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El culebrón del verano en toda Europa en materia de derechos y libertades, gracias a la adopción por parte de numerosos alcaldes conservadores franceses -una treintena de ellos tras la première en la materia a cuenta de Cannes-, con el entusiasta apoyo del gobierno socialista Hollande-Valls, de ordenanzas municipales asumiendo el credo tradicional en la materia del Frente Nacional francés, se ha centrado en la conveniencia sociopolítica y en la posibilidad constitucional de prohibir en las playas y oros lugares públicos prendas de baño que cubren casi todo el cuerpo femenino como los llamados burkinis. Estos peculiares bañadores, aunque al parecer no son muy del agrado de las interpretaciones más fundamentalistas y discriminatorias contra la mujer del Islam -que directamente no permiten que las mujeres se bañen en público-, son consideradas por buena parte de la opinión pública occidental como una manifestación de sometimiento de la mujer al hombre propia del fundamentalismo islámico, que le impondría bañarse tapándose casi todo el cuerpo -aunque, en este caso, no el rostro-. La solución para «liberar» a las mujeres musulmanas del yugo opresor religioso y machista pasaría, al parecer de ciertos alcaldes franceses, porque otros hombres -y mujeres- impongan a las mujeres musulmanas que emplean estas prendas un código en materia de vestidos de baño diferente y más al gusto de los valores occidentales por medio de todo un arsenal de medidas legales que incluyen multas para quienes desobedezcan la prohibición.
Como es evidente, podemos discutir largo y tendido sobre si tiene sentido o no la medida desde un punto de vista político y social y a eso llevamos dedicado parte del verano. Mi opinión, por si a alguien le interesa, es bastante contraria a la que han venido dándonos los medios supuestamente liberales y progresistas españoles estos días -para muestra, aquí van uno, dos y tres ejemplos de empatía con la prohibición publicados por el diario El País, donde en cambio no pude encontrar esos días críticas a la evidente restricción de libertades que suponía la medida y los peligros que conllevaba-, y va más en la línea de la prensa republicana francesa, por lo que intuyo que puede ser minoritaria en un país como España donde, como es por lo demás habitual en Europa, la prensa conservadora está situada hace tiempo en la intransigencia frente al islam. Sin embargo, en este blog esta discusión me preocupa menos. Lo que me interesa, en cambio, es analizar si la medida, estemos o no de acuerdo con ella, tiene un encuadre jurídico fácil en un régimen de libertades propio de los Estados de Derecho occidentales o si, por el contrario, es más bien difícil de cohonestar con nuestro ordenamiento jurídico.
Las coordenadas constitucionales en que se mueve esta cuestión no son muy distintas, a la postre, en Francia, España o el resto de países europeos, y ello como consecuencia de la gran convergencia de nuestros ordenamientos jurídicos a casi todos los niveles. Una convergencia que en todo lo referido a derechos y libertades fundamentales es si cabe mayor como consecuencia de la actividad del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en aplicación del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos y las Libertades Fundamentales (CEDH). De modo que casi cualquier reflexión que hagamos sobre si el ordenamiento francés admite una prohibición semejante a la que está ahora en discusión la podemos trasladar fácilmente a España, razón por la que este conflicto nos interesa doblemente. Por lo demás, un debate parecido ya se ha producido, aunque hace un tiempo, en nuestro país en relación al velo integral o burka, cuyo uso fue prohibido en la vía pública por ordenanzas municipales declaradas inconstitucionales por el Tribunal Supremo en una sentencia de 6 de febrero de 2013 que confirmaba pronunciamientos anteriores del TSJCataluña en esa misma línea. Estos tribunales dejaron claro que una restricción de tal calado, caso de ser constitucionalmente posible -extremo sobre el que no se pronunciaban-, sólo lo sería por medio de una intervención del legislador, sin que un ayuntamiento pudiera en ningún caso ser competente para ello por respeto a la reserva de ley que la Constitución española requiere para cualquier intervención en materia de restricción de derechos y libertades. Con carácter previo a esa sentencia del Tribunal Supremo ya nos ocupamos del tema en este mismo blog, con un extenso análisis de fondo sobre la posible prohibición del burka en España que sigue plenamente vigente y que se puede resumir en dos ideas fundamentales: constitucionalmente sólo sería posible prohibir el burka atendiendo a razones de fondo que permitieran sostener que supone un riesgo cierto para el orden público que en espacios públicos haya gente velada de tal modo que sea imposible o muy difícil su identificación -algo que, sin duda, se defendía que podía en efecto ser considerado- y ello únicamente si la medida prohibía igualmente cualquier tipo de indumentaria o embozamiento equivalente, por producir idénticos efectos y riesgos, sin que cupiera en ningún caso limitar la prohibición sólo a ciertas vestimentas.
Como puede verse, la prohibición del burkini no se acomoda demasiado bien a estos parámetros jurídicos. Por una parte, porque resulta más que difícil atisbar dónde puedan estar los problemas de orden público ciertos que pueda provocar una mujer por estar en la playa en parte cubierta pero con el rostro perfectamente a la vista. Por otra, porque las prohibiciones francesas no han tenido el más mínimo escrúpulo al identificar como objeto de la prohibición estas determinadas prendas portadas por mujeres musulmanas -los burkinis– sin pretender en ningún caso que se aplique el mismo tratamiento a formas de vestir estrictamente equivalentes muy habituales en las playas -buzos, surfistas, personas con ciertas alergias o simple deseo de protegerse mucho del sol suelen desplegarse por la arena de las playas mediterráneas tanto con el torso cubierto como muchas veces con pañuelos, gorros o sombreros que también cubren en gran medida el rostro-. Las razones de la prohibición, además, en no pocos casos, hacen directamente referencia a la salvaguarda de unos evanescentes valores republicanos y laicos, una suerte de «moralidad occidental respecto de la decencia en el vestir» o, como dice la primera ordenanza municipal suspendida (la de Villeneuve-Loubet), a reglas sobre la «tenue correcte, respectueuse des bonnes mœurs et du principe de laïcité». Y es que, al parecer, habría vestimentas contrarias al principio de laicidad y otras que se adecuan mejor al mismo y a las buenas costumbres que de él se han de deducir.
Así pues, no es de extrañar la respuesta jurídica del Conseil d’État, en cuanto ha tomado cartas en el asunto, haya sido contraria a estas prohibiciones. Máxime cuando, además, y desde hace al menos dos años, tenemos ya una clara jurisprudencia en esta materia por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que en una decisión de 1 de julio de 2014 validó la ley francesa contra el porte de burka en lugares públicos (Decisión S.A.S. contra Francia), pero lo hizo dejando muy claras una seria de reglas, por lo demás bastante obvias a la luz del Convenio, para enmarcar estas prohibiciones que van justo en la línea de lo que venimos defendiendo. En concreto:
- – El TEDH considera que la ley francesa que impide que se porte burka en lugares públicos es posible dentro del Convenio porque es una ley que no impide llevar esa concreta vestimenta sino cualquiera, sea del tipo que sea, que cubra el rostro e impida dificulte en consecuencia la identificación de la persona en cuestión (excepto si hay razones de seguridad, médicas, profesionales o de obligación legal que amparen ir así vestido) y la interacción social. Es decir, resulta absolutamente clave que la ley no sea una ley particular contra el burka sino general contra cualquier vestimenta que produzca un efecto equivalente: «Nul ne peut, dans l’espace public, porter une tenue destinée à dissimuler son visaje«. De hecho, de los debates en la asamblea nacional francesa, del dictamen consultivo del Conseil d’État en su momento, de la propia decisión de los órganos franceses de control de la constitucionalidad durante la aprobación de la ley se deduce que los poderes públicos franceses eran muy conscientes de que la ley se redactara y concibiera de esta forma para poder superar los distintos filtros.
- – El TEDH estima por lo demás que una prohibición como la de portar prendas equivalentes al burka –o el propio burka– puede estar en contradicción con algunos de los derechos del Convenio (sobre todo, con los derechos a la vida privada de su artículo 8 y a la libertad de conciencia de su artículo 9) y que supone una evidente afección a los mismos, pero que la misma quedaría justificada porque el Convenio establece que uno de los elementos que permiten su restricción es, precisamente, apelar como lo hace la ley francesa a consideraciones de orden público y seguridad (párrafo 115 de la STEDH), que en este caso se estiman justificadas, así como la necesidad de establecer restricciones para garantizar los derechos de los demás. Y es que, en efecto, sólo a partir de estas razones pueden aceptarse (o no, si son desproporcionadas) restricciones de este tipo:
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115. S’agissant du premier des buts invoqués par le Gouvernement, la Cour observe tout d’abord que la « sécurité publique » fait partie des buts énumérés par le second paragraphe de l’article 9 de la Convention (public safety dans le texte anglais de cette disposition) et que le second paragraphe de l’article 8 renvoie à la notion similaire de « sûreté publique » (public safety également dans le texte en anglais de cette disposition). Elle note ensuite que le Gouvernement fait valoir à ce titre que l’interdiction litigieuse de porter dans l’espace public une tenue destinée à dissimuler son visage répond à la nécessité d’identifier les individus afin de prévenir les atteintes à la sécurité des personnes et des biens et de lutter contre la fraude identitaire. Au vu du dossier, on peut certes se demander si le législateur a accordé un poids significatif à de telles préoccupations. Il faut toutefois constater que l’exposé des motifs qui accompagnait le projet de loi indiquait – surabondamment certes – que la pratique de la dissimulation du visage « [pouvait] être dans certaines circonstances un danger pour la sécurité publique » (paragraphe 25 ci-dessus), et que le Conseil constitutionnel a retenu que le législateur avait estimé que cette pratique pouvait constituer un danger pour la sécurité publique (paragraphe 30 ci-dessus). Similairement, dans son rapport d’étude du 25 mars 2010, le Conseil d’État a indiqué que la sécurité publique pouvait constituer un fondement pour une interdiction de la dissimulation du visage, en précisant cependant qu’il ne pouvait en aller ainsi que dans des circonstances particulières (paragraphes 22-23 ci-dessus). En conséquence, la Cour admet qu’en adoptant l’interdiction litigieuse, le législateur entendait répondre à des questions de « sûreté publique » ou de « sécurité publique », au sens du second paragraphe des articles 8 et 9 de la Convention.
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- – Por el contrario, el TEDH manifiesta claras dudas respecto de que las otras justificaciones a las que apela el legislador francés, el respeto a la igualdad entre hombres y mujeres, a la dignidad de las personas o a las exigencias mínimas de la vida en sociedad («le respect de l’égalité entre les hommes et les femmes, le respect de la dignité des personnes et le respect des exigences minimales de la vie en société«) puedan ser razones que justifiquen la prohibición de portar el burka, pues no se corresponden con fines legítimos reconocidos por el tratado que permitan restringir derechos fundamentales (párrafos 116 y siguientes de la STEDH).
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116. À propos du second des objectifs invoqués – « le respect du socle minimal des valeurs d’une société démocratique et ouverte » – le Gouvernement renvoie à trois valeurs : le respect de l’égalité entre les hommes et les femmes, le respect de la dignité des personnes et le respect des exigences minimales de la vie en société. Il estime que cette finalité se rattache à la « protection des droits et libertés d’autrui », au sens du second paragraphe des articles 8 et 9 de la Convention.
117. Comme la Cour l’a relevé précédemment, aucune de ces trois valeurs ne correspond explicitement aux buts légitimes énumérés au second paragraphe des articles 8 et 9 de la Convention. Parmi ceux-ci, les seuls susceptibles d’être pertinents en l’espèce, au regard de ces valeurs, sont l’« ordre public » et la « protection des droits et libertés d’autrui ». Le premier n’est cependant pas mentionné par l’article 8 § 2. Le Gouvernement n’y a du reste fait référence ni dans ses observations écrites ni dans sa réponse à la question qui lui a été posée à ce propos lors de l’audience, évoquant uniquement la « protection des droits et libertés d’autrui ». La Cour va donc concentrer son examen sur ce dernier « but légitime », comme d’ailleurs elle l’avait fait dans les affaires Leyla Şahin, et Ahmet Arslan et autres (précitées, §§ 111 et 43 respectivement).
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Por lo demás, el TEDH también acepta que ciertas exigencias de convivencia, de orden público no ligadas estrictamente a medidas de seguridad, pueden imponer ciertos hábitos de vestimenta , en concreto, que el rostro sea visible. Curiosamente, y aunque lo hace de una forma muy limitada, será esta razón la que a la postre valide la prohibición del burka (las razones de seguridad se estima que podrían, a la luz de un análisis de proporcionalidad, ser mejor resueltas de otras maneras, o que el gobierno francés no ha justificado suficientemente que sea imprescindible por esa razón la prohibición). Pero lo que importa a nuestros efectos es que este razonamiento fundando una idea de «orden público» que integra ciertas exigencias de «interacción» y de «convivencia» en común cuando estamos en el espacio público se asume por el TEDH dando gran importancia justamente a un elemento justificador de la prohibición -que el rostro con el burka queda velado y dificulta ese «vivir juntos»- que en el caso del burkini lejos de suponer un aval para su prohibición la deslegitimaría totalmente -pues ese efecto de embozamiento no se produce en este caso-:
122. La Cour prend en compte le fait que l’État défendeur considère que le visage joue un rôle important dans l’interaction sociale. Elle peut comprendre le point de vue selon lequel les personnes qui se trouvent dans les lieux ouverts à tous souhaitent que ne s’y développent pas des pratiques ou des attitudes mettant fondamentalement en cause la possibilité de relations interpersonnelles ouvertes qui, en vertu d’un consensus établi, est un élément indispensable à la vie collective au sein de la société considérée. La Cour peut donc admettre que la clôture qu’oppose aux autres le voile cachant le visage soit perçue par l’État défendeur comme portant atteinte au droit d’autrui d’évoluer dans un espace de sociabilité facilitant la vie ensemble. Cela étant, la flexibilité de la notion de « vivre ensemble » et le risque d’excès qui en découle commandent que la Cour procède à un examen attentif de la nécessité de la restriction contestée.
Con esta jurisprudencia, casi totalmente coincidente con las reflexiones que hicimos aquí años antes, resulta muy sencillo determinar que las ordenanzas francesas que se han venido aprobando este verano no cumplen con las exigencias mínimas de respeto a los derechos y libertades exigibles a todo Estado de Derecho liberal parte del Convenio y por ello parte integrante del consenso jurídico occidental liberal en la materia. Y ello, al menos, porque:
- No respetan el principio de legalidad, al restringir gravemente libertades por medio de una mera decisión administrativa – de los respectivos alcaldes franceses- carente de base legal -por mucho que los alcaldes franceses tengan amplias competencias en materia de orden público-.
- No son estas prohibiciones, además, materialmente aceptables, de modo que tampoco podría haber una ley que replicara su contenido, por no identificar razones de orden público que justifiquen mínimamente una norma restrictiva tal. Además, es complicado argumentar que dificulten la interacción siendo como son estrictamente equivalentes a otros ropajes habituales en las playas.
- Tampoco podría en ningún caso ser aceptada una regla que vetara burkinis pero no vestimentas que supusieran riesgos, existentes o no, estrictamente equivalentes en materia se seguridad.
- Y, por último, estas prohibiciones no serían adecuadas porque no es aceptable prohibir determinadas vestimentas con base únicamente en una supuesta incompatibilidad de las mismas con valores laicos o cierta moralidad de Estado que, si bien es indudable que puede amparar ciertas actividades de difusión y defensa de los valores en cuestión, no es un motivo de suficiente peso para restringir tan gravemente la libertad personal.
A partir de estos elementos no sorprende en modo alguno que el Conseil d’État haya resuelto como ha resuelto su primera aproximación al tema, suspendiendo provisionalmente la primera ordenanza sobre la que se ha pronunciado en una decisión que anticipa, además, de forma clara, cuál será su posición de fondo. Si analizamos los argumentos aportados por el órgano de control de la legalidad de la actividad administrativa francesa, vemos que dejan claro que el fumus boni iuris –en el modelo francés de control administrativo esta cuestión, como es la norma en Europa, es más importante que en España, donde las leyes son más deferentes con la Administración y se han basado históricamente en la idea de que suspender ha de ser casi excepcional salvo si ello pusiera en riesgo cierto el sentido del pleito, aunque la interpretación jurisprudencial ha ido «europeizándose» algo más en los últimos años- del asunto no da la razón a los ayuntamientos ni en el hecho de prohibir por medio de ordenanzas municipales ni en el fondo del asunto -aunque no se menciona la STEDH S.A.S. v. Francia sobre el burka, resulta evidente que el Conseil d’État la tiene muy presente-.
También es muy significativo que el Consejo de Estado francés haya elegido una ordenanza particularmente desafortunada (la ya referida de Villeneuve-Loubet), que hacía mucho hincapié en cuestiones referidas a la moralidad republicana y la laicidad, como la primera sobre la que ha actuado. Otros municipios franceses se habían esforzado más en argumentar que la medida se adoptaba por medidas de seguridad, por lo que algunos de ellos incluso han anunciado que aspiran a mantener la prohibición. Una vía que aunque es también de muy dudosa aceptación -el argumento es enormemente débil porque cuesta ver qué riesgos de orden público puede entrañar un burkini– tiene, al menos, en su apoyo el haber interpretado correctamente en qué marco jurídico de actuación han de moverse los poderes públicos en esta materia.
No obstante, da la sensación de que el órgano de control de la actividad administrativa francés, aprovechando que su decisión era muy esperada, y no sólo en Francia sino en toda Europa, ha optado por cortar por lo sano y que mantendrá el sentido de la decisión de ayer. También en esta línea se han de entender los fundamentos de fondo ya comentados, innecesarios para suspender y que van mucho más allá de lo que una mera decisión de suspensión provisional harían necesario -más todavía en un modelo como el francés, donde jurisdicciones como el Consejo de Estado son parcas en palabras- y que anticipan claramente tanto la decisión final en este caso como el camino a seguir en los que vendrán.
Parece, pues, que el Conseil d’État ha zanjado definitivamente qué pueden y no pueden hacer en este ámbito los ayuntamientos franceses, dejando claro que no pueden prohibir prendas como el burkini, ni por cuestiones de competencia ni, parece, tampoco de fondo. Hay quien ya ha expuesto que ello no impide a Francia recuperar estas prohibiciones por medio de una ley, pero sinceramente parece complicado que así sea. En primer lugar, porque la STEDH de julio de 2014 ya comentada deja muy claro cuál es el reducido ámbito de actuación que tienen los poderes públicos, legisladores incluidos, si quieren limitar la libertad de conciencia o decisiones propias de la vida privada en estos ámbitos si no quieren extralimitarse e ir más allá de lo que permite el Convenio. En segundo lugar, porque es también más que dudoso que medidas tan claramente orientadas contra una prenda concreta puedan pasar siquiera, en un futuro, los filtros de la propia Asamblea nacional francesa y del Conseil Constitutionnel, que de forma nada gratuita, cuando prohibieron el burka, lo hicieron por medio de una disposición legal de tipo general, bien aquilatada, con una base consistente que permitía la limitación y en ningún caso diseñada únicamente como medida de caso único contra una determinada vestimenta propia de personas que practican una religión. De esto parece ser muy consciente ya la clase política francesa. Incluido el ínclito Manuel Valls, que parece al fin haber comprendido que si quiere luchar contra el burkini deberá hacerlo por otras vías y no restringiendo de forma notable la libertad individual de sus portadoras. Afortunadamente.
Ahir va haver una gran manifestació independentista a Catalunya. Tota la qüestió sobre l’origen del cabreig català i sobre tot sobre la possibilitat de la independència un tema molt interessant i jurídicament amb moltes coses a dir. Peró, com que ja n’hem parlat, hui preferiria comentar una altra cosa, més concreta però també important: el greu perill de convertir en normals certes reaccions que no són justificables dins una democràcia i el joc normal en un Estat de Dret. No parle de les evidents impresentabilitats de quatre (o els que siguen) imbècils. Perquè no estem parlant, tots ho sabem (benauradament), d’una majoria i menys encara de gent que fa aquestes coses amb suport institucional. Parle d’una cosa molt més greu, que és el que tenim quan un Govern, representant de tots els ciutadans, deixa d’actuar per respectar els seus drets i acaba convertint-se en agent de part, tractant d’utilitzar els mecanimes del poder per als seus objectius, a costa del que siga, fins i tot dels drets polítics i cívics més importants en qualsevol democràcia, com són els d’expressió lliure d’idees polítiques, quan es fa de forma pacífica, per part dels ciutadans. Això és, senzillamt, el que va fer el Govern valencià demanant la prohibició de la manifestació independentista a Vinarós i això és exactament el que va fer el Sots-delegat del Govern central a Castelló quan hi va accedir en una decisió jurídicament impresentable, que cap jurista i cap demòcrata pot justificar. Per això, malgrat que quasi ningú sembla que ho veja així (ni tan sols l’oposició polític al govern valencià sembla massa preocupada per aquesta deriva), a mi l’actuació sí em sembla molt, molt inquietant: el sotdelegat del govern no va cometre una errada en prohibir una manifestació absolutament legal que després li va corregir el jutge corresponent; va fer una barbaritat impròpia en qualsevol democràcia i, a hores d’ara, hauria d’haver estat ja remogut del seu càrrec.
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La Ley Orgánica 4/2013 ha culminado finalmente el procedimiento de reforma del funcionamiento del Consejo General del Poder Judicial que ha impulsado el nuevo Gobierno. Es, de hecho, una de las pocas reformas legislativas que, de momento, el Ejecutivo salido de las urnas en 2011 ha logrado culminar. Dado que tiene una cómoda mayoría absoluta en ambas Cámaras (mayoría de 3/5 incluso en el Senado), resulta evidente que para esta gente, en lo que se refiere a aprobar leyes, querer es poder. Si quieren lo suficiente, pueden. Por muchas críticas que reciban, muy cabreados que puedan tener a todos los actores implicados, si quieren, pueden. Es por ello muy significativo, la verdad, que frente a la marcada desidia con la que se toman casi cualquier cosa este Gobierno y sus apoyos parlamentarios, en cambio esta reforma de cómo funciona el CGPJ haya llegado plácidamente a buen puerto. Y no precisamente porque aquí esté todo el mundo contento con cómo se perfila el nuevo modelo de órgano de organización de los jueces (es más, la realidad es la contraria, con todas las asociaciones de jueces muy enfadadas y casi todos los juristas que han opinado sobre el tema horrorizados). Es, sencillamente, porque esto sí querían hacerlo. Porque es importante. Porque esto va sobre la independencia de los jueces y, muy especialmente, de los jueces que pueden tener controlado al poder algún día (mañana, por ejemplo). Y con esas cosas, por lo visto, ni siquiera en España, ni siquiera este Gobierno, se tiene pereza.
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El tema de la imputación de la Infanta ha dado para muchos comentarios y análisis jurídicos que, la verdad, no me siento capaz de mejorar. Simplemente, como nota muy personal, creo importante apuntar que el nivel de diligencia, seriedad, respeto por los derechos fundamentales y por la presunción de inocencia (así como esa preocupación por no estigmatizarla gratuitamente) que juez e incluso en mayor medida fiscal han demostrado en este caso, lejos de parecerme mal, me encantan. Únicamente, eso sí, a ver si logramos que todos los ciudadanos españoles puedan tener a no mucho tardar ese mismo tratamiento, exquisito, que es el que merece toda persona sospechosa de haber cometido un delito y sobre la que se cierne la poderosa y siempre peligrosa maquinaria del Estado cuando pone en marcha su poder punitivo.
A mí la cuestión central no me parece aquí, en puridad, jurídica. Estamos ante un tema estructural y político, que más allá de pequeñas miserias y de dramas como el que tenemos, por capítulos, con Noos, apunta a lo que apunta: la toxicidad de una institución que, per se, como es la Monarquía, no puede sino contaminar todo lo que toca y todo lo que le rodea. Su mismo fundamento, asqueroso en sí mismo, propicia todo tipo de desmanes y desafueros. Cualquier Monarquía parte de la base de que unos son mejores que otros por simple razón de cuna. Una cuestión de pene o de vagina determina cargos públicos y una vida regalada a costa de otros ciudadanos. Además de ser esperpéntico y grotesco, más allá de consideraciones éticas, lo peor del asunto es que esto lleva a una sucesión de inevitables comportamientos que traen causa de esa diferencia y superioridad jurídica: cómo viven, a qué se dedican… La institución, además, para sobrevivir ha de tejer complicidades. Complicidades donde se hacen amigos, negocios y se riega todo con festejos pagados, directa o indirectamente, por todos. Es inevitable. No puede ser de otra manera. La diferencia es el grado de descaro y sinvergonzonería con que se haga. Desde el trabajo de las infantas en la Caixa o Mapfre, por el que cobran varios cientos de miles de euros al año al parecer, a los negocios de Urdangarin como mediador, figurín, o lo que fuera para medio disfrazar que la cosa consiste en pasar el platillo y acabando en las cosas que se hacen, supuestamente, y según cuentan los propios periodistas aúlicos de Su Majestad, al margen de la legalidad (comisiones y demás) que a diferencia de lo de Urdangarin se beneficia, justamente, de que nadie ha pretendido nunca (hasta últimamente) que eso fuera algo respetable y legítimo. Es decir, que la institución es tóxica y todo lo que ocurre no es sino lo que no puede dejar de ocurrir. Ya lo vivimos en España con Isabel II y luego con Alfonso XIII. Una degradación consumada a base de negocietes y demás toxicidades con el inevitable chalaneo y la complicidad de ciertas elites políticas y económicas que diciendo que buscan estabilidad y preservarnos a todos lo que hacen, claro, es poner el cazo para ver si se quedan con alguna migaja. En esta tesitura, como ya he dicho otras veces, la solución no es imputar o no imputar sino ir a la raíz del mal: Entre Hendaya y Cartagena, Su Majestad escoja (como Urdangarin y familia parece que se van a Qatar, a ver si cunde el ejemplo y en unos años no queda Borbón en territorio español).
En este contexto, resulta divertido comprobar cuáles están siendo las maniobras para tratar de salvar la imagen pública de una institución que, a pesar de sus intentos, no ha logrado esta vez vender la cabra a la población de que la culpa era de una oveja negra que se había aprovechado de una pobre Infanta. Como todo el mundo se ha hecho mayor la marea está llegando a Palacio y ante eso, PP y PSOE han decidido salir al rescate con una serie de propuestas e iniciativas que ya veremos en qué acaban pero que son significativas del entuerto en que está la Monarquía española. Porque la ecuación es sencilla: cualquier mejora real en términos democráticos del estatuto jurídico privilegiado que tienen lleva a que esta gente acabe teniendo que salir por piernas del país, mientras que cualquier maniobra Real de protección necesita, a la hora de la verdad, incrementar el estatuto jurídico privilegiado excepcional de esta gente Veamos algunos ejemplos:
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Daba ayer noticia el diario Levante-EMV de una sentencia interesante, a cuenta de la indemnización que el TSJCV ha concedido a la viuda de un vecino de Valencia que, sufriendo un infarto, no pudo ser conducido rápidamente a un hospital o centro de salud como consecuencia de los masivos cortes de calles que el Ayuntamiento de Valencia consiente, durante varias semanas, todos los meses de marzo a cuenta de las fiestas de Fallas.
La cuestión es interesante porque, como he comentado en alguna otra ocasión, las fiestas populares, y más en concreto las Fallas (que son las que más conozco) suelen ser consideradas como un ámbito ante el que el Derecho ha de ceder (una especie de supuesto de excepción jurídico frente al que los ciudadanos perdemos derechos e incluso puede obligarnos a ceder propiedades porque sí). Una situación fuera de control, donde los derechos de los ciudadanos padecen de forma injustificada, a la que hay que comenzar a embridar desde el Derecho público.
La sentencia en cuestión, por ello, resulta interesante, en la medida en que aplica con sencillez (y corrección) los mecanismos más básicos del Derecho público y de nuestro sistema de responsabilidad administrativa a una situación normalmente inmune a ello con base en argumentos tan pobres como «es que estamos en fiestas», «las cosas son como son», «¿no pretenderás que la gente no pueda divertirse?» o, en el caso valenciano, «¡estás atacando las Fallas!». Mecanismos que parten de la premisa de que un ayuntamiento tiene la obligación de mantener, dentro de lo posible, los viales expeditos y funcionales para que los vecinos puedan desplazarse de forma razonable y que, caso de que se constate un incumplimiento en el ejercicio de esta función, si aparece un daño suficientemente singularizado, cierto, cuantificable e individualizable como consecuencia de la misma pues habrá que indemnizarlo. Muy sencillo. Pero, en realidad, no tanto si se trata de embridar jurídicamente estos fenómenos.
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En la línea de lo que comentábamos el otro día, un nuevo revolcón judicial a al Generalitat Valenciana se produjo ayer mismo. El Tribunal Supremo ha anulado la primera de las sanciones que el Consell impuso a Acció Cultural del País Valencià por emitir sin la correspondiente licencia la señal de TV3 por medio de ondas terrestres (la televisión por ondas hertzianas de toda la vida, que emplea el espectro radioeléctrico como canal de transmisión). Obviamente, a nadie se le escapa que esta sentencia va a marcar la pauta, de manera que las multas restantes, a medida que lleguen al Tribunal Supremo, serán igualmente anuladas. De manera que la bofetada a la Administración autonómica valenciana es importante. Y eso por mucho que haya que reconocer que, en este caso concreto, la posición jurídica defendida por la Generalitat no era en sí misma descabellada (por muy criticable que sea su hostigamiento a las emisiones de TV3, especialmente en comparación a su dejación respecto de la multiplicación de emisiones ilegales que todos podemos comprobar simplemente pasando con el mando a distancia por las emisiones que recibe nuestro receptor y la absoluta inoperancia a la hora de hacer cumplir sus propias leyes a los operadores ya instalados). En todo caso, este hecho, el que la postura defendida por el Consell no fuera descabellada, hace que la sentencia sea más interesante todavía desde una perspectiva jurídica.
Continúa leyendo ¿Es legal que TV3 emita en Valencia?…
Tenemos una buena montada en España a cuenta, como es sabido, de una parte de un auto de un juez de la Audiencia Nacional, Santiago Pedraz (que se puede consultar aquí), que al enjuiciar la admisibilidad del procedimiento por delitos contra las instituciones del Estado de ciertas personas que convocaron una concentración para rodear el Congreso el pasado 25 de septiembre afirma, entre otras cosas, a efectos de argumentar que no hay tal delito, lo siguiente:
“……pues hay que convenir que no cabe prohibir el elogio o la defensa de ideas o doctrinas, por más que éstas se alejen o incluso pongan en cuestión el marco constitucional, ni, menos aún, de prohibir la expresión de opiniones subjetivas sobre acontecimientos históricos o de actualidad, máxime ante la convenida decadencia de la denominada clase política”.
La referencia a la «decadencia de la denominada clase política» ha incendiado muchos ánimos en un país donde la casta política, además de dedicarse a sus cositas, es muy susceptible. Así, se han sucedido los comentarios más o menos indignados, con diputados que han llegado a insultar al juez (ante lo que Jueces para la Democracia ha pedido el amparo para el magistrado por parte del CGPJ). Y, por otro lado, mucha gente saluda que el juez no sólo ponga coto a los excesos policiales y del Ministerio del Interior, que está enviando a la gente a los calabozos con excesiva pasión sin entender cómo funciona el derecho de reunión en un país democrático sino que, además, reflexione sobe la decadencia de esa casta política.
El asunto, a pesar de la polémica, me parece menor, la verdad, pero permite extraer algunas conclusiones sobre diversos temas:
– En primer lugar, sobre la legalidad de una manifestación frente al Congreso que no impide el normal desarrollo de una sesión. ¿Es o no delito? Parece sensato pensar, a partir de la redacción del tipo penal, y la conveniencia de ser estrictos y restrictivos en su interpretación, que no estamos ante un delito si no se produce el resultado exigido por el Código penal: la perturbación de la sesión plenaria. Está muy bien explicado aquí y es más o menos lo que acaba diciendo el Auto del juez Pedraz. De hecho, ese tipo de análisis, técnico y aséptico, es el que habría sido deseable, la verdad.
– En segundo lugar, respecto de la pertinencia o conveniencia de que un juez expresa ideas políticas en sus sentencias. Resulta bastante evidente que un juez ha de reprimir la expresión de sus ideas políticas. Especialmente en sus sentencias. Yo tampoco creo que más allá de su trabajo pierdan sus derechos a la libertad de expresión los jueces y no creo que sea bueno restringirles más de lo que una elemental prudencia por su parte aconseja. Que no hablen de casos judiciales y de sus colegas estaría bien, pero de todo lo demás, ¿por qué no? Y, en cualquier caso, incluso para jueces imprudentes (o que no compartan mi idea de prudencia), hay que tener claro que el límite es, obviamente, hablar de sus casos por ahí, ir contando cosas, dar opiniones sobre una instrucción o un juicio… Ahora bien, una cosa es que esa libertad de expresión e ideológica subsista en general y otra que lo haga cuando hablan en tanto que jueces, ejerciendo la función jurisdiccional y hablando en nombre de la ley y el Derecho. En esos casos, en cambio, es obvio que el juez ha de limitarse a aplicar la ley y a analizar únicamente las circunstancias del caso que tengan consecuencias legales. Cualquier extralimitación, introduciendo comentarios u opiniones personales, es criticable.
Dicho lo cual, lo que hace el juez Pedraz es una referencia muy de pasada a la decadencia de la clase política para encuadrar un análisis sobre la legitimidad de una protesta. A mi entender es un error, y la expresión quizás desafortunada, pero en realidad no es tan grave, ni tan anómalo, ni tan impertinente. La frase está sacada de su correcto contexto. Por mucho que, la verdad, a mí me parezca una reflexión que bordea lo criticable y, sobre todo, que forma parte de un argumento innecesario para la exégesis jurídica que se le requería. Más que nada porque que las protestas sean más o menos encuadrables en ideas compartidas por mucho o que puedan ayudar a las ideas y valores constitucionales, o que sean «sensatas» o «entendibles», es absolutamente irrelevante para que estén cubiertas o no por el derecho constitucional de reunión.
La polémica, pues, está francamente sobredimensionada. Y llama la atención que se lancen medios de comunicación y políticos en tromba contra un juez que quizás comete un mínimo error de prudencia al hacer esa reflexión, genérica y en el desarrollo de un argumento, cuando día a día estamos leyendo autos de jueces, normalmente jaleados, con severas impertinencias respecto de testigos o acusados (me viene a la mente ahora, por ejemplo, el que admitió a trámite en la Audiencia Nacional la querella contra consejeros de Bankia). O la transcripción de interrogatorios francamente agresivos y bordeando el insulto personal como lo son los que los medios de comunicación publican respecto del juez que instruye el caso Urdangarín. Pero en esos casos, aparentemente, a nadie ofende el comportamiento de los jueces. Será porque se meten con «malos» oficiales.
Conviene recordar que, en realidad, la razón por la que, en el ejercicio de sus funciones, es bueno tener «acotada» la libertad del juez es porque no es bueno que su criterio sustituya al de los ciudadanos expresado en la ley. Los jueces que son alegres intérpretes de su libertad para desligarse del marco jurídico o para interpretarlo imaginativamente suelen ser jaleados por algunas personas que piensan como ellos. Se equivocan quienes así actúan. Porque nada les asegura que si dejamos que los jueces juzguen quién merece respeto y quién no (o qué ideas lo merecen) y actúen en consecuencia no llegará el día en que esa misma libertad pueda ser usada para defender (o atacar) a personas o ideas que nos caen simpáticas. Y ese día no nos haría tanta gracia. Así que mejor pedir a los jueces que, cuando escriban o se expresen como tales en ejercicio de la función jurisdiccional, mejor si lo hacen de una manera lo más aséptica posible y ciñéndose al análisis jurídico de las circunstancias del caso.
Es verdad que Pedraz no ha siso muy aséptico, pero también que su expresión se inserta en un argumento más amplio y que, necesario o no (a mí no me lo parece), está jurídicamente construido. Así que emplearíamos mucho mejor nuestro tiempo analizando otras actuaciones judiciales que, como he comentado, son excesos mucho más criticables.
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