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Durante estos días se ha celebrado la COP26 (vigésimo sexta reunión anual de las partes signatarias del Tratado de Naciones Unidas contra el Cambio Climático que, sí, ya tiene casi tres décadas de acreditada inoperancia) en Glasgow y la cosa no ha podido dar más vergüenza ajena. Aviones y jets privados, coches de lujo y desplazamientos carbonizados a todo tren para que los mandamases se hagan fotos y salgan en la tele mientras acuerdan muy preocupados que los modelos de negocio basados en el empleo de combustibles fósiles no sufran mucho con esta transición, según explican en su declaración final de intenciones. Una declaración final que parece que, cumpliendo la tradición de estas ya 26 ediciones, y para no decepcionar, sigue sin establecer compromisos que muevan a algo más que a la risa floja.
Para acabar de redondear la grima que da todo esto, además, muchos activistas y académicos que son pseudo-estrellitas de la cosa esta de ponernos bienintencionadamente en alerta pero sin que la cosa vaya mucho con ellos para allá que se han ido también, con sus vuelos transoceánicos y todo lo que haga falta, para ver a los colegas y estar de fiesta unos días, mientras sus más aventajados referentes critican el huero populismo de Greta Thunberg por ir a los sitios en tren y barco. En todo caso, para nuestra tranquilidad nos explican que estas cosas hay que hacerlas así porque, si no, las voces del tercer mundo no serían oídas porque les podemos poner aviones pero no conexión a Internet u otras brujerías de esas. En esta misma línea de convertir estas cumbres en festivales del humor climático, cuando no de reírse en la cara de la población, se ha anunciado que la COP28 a celebrar en 2023 tendrá lugar en Emiratos Árabes Unidos, como muestra del compromiso de este país y de toda la región en la lucha contra el cambio climático y, es de suponer, como una de las primeras manifestaciones del enorme prestigio internacional ganado por los dirigentes de Dubai y Abu Dabi desde que han acogido en su benéfico seno al (todavía protocolaria y jurídicamente, aunque ya no sea Jefe de Estado) Rey de España, Juan Carlos de Borbón y Borbón.
Mientras este festival de inoperancia global se desarrolla con generosa fanfarria mediática, los ciudadanos occidentales seguimos a lo nuestro. Nos preocupan cosas como el precio de la luz, que las restricciones por la pandemia de COVID-19 no nos fastidien las próximas vacaciones o que estas Navidades pueda haber un cierto desabastecimiento de la orgía habitual de oferta de productos y chorradas de todo tipo, llegadas de todo el planeta con los que necesitamos celebrar que nos queremos y que somos felices. ¡Ay de quien ose cuestionar, además, que estas preocupaciones son del todo legítimas y que quizás deberíamos replantearnos algunas de nuestras prioridades y pautas de consumo si se supone que nos preocupa todo eso del cambio climático y la conservación de un planeta más o menos apto para la vida en condiciones mínimas de dignidad para todos los habitantes de la Tierra! Inmediatamente será calificado de hipócrita, de ser el primero que no quiere renunciar a los lujillos que su condición le permite y de escribir con un iPhone o, como hago yo en estos momentos, desde un ordenador portátil Apple (diseño yanqui, manufactura china, que ha recorrido no sé cuántos kilómetros) indecentemente conectado tanto a la red eléctrica como a Internet. ¡Si tanto te preocupa de verdad esto del clima, deja de usar todo lo que el sistema ofrece y vete a tu amada Cuba!
De todos modos, que no salten aún todas las alarmas: las izquierdas o los concienciados por el clima de las sociedades occidentales tenemos todos muy claro, y desde hace décadas, que esa crítica no es válida, que “ser de izquierdas no equivale a tener que hacer voto de pobreza” y que “estar preocupado por el clima y las necesidades de cambio para salvar el planeta no requieren de un heroísmo individual que no cambiaría nada, ni renunciar a nuestros bienes porque eso tampoco arreglaría el problema, sino de trabajar por el cambio en la dirección correcta”. Y asunto resuelto, oiga. Todos tan contentos. A fin de cuentas, no vamos a pretender que la gente, aun siendo de izquierdas, no vaya a poder disfrutar de lo que ha ganado con el sudor de su frente legítimamente (o ha heredado también muy legítimamente, ya puestos, faltaría más) y que , por ello, ojo/atención/cuidao… “se lo merece, oiga”. Que una cosa es una cosa y otra es otra. Nada más ridículo, en definitiva, que pretender que no podamos tener nosotros también un iPhone sólo por defender ideas igualitarias. Y si no has nacido en un país o una familia afortunada, pues ya te apañarás, que no es mi problema. Ni tampoco el momento de ponernos a replantearnos cosas que serían, la verdad, muy incómodas.
Sin embargo, como propietario que soy de un iPhone de esos (un modelo de hace siete u ocho años, en todo caso, pero iPhone al fin), no puedo dejar de reconocer que esta gran verdad a la que se aferra la izquierda occidental no me acaba de convencer. No sólo eso, también creo que a poco que la analicemos con cuidado no puede convencer a nadie. Porque no entiendo la manera en que ninguna fe, creencia (porque sí, amigos, hablamos siempre de la “izquierda iPhone”, pero ha llegado el momento de abrir de una vez el melón del “cristianismo iPhone”) o ideología que predique la igual dignidad y derechos de todos los seres humanos y la solidaridad y fraternidad que nos debemos todos pueda convivir con la llevanza de un tren de vida que sea abierta y radicalmente incompatible con la más mínima posibilidad de que sea generalizable a todos los humanos. Por aplicar a este ámbito el conocido imperativo categórico kantiano, si la generalización a todos nuestros congéneres de nuestras maneras de vida y huellas energética, de carbono y de recursos llevaría inevitablemente a la destrucción del planeta como un espacio apto para la vida y sería directamente imposible, señoras y señores, tenemos un problema. ¿O es que de verdad hay alguien que pueda autoegañarse tanto como para creer que se pueda ser de izquierdas e internacionalista, cristiano creyente en la fraternidad entre todas las almas de este mundo o simplemente personita que no funcione con un egoísmo impresentable y canallesco pero a la vez defender que uno, por haber nacido donde ha nacido, tiene derecho a vivir de un modo que directamente hace imposible la vida de los demás?
Establecida esta obvia y molesta verdad queda calcular, pues, dónde está el umbral a partir de la cual llevar un determinado nivel de consumo implica directamente estar robando la posibilidad de vivir con dignidad a otros y, a largo plazo, acabar con la vida de nuestros congéneres y con la habitabilidad del planeta. Obviamente, soy el primero que espera que ese umbral no me impida seguir con mi rutilante iPhone 5 en el bolsillo, pero, más allá de mis modestos vicios privados, soy perfectamente consciente de que el umbral, existir, existe. Y, por esta razón, como yo sí querría aspirar a poder vivir como izquierdista internacionalista, ser humano fraterno y kantiano practicante y se me caería la cara de vergüenza si llevara un nivel de vida y consumo de recursos que supusiera contribuir al desastre global garantizado y a la muerte de millones de seres humanos, me pregunto por qué nuestros gobernantes (o sus amiguitos académicos y estrellas mediáticas varias que los siguen de COP en COP y Emitados Árabes porque me toca, a todo tren.. pero siempre en vuelos transoceánicos) siguen sin decirnos más o menos por dónde anda ese umbral. Es evidente que, en parte, no quieren transmitirnos malas noticias ni confrontarnos ante la que es la triste realidad porque, a fin de cuentas, los votos de todos los que se creen “de izquierdas de verdad de la buena” o “buenos cristianos sin tacha” pero que en realidad son unos sociópatas egoístas están en juego y no es cuestión de renunciar a ellos así como así. Pero también, no nos engañemos, y como demuestra la declaración final de la COP26, es que hay un interés tendente a cero en abrir la boca, y no digamos ya en hacer nada de provecho, que pueda tener alguna posibilidad, por nimia que sea, de fastidiar el cotarro consumista desaforado y de capitalismo global en que vivimos felizmente instalados. Hasta que pete, claro. Pero, mientras tanto, ¡pues a disfrutarlo!
Los números, además, son difíciles de hacer con exactitud y fiabilidad, y más aún proyectándolos hacia el futuro, lo que da una excusa fantástica para esquivar la cuestión. Y es verdad que quizás pueda haber mejoras tecnológicas en el futuro y ganancias de eficiencia que nos permitan a los felices habitantes acomodados del Occidente privilegiado aspirar a seguir a lo nuestro, e incluso ir ganando en comodidades absurdas, mientras ese tercio de la humanidad que aún no dispone de lavadora, por poner un ejemplo, aspire a poder comprar alguna de vez en cuando. Pero vamos, más o menos, y aun teniendo en cuenta esto, debiera ser perfectamente posible, al menos, tener una idea más o menos clara de por dónde iría un umbral de mínimo (y, además, calculándolo generosamente y a nuestro favor, por eso de aprovechar en nuestro beneficio cualquier duda que pueda existir aún sobre cómo cuantificar exactamente todo). Hay, de hecho, por ahí esbozos de “calculadores de huella climática” que más o menos permiten hacernos una idea de si somos de los que nos estamos cargando el planeta y, de paso, a otros seres humanos (spoiler: sí, lo somos) o no y, en su caso, qué deberíamos reducir y hasta qué punto. Lo increíble es lo poco trabajados que están, lo incompletos que son y lo poco que los difunden instituciones, gobiernos, o incluso partidos supuestamente progresistas con intención de lograr una efectiva modificación de hábitos a partir de sus resultados.
Ya sé que es molesto lo de que ser de izquierdas o cristiano (y recordemos que entre estos dos grupos y demás ideologías o creencias con apelaciones a valores de solidaridad ecuménicas cubrimos a más del 90% de la sociedad española) se haya de traducir en la práctica cómo vivimos y nos comportamos, para con los demás y para con el planeta, en vez de poder limitarnos a darnos golpes en el pecho y a ponernos medallitas, pero, lamentablemente, así son las cosas en el mundo de las personas que valen la pena. Y ya sé también que hay que ayudar además a los cambios globales, de diseño del modelo y de limitación de las emisiones globales de los grandes negocios, la gran industria y el transporte internacional y tal. Pero vamos a contar un secretito a quien no lo sepa: esos grandes negocios y demás estructuras se dedican, esencialmente, a proveer al mercado de bienes y servicios que luego, pásmense, usan personitas como Usted y como yo, como todos nosotros. ¡Qué cosas!
Así que, la verdad, habría que calcularlo. Y ya está. Es impresentable, sinceramente, que ni gobiernos ni ONGs a nivel internacional ni partidos políticos ni prácticamente nadie estén explicando a la población de cada país, atendidas sus circunstancias, más o menos por dónde anda el umbral y si cada uno de nosotros individualmente lo superamos o no, de largo, por cuánto… y por qué.
Así que, y aun a riesgo de que pueda haber alguna inexactitud, allá va más o menos lo que sabemos, por ejemplo, para un país como España:
- Vivienda. Si vives en una unidad familiar que dispone de más de 50 metros cuadrados por persona en una zona de ciudad compacta, es muy probable que estés ampliamente por encima de lo que es sostenible para toda la población del planeta. En tal caso, más te vale tratar de compensar en otros ámbitos y, si no vives en la ciudad compacta, no usar apenas el coche privado (lamentablemente, además, estos dos efectos se suelen retroalimentar) y compensar con una casa muy eficiente energéticamente, placas solares y usando el espacio adicional de que dispones para autoproveerte no sólo de energía sino de algunos alimentos. El diseminado, el bungalow, e incluso el PAU, y ya no digamos el chalet, suponen lo que suponen. ¿Te gusta vivir así y puedes, o te sientes con derecho a ello, pero quieres pensar que sigues siendo progresista y fraterno? Pues ya sabes, a currarte compensar la cosa por otras vías, tanto con lo que haces en casa como con el resto de elementos del listado.
- Consumo eléctrico. El consumo de energía eléctrica en España está casi en los 6.000 kWh de media por persona que ya es la media europea, y se supone que ese consumo es entre un 50 y un 100% superior a lo que es a día de hoy sostenible, dado el pool de generación que tenemos. Si estás ya en esos números, sencillamente, has de rebajar el consumo, idealmente a unos 3.000 kWh anuales, y tratar de que además el origen de esta electricidad sea de fuentes limpias (desgraciadamente, no producimos energía verde para todos, pero si compramos a comercializadoras que nos garanticen ese 100% a nosotros presionamos al mercado en esa dirección). ¡La izquierda organizará su vida optimizando las actividades con luz diurna o no será!
- Transporte diario. Si vas en coche a diario al trabajo o a tus actividades cotidianas es casi imposible que no estés muy por encima de lo que te corresponde. Punto. Ya está. Podríamos dejarlo aquí, porque es bastante sencillo: no cojas el coche, ni te lo compres. Pero por ser más realistas en los consejos, añadamos qué se puede hacer: pásate a andar, a la bici, a la movilidad eléctrica (algo menos costosa ambientalmente) o al transporte público. Si puedes, claro. Porque, y esa es otra, como a nuestros poderes públicos todo esto es manifiesto les da igual por mucha COP en los Emiratos que monten, la mayor parte de la inversión pública desde hace décadas va destinada a garantizar al 60% de población de más renta, que es la que dispone de coche privado (o al 30% de más renta aún, que es quien dispone de más de un vehículo por familia), de todas las facilidades para ir por la vida con todas las comodidades, mientras que las posibilidades de moverse a pie o en bici con buenas infraestructuras, seguras y de calidad, o en un transporte público decente, pues son las que son. Vamos, que yo no sé si se puede inferir que por tener un iPhone o un portátil alguien no sea de izquierdas de verdad, pero ya os digo que ciertos coches y hábitos de desplazamiento dicen más que mil palabras (o mil teléfonos móviles). Y sí, para los buenos cristianos el SUV tampoco puede ser.
- Viajes ocasionales, por trabajo u ocio, a destinos lejanos. En este punto, es bastante fácil establecer dónde están unos (generosos) umbrales de inaceptabilidad: si haces un viaje transoceánico, más te vale no coger un coche en varios años para compensar; con 5 o 6 viajes dentro de España o Europa, aunque sean por trabajo, al año, ya te están comiendo toda la cuota de mínimo un par de años que tendrías para transporte y deberías hacer el resto a pie o en bici. A partir de ahí, obra en consecuencia. Porque sí, lo siento: ni como cristiano consecuente ni como persona de izquierdas digna de ese nombre se puede ir uno cada año de vacaciones a Bali, Estados Unidos o de visitas por capitales europeas. Sencillamente, porque al hacerlo estás impidiendo que mucha otra gente pueda aspirar siquiera a vivir en unas mínimas condiciones en el resto del planeta. Y el efecto, en este caso, es directo, claro, y enorme. Que a algunos les da casi igual, o incluso les puede beneficiar para hacer esas fotos de personas menesterosas por la calle que nos traen de sus viajes por determinados países que luego enseñan para explicar lo que les ha cambiado la vida ver esa realidad y “la verdad intensa que tienen esas miradas” o las pazguatadas al uso, pero más nos vale ir tratando a esta gente como la basura climática que son cuanto antes.
- Alimentación. Aunque a Pedro Sánchez no le haga ninguna gracia, el consumo de carne ha de pasar ya entre todos nosotros a ser lo más testimonial que sea posible, casi limitado a fiestas de guardar y encuentros festivos (especialmente si hablamos del mítico chuletón o del vacuno en general). Respecto del resto de alimentos se ha de eliminar en lo posible, idealmente del todo, el consumo de productos venidos de lejos y de los que se venden procesados. En países como España, y no digamos en el País Valenciano, es a día de hoy posible comprar toda la fruta y verdura de proximidad si tienes renta suficiente para tener un iPhone (porque sí, hacerlo así es bastante más caro, dado que así de locamente funciona el tinglado), de manera que si tienes un teléfono de estos al menos ten la vergüenza torera de comprar cosas de temporada y hechas cerquita. Por cierto, también podemos intentar comer un poco menos, que no nos vendrá mal… y por una vez izquierda practicante y buena forma física quedan mágicamente alineadas.
- Ropa. Sabemos también que la ropa hemos de aspirar a que nos dure mucho más de lo que el mercado querría, al menos una década, y los zapatos más de un mero par de años. Ello significa que tendríamos que intentar comprar sólo una prenda de ropa o un par de zapatos al año, lo que ya permite cierta variedad al ir combinándolos. O reutilizar, intercambiar, aprender a modificar y remendar por nosotros mismos… o dejar de dar tanta importancia a estas cosas. Porque para lo que sí importan es para cargarse el planeta y la calidad de vida de otros.
- Cachivaches varios, muebles, objetos. Podemos tener teléfono móvil, al parecer, e incluso ordenador y algún electrodoméstico más, así como muebles, pero lo que es insostenible es tener muchos, tenerlos sin uso y cambiarlos cada dos por tres. Por ahí hay quien decía que si un móvil nos durase al menos 10 años, un ordenador o lavadora 15 y la nevera o la televisión 25 (y todos son de consumo energético muy eficiente) pues podríamos aspirar a que esos aparatejos se generalizaran para todos. Ni idea de cuán exactas serán esas cifras, pero es evidente que todo consumo desaforado de electrodomésticos o muebles incide notablemente en nuestra huella ambiental. Así que… ojo que como cambiemos mucho de teléfono y sea último modelo estamos muy cerquita de que, en efecto, sea bastante incompatible eso de ser de izquierdas y tener siempre el último modelo de iPhone
En realidad, todo esto es muy orientativo y, como es evidente, es posible compensar algunos excesos con ascetismo en otros ámbitos, según usos individuales y preferencias. Además de que, como ya he dicho, todo esto no son sino aproximaciones un tanto groseras. Por eso mismo sería tan importante tener no sólo guías públicas sobre esta cuestión sino herramientas digitales de medición y control individual a nuestra disposición. De hecho, incluso, sería necesario que los poderes públicos, al menos a efectos meramente informativos para empezar, nos “evaluaran” al respecto, aun con todas las deficiencias del sistema en sus inicios, a partir de los datos que les suministráramos y nos informaran de dónde estamos en términos absolutos y relativos. A continuación, estaría bien que se fueran estableciendo incentivos para quienes generaran menos impacto e, incluso, a largo plazo, que empezáramos a pensar en establecer obligatoriamente cupos máximos de derechos de emisión y destrozo ambiental por ciudadano que no se pudieran exceder en ningún caso (mejor bloquear todo consumo adicional de esas personas a partir de superado el límite que sancionarlas, aunque ya puestos una buena sanción adicional nunca vendría mal).
Pero, de momento, simplemente con saber dónde estamos cada uno de nosotros ya podríamos mejorar y aprender mucho… e ir pensando en adoptar algunas medidas interesantes. Por ejemplo, una de las cosas que sabemos es que los ricos contaminan exponencialmente más a partir de que se incrementa su nivel de renta, de modo que una de las políticas ambientalmente más globalmente eficaces es, también, y como explicábamos el mes pasado, gravar fiscalmente a las rentas más altas y a los grandes patrimonios de formas a día de hoy juzgadas como salvajes y que lamentablemente por el momento aún requerirían de que fuéramos a las barricadas para lograrlo. Bueno, de eso o de una sucesión de catástrofes suficientemente graves como para instar al cambio, que parece que es la única vía de evolución que nuestras elites progresistas y “concienciadas” conciben como realistamente posible. En definitiva, tener estos datos y publicarlos de forma transparente ayudaría mucho presionar en esta dirección. Y, si no, qué caray, al menos nos libraríamos de los ricachos repugnantes que viven a costa de lo que son los recursos planetarios de cientos o miles de personas y que nos van dando leccioncitas a los demás desde su supuesto compromiso. ¡Que con eso ya nos conformamos!
Así que sí, lamentablemente, siento comunicarles que es bastante incompatible eso de ser de izquierdas, o cristiano, o de cualquier otra creencia, ideología o secta que nos considere a todos iguales y con derecho a vivir con unas condiciones mínimas de dignidad y acceso a recursos y seguir con cierto tren de vida. Ya es cosa suya juzgar si están o no por encima del umbral. Pero va siendo hora de que todos nos lo planteemos. Y, sobre todo, va siendo hora de que nuestros gobiernos nos expliquen con claridad cuál es ese umbral de indudable inaceptabilidad y de los medios para medirnos con rigor a nosotros mismos. Los resultados, a buen seguro, no nos gustarían. Quizás nos quedaríamos sin el nuevo iPhone. O tendríamos que irnos de verdad a “nuestra amada Cuba”, al menos, para aprender un poco y tomarla como ejemplo para esto. Porque, entre otras cosas, parece que también tenemos que empezar a plantearnos seriamente cómo poder lograr mejoras en este plano sin que medien enormes desastres previos o sin tener que padecer una odiosa dictadura o un régimen totalitario. Porque la cosa es urgente. Y, probablemente, también puede acabar yéndonos la democracia en ello como no logramos explicar, informar y convencer a todos los que de verdad se sienten de izquierdas, cristianos, internacionalistas, kantianos o ecumenistas de que sí, en efecto, esto también va de sus (de nuestros) hábitos de vida y consumo.
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Publicado originalmente en Valencia Plaza el 14 de noviembre de 2021
El que ha passat darrerament a la ciutat de València amb el debat públic i polític sobre el PAI de Benimaclet i com hauria de fer-se la planificació urbanística futura del barri ha estat una novetat molt saludable a una ciutat on, durant massa anys, les decisions sobre aquestes qüestions, amb les conseqüències associades que tots hi tenim al cap (i més aquests dies), s’han pres a despatxos sense massa llums, taquígrafs ni explicacions. Josep Sorribes, també des d’aquestes pàgines en algunes ocasions, però sobretot al seu magnífic llibre Mis queridos promotores, ple de dades sobre el tema, ha explicat moltes vegades com l’urbanisme a la ciutat de València no només és que haja estat fet a la mida dels promotors i propietaris de sòl, és que directament han estat ells qui l’han dissenyat la major part de les vegades. La lluita veïnal a Benimaclet ha fet que, per primera vegada des de l’aprovació del Pla General de 1988, estem tots parlant d’urbanisme i de com fer ciutat. I és una molt bona notícia.
Com passa sempre que es comença a parlar en públic de determinats temes, alguns tabús o visions assumides que semblaven, fins eixe moment, evidències inqüestionables -encara que no eren, necessàriament, correctes- comencen a caure amb sorprenent facilitat. Un mantra molt estés, en este sentit, era que la mera previsió d’edificabilitat pel planejament, tot i no trobar-se aquest encara executat, es “patrimonialitzava” per la persona propietària dels terrenys i que, per tant, qualsevol minoració d’aquesta edificabilitat al planejament havia d’indemnitzar-se (el que comportava la pràctica impossibilitat de “desfer” creixements urbanístics ja projectats). Després de fer la ronsa durant un temps, l’Ajuntament de València i els seus serveis d’urbanisme han reconegut finalment, amb tota normalitat i en aquest mateix sentit, que jurídicament no passaria res ni hauria impediments legals per canviar la planificació urbanística encara no executada, sense necessitat d’indemnitzar els propietaris per les meres expectatives encara no concretades. Això permet començar a parlar per primera vegada seriosament a Benimaclet, però també a d’altres barris de la ciutat (i, saltant d’escala, a moltes altres zones del nostre país/territori)”, sobre si té sentit mantindré una planificació urbanística de fa quatre dècades que, necessàriament, no es correspon a dia de hui ni amb les previsions de creixement demogràfic real de la ciutat ni, sobretot, amb les exigències ambientals, de planificació i de repartiment de l’espai urbà actualment imperants arreu d’Europa. També, i per primera vegada que recordem, en aquest cas s’ha rebutjat un projecte d’urbanització presentat pels promotors de torn que, encara que complia amb les exigències legals mínimes contingudes a les normes urbanístiques, no estava alineat amb les exigències de planificació, tipologies i model de ciutat que els nostres representants consideren adequat. Com a conseqüència, la delegació d’urbanisme de l’Ajuntament de València ha decidit desenvolupar el projecte d’ordenació per gestió directa, ço és, directament sota la responsabilitat i decisions dels poders públics.
La situació, com que és nova, ens té una mica despistades a totes. Per exemple, que els dos socis de govern hagen discutit en públic sobre quin model preferirien per una futura proposta d’ordenació per al barri ha tingut tothom molt entretingut. Però, en realitat, que els diferents partits polítics amb representació tinguen idees diferents sobre una qüestió clau com és l’urbanisme i com repartir l’espai públic i les rendes que se’n deriven no és sinó natural…com també és molt bona notícia que cadascú ens explique el seu model i tracte de convèncer-nos dels seus avantatges. Igual que és molt positiu que al debat hi participen veïns i veïnes amb diferents visions, condicions i necessitats. O que seria fantàstic que a aquesta dinàmica s’hi afegiren els partits de l’oposició. Estem començant a aprendre a fer camí i, de vegades, ens entestem en veure cacofonia en els naturals balbotejos de qui està aprenent a parlar un nou idioma, en aquest cas el d’un urbanisme mes participat i decidit pels poders públics.
Encara ens queden, però, algunes passes més per fer. Per exemple, assumir també amb normalitat, i poder parlar en públic del tema per prendre les decisions que pertoquen tenint en compte aquest element central, que quan parlem d’urbanisme també parlem de diners. Per als poder públics locals, així com per a molts propietaris i moltes propietàries, així com per a grans branques de negoci essencials pel model econòmic valencià, l’urbanisme ha estat la veritable gallina dels ous de ciment a la que tants i tantes s’han encomanat i continuen aclamant-se. Encara que siga massa vegades tractat com un sobreentès, tots tenim clar que al darrere de determinades decisions hi ha una expectativa de lucre de molts agents, incloent-hi també una col·lectivitat local que extrau, en major o menor mesura, en forma de transformacions urbanístiques i d’equipaments públics, un rendiment associat directament a la rendibilitat que reconeix al procés de transformació concret en cada PAI.
Parlar del futur del barri de Benimaclet i del seu PAI no és només, encara que siga una victòria històrica ja aconseguida que així haja estat, parlar amb els seus veïns i veïnes i donar-los una veu privilegiada i recuperar la capacitat de planificació i ordenació última per l’ajuntament i els nostres representants, en compte de deixar aquesta feina, com ha estat la norma fins ara, en mans de les empreses promotores. Parlar del futur del barri i de tota la seua àrea d’influència obliga també a parlar dels diners que costa urbanitzar amb unes condicions i objectius o uns altres i discutir sobre qui hauria de pagar-ho (tota la ciutat, per ser infraestructures per totes o només el barri amb els rendiments que s’hi puguen obtindre?). És debatre sobre quina edificabilitat seria raonable a partir del que costaria fer coses i com de necessaris pensem que són, o de quins equipaments volem i quant estem disposats a posar per tindre-los. És assumir el cost de protegir determinats béns ambientals i patrimonials, com l’horta de la ciutat, i analitzar els costos d’una aposta estratègica que també és econòmica. I és, en definitiva, començar a dir en públic que a la gallina d’ous de ciment haurem de posar-li límits en termes de quants diners hi haurien de tindre a guanyar promotors i propietaris.
Ens hem acostumat que les transformacions urbanes es facen només per iniciativa privada, amb una més que escarida intervenció pública, perquè les Administracions s’han acostumat a la comoditat de no haver de gestionar aquests processos. I aleshores els promotors, que han passat a ser essencials, s’han acostumat a fer les operacions fent-se prèviament amb suficient sòl com per obtindre quantioses plusvàlues que els han de compensar sobradament els esforços. El model és pervers, perquè acaba condicionant tot el planejament i totes les decisions, però per eixir-ne el primer que hem de fer és identificar amb claredat quines plusvàlues considerem justificades i quin guany econòmic considerem just pels actors privats que ajuden a la transformació urbanística. És a dir, hem de començar a fer números seriosament. Com deia ja fa més de tres segles Leibniz, de vegades hi ha polèmiques que no requereixen tant de discutir com de calcular. En aquest cas, hauríem de calcular, senzillament, a partir de quin punt un benefici econòmic privat no se justifica en cap cas perquè la iniciativa pública (o altres models més cooperatius i participats d’iniciativa privada) podrien sens dubte fer la feina amb iguals garanties. I, a partir d’ahí, podríem iniciar el debat sobre com hem de gestionar una situació com la de Benimaclet… i com la de la resta de la ciutat. Estem donant les primeres passes, i encara tenim molt de marxa per fer, però la bona notícia és que sembla que entre tots tenim clar quin és el camí que volem encetar.
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Clàudia Gimeno Fernández i Andrés Boix Palop. Professors de Dret Administratiu a la Universitat de València (Estudi General). Disclaimer: Ambdós autors han participat en la redacció d’un informe sobre la situació jurídica del PAI de Benimaclet i les possibilitats d’introduir-hi modificacions per encàrrec de Cuidem Benimaclet i de l’Associació de Veïns de Benimaclet, que és pot concultar ací: https://roderic.uv.es/bitstream/handle/10550/72441/Estudio%20Sector%20PRR-4%20Benimaclet%20-%20UV%20sense%20singatures.pdf?sequence=1&isAllowed=y
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Probablemente una de las facetas más visibles, quién sabe si porque se trata de una de las pocas que existen, donde los ciudadanos hemos podido constatar diferencias entre el desempeño de los gobiernos municipales conservadores de Valencia entre 1991 y 2015 y el surgido del “Pacte de la Nau” que hizo alcalde a Joan Ribó hace cuatro años es la que se refiere a las políticas de movilidad urbana. De hecho, la prensa local más conservadora y los partidos de la oposición (tanto C’s y PP como Vox; que ha entrado en tromba en campaña empleando también, precisamente, esta cuestión) se han ceñido en estos años prácticamente en exclusiva a este tema a la hora de criticar la gestión de Compromís (muy especialmente), PSPV y Podem. No parece que el resto de las políticas municipales desarrolladas, más allá de que la oposición siempre piensa que la ciudad podría estar más limpia, ser más segura o aprobar los desarrollos urbanísticos de manera más presta, generen excesivo desacuerdo estructural. En cambio, la apuesta del pacte de la Nau, y más en concreto de su concejal de movilidad Giuseppe Grezzi, por ampliar la red de carriles-bici de la ciudad a costa de espacio hasta ahora destinado al automóvil, junto a leves incrementos y adecentamientos de zonas peatonales, ha desatado una tormenta política y mediática de enormes proporciones y, la verdad, digna de mejor causa.
Esta polémica es tanto más sorprendente cuanto la política de movilidad que se ha desarrollado desde 2015 es, en contra de lo que pudiera parecer por la reacción suscitada, más bien modesta. Basta para ello comparar lo realizado, unos 35 km de carril-bici en estos cuatro años, con lo que preveía el Plan de Movilidad Urbana Sostenible de la ciudad de Valencia, aprobado en 2013, recordemos, por una corporación municipal donde el Partido Popular tenía una cómoda mayoría absoluta. En este Plan de Movilidad no sólo se contenían la mayoría de los carriles-bici que se han ejecutado (por ejemplo, el icónico carril, por cuanto todos los partidos de la oposición se han hecho fotos en él prometiendo su reversión caso de ganar las elección, de l’avinguda del Regne de València) y se especificaba que en el futuro todas estas infraestructuras deberían hacerse en calzada y nunca por las aceras, sino que además se preveían otros muchos más ambiciosos que, a día de hoy, no se han hecho: sirva de ejemplo la previsión contenida en el mismo de un carril-bici por las Grans Vies de la ciudad y, en concreto, también por la Gran Via del Marqués del Turia. Cualquier ciudadano con interés por estas cuestiones y lo que se preveía en el mencionado plan aprobado por el Partido Popular, por lo demás de una buena factura técnica y previo un estudio de la movilidad en la ciudad más que completo, lo tiene a su disposición en la web del Ajuntament de València, por lo que la consulta y comprobación de estos (y otros) extremos no puede ser más sencilla.
Pero no sólo los planes municipales aprobados hace ya 6 años para planificar la movilidad urbana en la ciudad, sino las propias promesas de partidos como PP y C’s en la campaña de 2015 muestran hasta qué punto lo realizado en la ciudad de Valencia por el gobierno de la Nau, por mucho que valiente a la vista de la reacción suscitada, no deja de ser una realización humilde. Así, el PP prometía en su programa electoral hacer en cuatro años 100 km de nuevo carril-bici ocupando espacio de la calzada. Ni más ni menos que el triple de lo que se ha ejecutado en medio de una escandalera enorme. Por su parte, C’s prometía hacer aún más carriles-bici segregados que el PP, hablando en ocasiones en algunos mítines de doblar esas cifras y abundaba en la idea de convertir Valencia en “la Ámsterdam del Mediterráneo”. Huelga decir que las restricciones al vehículo privado y al aparcamiento en el centro que son a día de hoy norma en la ciudad holandesa, incluyendo una casi completa peatonalización, están lejísimos de lo que tenemos en Valencia. Asimismo, los Países Bajos invierten casi 35 euros por habitante al año en infraestructura ciclista (con un excelente retorno, por cierto, en términos de salud y ambientales). Eso supondría, trasladado a Valencia (800.000 habitantes), una inversión anual de unos 28 millones de euros. Es decir, más de diez veces el dinero que se está dedicando en estos momentos en nuestra ciudad a infraestructura ciclista. Simplemente a partir de los programas y promesas electorales que presentaron PP y C’s en 2015 podríamos, pues, realizar muchas críticas al desempeño del govern de la Nau en estos años, pero en un sentido radicalmente contrario al que estamos leyendo y escuchando estos días. María José Catalá y Fernando Giner deberían explicar por qué no están exigiendo más inversión y más carriles-bici, cuando sus partidos y ellos mismos se afirmaban no hace tanto tiempo defensores de ir mucho más allá, pero mucho, de lo realizado estos años.
Algunas razones de peso para abandonar las viejas políticas y abrazar un nuevo modelo de movilidad
El caso es que no lo tendrían fácil, y quizás por eso no realizan el ejercicio, porque la postura correcta, como por lo demás muestran todos los ejemplos europeos comparados, era la que defendían hace unos años. Basta analizar la evolución de la movilidad urbana en el resto del continente, pero también en las ciudades españolas medianas, para constatar una evolución hacia un diseño urbano donde las peatonalizaciones en el centro son la norma y la circulación en coche por ciudad se restringe enormemente (siendo las avenidas de tres y cuatro carriles una absoluta excepción y las velocidades mayores a 30 km en zona urbana inconcebibles). En este sentido, la anomalía de Valencia es que tenemos todavía un centro accesible en coche, incluyendo la zona central de actividad de la ciudad, la hoy llamada plaza del Ayuntamiento, convertida en inmensa rotonda, lo que es algo absolutamente único ya a estas alturas en España, así como una red de avenidas generosísimas en carriles para los coches con una velocidades de circulación altísimas y peligrosas. No es extraño, por ello, que la tasa de siniestralidad y de muertes por atropello de viandantes y ciclistas en Valencia sea de las más altas de las ciudades de su tamaño entre los países de Europa occidental.
Junto a consideraciones obvias de seguridad y de reparto del espacio público, pues no puede permitirse que sea monopolizado en beneficio de la reducida fracción de ciudadanos que se empeñan en hacer uso del coche en todos sus desplazamientos y del aún más pequeño porcentaje que sí lo puede necesitar (a los que hay que ofrecer alternativas, que en parte pasan por impedir o dificultar a los del primer grupo señalado que sigan acudiendo en coche a todas partes), la dimensión ambiental supone otro vector obvio que nos empuja en la misma dirección. A estas alturas no parece necesario incidir en los retos que plantea el cambio climático a escala global. Pero como este tipo de problemas globales, que afectan poco al día a día de los ciudadanos y requieren que no sólo cambiemos nuestros hábitos sino que lo haga mucha más gente en todo el planeta son difíciles banderines de enganche, mejor recordar algunos de los efectos de la contaminación que sufre Valencia que inciden directamente sobre sus vecinos en forma de problemas respiratorios, alergias, asmas y demás. La incidencia de este tipo de dolencias se ha multiplicado en los últimos años en paralelo al aumento de la contaminación atmosférica y la relación causal entre esta última y aquéllas, además, está ya más que acreditada y establecida. El número exacto de muertes directamente vinculadas a esta situación puede ser discutible, pero nadie que haya tenido a una persona cercana aquejada de este tipo de problemas ignora ya hasta qué punto la contaminación las agrava. Otro colectivo particularmente afectado son los niños, en particular los más pequeños. Enfermedades prácticamente anecdóticas hace años, como las bronquiolitis, son ahora una plaga entre niños y niñas, como cualquiera que esté rodeado de parejas en edad reproductiva puede comprobar. La contaminación en la ciudad de Valencia, muy vinculada al enorme incremento del tráfico metropolitano y a la actividad del puerto (asunto éste sobre el que también habría que actuar a la mayor brevedad), ambas altamente nocivas, debería ser mucho menor de lo que es, por tener un régimen de brisas regular. Sin embargo, la ausencia de medidas decididas para atajar las fuentes de polución está provocando que, increíblemente, tengamos uno de los aires más contaminados de España e, incluso, de Europa.
Una nueva política de movilidad urbana para Valencia y su área metropolitana
Las políticas de movilidad que necesita una ciudad como Valencia, para mejorar la vida de los vecinos en todas estas vertientes, son bastante obvias y requieren de la defensa y profundización de los pasos ya acometidos. En este sentido, es también exigible a los medios de comunicación valencianos que, en lugar de difundir cuestionables y alarmistas informaciones sobre atascos puntuales en algunas vías (cuya fluidez es puesta de manifiesto a diario por los ciudadanos que pasean o circulan por ellas y comparten regularmente, atónitos, fotos que muestran hasta qué punto la catastrofista visión sobre la situación de las mismas que suelen difundir los grandes medios no se compadece con la realidad), pasen a informar sobre los efectos de la contaminación y la situación real de la movilidad urbana y metropolitana en Valencia, sus problemas y la imperiosa necesidad de reorientar no pocas inversiones que se hace cada día más patente. Resulta muy llamativo el desinterés de nuestros medios de comunicación, al menos hasta la fecha, por dar información completa y rigurosa sobre estas cuestiones, máxime cuando es relativamente fácil lograr datos y contrastarlos con el ejemplo comparado.
Así, y para una ciudad de unos 800.000 habitantes y un área metropolitana de millón y medio de habitantes, es llamativo el pésimo servicio de cercanías que ofrece Renfe y su estancamiento desde hace ya una década larga, en torno a 15 millones de pasajeros anuales que no se incrementan porque, sencillamente, el servicio ofrecido no es competitivo. Se trata de una cifra ridícula, que tiene que ver con una gestión tercermundista (trenes anticuados, frecuencias lamentables, tiempos de viaje de hace un siglo) de ejes como el de la A3 (líneas C-3 y C-4), la directa inexistencia de servicio digno de ese nombre en zonas como la del valle del Palancia (C-5) y la saturación y falta de frecuencias en las únicas líneas que sí dan un servicio más o menos digno a ejes de comunicación básicos, como el norte hacia Castelló (C-6), el sur hacia Gandia (C-1) y el sudoeste hacia Xàtiva (C-2). Al margen de la necesidad de invertir para evitar estos problemas, el hecho único de que una ciudad de casi un millón de habitantes siga careciendo de estación y túnel pasantes, esperados desde hace más de 30 años (ya fueron previstos en el PGOU de 1988) por la nula inversión estatal, limita además enormemente las posibilidades de la red de Cercanías. Por contrastar, y a pesar de sus carencias y la necesidad de inversiones y de mejoras (especialmente en las líneas que cubren el eje del Túria, con tiempos de viaje y frecuencias inaceptables), Ferrocarils de la Generalitat Valenciana (FGV) transporta a unos 70 millones de viajeros al año, con incrementos acumulados desde 2015 de más de un 10%. Mientras tanto, la mucho más humilde Empresa Municipal de Transports (EMT) de Valencia transporta al año casi a 100 millones de viajeros en sus autobuses, también con incrementos acumulados de más de un 10% de los pasajeros en los últimos cuatro años. El contraste con la dejadez de Renfe y sus cercanías es enorme. Habría que exigir inversiones en consonancia con estas necesidades, pues es inaceptable, además, que el Ministerio de Fomento del Gobierno de España se empeñe en dilapidar recursos públicos en obras de dudosa necesidad (ampliaciones de las diversas entradas en automóvil a la ciudad de Valencia o del by-pass, todas ellas ya en marcha) cuando hay carencias mucho más graves y, por ello, actuaciones que deberían ser prioritarias sin atender. Por supuesto, y como guinda, la integración tarifaria de los medios públicos de transporte en el área metropolitana sigue sin ser completa por culpa de… la negativa de Fomento a incluir a Renfe en la misma.
Respecto de las políticas estrictamente urbanas en materia de movilidad, las líneas básicas están ya plasmadas en el PMUS de 2013 (recordemos, aprobado por el PP), que habría de aplicarse en su integridad y desarrollarse de manera ambiciosa a la menor brevedad. Así, hay que completar todos los itinerarios y grandes ejes de movilidad peatonal que se preveían en el mencionado Plan, combinando esto con una generalizada ampliación de aceras y mejora de pasos peatonales, porosidad para el paseo y calidad urbana (sombras, seguridad…) que incentiven los desplazamientos a pie. Junto a ello, ha de proseguirse con la política de movilidad de estos años, en forma de construcción de carriles-bici, que han de ir siempre por calzada. El objetivo a corto plazo ha de ser que todas las vías de dos o más carriles de la ciudad cuenten con carriles-bici segregados en los dos sentidos de circulación antes de 2023, mientras que las vías de un solo carril deberían ser siempre vías con velocidad máxima a 20km/h que permitan la convivencia de todo tipo de vehículos (y la circulación en contradirección, como en el resto de Europa, de los vehículos que no son a motor). Se trata de objetivos sencillos y globales, fáciles de lograr a corto plazo y que conllevan un diseño de ciudad y de la movilidad coherente, que han de ir acompañados de la paulatina mejora (que requiere de más inversión) de la calidad urbana de estas intervenciones (arbolado, segregación blanda, mejora del pavimento) y, por supuesto, de la total restricción al tráfico a motor privado, salvo para residentes, de todo el centro de la ciudad (al menos, desde la ronda interior hacia adentro). Una movilidad urbana así diseñada, como es obvio, ha de ser completada por una reordenación ambiciosa de las líneas de la EMT, así como de una potenciación de su uso, ofreciendo tarifas reducidas para colectivos vulnerables que incluso debería tender a medio plazo hacia la gratuidad del servicio, en línea con lo que ya empieza a ocurrir en algunas ciudades europeas. Todas estas medidas, así como las propuestas a escala metropolitana, se complementan unas a otras y producen aún mejores y mayores efectos cuando se ponen en marcha conjuntamente, pero es evidente que ello no empece para que se hayan de ir desarrollando, al menos, todas aquellas que sea posible poner en marcha a partir de la disponibilidad presupuestaria existente en cuanto sea posible.
Sin embargo, nada de lo aquí señalado, sorprendentemente, está siendo tratado por los medios de comunicación ni forma parte del debate político. Ni del de campaña, más encendido; ni del ordinario, más estructural. Vivimos una situación surrealista donde se critica por supuestos excesos a quienes, si han pecado por algo estos años, ha sido más bien de prudentes (con una cautela quizás comprensible, dada la virulenta reacción y la escasez de fondos públicos disponibles, pero que sinceramente ha sido mayor de la deseable) y por no apostar con mucha más profundidad por una transformación global de la movilidad urbana en Valencia. Donde los medios de comunicación publican portadas casi a diario con quejas absurdas respecto de carriles-bici y medidas de pacificación del tráfico mientras nada se informa sobre los problemas graves de movilidad urbana y metropolitana y de contaminación que padecemos. Donde la ciudad oficial, el debate sobre la misma y la conversación pública de medios y políticos van en una dirección que nada tiene que ver con el signo de los tiempos, lo que se hace en todas las ciudades a las que nos querríamos parecer… ni con lo que hacen los ciudadanos en su día a día, que inundan de bicicletas, patinetes eléctricos y otros vehículos sostenibles cada carril-bici que se inaugura a las pocas horas de la puesta en servicio de la infraestructura, hasta el punto de que el anillo ciclista de la ronda interior, con puntos con más de 5.000 circulaciones diarias, se ha convertido ya muy probablemente (a partir de los datos disponibles) en la vía por donde más bicicletas pasan en alguno de sus puntos cada día de todos los países de la cuenca del Mediterráneo. Tarde o temprano tendremos que abandonar el estado de negación en que vive la Valencia oficial y hacer caso a esta Valencia real, porque la cosa cae por su propio peso. Tanto que, en el fondo, si hay un aspecto en que da un poco igual quién gane las próximas elecciones municipales es justamente este. Tanto el PSPV, a pesar de las manifiestas reticencias que ha venido expresando sobre estas políticas, como PP y C’s, con sus críticas abiertas al modelo, e incluso Vox, que las asume multiplicadas y ampliadas, caso de que ganaran las elecciones y fueran los llamados a regir los destinos de la ciudad de Valencia, tendrían que hacer exactamente lo mismo que se ha venido haciendo y acabarían por adoptar las líneas de acción señaladas. Quien gane las próximas elecciones, por ejemplo, y sea quien sea, deberá cerrar el centro urbano al tráfico de vehículos privados a motor tarde o temprano. Ni la dinámica europea ni la ciudadana interna permitirán otra cosa.
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Publicado en los «Arguments» de la edición valenciana de eldiario.es el pasado 20 de marzo de 2019
Valencia inmersa está de lleno desde hace ya unos días en la fiesta fallera. Locura fallera, diríamos muchos, a la vista del manifiesto descontrol en que ha degenerado la fiesta debido a la pasividad municipal (ya tuvimos ocasión de denunciar algunas situaciones el año pasado). El caso es que desde un punto de vista jurídico es interesante señalar cómo nuestro Derecho público cede ante estas situaciones con enorme facilidad. Normalmente allí donde las autoridades hacen manifiesta dejación de sus funciones, dejando a los ciudadanos a la intemperie y sometidos a la ley del más fuerte (o del más cafre) uno puede aspirar a acudir a los tribunales y que éstos remedien en algo la situación. No es el caso, empero, de las fiestas populares. Y las Fallas de Valencia son probablemente el más claro exponente de este Estado de Excepción Jurídico-Festivo, aceptado por autoridades municipales, jueces y opinión pública que consideran, por lo general, que aquél que sea molestado tiene el deber de callar y capear resignadamente el chaparrón… O emigrar por unos días (que en Valencia pueden ser, perfectamente, dos semanas).
Continúa leyendo Fiestas populares, Fallas y estado de excepción jurídico…
Hemos estado hablando de tantas cosas estos días (recordemos que, aunque Usted no lo perciba, estamos en una situación gravísima y el Gobierno tiene decretado, todavía, con la prórroga concedida por el Parlamento, un estado de emergencia) que no hemos tenido tiempo apenas de comentar el fracaso de la conocida como ley Sinde en el Congreso. Esa ley que, sintetizada con algo de demagogia, busca hacer desaparecer a los molestos jueces del proceso de cierre de webs incordiantes con apoyo ejecutivo y un procedimiento express. Se ha hablado mucho sobre el tema, sobre de qué iba la ley, sobre qué se puede hacer en el futuro y se ha explicado hasta la náusea por dónde van los tiros. Es sabido que, en general, a los juristas no nos gusta demasiado la ley y tampoco vale la pena ya abundar más en ello (ni ésta ni, la verdad, muchas otras del sector, pero no nos hagan demasiado caso, está visto que somos de un putilloso que asusta). También en este espacio hemos tenido ocasión de comentar el tema de fondo, por extenso (si alguien no es capaz de leer el texto enlazado entero, que no se preocupe, casi nadie ha podido, pero luego no se me quejen de que esta entrada de hoy sea breve y dé muchas cosas por asumidas). Más recientemente, nos hemos hecho eco de hasta qué punto está equivocado el legislador español con una norma increíblemente rapiñadora que incluso va mucho más lejos de lo que ya un obsoleto y laxo Derecho de la Unión permite (un pronunciamiento europeo que ya ha empezado a tener consecuencias internas, por mucho que nuestro legislador sigue dilatando la respuesta y se demora en adaptar a Derecho, de una vez, la norma española). Pero es obligado decir algo más, dado que el tema va a volver y que a la ley Sinde, de una manera u otra, la van a revivir, como a un zombie inquietante del que no hay manera de desembarazarse.
Ayer publicó de nuevo un pequeño texto escrito por un servidor el diario El País, en su edición de la Comunidad Valenciana. No teman, no vamos a pasar a ocupar el blog, a partir de ahora, únicamente con cosas que pueda publicar otro medio. Y tampoco se preocupen quienes aspiren a comprar ese periódico y tengan escalofríos pensando en que existe el riesgo de que, casi a diario, puedan encontrarse con una columna mía. Se supone que, más allá de cuestiones puntuales (como la del urbanismo que tratamos el otro día y que fue publicada la semana pasada de forma excepcional), lo que me han pedido es una colaboración que aparecerá un lunes de cada dos semanas. La cosa empezó ayer, como pueden comprobar. Mi intención es ir colgando aquí estas columnas uno o dos días después de que salgan publicadas en papel. De modo que irán intercalándose con los contenidos habituales del bloc, que en cuanto me recupere del impacto de trabajo derivado del inicio del curso es de esperar que sigan apareciendo con la frecuencia normal de otros años (irregular pero más o menos constante).
Esta semana he tratado una cuestión muy local, referida al drama político y mediático que hay montado en Valencia a cuenta de una actuación del Gobierno central, a través de la Dirección de Costas, que ha obligado a unos supuestos chiringuitos playeros (en realidad restaurantes con todas las de la ley y estructuras de hormigón armado) a desmontar sus pretendidas terrazas (en realidad extensiones de los restaurantes, con obra fija, cristal, aluminio, pladur e incluso ladrillo cerrando todo que en la práctica suponían, simplemente, una brutal ampliación de los metros de local) porque no cumplían con los términos de la concesión de que disfrutaban para ofrecer el servicio de hostelería en un paseo marítimo que es parte del dominio público marítimo-terrestre. Las reacciones y argumentos habidos aquí, supongo, no se alejan demasiado de lo que puede ser la tónica en otros muchos lugares de la costa española, por lo que puede que el comentario interese también a quien no conozca el concreto problema habido en Valencia:
Chiringuitada
ANDRÉS BOIX 18/10/2010Las terrazas (en realidad, sendas ampliaciones de los locales hechas con materiales desmontables) de los chiringuitos de la Malva-rosa han sido finalmente retiradas por sus propietarios. Finaliza así uno de los espectáculos políticos del año, a cuenta de una cuestión aparentemente menor, pero que simbólicamente ha tenido gran importancia, en la medida en que ha servido a los dos grandes partidos para exhibir sus señas de identidad. El PP, defendiendo a los hosteleros, habría mostrado su preocupación por la generación de riqueza y empleo, mientras la gestión de Costas sería un ejemplo de la mayor sensibilidad ambiental y el alto grado de respeto por nuestras costas y playas de que hace gala el PSOE.
Lamentablemente, la realidad tiene más que ver con la política-espectáculo que con la efectiva defensa de esos valores. Costas, que hace bien en exigir que se cumpla la ley vigente, se equivoca al apelar en este caso a la protección del medio como razón última de sus acciones. Y es que resulta obvio que la mayor o menor extensión de unos restaurantes (porque de eso estamos hablando) situados en un paseo marítimo altamente urbanizado e integrado en la ciudad tiene, en realidad, pocos o nulos efectos ambientales. Se trata de decidir, más bien, qué usos preferimos dar a un entorno que es de todos y de las razones que pueden justificar ciertas restricciones a una utilización masiva del espacio para la hostelería. Pero a nadie se le escapa que el nivel de saturación de restaurantes en la Malva-rosa, que puede gustar más o menos según sensibilidades, no afecta de modo capital a la preservación de la costa. En cambio, de Vinaròs a Pilar de la Horadada tenemos cientos de ejemplos de flagrantes infracciones a la Ley de Costas, de consecuencias mucho más graves, que parecen no generar preocupación alguna. Si de verdad se tratara de defender la legalidad vigente y el medio ambiente lo cierto es que las prioridades debieran ser otras.
Nada de lo dicho, sin embargo, justifica la impresentable defensa, usando como bandera la preservación de empleos y de la actividad económica, de unos chiringuitos que han ocupado ilegalmente un espacio público para hacer negocio privado. No porque esas extensiones de los restaurantes supongan un peligro ambiental, sino porque se han quedado con patrimonio de todos. El dominio público no puede ser ocupado así como así ni es admisible que los hosteleros, a lo largo de los años, hayan aprovechado una situación de privilegio (pues las concesiones de que disfrutaban para ofrecer servicios de restauración constituyen una indudable oportunidad de negocio de la que pocos gozan) para ir ampliando sus locales más allá de lo autorizado, sin pedir el permiso debido, sin control de la Administración, sin pagar canon alguno por los metros adicionales ocupados y, en definitiva, sin entender que no pueden hacer lo que más les convenga a ellos individualmente. No, al menos, mientras su negocio dependa de ocupar un espacio público muy goloso.
Si se trata de generar riqueza y empleo usando un paseo marítimo urbano para negocios de hostelería, hágase como toca. Pero obviemos las actuales terrazas. La defensa a toda costa de esa usurpación nada tiene que ver con estar a favor de la creación de riqueza o la protección de los empleos existentes. Es otra cosa.
Andrés Boix Palop es profesor de Derecho Administrativo de la Universitat de València.
Desde hace unas semanas está ya en la calle el nº 9 de la revista El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, cuyo listado de 100 libros jurídicos de 2009 ya hemos tenido ocasión de reseñar. Como intento hacer con todos los ejemplares de la revista enlaco al índice de este número, así como el formulario de suscripción para quien pudiera estar interesado en los contenidos de la revista antes de pasar a revisar someramente los diferentes artículos de este primer número de 2010.
Tony Ward escribe sobre si «¿Es en algún caso admisible la tortura?», cerrando, de alguna manera, la serie sobre estas cuestiones (Guantánamo, la tortura en la guerra contra el terror y los límites que impone el Estado de Derecho) que se inició con los trabajos de Scheuerman y Fiss en los números 7 y 8. Es un asunto básico, tratado también en este blog, sobre el que Ward hace una reflexión canónica y muy informada. Especialmente interesante es su análisis de la ineficacia de la tortura incluso en situaciones de ticking bomb (así, por ejemplo, relata algunos casos de la guerra de Argelia). Aunque, como él mismo señala, tampoco una supuesta eficacia justificaría su empleo.
Jorge de Esteban, en «La gran paradoja de nuestra Constitución» celebra el próximo bicentenario de la primera Constitución española (no otorgada) y nos escribe sobre los problemas de nuestro actal texto constitucional, a su juicio aquejado de una excesiva rigidez que, imposibilitanto (o dificultando mucho) reformas constitucionales de acuerdo al procedimiento previsto, provoca mutaciones e incita a cambios por la puerta de atrás. De nuevo, la cuestión en torno a los problemas generados por el Título VIII, su carácter abierto y la evolución del mismo a partir de reformas estatutarias (y muy especialmente la catalana) es objeto de críticas. La posición de quien esto escribe, como he tratado de explicar aquí, no es que sea entusiasta respecto a cómo se ha llevado el proceso, pero tampoco creo que los problemas sean jurídicamente tantos ni, por supuesto, respondan sólo a excesos por parte de los nacionlismos periféricos. La reflexión de Jorge de Esteban, en cualquier caso, no sólo es interesante, sino argumentada. Obliga a repensar muchas cosas.
Luis Ignacio Sánchez Rodríguez, en su artículo «Piratas contempóraneos y abogados tradicionales» explica algunas de las claves jurídicas que enmarcan el rebrote de la piratería. Para cualquier lego en Derecho internacional del Mar (como es mi caso) se trata de un análisis informativo y luminoso, que deja bien claro cómo esta cuestión tiene mucho recorrido (y viene teniéndolo desde hace años) más allá del Alakrana. Y que apunta también, con lucidez, los problemas jurídicos que pueden plantear algunas soluciones simplistas y testosterónicas (como el empleo de fuerza desproporcionada o el embarque en cualquier buque de capital español de infantes de marina) propuestas.
Miguel Ángel Presno Linera hace una «Crónica del Tribunal Constitucional italiano» que permite trazar la evolución jurídica no sólo del órgano en cuestión (en tiempos donde analizar cómo han variado históricamente las pautas de actuación de estos tribunales en países de nuestro entorno tiene una especial importancia, pues ayuda a entender qué está pasando con nuestro propio Tribunal Constitucional) sino también de todo el país. Pues la historia de la justicia constitucional es, de alguna manera, la de la evolución de la propia democracia y Estado de derecho transalpino desde el fin de la II Guerra Mundial hasta nuestros días.
«La guerra de Afganistán», por su parte, también es analizada en términos jurídicos. Eduardo Melero Alonso, con rigor y contundencia, demuestra las enormes fallas que, desde el punto de vista del Derecho, tiene la actuación de nuestras Fuerzas Armadas en Afganistán, en el marco de una operación de la OTAN con un dudoso aval de Naciones Unidas que, además, no ha acabado de adecuarse enteramente al marco jurídico interno. No se trata ya sólo de las dudas que pueda generar qué hacemos, y si tienen algún sentido, en Afganistán. Se trata de que, además, es muy dudoso que la operación sea legal, tanto en el plano internacional como para el Derecho español, tal y como está planteada.
Fernando Reviriego Picón, en su trabajo «Violencia de género y mujeres con discapacidad» aporta luz sobre una parte, normalmente olvidada, de la violencia contra mujeres, cuando éstas están en una situación de evidente inferioridad. Un supuesto en el que las medidad protectoras de la ley de violencia de género tienen todo el sentido.
En relación a otro problema que afecta especialmente a las mujeres, Rafael Navarro-Valls da réplica en su trabajo sonbre la «Inconstitucionalidad de la Ley del Aborto» al estudio publicado por Patricia Laurenzo en el nº 7 de esta revista, donde se exponía y defendía la constitucionalidad del actual proyecto de reforma de la respuesta penal en materia de aborto. Es una cuestión sobre la que, modestamente, me he posicionado en términos sencillos: donde no hay consenso social suficiente no se puede castigar con cárcel. Navarro-Valls, desde otras posiciones, defiende argumentada, razonadamente y de forma interesante otra visión. A su juicio, los problemas de indefinición que abre la nueva propuesta generan inseguridad jurídica. Y, sobre todo, el hecho de que hasta las 14 semanas se dé una absoluta prioridad a la decisión de la madre frente a la protección jurídica del nasciturus, supondría una ponderación por parte del legislador del respectivo peso de los bienes jurídicos dignos de protección en juego que no se podría integrar en la interpretación que el Tribunal Constitucional hizo en 1985, que obligaría, para que la protección del nasciturus decayera, la existencia de un factor adicional a la mera voluntad de la mujer para que ésta sea jurídicamente admisible. Se trata de una objeción jurídica razonable y razonada. Aunque hay que tener en cuenta que el TC, en su STC 53/1985, se pronunció sobre lo que se pronunció (esto es, sobre la constitucionalidad de unos determinados supuestos), lo que genera un sesgo en su análisis. Podría dar la impresión de que la Sentencia afirma que sólo esos supuestos pasan el test de constitucionalidad. Pero en realidad lo que ocurre es que la Sentencia sólo analiza esos, porque son los que en ese momento ha planteado el legislador. Habremos de esperar, pues, hasta que el Tribunal Constitucional, que muy probablemente tendrá ocasión de hacerlo, se pronuncie sobre la reforma en curso, caso de que finalmente sea aprobada.
En relación a la crisis económica y a la manera en que nuestro Derecho está reaccionando, es muy interesante el análisis que sobre contratación pública, su efecto en la lucha contra la crisis y en la consecución de mayor eficiencia económica, y especialmente sobre la articulación en Derecho del famoso Plan E puesto en marcha por el Gobierno de España, José María Gimeno Felie explica las relaciones entre «Contratación pública y crisis económica». Es un resumen informado y muy interesante, donde afloran además algunas sombras de nuestro modelo (y del plan E), debido a que su instrumentación jurídica no ha facilitado excesivamente la libre competencia de ofertas, por cuestiones de publicidad, cuantía y plazos.
Además, José Eugenio Soriano García, en un artículo titulado «Juristas y economistas», apuesta decididamente por el análisis económico del Derecho y la liberalización de nuestros mercados. A su juicio, la aportación de ambos gremios a las ciencias sociales es imprescindible y ha de ser tenida en cuenta recíprocamente, lo que obliga al ordenamiento jurídico a abrir mercados y eliminar trabas. La propia dinámica generada por las recientes normas transponiendo la Directiva de Servicios es saludada por el autor, en una reflexión más filosófico-política que jurídica, apoyada en citas de Vargas Llosa o de Hayeck.
En una línea temática semejante, Santiago Muñoz Machado cierra el número con una reflexión sobre «Las regulaciones por silencio» donde, a su vez, analiza, en este caso en clave jurídica, hasta qué punto las mencionadas normas han supuesto, o supondrán paulatinamente, una efectiva transformación de calado de nuestro ordenamiento jurídico y, más en particular, de nuestro Derecho administrativo en cuestiones de regulación económica. Absolutamente convencido de que así será, Muñoz Machado esboza un primer intento de análisis jurídico de las repercusiones estructurales de estos cambios. En la línea de lo que, sin duda, ha de ser el análisis más fructífero sobre esta cuestión. Ha pasado ya el tiempo de dar cuenta de las novedades. Siguiendo la estela de trabajos como éste, empieza a ser imprescindible pensar en cómo ha cambiado, profunda y estructuralmente, nuestro Derecho administrativo en un entorno donde, cada vez más, la autorización desaparece y deja a paso a actuaciones informativas del particular, a verificaciones por terceros o a un ampliado ámbito de actuación del silencio positivo. Ya es sabido que uno no es que sea un entusiasta de la institución, pero hay que asumir que es lo que tenemos (y, previsiblemente, cada vez más). Por el contrario, como dejé escrito casi cuando me salían los dientes de iusadministrativista, soy un decidido partidario de la sustitución de al autorización por las comunicaciones de los particulares allí donde, de facto, la autorización no se lleva a cabo realizando una efectiva inspección (así lo propuse respecto de las obras menores, en su día).
Por último, y como ya se ha dicho, el número contiene una lista de 100 recomendaciones de lectura que los que hacemos la revista consideramos que reflejan bien lo que ha sido 2009 a través de los libros sobre Derecho que se han publicado. Tienen aquí el listado (aunque no todos los comentarios a los libros seleccionados).
Como siempre, espero que la revista tenga contenidos que puedan resultar de interés. Y dentro de nada tenemos ya el número de febrero.
Sumario del número 9
Tony Ward | ¿Es en algún caso admisible la tortura? |
Jorge de Esteban | La gran paradoja de nuestra Constitución |
Luis Ignacio Sánchez Rodríguez | Piratas contemporáneos y abogados tradicionales |
Miguel Ángel Presno Linera | Crónica del Tribunal Constitucional italiano |
Eduardo Melero Alonso | La guerra de Afganistán |
Fernando Reviriego Picón | Violencia de género y mujeres con discapacidad |
José María Gimeno Feliu | Contratación pública y crisis económica |
José Eugenio Soriano García | Juristas y economistas |
Rafael Navarro-Valls | Inconstitucionalidad de la Ley del aborto |
Santiago Muñoz Machado | Las regulaciones por silencio |
“El Cronista” selecciona | 100 libros de Derecho de 2009 |
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