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A final, la idea de ir realizando propuestas de reformas con motivo del 9-M no he podido desarrollarla tanto como tenía pensado en un principio y me habría gustado. En vez de disparar muchas propuestas poco argumentadas, como la cabra tira al monte, he acabado desarrollando muy, demasiado, prolijamente sólo unas pocas. En cualquier caso, con las elecciones liquidadas, pero con la esperanza de que puedan estas ideas sobre posibles reformas del Derecho público español (pero, en realidad, sobre distintas vertientes de nuestra convivencia) contribuir al debate ciudadano y político, allá va un resumen de lo que, hasta la fecha, se ha discutido, con réplicas y aportaciones muy vivas e interesantes por parte de mucha gente:
0. Introdución a la idea.
Propuesta 1. Financiación autonómica.
Propuesta 2. Reforma de la ley electoral.
Propuesta 3. Acabar con la Seguridad Social.
Además, también me mostré a favor de permitir la publicación de encuestas electorales en los últimos días de campaña, asunto ciertamente menor, pero que tampco está de más recordar.
Quiero tratar hoy de hacer un esfuerzo, necesariamente desordenado, compendiando otro tipo de reformas de nuestro Derecho público que juzgo, claro, necesarias, pero sobre todo importante que el problema que a cada una de ellas da origen pueda ser, cuanto menos, discutido. La lista es necesariamente un batiburrillo, sin que su orden señale ningún tipo de prioridad y además, desgraciadamente, no voy a poder permitirme exponer las diferentes sugerencias con todo el detalle, argumentos, razones y apoyo jurídico que me habría gustado (y que traté de plasmar en las anteriores). Espero, si la discusión da de sí para ello, poder hacerlo al hilo de la misma. Todas las cuestiones que me dispongo a tratar (y algunas que me dejo en el tintero) me parecen importantes, sin que haya una relación entre su orden y la prioridad que les concedo. En el fondo, eso sí, no puedo evitar creer que las más inaplazables son las que se refieren a la responsabilidad ineludible que tenemos quienes vivimos juntos de permitir a los demás tener las máximas posibilidades de hacer con su vida, en libertad, lo mejor posible. Y eso incluye un compromiso con la responsabilidad económica, que es la base de todo: ser conscientes de la necesidad de asegurar que obtenemos recursos para mejorar nuestras condiciones de vida que no esquilman a nadie, ni de las generaciones presentes ni de las futuras. Como es obvio, no es algo sencillo.
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Estos dos últimos días se ha celebrado en Valencia un interesante congreso sobre las transformaciones que se están produciendo en nuestros días en torno al hecho urbano. Cambios sociales, económicos, políticos, ambientales, arquitectónicos… que conforman una incipiente nueva cultura urbana con enormes repercusiones para quienes somos, de una forma u otra, hijos de un modo de convivencia que debe mucho, por no decir todo, a la concreta articulación de la vida en comunidad libre y autogobernada que nace, precisamente, en las primeras aglomeraciones urbanas (Stadtluft macht frei… aunque, eso sí, nach Jahr und Tag, según la regla medieval del Statutum in favorem principum).
Las intervenciones de los distintos participantes en el I Congreso de Nueva Cultura Urbana pueden ser vistas y descargadas a través de su web (sección multimedia), algo que, a mi juicio, puede ser muy interesante, máxime si tenemos en cuenta que han intervenido personajes tan atractivos como Jeremy Rifkin o Richard Florida.
Dado que a lo largo de estos dos días he tenido que compatibilizar mis obligaciones docentes con la asistencia a las distintas conferencias (y que no todos los vídeos han sido colgados todavía) no puedo comentar todas las intervenciones, pero sí querría destacar algunos de los aspectos que más me han llamado la atención de cada una de las que sí he podido presenciar, más como incitación a quienes puedan estar interesados que con la pretensión de resumirlas:
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El Ministro de Justicia ha planteado la posibilidad de que, si el PSOE gana las próximas elecciones, el Gobierno se plantee modificar las formas de acceso a la judicatura, que en estos momentos son varias pero que todavía, en la actualidad, giran, con carácter general, en torno a la tradicional oposición. Siempre dejando abiertas las vías que ya existen, el Ministro propone la conveniencia de incorporar una alternativa que actuaría en paralelo a la oposición: establecer un sistema para reclutar a los mejores expedientes académicos de las Universidades públicas, en lo que supondría, según ha explicado, un sistema para tratar de «pescar» en los caladeros donde los grandes despachos y empresas llevan haciéndolo desde hace años.
La propuesta, desde mi punto de vista, es muy buena se mire por donde se mire. Muy sumariamente, tiene ventajas de todo tipo: permite reclutar a más jueces (que falta hace, por lo visto), puede suponer una oportunidad de atracción para gente muy buena que hasta la fecha no ve interesante la carrera judicial por el sacrificio personal y económico que supone la preparación de la oposición (que no todo el mundo puede permitirse), incrementaría la porosidad social en la hasta la fecha todavía muy sesgada judicatura española e implicaría, además, ir minando un sistema muy aberrante en sus perfiles actuales, como es el de la oposición memorística. Por último, como Profesor de una Universidad pública, las repercusiones que sobre los estudios de Derecho tendría esta medida a buen seguro serían positivos. A diferencia de lo que ocurre con los estudiantes de Medicina, los alumnos de Derecho saben que las notas de la carrera no sirven prácticamente para nada, lo que no supone precisamente un incentivo para currar demasiado a lo largo de los años de licenciatura. Quizás el resto de beneficios puedan ser objeto de discusión, pero si hay algo que está claro es que, si las notas de la carrera sirvieran de algo después, el porcentaje de estudiantes motivados e implicados (así como el grado de interés de cada alumno individualmente entendido) se incrementaría. Aunque sólo sea desde una perspectiva egoísta, bienvenida sea la medida.
Sin embargo, vale la pena analizar con algo más de detalle los posibles efectos positivos mencionados y explicar los motivos que me hacen ver con buenos ojos la propuesta.
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Una de las cosas que me ha permitido descubrir tener este bloc es que la religión del ladrillo tiene muchos más fieles, todavía, de los que yo pensaba. Las estadísticas que me ofrece el servidor indican que una media de unas dos docenas de personas entran diariamente a los diversos posts colgados aquí con referencias al urbanismo. Especialmente, claro, a las cuestiones relativas a las valoraciones de suelo y, desde que se publicó la nueva Ley de suelo (Ley 8/2007, de 28 de mayo, BOE nº 128, de 29 de mayo de 2007) al texto donde se comentaban algunas de sus novedades. Dado lo abstruso y poco lucido de mi explicación, muy en la línea de lo que los expertos en materia de urbanismo suelen endilgar a los legos para preservar su posición de druidas de las plusvalías, sólo puedo decir de estas pobres gentes que en el pecado llevan la penitencia.
Junto al furor de los fieles, empiezan a aparecer trabajos sobre la nueva ley que tienen su interés. No es cuestión de comentarlos todos, pero quizá sí venga bien dejar constancia de que el último número de la Revista General de Derecho Administrativo ha recopilado una serie de cinco interesantes estudios sobre distintos aspectos de la nueva ley. Así que aquí lo dejo indicado, para que quienes por decenas, cada día, acaban referidos por Google a este bloc en su busca de trabajos sobre la nueva ley tengan al menos un enlace a cosas de provecho (si bien son contenidos de pago, basta conectarse desde algún ordenador de una Universidad suscrita para poder acceder a ellos).
Publica esta semana el Boletín Oficial del Estado la nueva norma llamada a regular el urbanismo español, abstracción hecha de ese molesto asunto constitucional producto de que desde 1978 el urbanismo sea competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas: la a partir de ahora llamada Ley de suelo (Ley 8/2007, de 28 de mayo, BOE nº 128, de 29 de mayo de 2007).
Al hilo de las novedades que introduce y que serán de aplicación a su entrada en vigor el próximo 1 de julio vamos a aprovechar el feliz acontecimiento para aproximarnos a algunas consideraciones de tipo casi teológico. Porque, como ha demostrado el ladrillo electoral de hace apenas una semana, la cuestión urbanística en España ha alcanzado un poder encarnador simbólico tan poderoso que estudiar cómo una ley trata de ordenar o disciplinar el fenómeno tiene mucho que ver con la liturgia y el rito social, mejor o peor pautados, más o menos eficaces, pero en última instancia meros acompañantes de un sentimiento religioso que surge de lo más íntimo y tiene unos cauces naturales de expresión que la teología, más que alterar, apenas si trata de encauzar para evitar desbordamientos.
¿Qué ha de regular una ley estatal del suelo? ¿Qué elementos hemos de analizar para saber cómo trata de actuar sobre el fenómeno urbanístico y poder hacernos una idea de qué objetivos persigue? ¿Qué hace a una ley urbanística buena o mala?
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Publicaba hace unos días El País, en su edición de la Comunidad Valenciana, una entrevista muy interesante y reveladora con el Director de Planificación del Puerto de Valencia. Me ocurre con el Derecho administrativo especial dedicado a puertos lo que a casi todos: que no me lo sé muy bien o, siendo más exactos, que no me lo sé nada. Esta situación no es en realidad demasiado excepcional, ya que me ocurre en otros muchos ámbitos no saber muy bien de qué va la cosa. Pero sí es algo más anómalo (aunque no sea tampoco algo demasiado insólito, la verdad) que mi falta de conocimiento sobre cómo se cuecen las cosas en ese mundillo sea tan compartida por casi todos mis colegas. Cuando algo así ocurre nos encontramos, como pasa con la gestión de las actividades portuarias, ante sectores de la actividad administrativa que siguen siendo muy cerrados e impenetrables, donde los grandes especialistas (o sencillamente las personas que se enteran de algo) suelen trabajar para los entes en cuestión y donde, por todo ello, es todavía frecuente encontrar enormes déficits en materia de transparencia y control público, ciudadano, político, sobre la manera en que funcionan. La forma en que se gestionan los puertos en España se parece mucho a la fórmula de Juan Palomo, donde quienes guisan y comen son los propios responsables de las autoridades portuarias, sus técnicos (ya sean juristas, los menos; ya ingenieros, los más). Sin que se entienda como demasiado importante que la ciudadanía opine, sin que se considere poco más que un incordio el cumplimiento de ciertas exigencias formales de información pública, sin que se atienda demasiado a voluntades ajenas a las de la propia autoridad portuaria a la hora de definir estratégicamente qué ha de hacerse con las instalaciones portuarias. El hecho de que, en general, haya un gran número de puertos que se autofinancian (vamos, que ganan dinero que pueden dedicar a ampliaciones y francachelas varias) es sentido como un dato que avala la innecesariedad de modificar el sistema, que tan bien funciona, y que además permite argumentar que las Administraciones y los ciudadanos no tienen demasiado que decir sobre el particular, pues nada se les pide para cuestiones que serían puramente internas de cada puerto. Como si el crecimiento de estas infraestructuras no se hiciera sobre unos bienes (costas, suelo para actividades logísticas) que son de todos y cuya ocupación no valga mucho dinero e implique enormes costes de oportunidad. Comos si los costes ambientales, extrernalizables por definición, no justificaran por sí solos que la intervención pública externa ha de ser no sólo mayor que la que ahora tenemos sino muy exigente.
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El Tribunal Supremo parece que está por la labor de continuar con su tarea de rectificación de su propia jurisprudencia, que en los últimos años venía alentando algunas de las tradicionales bajas pasiones de los españoles terratenientes respecto de ese objeto de atención, deseo y ocupación que son los terrenitos de nuestras entretelas.
Radica el origen del problema en la brutal incomprensión de qué es y a qué fines sirve una expropiación. Aunque, como es natural, a nadie hace gracia que le expropien tierras, tampoco ha de escaparse al entendimiento de cualquier persona racional que se trata de un mal socialmente necesario para acometer obras e infraestructuras públicas que, si quedaran al albur de la voluntad de los propietarios del suelo necesario para construirlas, serían directamente imposibles de llevar a cabo (en no pocos casos) o directamente inasumibles económicamente. Imaginemos no ya las consecuencias de una (perfectamente legítima y entendible) negativa a vender de quien está especialmente unido a una propiedad sino los resultados de que quien se sabe propietario de unos terrenos absolutamente cruciales para la construcción de una infraestructura absolutamente básica pudiera permitirse fijar su precio.
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