíz el referéndum por medio del tipo de medidas arriba expuestas y que en mi opinión suponen deformar instituciones y procedimientos de manera a mi juicio peligrosa (y que ya he explicado que, por esta razón, me parece muy desaconsejable); o bien por último, y caso de que se entienda que la situación es tan grave que requiere una actuación acorde a la amenaza, activar el mecanismo constitucionalmente previsto al efecto, que no es otro que el referido art. 155 CE, sin hacer trampas ni recurrir a trilerismo jurídico alguno que sólo perjudica a la defensa de la Constitución y a nuestras instituciones. Sólo una interesada, y muy peligrosa, confusión entre los ámbitos de la política y del Derecho ha llevado a que sea mayoritaria en España en estos momentos la tesis de que es conveniente acudir a instrumentos jurídicos aparentemente ordinarios pero deformados para responder a lo que, paradójicamente, es tenido como un excepcional y fuera de todo orden, por lo gravísimo y su abierto desprecio a las bases mismas de nuestra Constitución, «desafío soberanista». Lo correcto sería, sencillamente, o adoptar la normalidad o asumir la excepcionalidad con todas sus consecuencias (políticas y de garantías), lo que pasa por activar el 155 CE. Todo lo que no sea asumir con normalidad esta situación ahonda en interesadas confusiones y puede acabar llevando a quiebras de legitimidad, por deformación de instrumentos ordinarios de gran importancia para el buen funcionamiento de un Estado de Derecho, de las que podríamos acabar arrepintiéndonos mucho más que de haber pecado de «blandos» frente a los independentistas.
Unos ¡veinte días! después de que fuera anunciada por medio de una nota de prensa (aunque la decisión ya había sido adelantada un par semanas antes por La Vanguardia), la web del Tribunal Constitucional ha colgado por fin a lo largo de esta semana la sentencia que anula la ley catalana de protección de los animales que prohibía las corridas de toros en Cataluña, junto a sus votos particulares (hay uno de Xiol Ríos y otro de Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré). Recordemos que el art. 1 de la Ley catalana 28/2010 modificaba el art. 6 del Texto refundido de la Ley catalana de protección de los animales (RDL 2/2008, de 15 de abril) introduciendo un nuevo apartado f) que extendía la ya vigente prohibición de empleo de animales en determinadas actividades que pueden ocasionarles sufrimiento a las corridas de toros:
Art. 6.1 Ley catalana de protección de los animales: Se prohíbe el uso de animales en peleas y en espectáculos u otras actividades si les pueden ocasionar sufrimiento o pueden ser objeto de burlas o tratamientos antinaturales, o bien si pueden herir la sensibilidad de las personas que los contemplan, tales como los siguientes:
(…)
f) Las corridas de toros y los espectáculos con toros que incluyan la muerte del animal y la aplicación de las suertes de la pica, las banderillas y el estoque, así como los espectáculos taurinos de cualquier modalidad que tengan lugar dentro o fuera de las plazas de toros, salvo las fiestas con otros a que se refiere el apartado 2.
Se trata de una sentencia muy interesante por muchas cuestiones: porque supone un nuevo jalón del proceso recentralizador que las instituciones «centrales» del Estado llevan desde hace años acometiendo contra las instituciones «periféricas» de, recordemos, este mismo Estado; porque resultará sin duda en un agravamiento de las tensiones políticas entre Cataluña y el resto de España y en un incremento de la zanja emocional que separa al grueso de la sociedad catalana, tendencialmente animalista, con la del resto del país; y también porque el fondo del asunto plantea cuestiones jurídicas de un enorme interés sobre los límites que el legislador puede imponer legítimamente a los ciudadanos que desean desarrollar ciertas actividades privadas de tipo económico o artístico. Es interesante que una vez más estas tensiones se vehiculen a partir de discrepancias jurídicas, y no menores, sobre el modelo de reparto territorial del poder de la Constitución de 1978 y cómo lo interpretamos. Es una pauta que desde la STC 31/2010 sobre el Estatuto catalán de 2006 no ha habido manera de frenar y que, además, parece que el Tribunal Constitucional vive con agrado, como por ejemplo demuestra la casi coetánea STC anunciada ayer mismo que avala la legislación estatal recientemente aprobada que permite al propio TC actuar como órgano político de sanción a y suspensión de cargos públicos (autonómicos, por supuesto).
En realidad, más bien, se trataba de un caso muy interesante porque en él se mezclaban todos estos vectores. La sentencia, en cambio, lo es mucho menos porque deja sin tratar (o trata de forma muy simplista y apodíctica) la mayor parte de las cuestiones comentadas.
En efecto, podría decirse que el Tribuna Constitucional ha acabado por construir una sentencia «jurídicamente desganada» o lo que en términos taurinos suele considerarse una «faena de aliño». Por una amplia mayoría, conformada por el bloque de magistrados que lleva ya unos meses actuando de forma coordinada y que sentencia tras sentencia está imponiendo una visión recentralizadora más que notable respecto de cómo se relación Estado y Comunidades Autónomas a la hora de legislar, opta por resolver el recurso por el atajo de entender que consideraciones competenciales bastan para declarar la inconstitucionalidad de la pretensión catalana de prohibir las corridas de toros. Lo hace, además, con una argumentación extraordinariamente descuidada y simplista, que se puede resumir en que el Tribunal Constitucional considera que la competencia estatal ha de cubrir esta materia porque así lo considera el propio legislador estatal, sin necesidad de ulterior explicación ni de justificación respecto de la evidente alteración de la anterior jurisprudencia constitucional respecto de estos mismos títulos competenciales que ello supone. En consecuencia, y también sin aportar mayores explicaciones sobre por qué esa consecuencia es la única posible a la hora de articular la ley estatal con las autonómicas, la ley catalana queda anulada. La sentencia es pues de una importancia indudable, pues no podemos obviar que, resumiéndolo mucho, el Tribunal Constitucional nos está diciendo, una vez más, que el Estado puede aprobar leyes que dejen sin ningún efecto ni contenido normas aprobadas por las Comunidades Autónomas respecto de materias inequívocamente de su competencia exclusiva (como son, en este caso, tanto la legislación para la protección animal como la legislación en materia cultural).
Junto a las críticas jurídicas que pueda merecer esta manera de cubrir el expediente jurídico para dar carta de naturaleza no demasiado disimulada a una decisión muy claramente política (y que tendrá consecuencias indudables que quizás no se perciben del todo bien en la calle Doménico Scarlatti y aledaños), hay que señalar que al actuar así el Tribunal Constitucional nos priva, además, de poder enmarcar el debate en torno a dos cuestiones de un enorme interés jurídico. Ni analiza la creciente importancia de la protección jurídica de los animales y su bienestar por el Derecho, y cómo ello se ha producido por vías constitucionales muchas veces no convencionales pero a las que hay y habrá que atender cada vez más; ni se digna a considerar la cuestión, absolutamente clave, de hasta qué punto (y por qué mecanismos) puede el Estado impedir a los ciudadanos el desarrollo de actividades amparadas en derechos fundamentales (libertad de empresa, libertad de creación artística) a partir de la invocación por parte del legislador de bienes y valores constitucionales como el referido (la protección del bienestar animal) que se han incorporado a nuestra «conciencia constitucional» por las señaladas vías.
1. La cuestión competencial en la STC de 20 de octubre de 2016 sobre la prohibición de las corridas de toros en Cataluña
El recurso interpuesto por 50 senadores del Partido Popular consideraba, en primer lugar, que la ley catalana invadía los espacios competencialmente reservados al Estado por los arts. 149.1.28ª y 149.1.29ª CE, así como la competencia estatal del 149.2 CE.
En concreto, el precepto impugnado es una medida que los representantes de las instituciones catalanas consideran que se ampara en los títulos competenciales que el Estatut d’autonomia de Catalunya de 2006 contiene en materia de «protección de los animales» (art. 116. 1 d) EAC) o «juego y espectáculos» (art. 141.3 EAC), entre otros. El Tribunal Constitucional, en el Fundamento Jurídico Tercero de su sentencia reconoce sin problemas, como por lo demás es inevitable en Derecho (esas competencias fueron declaradas constitucionales en la STC 31/2010 del propio Tribunal y, por otro lado, es evidente que no se encuentran en el listado de materias competencialmente reservadas al Estado por el art. 149.1. de la Constitución), dado que materialmente es obvio que la ley catalana regula, al prohibir las corridas de toros, cuestiones íntimamente ligadas tanto al bienestar animal como a la ordenación de espectáculos públicos, que ambos títulos competenciales son en principio válidos para establecer una regulación como la analizada. Eso sí, tal conclusión provisional sólo será válida, a juicio del Tribunal Constitucional, si luego no va y resulta que tenemos alguna competencia estatal que pueda entenderse implicada. Y ya se sabe que, sobre todo últimamente, a las competencias estatales interpretadas por los gobiernos del Estado y el Tribunal Constitucional se les reconoce una vis expansiva cada vez mayor.
STC de 20 de octubre de 2016 (FJ3): En definitiva, la prohibición de espectáculos taurinos que contiene la norma impugnada podría encontrar cobertura en el ejercicio de las competencias atribuidas a la Comunidad Autónoma en materia de protección de los animales [art. 116.1.d) EAC] y en materia de espectáculos públicos (art. 141.3 EAC). La materia relativa a la protección del bienestar animal se proyecta sobre espectáculos concretos cuya exteriorización se quiere prohibir. Sin embargo, dicho ejercicio ha de cohonestarse con las competencias reservadas constitucionalmente al Estado (…)
Los posibles títulos competenciales estatales que el recurso de inconstitucionalidad invoca y que el Tribunal Constitucional analiza son los arts. 149.1.28ª, 149.1.29ª y 149.2 CE. Se trata de títulos competenciales que afectan a diversas cuestiones, y de ellos el Tribunal descarta rápidamente que el 149.1.29ª pueda considerarse afectado. Este precepto establece que el Estado es en todo caso competente en materia de «(s)eguridad pública, sin perjuicio de la posibilidad de creación de policías por las Comunidades Autónomas en la forma que se establezca en los respectivos Estatutos en el marco de lo que disponga una ley orgánica». Con cita en la jurisprudencia constitucional en la materia, que es muy clara al respecto (el voto particular de Xiol Ríos se detendrá más en resaltar hasta qué punto la jurisprudencia del Tribunal y la propia evolución normativa de todas las Comunidades Autónomas han dejado muy claro desde hace ya muchos años que en materia de seguridad y orden público asociadas a todo tipo de espectáculos, y también los taurinos, las competencias son claramente autonómicas y así son ejercidas, además, de forma pacífica e incuestionada), el FJ4 de la sentencia concluye sin mayores digresiones que «el carácter exclusivo de la competencia autonómica en materia de espectáculos junto con la existente en materia de protección animal puede comprender la regulación, desarrollo y organización de tales eventos, lo que podría incluir, desde el punto de vista competencial, la facultad de prohibir determinado tipo de espectáculo por razones vinculadas a la protección animal«.
Van a ser los otros dos títulos competenciales, el 149.1.28 y el 149.1.29, ambos relacionados con cierta capacidad estatal de tipo residual y muy concreta en materias culturales, los que permitirán al Tribunal Constitucional, sorprendentemente, declarar inconstitucional la norma catalana por violación de las competencias estatales. Conviene en este punto, para entender hasta qué punto es peculiar la decisión, transcribirlos y recordar, siquiera sea brevemente, el entendimiento constitucional que hasta esta semana había sido consolidado por jurisprudencia y doctrina sobre los mismos, que ha quedado totalmente transformado tras esta sentencia.
art. 1491.1 CE: El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias:
(…)
28ª. Defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español contra la exportación y la expoliación; museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, sin perjuicio de su gestión por parte de las Comunidades Autónomas.art. 149.2 CE: Sin perjuicio de las competencias que podrán asumir las Comunidades Autónomas, el Estado considerará el servicio de la cultura como deber y atribución esencial y facilitará la comunicación cultural entre las Comunidades Autónomas, de acuerdo con ellas.
Como cualquier lector puede constatar, se trata de competencias en materia cultural bastante residuales, por mucho que luego el Estado español haya considerado que el protagonismo de la administración estatal en la cultura, por la vía de los hechos y del talonario (que se reserva para sí, como es por lo demás habitual), haya de ser mucho. En primer lugar, el Estado es competente para defender el patrimonio cultural frente a la exportación y expoliación ilegales. Además, la Constitución permite al Estado, por mucho que las competencias exclusivas en la materia puedan ser asumidas (como así ha sido) por las Comunidades Autónomas, tener museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, opción ésta que como es sabido se ha empleado profusamente, dotando a ciertas ciudades de España de impresionantes equipamientos culturales que tienen la consideración de «nacionales». Por último, el art. 149.2 CE parece querer decir, y así se ha interpretado siempre, que el Estado, más allá de lo que hicieran las CC.AA., y dada la importancia de la labor de fomento público en materia cultural, puede ir más allá y superponer su acción a la autonómica. De hecho, así ha sido interpretado siempre, como mecanismo de complemento y mejora al que iban asociadas capacidades de colaboración… y como mecanismo para garantizar que el Estado, si bien no a la hora de legislar, sí tenía un gran protagonismo a la hora de gastar y promocionar ciertos valores culturales por medio de todo tipo de mecanismos de fomento.
Es cierto que, más allá de la reducida competencia para regular la exportación de bienes culturales (que manifiestamente nada tiene que ver en este caso) o de garantizar la protección de éstos frente a posibles expolios, el Tribunal Constitucional aceptó desde la STC 17/1991 una dudosa ampliación de la idea de «expolio» contenida en la Ley de Patrimonio Histórico estatal que, básicamente, permitía entender como «expolio», también, la destrucción (o riesgo de) de cualesquiera bienes culturales. Con todo, el desarrollo de esta posibilidad ha sido escaso y se ha limitado hasta la fecha a situaciones de colonialismo jurídico muy evidente (sustitución de la apreciación superior y del criterio del órgano del Estado a la determinación inferior y equivocada si no acorde con la misma del órgano en principio competente), como la ocurrida en el «caso Cabanyal» en Valencia, claramente motivada, además, por razones políticas: Unos gobiernos autonómico y local (ambos del PP) plantean una operación urbanística que es declarada en reiteradas sentencias ajustada a Derecho y plenamente conciliable con la protección de los bienes culturales y patrimoniales existentes en la zona. Frente a ello, un gobierno del Estado de signo político opuesto (PSOE) y contrario a la medida decide activar la cláusula de la protección frente al «expolio» entendiendo que jurídicamente lo constituye que un gobierno y un parlamento no den la debida protección a los bienes que ellos mismos han considerado que la han de merecer (y que podrían, perfectamente, haber considerado que no la merecían). Esta activación ha sido absolutamente excepcional y, aunque validada por el Tribunal Supremo, plantea no pocas dudas. En cualquier caso, y como ya he dicho, ha sido algo absolutamente excepcional, al menos hasta la fecha. Y la citada STC 17/1991 ya señaló, en todo caso, que «(e)l Estado ostenta, pues, la competencia exclusiva en la defensa de dicho patrimonio contra la exportación y la expoliación, y las Comunidades Autónomas recurrentes en lo restante, según sus respectivos Estatutos» (FJ3).
Adicionalmente, la competencia del art. 149.2 CE, como recuerdan Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré en su voto particular, no era entendida hasta hace una semana como una competencia legislativa. Algo sobre lo que no cabe extenderse en exceso, pues resulta (o resultaba) bastante obvio, simplemente analizando el listado del 1491.1 CE y contrastándolo con el 149.2 CE: En definitiva, que estamos hablando de un ámbito en el que, en principio, y salvo estas capacidades jurídicamente excepcionales pero muy limitadas del Estado, el protagonismo era y debiera ser, según nuestra Constitución y su reparto de competencias, autonómico. El propio Tribunal Constitucional, en la sentencia que analizamos, con cita en parte de su jurisprudencia anterior, reconoce que éste ha sido el entendimiento tradicional y, como señala casi al final de su FJ 5, recuerda que «el Estado y las Comunidades Autónomas pueden ejercer competencias sobre cultura con independencia el uno de las otras, aunque de modo concurrente en la persecución de unos mismos objetivos genéricos o, al menos, de objetivos culturales compatibles entre sí.»
Sin embargo, en el FJ6 el Tribunal Constitucional, a partir de la constatación de que el Estado ha aprobado una serie de normas (posteriores a la ley catalana) en defensa de la tauromaquia, a la que declara como patrimonio cultural por medio de la ley estatal 18/2013, acaba saliendo al quite con notable desparpajo jurídico. Con base en que el Estado haya optado por realizar legislativamente esa declaración, que puede entenderse vagamente amparada por el art. 149.2 CE (como lo es la declaración de ciertos patrimonios culturales inmateriales), siempre y cuando se entienda como una medida de fomento o de acción conjunta con la de las Comunidades Autónomas, el Tribunal Constitucional acaba entendiendo que de la misma (capacidad para colaborar, para fomentar, para ayudar) se deduce una combinación-síntesis (no explicitada ni explicada, por lo demás, cómo se opera esta combinación y síntesis jurídica) con el art. 149.1.28ª CE que provoca que la norma estatal en la materia pase a desplazar a las normas competentes, que son las autonómicas, si éstas tienen un contenido diferente.
La pirueta acaba de operarse en el Fundamento Jurídico 7 de la Sentencia, que de jurídico tiene muy poco. No explica ahí el TC, en efecto, ni cómo se fusionan los títulos competenciales para provocar este mágico efecto, ni hace referencia a la lógica constitucional de reparto de competencias, sino que simplemente se limita a recordar la «dimensión cultural de las corridas de toros» (que por lo visto le parece muy obvia y consustancial, previa además a que así haya sido declarada por ley estatal) y a establecer que, por ser así declarada en ley estatal, ello hace que su «salvaguarda incumb(a) a todos los poderes públicos en el ejercicio de sus respectivas competencias«, conclusión tanto más sorprendente cuanto que absolutamente apodíctica y, sobre todo, nada matizada ni modulada. Con bastante sinceridad, por lo demás, remata la faena explicando que «se comparta o no, no cabe ahora desconocer la conexión existente entre las corridas de toros y el patrimonio cultural español, lo que, a estos efectos, legitima la intervención normativa estatal«. Es decir, que el reparto constitucional de competencias queda alterado en favor del Estado simplemente porque el Estado así lo considera. El bajonazo jurídico merece ovación y vuelta al ruedo. Y se culmina, como no puede ser de otra manera, con esta misma unilateralidad y falta de argumentación. Las cosas son como son:
STC de 20 de octubre de 2016 (FJ 7): «Por esa razón la norma autonómica, al incluir una medida prohibitiva de las corridas de toros y otros espectáculos similares adoptada en el ejercicio de la competencia en materia de espectáculos, menoscaba las competencias estatales en materia de cultura, en cuanto que afecta a una manifestación común e impide en Cataluña el ejercicio de la competencia estatal dirigida a conservar esa tradición cultural, ya que, directamente, hace imposible dicha preservación, cuando ha sido considerada digna de protección por el legislador estatal en los términos que ya han quedado expuestos».
Curiosamente, y de forma incoherente, el propio FJ 7 de la Sentencia, a continuación, y tras explicarnos que como el Estado declara que los toros son patrimonio cultural eso hace que el reparto competencial de la Constitución quede desplazado hacia el Estado y que sea éste quien haya de determinar lo que se ha de hacer y lo que no para protegerlos, impidiendo así la prohibición de corridas de toros en Cataluña, nos expone también que el Estado, en cambio, no puede llegar al extremo de obligar vía 149.2 CE (o vía art. 149.2 remix con 149.1.28ª) a las Comunidades Autónomas a promocionar y fomentar la tauromaquia. Magnánimo, el Tribunal Constitucional se saca de la manga una matización ponderativa, sin argumentarla y razonarla tampoco en exceso, que devuelve el art. 149.2 CE a su posición original en el ordenamiento constitucional en todo lo referido al fomento activo de la lidia del toro bravo. Esta matización, sin embargo, no hace sino poner más de manifiesto el exceso (y la nula argumentación con la que se opera el mismo) de que de repente, y a efectos de impedir la prohibición catalana, pase a entenderse que, en cambio, para esos casos sí sea título compentencial legislativo mayorcito de edad. Es decir, un título con capacidad para legislar, como el del art. 149.128ª CE… que, a pesar de ser invocado al principio como clave al transubstanciarse en título general con aspiraciones de operar en todo el ámbito del 149.2 CE, luego va y resulta que no aparece en toda el resto de la argumentación. La sentencia es extraordinariamente tramposa en esta parte. Lo denuncian en su voto particular Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré de forma certera y concisa:
«Los títulos competenciales que amparan la acción legislativa del Estado están en el art. 149.1 CE. Si el Estado no tiene competencia para legislar con arreglo al art. 149.1 CE, no puede acudir como segunda opción al art. 149.2 CE, con la finalidad de “constatar” la existencia de una manifestación cultural presente en la sociedad española y, sobre esa base, desplegar una intervención estatal de contenido regulatorio que constriña las competencias autonómicas».
La sentencia, por último, y como bien destacan de nuevo Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré en su voto, ni siquiera se preocupa de explicar, una vez llegada a esa conclusión, por qué asumiendo que el Estado pueda tener competencia para imponer la protección de la tauromaquia en España eso haría imposible una norma autonómica catalana que la prohíba exclusivamente, en ciertas formas, en su territorio (donde es manifiesta la falta de tradición reciente en esa suerte y donde, además, a lo largo del último lustro previo a la prohibición, sólo se celebraban corridas de toros en una única plaza, y en un número muy limitado). De nuevo apodícticamente, el Tribunal Constitucional considera que la norma catalana estaría impidiendo la subsistencia de la tauromaquia en España y por ello oponiéndose a lo pretendido por la ley estatal, afirmación evidentemente fuera de la realidad, pero que es el único soporte a partir del cual subsume los hechos del caso en su nueva y revolucionaria doctrina general sobre el reparto de competencias.
En definitiva, el Tribunal Constitucional vuelva a sorprender (o ya no tanto, a estas alturas) concediendo al legislador estatal orejas, rabo y una competencia legislativa nuevecita que le permite desplazar a su gusto y según su mejor criterio, cuando lo considere oportuno, todas aquellas competencias autonómicas exclusivas (a estas alturas, el adjetivo parece más una buena que otra cosa) en la materia que le incomoden. La decisión es muy criticable jurídicamente porque altera el reparto constitucional con una argumentación cuestionable (tirando a inexistente), porque modifica toda la jurisprudencia constitucional anterior sin dar cuenta de ello ni explicar el giro habido y, por último, porque se inserta en una línea de recentralización operada desde este órgano que tiene muy magro soporte en la Constitución. La recentralización operada es tan salvaje, por lo demás, que está afectando ya a todas las Comunidades Autónomas (que por lo visto andan todas equivocadas, como no hace mucho comprobó también, por ejemplo, la Comunidad de Madrid con la anulación de su nueva ley de patrimonio cultural), y no sólo a las habitualmente consideradas como «díscolas» o «sospechosas». Sentencia tras sentencia, parlamentos y ejecutivos autonómicos ven cómo a las razones que aportan, en Derecho, para defender sus competencias, el Estado central les opone simplemente un Tribunal Constitucional totalmente entregado a la causa recentralizadora que, como vemos en esta sentencia, se siente ya totalmente eximido de toda obligación de argumentar y apoyar en Derecho sus giros argumentales recentralizadores.
2. La cuestión material: ¿puede el legislador prohibir los toros o eso supone una lesión inconstitucional de derechos fundamentales?
Una razón adicional por la que esta Sentencia del Tribunal Constitucional decepciona es porque, al zanjar la cuestión de una manera tan tajante, con bajonazo infame resolviendo la referida faena de aliño, como es la referida argumentación competencial, nos priva de un análisis de fondo sobre la cuestión, que habría resultado de un enorme interés. Básicamente, porque la prohibición de las corridas de toros nos sitúa ante un ejercicio jurídico de conciliación de derechos individuales y protección de valores como el bienestar animal que no tiene una solución clara y sencilla en nuestro Derecho. O, al menos, y ésa es mi opinión, que no la tenía hasta hace no mucho tiempo.
Junto a la apelación a bienes y derechos cuya afección era manifiestamente absurda (como el derecho a la educación del art. 27 CE, que los senadores recurrentes consideraban, con notable sentido del humor, que podía verse afectado por la prohibición de las corridas de toros) y que ni siquiera desarrollaron en su recurso, o al margen de la mención ritual a nuevos tótems recentralizadores como la invocación del riesgo para la ahora siempre sacrosanta unidad de mercado, la prohibición de la corridas de toros sí afecta, y de forma clara, a derechos fundamentales. Esencialmente, a dos de ellos: la libertad de empresa y la libertad de creación artística. Son, de hecho, los derechos habitualmente conflictivos y en colisión cuando hay legislación en materia de maltrato animal (junto a la libertad religiosa, en algunos casos), como estudió detalladamente mi compañero de la Universitat de València Gabriel Doménech.
Dado que el Tribunal Constitucional no se ha detenido en esta cuestión y que ya la hemos comentado en otros lugares de forma más detallada, no tiene mucho sentido analizarla en extenso. Pero sí creo que hay que dejar constancia de que la crítica que habitualmente se podía hacer a medidas de esta índole, a saber, que no contaban con respaldo constitucional (el bienestar animal no aparece como valor en nuestra Constitución), ha decaído por la evolución misma de nuestro Derecho. No se trata sólo de la existencia de normas europeas en la materia, aunque sean parcas y establezcan excepciones por razones culturales, como la Directiva 93/119/CE. Una existencia que, como las excepciones son posibilidades a las que se acogen o no, según consideren, los Estados, sí permite ya fundamentar, si por contra eso es lo que se quiere, que el valor «protección del bienestar animal» ha impregnado nuestro Derecho con rango de valor constitucional. Es que, además, como recuerda el voto particular de Xiol Ríos de forma pormenorizada, tenemos ya legislación de protección ambiental a nivel autonómico e incluso estatal (con la inclusión de delitos de maltrato de animales domésticos en el Código penal) más que suficiente como para entender totalmente integrado, por distintas vías (interpretativas, influencia del Derecho europeo e internacional, mutación constitucional) en nuestro ordenamiento jurídico ese valor. Una vez asumido el mismo, es decisión del legislador emplearlo para limitar válidamente derechos fundamentales. De una manera mucho más extensa, argumenté esta posición ya en su día, cuando el parlament de Catalunya prohibió las corridas de toros. Considero, además, que desde esa fecha la evolución legislativa y constitucional en la materia, tanto en España como en Europa, no hace sino reforzar el argumento. Las leyes que establecen límites de esta índole, penales o administrativas, no han hecho sino sucederse. A día de hoy no creo que pueda argumentarse, siendo coherente y sistemático, que nuestro Derecho no le reconozca valor constitucional al bienestar animal y que, en consecuencia, no sea posible limitar derechos fundamentales exclusivamente en atención a su protección. Y en nada contradice esta opinión el que en determinados países (también en España, como es notorio), los toros sean constitucionales (así lo declaró recientemente Francia) si el legislador lo acepta: una cosa es no estar obligado a declarar algo como prohibido por respeto al bienestar animal y otra muy distinta que el legislador no pueda perfectamente, de forma válida y constitucional, hacerlo si así lo considera oportuno.
En este punto, por cierto, creo que es mucho más sensato, como casi siempre, permitir que sea el legislador quien «pondere» esta necesidad y opte por impedir o no espectáculos como los taurinos a partir de tomar el pulso a la evolución de la opinión social y el sentir ético y estético mayoritario, antes que a permitir a los juristas determinar, en cada caso, lo que resulta imperioso o no prohibir. Se trata de una forma sana y natural de permitir una evolución natural en estas cuestiones. Evolución que, además, se produce de forma dialogada y debatida cuando en un Estado compuesto se permite a las Comunidades Autónomas, a diferencia de lo que aparentemente parecen pretender Gobierno estatal y Tribunal Constitucional, que las diferentes asambleas legislativas de los distintos territorios vayan legislando de manera diferenciad a partir de sus peculiaridades a. Es lo que venía pasando, de forma pacífica, en España. Primero Canarias prohibió, sin polémica ni conflicto, la práctica de corridas de toros en esas islas, en coherencia con la falta de tradición en la región. Posteriormente fue Cataluña, donde ya habían prácticamente desaparecido de facto también, quien se unió a la prohibición. Parece una forma razonable de articular un debate social como éste: dejando que las diversas evoluciones sociales y políticas de diversas regiones y sensibilidades interactúen y se convenzan unas a otras. Sin embargo, el Estado y el Tribunal Constitucional han decidido cortar por lo sano y rigidificar jurídicamente la cuestión hasta el extremo. Se trata de un nuevo error.
Por último, y para cerrar este comentario acelerado y de urgencia, no me parece que sea razonable hacer reposar la constitucionalidad o no de una medida como la prohibición de las corridas de toros, en última instancia, en una ponderación bien respecto de si la competencia es o no en realidad invasiva a partir de un análisis de proporcionalidad (voto particular de Xiol Ríos), bien respecto de si tal prohibición es materialmente arbitraria o no en cada caso (como hace Gabriel Doménech en su comentario). Considero, como el voto particular de Asua Batarrita y Valdés Del-Ré, que la competencia se tiene o no se tiene a partir de reglas previas que nada tienen que ver con ello y que, sencillamente, en este caso, estamos ante una competencia autonómica, sin que el reparto competencial deba «modularse» o entenderse de un modo u otro a partir de una «ponderación» sobre los efectos de las normativas aprobadas por unos u otros. ¿O en serio vamos a aceptar que sea el contenido de una normativa, y si sus efectos nos parecen mejores o peores, lo que determine la competencia? Tampoco me parece que, en este caso, haya de extremarse el juicio de coherencia de la ley catalana de prohibición incluyendo elementos de «ponderación». Si la ley es objetivamente irracional y arbitraria por tratar de forma diferente situaciones materialmente idénticas, anúlese. Pero exigir, como hace Gabriel Doménech, al legislador catalán un ejercicio de justificación adicional porque no prohibe todos los espectáculos taurinos sino sólo aquellos en que se da muerte al animal es, a mi juicio, expandir innecesaria e inconvenientemente la posibilidad que tiene el Tribunal Constitucional de controlar la arbitrariedad del legislador. Hacerlo con argumentaciones de tipo «ponderativo», además, tiene el riesgo de que ocurra, como en este caso, que donde Doménech ve elementos sospechosos (el trato desigual a «correbous» y corridas de toros) Xiol entiende que lo que hay, por el contrario, son elementos positivos que hablan bien en términos ponderativos de la ley (la prudencia del legislador que sólo ha prohibido aquello que no cuenta con apoyo social y ha preferido ir poco a poco). Entiendo que no tiene sentido que concedamos a los juristas y tribunales constitucionales esta enorme capacidad de revisar con estos parámetros tan poco jurídicos las decisiones políticas y legislativas. Mejor dejemos, en mi opinión, estas «ponderaciones» (¿es bueno prohibir una actividad para proteger otro valores?) al legislador si estamos dentro de los márgenes de lo constitucionalmente determinado como su margen de actuación (es decir, si hay otro valor constitucional que requiera del sacrificio para su mejor protección).
Una nota más personal para acabar: la sentencia del Tribunal Constitucional es muy criticable por muchas razones. No es la menor de ellas, a mi juicio, su patente desprecio al bienestar animal, que no es ni siquiera tenido en cuenta frente a razones supuestamente culturales y de primacía estatal. No tengo ninguna duda de que dentro de unas décadas esta sentencia se considerará una aberración jurídica y un atentado a la propia dignidad de los seres humanos, que se resiente enormemente cuando se consiente y jalea el maltrato de seres que no se pueden defender. Aberración tanto mayor cuanto el Tribunal la emite en un momento histórico en que, lejos de ser esta sensibilidad algo exótico, es ya a día de hoy muy mayoritaria en nuestra sociedad. Frente a ello, el autismo de un Tribunal donde la extracción de sus miembros (social, territorial y también generacional) probablemente explica muchas cosas sobre esta sentencia, pasará a la Historia, me temo, junto a lamentables manifestaciones de otros tribunales que también fueron contra el signo de los tiempos, cuando ya empezaba a atisbarse muy claramente hacia donde iban las cosas, empeñándose en no reconocer dignidad o derechos a colectivos o seres que posteriormente la han visto reconocida. Porque, se quiera o no se quiera, y aunque jurídicamente no sea ése el tema tratado (en parte porque el propio Tribunal se niega a hacerlo) esta sentencia será recordada como la que pretendió obligar a un territorio del Estado que se negaba a ello a validar y reconocer actividades consistentes en tratar como espectáculo la tortura y muerte de un animal indefenso y digno.
El culebrón del verano en toda Europa en materia de derechos y libertades, gracias a la adopción por parte de numerosos alcaldes conservadores franceses -una treintena de ellos tras la première en la materia a cuenta de Cannes-, con el entusiasta apoyo del gobierno socialista Hollande-Valls, de ordenanzas municipales asumiendo el credo tradicional en la materia del Frente Nacional francés, se ha centrado en la conveniencia sociopolítica y en la posibilidad constitucional de prohibir en las playas y oros lugares públicos prendas de baño que cubren casi todo el cuerpo femenino como los llamados burkinis. Estos peculiares bañadores, aunque al parecer no son muy del agrado de las interpretaciones más fundamentalistas y discriminatorias contra la mujer del Islam -que directamente no permiten que las mujeres se bañen en público-, son consideradas por buena parte de la opinión pública occidental como una manifestación de sometimiento de la mujer al hombre propia del fundamentalismo islámico, que le impondría bañarse tapándose casi todo el cuerpo -aunque, en este caso, no el rostro-. La solución para «liberar» a las mujeres musulmanas del yugo opresor religioso y machista pasaría, al parecer de ciertos alcaldes franceses, porque otros hombres -y mujeres- impongan a las mujeres musulmanas que emplean estas prendas un código en materia de vestidos de baño diferente y más al gusto de los valores occidentales por medio de todo un arsenal de medidas legales que incluyen multas para quienes desobedezcan la prohibición.
Como es evidente, podemos discutir largo y tendido sobre si tiene sentido o no la medida desde un punto de vista político y social y a eso llevamos dedicado parte del verano. Mi opinión, por si a alguien le interesa, es bastante contraria a la que han venido dándonos los medios supuestamente liberales y progresistas españoles estos días -para muestra, aquí van uno, dos y tres ejemplos de empatía con la prohibición publicados por el diario El País, donde en cambio no pude encontrar esos días críticas a la evidente restricción de libertades que suponía la medida y los peligros que conllevaba-, y va más en la línea de la prensa republicana francesa, por lo que intuyo que puede ser minoritaria en un país como España donde, como es por lo demás habitual en Europa, la prensa conservadora está situada hace tiempo en la intransigencia frente al islam. Sin embargo, en este blog esta discusión me preocupa menos. Lo que me interesa, en cambio, es analizar si la medida, estemos o no de acuerdo con ella, tiene un encuadre jurídico fácil en un régimen de libertades propio de los Estados de Derecho occidentales o si, por el contrario, es más bien difícil de cohonestar con nuestro ordenamiento jurídico.
Las coordenadas constitucionales en que se mueve esta cuestión no son muy distintas, a la postre, en Francia, España o el resto de países europeos, y ello como consecuencia de la gran convergencia de nuestros ordenamientos jurídicos a casi todos los niveles. Una convergencia que en todo lo referido a derechos y libertades fundamentales es si cabe mayor como consecuencia de la actividad del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en aplicación del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos y las Libertades Fundamentales (CEDH). De modo que casi cualquier reflexión que hagamos sobre si el ordenamiento francés admite una prohibición semejante a la que está ahora en discusión la podemos trasladar fácilmente a España, razón por la que este conflicto nos interesa doblemente. Por lo demás, un debate parecido ya se ha producido, aunque hace un tiempo, en nuestro país en relación al velo integral o burka, cuyo uso fue prohibido en la vía pública por ordenanzas municipales declaradas inconstitucionales por el Tribunal Supremo en una sentencia de 6 de febrero de 2013 que confirmaba pronunciamientos anteriores del TSJCataluña en esa misma línea. Estos tribunales dejaron claro que una restricción de tal calado, caso de ser constitucionalmente posible -extremo sobre el que no se pronunciaban-, sólo lo sería por medio de una intervención del legislador, sin que un ayuntamiento pudiera en ningún caso ser competente para ello por respeto a la reserva de ley que la Constitución española requiere para cualquier intervención en materia de restricción de derechos y libertades. Con carácter previo a esa sentencia del Tribunal Supremo ya nos ocupamos del tema en este mismo blog, con un extenso análisis de fondo sobre la posible prohibición del burka en España que sigue plenamente vigente y que se puede resumir en dos ideas fundamentales: constitucionalmente sólo sería posible prohibir el burka atendiendo a razones de fondo que permitieran sostener que supone un riesgo cierto para el orden público que en espacios públicos haya gente velada de tal modo que sea imposible o muy difícil su identificación -algo que, sin duda, se defendía que podía en efecto ser considerado- y ello únicamente si la medida prohibía igualmente cualquier tipo de indumentaria o embozamiento equivalente, por producir idénticos efectos y riesgos, sin que cupiera en ningún caso limitar la prohibición sólo a ciertas vestimentas.
Como puede verse, la prohibición del burkini no se acomoda demasiado bien a estos parámetros jurídicos. Por una parte, porque resulta más que difícil atisbar dónde puedan estar los problemas de orden público ciertos que pueda provocar una mujer por estar en la playa en parte cubierta pero con el rostro perfectamente a la vista. Por otra, porque las prohibiciones francesas no han tenido el más mínimo escrúpulo al identificar como objeto de la prohibición estas determinadas prendas portadas por mujeres musulmanas -los burkinis– sin pretender en ningún caso que se aplique el mismo tratamiento a formas de vestir estrictamente equivalentes muy habituales en las playas -buzos, surfistas, personas con ciertas alergias o simple deseo de protegerse mucho del sol suelen desplegarse por la arena de las playas mediterráneas tanto con el torso cubierto como muchas veces con pañuelos, gorros o sombreros que también cubren en gran medida el rostro-. Las razones de la prohibición, además, en no pocos casos, hacen directamente referencia a la salvaguarda de unos evanescentes valores republicanos y laicos, una suerte de «moralidad occidental respecto de la decencia en el vestir» o, como dice la primera ordenanza municipal suspendida (la de Villeneuve-Loubet), a reglas sobre la «tenue correcte, respectueuse des bonnes mœurs et du principe de laïcité». Y es que, al parecer, habría vestimentas contrarias al principio de laicidad y otras que se adecuan mejor al mismo y a las buenas costumbres que de él se han de deducir.
Así pues, no es de extrañar la respuesta jurídica del Conseil d’État, en cuanto ha tomado cartas en el asunto, haya sido contraria a estas prohibiciones. Máxime cuando, además, y desde hace al menos dos años, tenemos ya una clara jurisprudencia en esta materia por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que en una decisión de 1 de julio de 2014 validó la ley francesa contra el porte de burka en lugares públicos (Decisión S.A.S. contra Francia), pero lo hizo dejando muy claras una seria de reglas, por lo demás bastante obvias a la luz del Convenio, para enmarcar estas prohibiciones que van justo en la línea de lo que venimos defendiendo. En concreto:
- – El TEDH considera que la ley francesa que impide que se porte burka en lugares públicos es posible dentro del Convenio porque es una ley que no impide llevar esa concreta vestimenta sino cualquiera, sea del tipo que sea, que cubra el rostro e impida dificulte en consecuencia la identificación de la persona en cuestión (excepto si hay razones de seguridad, médicas, profesionales o de obligación legal que amparen ir así vestido) y la interacción social. Es decir, resulta absolutamente clave que la ley no sea una ley particular contra el burka sino general contra cualquier vestimenta que produzca un efecto equivalente: «Nul ne peut, dans l’espace public, porter une tenue destinée à dissimuler son visaje«. De hecho, de los debates en la asamblea nacional francesa, del dictamen consultivo del Conseil d’État en su momento, de la propia decisión de los órganos franceses de control de la constitucionalidad durante la aprobación de la ley se deduce que los poderes públicos franceses eran muy conscientes de que la ley se redactara y concibiera de esta forma para poder superar los distintos filtros.
- – El TEDH estima por lo demás que una prohibición como la de portar prendas equivalentes al burka –o el propio burka– puede estar en contradicción con algunos de los derechos del Convenio (sobre todo, con los derechos a la vida privada de su artículo 8 y a la libertad de conciencia de su artículo 9) y que supone una evidente afección a los mismos, pero que la misma quedaría justificada porque el Convenio establece que uno de los elementos que permiten su restricción es, precisamente, apelar como lo hace la ley francesa a consideraciones de orden público y seguridad (párrafo 115 de la STEDH), que en este caso se estiman justificadas, así como la necesidad de establecer restricciones para garantizar los derechos de los demás. Y es que, en efecto, sólo a partir de estas razones pueden aceptarse (o no, si son desproporcionadas) restricciones de este tipo:
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115. S’agissant du premier des buts invoqués par le Gouvernement, la Cour observe tout d’abord que la « sécurité publique » fait partie des buts énumérés par le second paragraphe de l’article 9 de la Convention (public safety dans le texte anglais de cette disposition) et que le second paragraphe de l’article 8 renvoie à la notion similaire de « sûreté publique » (public safety également dans le texte en anglais de cette disposition). Elle note ensuite que le Gouvernement fait valoir à ce titre que l’interdiction litigieuse de porter dans l’espace public une tenue destinée à dissimuler son visage répond à la nécessité d’identifier les individus afin de prévenir les atteintes à la sécurité des personnes et des biens et de lutter contre la fraude identitaire. Au vu du dossier, on peut certes se demander si le législateur a accordé un poids significatif à de telles préoccupations. Il faut toutefois constater que l’exposé des motifs qui accompagnait le projet de loi indiquait – surabondamment certes – que la pratique de la dissimulation du visage « [pouvait] être dans certaines circonstances un danger pour la sécurité publique » (paragraphe 25 ci-dessus), et que le Conseil constitutionnel a retenu que le législateur avait estimé que cette pratique pouvait constituer un danger pour la sécurité publique (paragraphe 30 ci-dessus). Similairement, dans son rapport d’étude du 25 mars 2010, le Conseil d’État a indiqué que la sécurité publique pouvait constituer un fondement pour une interdiction de la dissimulation du visage, en précisant cependant qu’il ne pouvait en aller ainsi que dans des circonstances particulières (paragraphes 22-23 ci-dessus). En conséquence, la Cour admet qu’en adoptant l’interdiction litigieuse, le législateur entendait répondre à des questions de « sûreté publique » ou de « sécurité publique », au sens du second paragraphe des articles 8 et 9 de la Convention.
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- – Por el contrario, el TEDH manifiesta claras dudas respecto de que las otras justificaciones a las que apela el legislador francés, el respeto a la igualdad entre hombres y mujeres, a la dignidad de las personas o a las exigencias mínimas de la vida en sociedad («le respect de l’égalité entre les hommes et les femmes, le respect de la dignité des personnes et le respect des exigences minimales de la vie en société«) puedan ser razones que justifiquen la prohibición de portar el burka, pues no se corresponden con fines legítimos reconocidos por el tratado que permitan restringir derechos fundamentales (párrafos 116 y siguientes de la STEDH).
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116. À propos du second des objectifs invoqués – « le respect du socle minimal des valeurs d’une société démocratique et ouverte » – le Gouvernement renvoie à trois valeurs : le respect de l’égalité entre les hommes et les femmes, le respect de la dignité des personnes et le respect des exigences minimales de la vie en société. Il estime que cette finalité se rattache à la « protection des droits et libertés d’autrui », au sens du second paragraphe des articles 8 et 9 de la Convention.
117. Comme la Cour l’a relevé précédemment, aucune de ces trois valeurs ne correspond explicitement aux buts légitimes énumérés au second paragraphe des articles 8 et 9 de la Convention. Parmi ceux-ci, les seuls susceptibles d’être pertinents en l’espèce, au regard de ces valeurs, sont l’« ordre public » et la « protection des droits et libertés d’autrui ». Le premier n’est cependant pas mentionné par l’article 8 § 2. Le Gouvernement n’y a du reste fait référence ni dans ses observations écrites ni dans sa réponse à la question qui lui a été posée à ce propos lors de l’audience, évoquant uniquement la « protection des droits et libertés d’autrui ». La Cour va donc concentrer son examen sur ce dernier « but légitime », comme d’ailleurs elle l’avait fait dans les affaires Leyla Şahin, et Ahmet Arslan et autres (précitées, §§ 111 et 43 respectivement).
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Por lo demás, el TEDH también acepta que ciertas exigencias de convivencia, de orden público no ligadas estrictamente a medidas de seguridad, pueden imponer ciertos hábitos de vestimenta , en concreto, que el rostro sea visible. Curiosamente, y aunque lo hace de una forma muy limitada, será esta razón la que a la postre valide la prohibición del burka (las razones de seguridad se estima que podrían, a la luz de un análisis de proporcionalidad, ser mejor resueltas de otras maneras, o que el gobierno francés no ha justificado suficientemente que sea imprescindible por esa razón la prohibición). Pero lo que importa a nuestros efectos es que este razonamiento fundando una idea de «orden público» que integra ciertas exigencias de «interacción» y de «convivencia» en común cuando estamos en el espacio público se asume por el TEDH dando gran importancia justamente a un elemento justificador de la prohibición -que el rostro con el burka queda velado y dificulta ese «vivir juntos»- que en el caso del burkini lejos de suponer un aval para su prohibición la deslegitimaría totalmente -pues ese efecto de embozamiento no se produce en este caso-:
122. La Cour prend en compte le fait que l’État défendeur considère que le visage joue un rôle important dans l’interaction sociale. Elle peut comprendre le point de vue selon lequel les personnes qui se trouvent dans les lieux ouverts à tous souhaitent que ne s’y développent pas des pratiques ou des attitudes mettant fondamentalement en cause la possibilité de relations interpersonnelles ouvertes qui, en vertu d’un consensus établi, est un élément indispensable à la vie collective au sein de la société considérée. La Cour peut donc admettre que la clôture qu’oppose aux autres le voile cachant le visage soit perçue par l’État défendeur comme portant atteinte au droit d’autrui d’évoluer dans un espace de sociabilité facilitant la vie ensemble. Cela étant, la flexibilité de la notion de « vivre ensemble » et le risque d’excès qui en découle commandent que la Cour procède à un examen attentif de la nécessité de la restriction contestée.
Con esta jurisprudencia, casi totalmente coincidente con las reflexiones que hicimos aquí años antes, resulta muy sencillo determinar que las ordenanzas francesas que se han venido aprobando este verano no cumplen con las exigencias mínimas de respeto a los derechos y libertades exigibles a todo Estado de Derecho liberal parte del Convenio y por ello parte integrante del consenso jurídico occidental liberal en la materia. Y ello, al menos, porque:
- No respetan el principio de legalidad, al restringir gravemente libertades por medio de una mera decisión administrativa – de los respectivos alcaldes franceses- carente de base legal -por mucho que los alcaldes franceses tengan amplias competencias en materia de orden público-.
- No son estas prohibiciones, además, materialmente aceptables, de modo que tampoco podría haber una ley que replicara su contenido, por no identificar razones de orden público que justifiquen mínimamente una norma restrictiva tal. Además, es complicado argumentar que dificulten la interacción siendo como son estrictamente equivalentes a otros ropajes habituales en las playas.
- Tampoco podría en ningún caso ser aceptada una regla que vetara burkinis pero no vestimentas que supusieran riesgos, existentes o no, estrictamente equivalentes en materia se seguridad.
- Y, por último, estas prohibiciones no serían adecuadas porque no es aceptable prohibir determinadas vestimentas con base únicamente en una supuesta incompatibilidad de las mismas con valores laicos o cierta moralidad de Estado que, si bien es indudable que puede amparar ciertas actividades de difusión y defensa de los valores en cuestión, no es un motivo de suficiente peso para restringir tan gravemente la libertad personal.
A partir de estos elementos no sorprende en modo alguno que el Conseil d’État haya resuelto como ha resuelto su primera aproximación al tema, suspendiendo provisionalmente la primera ordenanza sobre la que se ha pronunciado en una decisión que anticipa, además, de forma clara, cuál será su posición de fondo. Si analizamos los argumentos aportados por el órgano de control de la legalidad de la actividad administrativa francesa, vemos que dejan claro que el fumus boni iuris –en el modelo francés de control administrativo esta cuestión, como es la norma en Europa, es más importante que en España, donde las leyes son más deferentes con la Administración y se han basado históricamente en la idea de que suspender ha de ser casi excepcional salvo si ello pusiera en riesgo cierto el sentido del pleito, aunque la interpretación jurisprudencial ha ido «europeizándose» algo más en los últimos años- del asunto no da la razón a los ayuntamientos ni en el hecho de prohibir por medio de ordenanzas municipales ni en el fondo del asunto -aunque no se menciona la STEDH S.A.S. v. Francia sobre el burka, resulta evidente que el Conseil d’État la tiene muy presente-.
También es muy significativo que el Consejo de Estado francés haya elegido una ordenanza particularmente desafortunada (la ya referida de Villeneuve-Loubet), que hacía mucho hincapié en cuestiones referidas a la moralidad republicana y la laicidad, como la primera sobre la que ha actuado. Otros municipios franceses se habían esforzado más en argumentar que la medida se adoptaba por medidas de seguridad, por lo que algunos de ellos incluso han anunciado que aspiran a mantener la prohibición. Una vía que aunque es también de muy dudosa aceptación -el argumento es enormemente débil porque cuesta ver qué riesgos de orden público puede entrañar un burkini– tiene, al menos, en su apoyo el haber interpretado correctamente en qué marco jurídico de actuación han de moverse los poderes públicos en esta materia.
No obstante, da la sensación de que el órgano de control de la actividad administrativa francés, aprovechando que su decisión era muy esperada, y no sólo en Francia sino en toda Europa, ha optado por cortar por lo sano y que mantendrá el sentido de la decisión de ayer. También en esta línea se han de entender los fundamentos de fondo ya comentados, innecesarios para suspender y que van mucho más allá de lo que una mera decisión de suspensión provisional harían necesario -más todavía en un modelo como el francés, donde jurisdicciones como el Consejo de Estado son parcas en palabras- y que anticipan claramente tanto la decisión final en este caso como el camino a seguir en los que vendrán.
Parece, pues, que el Conseil d’État ha zanjado definitivamente qué pueden y no pueden hacer en este ámbito los ayuntamientos franceses, dejando claro que no pueden prohibir prendas como el burkini, ni por cuestiones de competencia ni, parece, tampoco de fondo. Hay quien ya ha expuesto que ello no impide a Francia recuperar estas prohibiciones por medio de una ley, pero sinceramente parece complicado que así sea. En primer lugar, porque la STEDH de julio de 2014 ya comentada deja muy claro cuál es el reducido ámbito de actuación que tienen los poderes públicos, legisladores incluidos, si quieren limitar la libertad de conciencia o decisiones propias de la vida privada en estos ámbitos si no quieren extralimitarse e ir más allá de lo que permite el Convenio. En segundo lugar, porque es también más que dudoso que medidas tan claramente orientadas contra una prenda concreta puedan pasar siquiera, en un futuro, los filtros de la propia Asamblea nacional francesa y del Conseil Constitutionnel, que de forma nada gratuita, cuando prohibieron el burka, lo hicieron por medio de una disposición legal de tipo general, bien aquilatada, con una base consistente que permitía la limitación y en ningún caso diseñada únicamente como medida de caso único contra una determinada vestimenta propia de personas que practican una religión. De esto parece ser muy consciente ya la clase política francesa. Incluido el ínclito Manuel Valls, que parece al fin haber comprendido que si quiere luchar contra el burkini deberá hacerlo por otras vías y no restringiendo de forma notable la libertad individual de sus portadoras. Afortunadamente.
El texto que se publica a continuación se corresponde con la primera parte de mi capítulo «La rigidez del marco constitucional español respecto del reparto territorial del poder y el proceso catalán de ‘desconexión‘», que se ha publicado en el fantástico libro de reciente aparición sobre El encaje constitucional del derecho a decidir. Un enfoque polémico, que han coordinado los profesores de la Université de Tours, Jorge Cagiao y Conde, y de la Università de Napoli, Genaro Ferraiuolo. El libro puede comprarse muy fácilmente tanto en la web de la editorial como en Amazon, por ejemplo y, pues eso, que os lo recomiendo vivamente. Se trata de un conjunto de trabajos que ya han sido objeto de diversos comentarios, como el que acaba de publicar Ramón Cotarelo en su blog, de un enorme interés. En él, se analizan diversos aspectos del proceso de «desconexión» catalana iniciado con el fallido proceso de reforma estatutaria de principios de siglo y las crecientes demandas de reconocimiento del «derecho a decidir» de los catalanes sobre su permanencia en el Reino de España o independencia, siempre desde una perspectiva jurídica. Mi aportación a esta obra colectiva es una reflexión, que espero ayude a enmarcar el contexto de las cuestiones analizadas por el resto de trabajos, sobre el modelo constitucional español de 1978 y su extraordinaria rigidez y tendencia a la composición vertical entre elites como mecanismo para la resolución de conflictos. En este estudio se trata de entender cómo este modo de funcionamiento ha afectado indudablemente a la forma en que las instituciones españolas han afrontado este proceso de extrañamiento protagonizado por las instituciones representativas y una muy importante parte de la ciudadanía catalana. A partir de ahí, se aspira, también, a explicar que como consecuencia de estas características de nuestro ordenamiento e instituciones (del marco y del sistema jurídicos españoles) la respuesta jurídica que han recibido las diversas pretensiones llegadas desde Cataluña ha sido siempre mucho más rígida e inflexible de lo que las posibilidades del propio texto constitucional habrían permitido con una visión más abierta, agravando con ello el problema y fomentando más el conflicto que una solución al mismo. Cuando las normas que han de servir de cauce para la expresión de voluntades legítimas pero no convergentes y tratar de lograr una composición entre las mismas no cumplen con esta tarea sino que, antes al contrario, ciegan posibles soluciones que habían sido posible en otros ámbitos (por ejemplo, en el mundo de la política) está claro que bien esas normas, bien la interpretación que damos a las mismas tienen un problema.
Transición a la democracia transaccionada y reparto territorial del poder en España desde 1978
La comprensión de las tensiones territoriales en la España constitucional, esencialmente en lo que se refiere a la relación de Cataluña y País Vasco con el conjunto de ese entramado político en la actualidad denominado Reino de España, requiere previamente, para su mejor entendimiento, de una cartografía mínima del contexto. Un contexto que ilustra tanto la historia de los desencuentros y sus parcheos, compromisos y soluciones durante las últimas décadas como la situación actual y que, por lo demás, se plasma en el acuerdo político jurídicamente articulado en la Constitución española de 1978. No es, sin embargo, éste un buen momento para hacer una valoración crítica del proceso en sí mismo[1], como tampoco lo es para reflexionar en términos políticos sobre las ventajas o desventajas de ciertos elementos de este acuerdo constituyente[2]. En la medida en que este trabajo aspira a ser jurídico y versa pues sobre Derecho, vamos a limitar las referencias o juicios a este contexto a lo que consideramos imprescindible para entender cómo funciona el marco jurídico español producto de ese momento y dinámicas históricos y, sobre todo, para poder aspirar a analizar con rigor cómo reacciona y qué margen efectivo de maniobra tiene cuando se relaciona con ciertas demandas políticas muy concretas que son las que pretendemos entender en su vertiente jurídica: las de reconocimiento de ciertas especificidades culturales o políticas derivadas de la diversidad territorial con la que se manifiestan algunas de éstas. Demandas que pueden tener más o menos virulencia, ser más o menos compartidas, llegar al extremo de convertirse en “independentismo” ante la constatación (o mera percepción) de que son imposibles de atender y en consecuencia sólo ésta sería la única vía posible, pero que, en el fondo, responden siempre a esa misma dinámica política y a cómo la canaliza nuestro Derecho.
Así pues, y a modo de introducción, vamos a tratar, únicamente, de poner de manifiesto muy sintéticamente algunos de los elementos jurídicos básicos en los que se han movido y moverán las decisiones de los actores implicados en estos procesos y, en concreto, en todo el proceso que conduce a una creciente expresión de deseos de independencia por parte de un importante número de ciudadanos (y partidos políticos con representación parlamentaria) de Cataluña. Para todo ello, conviene apuntar brevemente algunas notas básicas del sistema jurídico edificado en España tras la muerte del general Franco y ,en general, de toda la arquitectura jurídica que se ha consolidado a partir del mismo, para así poder entender mejor las coordenadas en que opera el marco jurídico-constitucional español frente a las peticiones de más o mejor autonomía, mayor reconocimiento de ámbitos de decisión o diferenciación territoriales o, sencillamente, la independencia de partes del territorio nacional.
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