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Los pasados jueves y viernes celebramos finalmente en Valencia el congreso sobre sesgos en la investigación jurídica del que ya hablamos hace un mes en el blog. Quienes estuvimos en todas las sesiones aprendimos muchas cosas (aquí tenéis el programa completo), aunque yo me quedo con ciertos «descubrimientos»: la a mi juicio sorprendente, por generalizada, mala fama de las «escuelas» (a las que casi nadie ve ya ventajas sino sólo inconvenientes); el hecho de que sean los científicos dedicados a la investigación básica quienes más coincidan con los que cultivan áreas mucho más «aplicadas» a la hora de desdeñar los riesgos de la «invasión» que las posibilidades de rentabilización económica de los saberes universitarios ha supuesto; o, por ejemplo, que los sexenios han pasado a ser alfa y omega de toda nuestra investigación universitaria: casi todas las charlas acabaron, tarde o temprano, derivando en discusiones sobre si tal cosa o tal otra quedaba afectada o alterada, condicionada, inducida, orientada… por los sexenios. Es una evolución curiosa, y que a mi juicio no tiene que ver con el dinero (no dan a día de hoy más que ayer), ni siquiera con las clases (por mucho que no tenerlos te incremente en la actualidad la carga docente): tiene que ver con la importancia que tiene para nosotros sentir que somos reconocidos como académicos que «cumplen», que lo hacemos bien, que estamos donde nos toca… Los sexenios son probablemente, a día de hoy, el sesgo, si no más importante, sí claramente el más visible que condiciona nuestro quehacer. Pero ya hablaremos otro día de eso. Porque lo que me interesa comentar hoy es un factor que tiene que ver con la importancia que tiene para nosotros «sentir», tener la sensación de, que hacemos las cosas bien… y cómo eso podría emplearse con ciertos instrumentos para mejorar la investigación que realizamos.
Y es que, en efecto, más allá de estas cuestiones pragmáticas de lograr tramos o no, mientras hablaba Elisenda Malaret sobre las posibilidades de que por medio de la autorregulación (por ejemplo, por medio de las normas de los comités editoriales de las revistas científicas) se vayan decantando ciertos estándares respecto de cómo hacer investigación jurídica me vino a la memoria el documento que en punto a los principios que deben orientar la investigación en Derecho público pactó hace un par de años la Asociación de Profesores de Derecho público (Derecho del estado) alemanes (Vereinigung der Deutschen Staatslehrer, VDStrl) y que en su momento me hizo llegar Ignacio Gutiérrez, compañero de Derecho constitucional en la UNED (¡gracias!). Se trata de un documento interesante, reflejo de la tradición alemana en estos asuntos: tanto en el de regular detalladamente casi todo, como es sabido, como en el de la preocupación por los códigos de autorregulación de buenas prácticas en investigación académica más allá de la jurídica (por ejemplo, véase este documento muy completo con recomendaciones de todo tipo y mucho detalle de la Deutsche Forschungsgemeinschaft de 1998 actualizado en 2013 al que llego vía la penalista Lucía Martínez Garay). Las normas alemanas sobre autorregulación en la investigación jurídica son interesantes, a mi juicio al menos, por varias razones:
– Porque refleja una preocupación muy evidente por la importancia de hacer la investigación jurídica de acuerdo con ciertas reglas y una muy sensata convicción de que es bueno tratar de proscribir ciertas prácticas y que ello pasa por el propio colectivo de implicados. Sinceramente, no parece que sea complicado compartir esta visión. Como acabo de señalar, somos un colectivo para el que es importante sentir que hacemos lo correcto y, aún más, que los demás nos lo reconocen (y que ello queda, de algún modo, certificado para que todo el mundo pueda saber que, en efecto, hacemos lo debido).
– Porque el documento muestra también una gran confianza en que la mera afirmación de ciertas reglas, especialmente aquellas que son muy claras y que por ello sitúan automáticamente al que las incumple fuera del marco aprobado por el colectivo de profesores y académicos (como la regla de que no se puede publicar un trabajo por segunda vez sin una clara indicación de que esa mismo estudio ya ha sido publicado y dónde lo ha sido), tiene un efecto regulador. Algo en lo que no falta razón a los profesores alemanes. De hecho, y aunque este efecto sea menos evidente y obvio respecto de aquellas reglas que requieren de una valoración para determinar si son cumplidas o no (por ejemplo, las reglas que se refieren a la idea de que la autoría de un artículo ha de incluir a todos los que han participado de modo relevante en el mismo), también incluso respecto de estas situaciones hay que presumir que su mera enunciación tiene también efectos no despreciables en cómo nos comportamos.
– Por último, el documento también es importante respecto de no pocas, por no decir todas, de las reglas que incluye, tanto las que son claramente inobjetables y deberían ser copiadas en cualquier autorregulación sobre estos temas que quisiéramos hacer aquí (normas claras sobre autoría y la necesidad de que quienes hagan los trabajos los firmen sin que se puedan apropiar por parte de jefes o maestros, por ejemplo), otras atractivas pero que quizás tienen costes que pueden no hacer aconsejable su incorporación a un sistema como el español (por ejemplo, algunas relacionadas con la promoción del personal investigador) y otras que, en cambio, son deudoras de tradiciones alemanes que, la verdad, no parece que sean necesariamente envidiables (por ejemplo, la regla que ampara que los ayudantes, becarios o personal de apoyo se encarguen de «poner las notas a pie de página» a los artículos escritos por los profesores sin que ello signifique, a juicio de los alemanes, que la autoría sea colectiva y dando por ello carta de naturaleza a la práctica en toda su extensión).
En todo caso, el documento sobre Gute wissenschaftliche Praxis, que puede consultarse en la web de la VDStrl, merece la pena una visita (ya sea en versión original, ya sea pasando algún traductor web que más o menos permita desentrañar el texto a quienes no puedan acceder a él en la lengua original). Y, la verdad, a la luz de las discusiones y preocupaciones que hemos podido constatar en el I congreso sobre sesgos de Valencia, constatado el interés que suscita el tema y la conciencia colectiva de que habríamos de iniciar una reflexión colectiva al respecto, quizás no estaría de más que una asociación como la AEPDA (Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo) iniciara una reflexión de conjunto a fin de analizar si a nosotros nos vendría bien tratar de acordar un documento semejante.
En todo caso, y por si a alguien le resulta de interés el tema y qué han hecho los alemanes, allá va una copia del mismo y, en algunos casos, entre paréntesis, una pequeña reflexión personal sobre la regla en cuestión:
El Tribunal Constitucional ha anunciado esta mañana que admite a trámite la impugnación que el Gobierno del Reino de España planteó hace unos días contra la propuesta de «proceso de participación ciudadana» que el gobierno catalán. La Generalitat de Catalunya ya ha anunciado que no se siente concernida por esta prohibición y que el proceso en cuestión sigue su curso. A efectos de analizar con cierto rigor la situación quizás sea interesante recordar las coordenadas jurídicas básicas de una pugna que, no obstante, hace ya mucho tiempo que en lo esencial es política.
1. El 9-N bis es distinto al 9-N original. Aquí mismo, hace unas semanas, traté de exponer las razones por las que, en mi opinión (y aunque era criticable que no se hubiera permitido por parte del gobierno una opción que hubiera hecho el voto posible), el 9-N original no tenía en efecto cabida en la Constitución: básicamente porque se parecía tanto, en efecto, tato a un referéndum que materialmente lo era de facto y, guste o no, nuestra Constitución dice que la competencia para autorizarlos la tiene en exclusiva el gobierno. En cambio, como por otro lado puso de manifiesto el gobierno, que la calificó rápidamente de ocurrencia, charlotada, ridículo, etc. y recalcó que carecía de todo tipo de garantías equivalentes y propias a un proceso de votación serio (lo que es, por lo demás, bastante cierto, pues el nuevo 9-N ya no es un proceso de votación que pretenda pasar por referéndum sino otra cosa, más reivindicativa que con pretensiones de otro tipo) la nueva convocatoria de Artur Mas para el 9-N, parece bastante claro que lo que hay previsto para Cataluña este domingo no es, ni mucho menos, un referéndum ni nada que se le parezca.
2. A pesar de estas diferencias, ¿es igualmente inconstitucional el nuevo 9-N? Las razones que podrían fundamentar la inconstitucionalidad del nuevo 9-N son mucho menos sólidas, decaída esta razón, que las del anterior. El gobierno, en su recurso, ha hecho hincapié en que el contenido de la pregunta, al ser la misma que la del 9-N original, retrotrae al mismo y ello arrastraría cierta inconstitucionalidad. De nuevo, el argumento esencial de fondo, expresado de una forma u otra, es que no se puede permitir o, más bien, que nuestra Constitución no permite, que se vote nada que no quepa en el marco constitucional y que si bien es legítimo expresar ese deseo sólo hay una manera de hacerlo: instar una reforma constitucional. El problema, sin embargo, para aceptar este argumento es que nuestra Constitución sí permite defender posiciones contrarias a lo que establece nuestro ordenamiento constitucional vigente así como, por supuesto, actuar políticamente para defender esas ideas y expresarlas en público. Una serie de derechos constitucionales absolutamente esenciales están pues, en juego en el marco de esta batalla y más allá de la consulta catalana. Y parece difícil desconocerlos a la hora de analizar si cabe o no aceptar que ciudadanos y colectivos sociales se reúnan para protestar, reivindicar o incluso “votar” (sin más efectos que los meramente simbólicos o reivindicativos, pues no es un proceso electoral ni organizado a tal fin) en favor de ciertas políticas o reformas. No parece sencillo, la verdad, sentirse cómodo con un Estado moderno y democrático de Derecho que impidiera algo así ni, por otro lado, creo que nuestra Constitución esté en esa línea, afortunadamente. Es claro, pues, que la actividad material de fondo en que consiste en nuevo 9-N es perfectamente constitucional. ¡Faltaría más que no pudiera la gente reunirse para “votar” in efectos legales pero sí de exhibición simbólica a favor de lo que sea!
3. Dicho lo cual, ¿puede participar la Administración en esa convocatoria o ser parte de esos actos e, incluso, promoverlos, incentivarlos y dedicar recursos públicos a ello? Esta es una pregunta, en cambio, de respuesta algo más complicada, pues depende más de cómo entendamos la función de los poderes ejecutivos en nuestro sistema y cómo creamos que se relacionan con el resto del ordenamiento y en particular con el legislador a la hora de desarrollar sus funciones. El entendimiento tradicional de cómo se relacionaba la Administración con la ley, basado en la idea de positive Bindung, de vinculación positiva a la ley, nos decía que el poder ejecutivo sólo podía hacer, por mandato del principio de legalidad, lo que la norma previamente le había estrictamente (y explícitamente) encomendado. Sin embargo, hace ya varias décadas que este entendimiento del principio de legalidad pasó a la historia en nuestro país. La idea de negative Bindung, de que el respeto a la legalidad pasa por no incumplir la ley y hacer lo que la ley encomienda en los términos en ella establecidos pero no excluye hacer otras cosas allí donde ésta nada dice, se ha afianzado claramente, no sólo por cuestiones de hecho (es manifiesto que todas las Administraciones públicas hacen muchas más cosas a las que las leyes estrictamente les encomiendan dentro de su esfera de intereses… definida a partir de lo que los representantes electos consideran que éstos hayan de ser) sino por una evolución de Derecho que ha acabado aceptando, tempranamente en nuestro modelo constitucional, con toda normalidad desde los reglamentos independientes (sin base legal previa) allí donde la materia no está reservada a la ley o todo tipo de acciones administrativas no legalmente previstas (por ejemplo, cooperación internacional de municipios) si no hay prohibición expresa. A partir de esta evolución, la participación de la Generalitat en el 9-N alternativo no plantearía mayores problemas y sería un ejemplo más perfectamente sólito, de esta evolución que amplía las labores de las Administraciones y les permite hacer cada vez más cosas más allá de lo previsto en las leyes. Al menos, no lo plantearía jurídicamente y, de hecho, ni siquiera es éste un elemento sobre el que se haya hecho excesivo hincapié, por ello, en el recurso del gobierno. Otra cosa es que políticamente gustara más o menos a los ciudadanos. Pero esa es una cuestión que éstos habrían de zanjar en las elecciones.
4. Las claves últimas de la importancia de la decisión del Tribunal Constitucional, sin embargo, son de tipo formal y procedimental. Ahora bien, dicho todo esto, conviene recordar, como ya ocurrió con la anterior impugnación del primer 9-N, que la decisión del Tribunal Constitucional de admitir un recurso a trámite no tiene que ver con su evaluación sobre el fondo del asunto. Esto es, el primer 9-N está suspendido porque lo está también, entre otras cosas, la ley de consultas que le daba cobertura… aunque el TC todavía no haya decidido en ninguno de los dos casos sobre el fondo de la cuestión, esto es, sobre si la ley es o no constitucional y, en consecuencia, es o no posible la convocatoria. Quizás, de hecho, todavía se pueda dar una sentencia que las entienda adecuadas y constitucionales (en contra, por ejemplo, de lo que yo he argumentado por esa similitud material con un referéndum).
Del mismo modo, esta segunda convocatoria está cautelarmente suspendida porque así lo ha solicitado el Gobierno al impugnarla (y la norma establece este desequilibrado régimen de control sobre las actuaciones legales y ejecutivas de las CC.AA.) y nada puede hacer al respecto el Tribunal Constitucional cuando acepta admitir a trámite un recurso del gobierno. Y, sin embargo, en este caso, no es evidente ni mucho menos que la actuación del TC sea neutra porque hay discusión jurídica sobre la posibilidad de admitir un recurso sobre actividad meramente material de la Administración. La Constitución prevé en su art. 161 que los recursos ante el Tribunal son respecto de leyes u otras disposiciones y también respecto de las disposiciones y resoluciones de los órganos autonómicos. Por su parte, en la LOTC esto se traduce en “leyes, disposicones y actos impugnados” (véase su Título II). Es decir, en general, parece que el Tribunal Constitucional está para actuar respecto de cierta actividad administrativa de las Comunidades Autónomas, la formalizada, pero no la informal o material. Esta idea, la verdad, es algo más o menos razonable. De hecho, en muchas otras áreas de nuestro ordenamiento el Tribunal Constitucional no actúa siempre y en todo caso para controlar cualquier actuación. Ni siquiera respecto de cualquier violación de los derechos fundamentales lo hace desde que fue reformada la LOTC para hacer el recurso de amparo potestativo. Es decir, la Constitución y la ley reservan al Tribunal Constitucional para actuar frente a las más importantes actuaciones públicas o privadas y sobre ellas le atribuyen competencia, pero no se entiende que la tenga per se para controlar cualquier acto con relevancia jurídica. Es cierto que existe un lejano precedente que permitió al TC decretar la falta de competencia del gobierno vasco para convocar unas elecciones sindicales por vía material y no formalizada, pero la diferencia entre ese caso y el del «procedimiento catalán» es evidente, en la medida en que esa acción del gobierno vasco pretendía tener efectos jurídicos.
A estos efectos cabe recordar que hay una jurisprudencia abundantísima de nuestros tribunales, avalada por cierto siempre por el Tribunal Constitucional, que no permitía impugnar actividad administrativa ante la justicia ordinaria si no era reconducible a uno de los supuestos previstos legalmente. Es más, la actividad material de la Administración, en España, era muy difícilmente controlable, más allá de casos de vía de hecho, antes de 1998 justamente por esta razón y cuando en esa fecha se reforma al fin la ley de la jurisdicción contenciosa y se permite ya impugnarla en ocasiones sigue habiendo restricciones, de modo que siguen existiendo parcelas de actividad material difícilmente fiscalizables. Resulta, pues, como mínimo, discutible que esta impugnación del gobierno tenga base jurídica y es llamativo que el Tribunal constitucional haya hecho caso omiso a su propia jurisprudencia previa a la ley de la jurisdicción de 1998 sobre una cuestión en el fondo equivalente (¿se puede impugnar actividad material de la Administración cuando no está expresamente previsto en la norma esa vía de recurso ante el órgano de control?). No sólo eso, sino que la admisión del recurso se comunica en providencia que ni siquiera se digna en argumentar mínimamente esta cuestión, algo que, como mínimo, habría sido de agradecer. Porque es muy probable que las cuestiones de fondo que sí puede plantear el 9-N (esencialmente, la discusión sobre si la Administración puede válidamente participar en algo así, organizarlo incluso y destinar a ello recursos públicos) hubieran debido ser residenciadas, en su caso, en un recurso ante los tribunales ordinarios.
Está ya a la venta el libro Ciudad y movilidad. La regulación de la movilidad urbana sostenible (también en versión ebook), que hemos realizado entre varios colegas y amigos, la mayor parte de nosotros juristas, con la intención de analizar cómo están regulados en España los problemas asociados en materia de movilidad urbana, convivencia entre peatones, ciclistas, transporte público y automóvil privado, así como las medidas de fomento y las acciones administrativas que se pueden adoptar dentro del marco legal vigente para fomentar un modelo de desplazamientos urbanos más sostenible.
El libro ha contado con la colaboración de muchos juristas de la red CicloJuristas porque, como se puede intuir, tiene su origen en las preocupaciones comunes de una serie de personas que, dedicándonos al Derecho, compartimos la preferencia personal de hacer nuestros desplazamientos urbanos en bicicleta. Y de esta coincidencia privada han surgido posteriormente lazos de amistad y muchas iniciativas, como la mencionada red (o, a escala de la Universitat de València, el colectivo Universitat en Bici), a las que este libro se une. Una obra que, de alguna manera, es parte de los resultados de un congreso que hicimos en 2013 sobre la ley valenciana de movilidad con ayuda de la GVA y gracias también al interés de la UIMP de Valencia, que nos acogió para realizar el seminario. Un seminario en el que contamos con la participación de mucha gente de colectivos como València en Bici, ConBici, Ciutat30, partidos políticos, sindicatos… que han trabajado mucho, a distintos niveles, por las mejoras en la movilidad urbana y a los que tenemos mucho que agradecer. Ojalá este librito pueda serles de utilidad en su trabajo. Y es que el tema está de moda y los poderes públicos, otrora reacios, parece que al fin se han dado cuenta tanto de la importancia de esta cuestión como de la creciente exigencia por parte de la ciudadanía de mejoras en la materia.
La obra (cuyo índice completo puede consultarse aquí) se estructura con una primera parte donde Joan Subirats habla de la importancia de la movilidad para dar calidad (y justicia social) a las políticas urbanas, y luego Vicent Torres nos explica la importancia de la movilidad urbana en términos de sostenibilidad mientras que Joan Olmos analiza la evolución de nuestras ciudades en este plano. A partir de aquí, el análisis es ya estrictamente jurídico, con Enrique Guillén explicando el fundamento constitucional de los derechos de los ciudadanos afectados por la regulación de la movilidad, Elisa Moreu explicando cuáles son los diversos instrumentos jurídicos con los que contamos para la regulación del fenómeno y Eloísa Carbonell dando cuenta de la concreta articulación de competencias de las distintas Administraciones públicas en la materia, así como del enmarque jurídico en que las políticas urbanas en esta materia, llevadas a cabo por los entes locales, se han ido produciendo. A continuación Michael Fehling nos hace un repaso muy interesante sobre la regulación en Derecho comparado, analizando las experiencias alemanas, francesas e inglesas en la materia de las que se pueden extraer muchas enseñanzas. Cerrando este bloque de trabajos Paco Bastida analiza con mucho detalle todos los aspectos jurídicos relativos a la movilidad ciclista (incluyendo la polémica del casco obligatorio, claro) y José María Goerlich nos expone los diversos enfoques con los que desde el Derecho se puede ordenar la movilidad urbana relacionada con los flujos laborales y qué medidas existen para, tanto desde los poderes públicos como desde los privados, incentivar los desplazamientos sostenibles por razón de trabajo. El libro se cierra, dado que una de las excusas que hemos tenido para volcarnos a estudiar el tema fue la aprobación de esa norma, con una serie de estudios sobre la ley valenciana de movilidad sostenible de 2011, una de las pocas normas autonómicas (la única junto a la catalana) que aspiran a regular de forma global la cuestión. El primero de ellos es un trabajo mío sobre la orientación general de la ley, sus virtudes, sus defectos y cómo estructura su voluntad de intervención jurídica. Después, Reyes Marzal analiza con detalle las medidas de planificación que prevé la norma y esta última parte de la obra se cierra con sendos trabajos de Diego Ortega y David Estal analizando experiencias aplicativas en relación a esta norma: el proceso de redacción del Plan de Movilidad Urbana sostenible de la ciudad de Valencia y una propuesta sobre usos de la vía pública de futuro.
En definitiva, que si estáis interesados, ya tenéis el libro a la venta, tanto en papel como en ebook en la web del editor, PUV (Publicacions de la Universitat de València).
A continuación, para aquellos interesados, incluyo mi capítulo en la obra, destinado como ya he dicho al análisis de la ley 6/2011 de Movilidad de la Comunitat Valenciana. Aunque centrado en esta experiencia valenciana, el texto, en la medida en que repasa sus virtudes y deficiencias, puede servir como guía de lo que podría o debería ser una buena norma autonómica en la materia: analiza qué ámbito competencial es propio a una norma autonómica dado nuestro reparto de competencias, explica los posibles modos de enmarcar jurídicamente la acción local y promover más decididamente la movilidad sostenible (obligaciones en materia de planificación, por ejemplo), explica las medidas que se pueden adoptar (y su engarce jurídico en España) en la regulación de los transportes colectivos tanto en gestión directa como indirecta así como en el sector del taxi y se da un repaso a cómo quedan los derechos de los ciudadanos en la materia. Por último, se analizan las ventajas e inconvenientes del modelo por el que opta la ley de planificación sectorial de la movilidad al margen de la planificación urbana genérica y se proponen medidas alternativas para profundizar en la participación ciudadana a la hora de adoptar este tipo de decisiones administrativas. Confío en que os resulte de interés.
Quienes sigan este bloc desde hace tiempo recordarán que, en contra del optimismo generalizado con el que fue acogida por casi todo el mundo en España (medios de comunicación a la cabeza, pero también buena parte de los juristas que se expresaban en público sobre el tema), a mí no me gustó especialmente la sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional. Ni me gustaba la decisión jurídicamente, por varias razones, que expliqué en su momento (había declaraciones de inconstitucionalidad gratuitas que no casaban con lo que tiene que ser la mesura de un TC a la hora de enjuiciar leyes aprobadas por el legislador, esa necesaria judicial restraint de la que los americanos -en este caso respecto de dos legisladores y del cuerpo electoral-, como ponerse a evaluar declaraciones del preámbulo o cargarse una forma que había sido pacífica durante décadas de entender la promoción y defensa de la lengua catalana; y además, en general, entendía que el esfuerzo hecho durante el proceso estatutario por «llevar al extremo» los límites de una interpretación autonomista del texto constitucional eran interesantes y merecían más comprensión, incluso a la luz de la coherencia con su propia doctrina pasada, por parte del TC, como expliqué en este texto donde además se pueden ver enlaces a opiniones de otros juristas); ni, sobre todo, compartía la visión que se hizo inicialmente dominante de que la STC 31/2010 había logrado un interesante equilibrio eliminando las inconstitucionalidades más flagrantes pero dejando indemne en lo esencial el texto estatutario, lo que permitiría resolver el problema político de fondo. Como expliqué aquí, y más allá de las agresiones gratuitas y excesos interpretativos que a mi juicio también contenía la sentencia, la esencia de la misma suponía además que, en la práctica, se dejara sin efectos, por mucho que no lo declarase inconstitucional, todo el articulado, complejo, extenso, prolijo incluso, con el que el Estatut de Catalunya de 2006 pretendía «blindar» las competencias autonómicas (algo que fue injustamente muy criticado pues para eso, justamente, sirve un texto estatutario). Y es que el TC dijo algo así como que bueno, que no iba a anular todo esos preceptos, pero que en el futuro podía entender que cualquiera de esas competencias no valía y que, en su caso, y siempre que lo considerare, podría dejar sin efecto esas cláusulas y dejar que el Estado pudiera entrar y campar en esos ámbitos competenciales tan tranquilo dijera lo que dijera el texto estatutario aprobado. Es decir, que la STC se cargaba el Estatut, en su esencia, totalmente. Suponía la STC 31/2010 una afirmación recentralizadora que, más allá de las críticas jurídicas que, por las razones expuestas, podía merecer, gustaba, eso sí, mucho en Madrid (entendido el término como referido a la capital de España y elites asociadas), pero que, como anticipé en su momento, no sólo no iba a resolver problema alguno sino que lo iba a agravar. Vamos, y como aparece en los comentarios al texto, que Manuel Aragón, ponente de la misma saludado por todo el establishment español como el gran salvador del momento, en realidad, podía acabar habiendo hecho un flaco favor a la unidad de España y, en cambio, haberse hecho acreedor de una estatua en todas las plazas mayores de una futura Cataluña independiente.
Cuatro años después, y a pesar de que desde nuestra prensa amiga nos llevan diciendo periódicamente que no pasa nada, que todo está controlado, que esto es un suflé, que es sólo cosa de dinero y de cuatro chalaos, o una maniobra política de corto recorrido o no sé qué, hoy el president de la Generalitat catalana, Artur Mas, ha convocado, amparado por una ley previamente votada por una amplísima mayoría (un 80% de los diputados catalanes se pronunciaron a favor de la misma) del parlamento catalán sobre consultas populares no refrendatarias (llei 10/2014, de consultes populars no refrendatàries i altres formes de participación ciudadana), una consulta para que los catalanes se pronuncien sobre el futuro de Cataluña y, en concreto, su futuro como estado y, en su caso, como estado independiente (decret 129/2014, de convocatòria de la consulta popular no refrendatària sobre el futur polític de Catalunya). Como es evidente, se trata de un acontecimiento jurídicamente muy importante, de una relevancia difícil de sobrevalorar. Políticamente, además, la situación es también complicada. En respuesta a lo que de forma muy común es considerado desde las elites socioeconómicas y políticas españolas con un punto de sobreactuado dramatismo como un «desafío soberanista a la legalidad vigente» el Gobierno del Estado ha anunciado una batería de medidas que, en realidad, jurídicamente no tienen nada de particular. Es, sencillamente, el procedimiento al uso cuando desde el gobierno central se entiende que una determinada actuación de los poderes legislativo o ejecutivo de una Comunidad Autónoma no se ajustan a la Constitución: anunciar sendos recursos ante el Tribunal Constitucional impugnando tanto la ley como la convocatoria que lograrán el efecto automático de suspender su aplicación (pues así lo establece nuestro ordenamiento jurídico, de modo asimétrico, cuando es el Estado quien impugna actos autonómicos) durante 5 meses, prorrogables después por decisión del Tribunal Constitucional, hasta que haya decisión de fondo de este órgano sobre la cuestión. Nada demasiado raro ahí, pues. Algo más llamativo es que tanto el Consejo de Estado como, sobre todo, el Tribunal Constitucional, estén por lo visto dispuestos a montar sesiones y plenos extraordinarios para zanjar este expediente cuanto antes en lugar de esperar a sus respectivas sesiones ordinarias previstas para de aquí a unos días. No se entiende la urgencia o, al menos, no se entiende jurídicamente. Quizás nuestros órganos de control de la regularidad jurídica de ciertas actuaciones, y sobre todo el Tribunal Constitucional, deberían contener un poco sus ganas de agradar al gobierno, siquiera sea por una cuestión estética, la verdad. La naturalidad con la que todo el mundo no sólo asume sino que saluda que se preparen los informes y dictámenes respecto de una norma o actuación antes de que la misma se dicte y en íntima coordinación con el gobierno es ciertamente llamativa… y preocupante.
Sin embargo, más allá de estas peculiaridades de nuestra democracia y sus instituciones, menores si se quiere, está la cuestión de fondo. A saber, si la ley de consultas catalana es o no constitucional y, en parte como consecuencia de ello, si lo es o no la convocatoria de la consulta prevista en estos momentos para el 9-N. Con carácter previo a analizar cómo se encuadra jurídicamente este problema, sin embargo, cabe hacer una última reflexión. Y es que, más allá de que la fórmula finalmente empleada por el gobierno catalán para consultar a los ciudadanos sea o no constitucional, lo que está claro es que la imposibilidad de preguntar a los catalanes no tiene un origen jurídico sino político. En efecto, si el gobierno de España, que tiene una incuestionada competencia para convocar referéndums, considerara oportuno hacerlo, no habría problema alguno para que se pudiera preguntar a los catalanes sobre, por ejemplo, si creen que es preciso iniciar un proceso de reforma constitucional que les permita ejercer el derecho de secesión. Por esta razón he tratado de explicar en alguna ocasión que la no celebración de una consulta o referéndum responde más a una severa intransigencia de tipo político y una cerrazón democrática muy perjudiciales para todos, y especialmente para la unidad del país, empeñada en no preguntar y no querer conocer la opinión de los ciudadanos, en no verse forzada a convencer y a proponer un proyecto de convivencia común y que nos convenza (o que convenza a los catalanes) mucho más de lo que tenemos ahora, que a una verdadera imposibilidad estrictamente jurídica. No es ésta una opinión insólita, sino muy común entre juristas. Hace años que Rubio Llorente, nada sospechoso de radical independentista, viene defendiéndola. Pero no sólo él, basta analizar el especial de El Cronista del Estado Social y de Derecho dedicado a estas cuestiones hace unos meses para comprobar que casi desde todas las posiciones, fueran más contrarias al independentismo o más comprensivas, consideraban en cambio como posible preguntar por parte del Estado y, casi siempre, muy conveniente hacerlo. De todos modos, por abundar un poco más a este respecto con algo más reciente, hoy mismo publica un trabajo Francesc de Carreras, como es sabido muy crítico con el independentismo, de título «hay que buscar una solución» en la senda de los ejemplos escocés o quebequés que, como es sabido, votaron sobre la cuestión con total naturalidad.
Quiere decirse con ello que el que el Estado hubiera autorizado el referéndum habría sido una solución inteligente y habría planteado muy pocos problemas jurídicos: casi nadie considera imposible hacer un referéndum sólo para parte del territorio español (la Constitución no impone que así hayan de ser) y es perfectamente posible encontrar una pregunta pactada que sortee la STC 103/2008 (Ibarretxe) que, sin apoyo constitucional explícito, optó por constreñir las posibles preguntas que pueden hacerse en un reteréndum. Y ello incluso en el caso de que consideremos que esa doctrina es generalizable y aplicable a un referéndum organizado por el Estado, como explica de manera técnicamente muy completa aquí Eduardo Vírgala. Todo ello, claro está, en el caso de que queramos tratar de buscar una salida cívica y política, por mucho que jurídicamente canalizada, a un problema que esencialmente lo es de este tipo. Como es sabido, no ha sido ésta la actitud del Estado español, sino todo lo contrario, pues no ha habido respuesta otra que la cerrazón e intransigencia más absoluta. Pero como recuerda Santiago Muñoz Machado en la introducción a su más reciente libro, Cataluña y las Otras Españas (Crítica, 2014), una situación como esta «sólo puede superarse en un marco de consenso o por la vía revolucionaria y constituyente. Desde este punto de vista, el reto independentista se convierte en una cuestión política y de hecho, que suele dejar al margen la legalidad establecida». Y conviene recordar a este respecto, como hacía Araceli Mangas en el especial de El Cronista ya referido, en un artículo interesantísimo, que una vez nos vamos a la segunda opción pretender que el Derecho, y más todavía el Derecho internacional, vaya a poner freno a ciertas dinámica de hecho, es desconocer la realidad. Si éstas se producen, el Derecho internacional las acaba reconociendo. Un asunto del que, por cierto, hemos tenido ocasión de debatir en el Seminari de la Facultat de Dret, con una ponencia fantástica de Roberto Viciano y un debate muy interesante.
Planteado en estos términos, agotada la vía de la política del compromiso porque el Estado entiende que, por más manifestaciones políticas que haya y más mayorías ciudadanas claramente articuladas a través de sus representantes legítimos, aquí nada hay que negociar y menos todavía oportunidad de dar la palabra a los catalanes, el asunto se dirige hacia donde se dirige. La cuestión será si, efectivamente, el independentismo catalán cuenta con el apoyo social necesario, que ha de ser muy mayoritario para superar el vértigo que conlleva dar un paso así, para pasar a la vía del los hechos constituyentes. Mientras tanto, la convocatoria del president de la Generalitat es un último intento por parte de Cataluña de mantener el debate dentro de los cauces constitucionales. La cuestión es, ¿es efectivamente posible que así sea en ausencia de voluntad concurrente del Estado? Porque si el Estado no impugnara la consulta, por no entenderla inconstitucional, es claro que se podría hacer. Como se podría haber hecho un referéndum, como en Escocia, pactado con y convocado por el Estado en uso del art. 92 CE. Ahora bien, no es aquí donde estamos, sino en una situación dónde no aparece esa voluntad estatal concurrente. Hemos por ello de analizar si es posible una consulta como la convocada por Cataluña para el 9-N dentro de la Constitución a partir de sus solas competencias y de la exclusiva manifestación de voluntad jurídica de sus instituciones.
Hay, respecto de la ley catalana de consultas populares no refrendatarias y la convocatoria hoy producida derivada de la misma, dos cuestiones esenciales que se pueden discutir respecto de su constitucionalidad, ambas derivadas de la ya mencionada STC 103/2008 (Ibarretxe): una es si materialmente estamos o no ante algo distinto a un referéndum (pues eso tiene consecuencias competenciales), la otra si la pregunta planteada es o no posible según nuestra Constitución. Ha de quedar claro que ambas cuestiones jurídicamente conflictivas derivan no tanto de límites establecidos por el texto constitucional en sí mismo como de su aparición a partir de una interpretación muy particular del Tribunal Constitucional (aparecida, además, como respuesta muy concreta a un problema muy concreto, el Plan Ibarretxe). Esta doctrina podría no ser generalizable o, de modo más sencillo, no ser generalizada por el TC llegado el caso. En todo caso, analicemos con algo más de detalle cuál es el marco jurídico del problema:
1. En primer lugar, el TC ha considerado que la competencia estatal de convocatoria de referéndums del art. 92 CE (una decisión de atribución competencial a mi juicio criticable por parte del constituyente, pues impide cosas tan sencillas como referéndums locales si no media autorización y convocatoria estatal de los mismos, por ejemplo, pero que es el Derecho vigente que tenemos y con él hemos de jugar) veda a una Comunidad Autómoma convocar algo materialmente idéntico a un referéndum, que la STC 103/2008 define a partir del hecho de consultar a la población, a partir del censo electoral y con garantías propias de un proceso electoral, sobre una cuestión política básica. La ley 10/2014 catalana, por ello, introduce diferencias, sobre todo en el cuerpo electoral al que se consulta (mucho más amplio por incluir a mayores de 16 años y a inmigrantes residentes) y en algunas cuestiones procedimentales, respecto de una convocatoria electoral . Esto hace que haya quien considere que estamos ante algo materialmente diferente a un referéndum, como ha explicado aquí resumidamente Mercé Barceló o, en un plano jurídicamente más relevante, ha acabado dictaminado el Consell de garanties estatutàries de Catalunya, por lo que la regulación de la ley catalana sería perfectamente constitucional. Personalmemte, sin embargo, a pesar de estas opiniones, me parece que es complicado negar que lo que regula la ley de consultas es algo que materialmente se confunde con lo que todos consideramos un referéndum. Como le pasa a Marc Carrillo, que lo explica en su voto particular (a partir de la página 123 del dictamen del CGE) de forma que me parece muy sensata, es obvio que el legislador catalán ha tratado de diferenciar estas consultas de un referéndum, pero probablemente ello, sencillamente, no es posible para un caso de este tipo. Existiendo un precepto como el art. 92 CE (ya digo que, en mi opinión, muy criticable) las consultas que pueden regular y convocar las autonomías han de ser algo que no consista en una pregunta muy básica y de tipo intensamente político que se responda en una unidad de acto por parte de la población sino algo sustancialmente distinto. Quizás un procedimiento de consulta más complejo, más articulado, con más instancias participativas. Pero no una simple pregunta sobre una cuestión básica que responde el electorado… por mucho que ese electorado no sea exactamente el cuerpo electoral ordinario. Personalmente, pues, considero muy probable que, sometida a un escrutinio de constitucionalidad estricto, la ley catalana no pase la criba del Tribunal Constitucional y tal solución no me parece jurídicamente escandalosa, sino consecuencia de un muy restrictivo artículo 92 CE. No obstante, también es obvio que, dado el esfuerzo diferenciador hecho por el parlamento catalán, una interpretación «estrictamente legalista» de la STC 103/2008 permitiría, si se considerara que principialmente la Constitución ha de fomentar las formas de participación más democrática, abrir el campo. Pero no parece que esa sea la línea de nuestro TC ni de su jurisprudencia.
2. Una segunda cuestión conflictiva tiene que ver con la pregunta concreta que, en el marco de la ley catalana 10/2014, ha sido realizada para la convocatoria del 9-N. La ya varias veces citada STC 103/2008 sobre el Plan Ibarretxe parece afirmar que es inconstitucional plantear cualquier pregunta que afecte al orden constitucional vigente y a sus elementos más fundamentales tales como la unidad de la nación española, pues a su juicio esos temas sólo pueden preguntarse a la ciudadanía en el marco de un proceso de reforma constitucional del art. 168 CE. A mi juicio, esta objeción es menos relevante. Como bien señala Xavier Bernadí, es dudoso que de afirmaciones referidas a la concreta problemática del Plan Ibarretxe se pueda construir una teoría general, máxime si hay que basarla en considerar que nuestra Constitución, que siempre hemos dicho que no es un modelo de «democracia militante», prohíbe preguntar ciertas cosas (con todo, y coetánea a la STC Ibarretxe, termos la tristemente famosa sentencia que dio luz verde a la ley de partidos). Pero es que, además, incluso en el caso de aceptar que esa limitación siga vigente es posible, tal y como señala Eduardo Vírgala, plantear una pregunta que cumpla la misma función política (saber qué piensan los catalanes sobre la independencia de Cataluña sin hacerlo cuestionando la unidad de la nación española directamente). En una línea semejante, es muy interesante el decreto de convocatoria de la consulta del 9-N, pues se argumenta en su breve preámbulo, inteligentemente, que su función, meramente consultiva, se conecta con la posibilidad de ejercicio de competencias constitucionales reconocidas a Cataluña como las de instar una determinada reforma constitucional, lo que permite vincular de alguna manera la pregunta en cuestión, y el hecho de conocer la opinión de los catalanes sobre este tema, al ejercicio de competencias absolutamente constitucionales y ordinarias de Cataluña que el TC no tiene por qué entender (y de hecho sería raro que interpretara) como un atentado al orden constitucional (pues están expresamente previstas en el texto constitucional). Así como me genera más dudas que, dado el orden constitucional vigente, sea fácil entender que lo que se ha convocado para el 9-N sea una cosa distinta a un referéndum me parece, en cambio, que esta pregunta, a partir de esa fundamentación, debiera ser perfectamente posible (y lo habría sido a mi juicio en caso de un referéndum organizado y convocado por el Estado, por ejemplo) en nuestro orden constitucional.
Estas son las dos cuestiones esenciales que van a enmarcar el debate jurídico a que se enfrenta el Tribunal Constitucional y las que van a determinar la constitucionalidad (o no) tanto de la ley de consultas catalana como de la convocatoria de esta concreta consulta. Aunque hay otras cuestiones muy interesantes en la norma y la actuación (en materia de garantías y procedimiento, por ejemplo; o, sobre todo, en el hecho de que haya expandido el cuerpo electoral incluyendo a los inmigrantes residentes, lo que es una medida muy saludable a pesar de que la ley haya sido extrañamente criticada como si fuera más restrictiva globalmente que la ley estatal equivalente a este respecto, cuando es justo al contrario), no tiene sentido ocuparnos ahora de ellos. Los esenciales a efectos de su contraste constitucional son los ya referidos. Y son los que determinarán la suerte de la norma y su posibilidad de formar parte de nuestro ordenamiento jurídico de forma estable.
No será, sin embargo, este juicio de constitucionalidad lo que determine jurídicamente, en cambio, la solución a corto plazo. Como bien explica Eduardo Vírgala, el recurso del gobierno determinará la suspensión tanto de la ley como del decreto , de modo que en Derecho no será posible celebrar la consulta del 9-N por una simple interposición de un automatismo procedimental estructural y la solución final sobre su constitucionalidad llegará mucho tiempo después de pasada esa fecha. Es ésta una solución procedimental peculiar que ya hemos tenido ocasión de comentar y criticar por injustificadamente asimétrica (por ejemplo, comentando alguna afirmación de Muñoz Machado en su Informe sobre España sobre la mala adecuación del sistema de control de constitucionalidad de leyes por entenderlo «descompasando» en favor de las CCAA y generador de excesivos riesgos como consecuencia de permitir que leyes autonómicas luego inconstitucionales puedan estar años en vigor y desplegando efectos, algo que es manifiesto que con este tipo de reglas es difícil argumentar que sea efectivamente el caso) y que, de nuevo, por peculiar y descompensadamente pro-estado que sea, es nuestro Derecho vigente. De modo que, incluso aunque no se dieran la bochornosa prisa que se van a dar los magistrados del TC para que ese efecto se produzca aún más rápido, la consulta catalana quedaría en todo caso automáticamente suspendida en unos días. Probablemente, no es una buena noticia que así vaya a ocurrir, pues se ciega así una de las pocas vías que, a estas alturas, permitían albergar esperanzas de vehicular jurídicamente un conflicto político latente que, como ya se ha dicho, de un modo u otro acabará resolviéndose… a buenas o a malas. Y el Derecho debería de estar para ayudar a que fuera a buenas, la verdad, dentro de lo posible.
Ahora que por fin damos inicio al curso académico 2014-2015 empiezan a concretarse algunos de los proyectos que todos hemos preparado desde hace meses. En el área de Derecho administrativo de la Universitat de València, y a partir de una idea de Gabriel Doménech en la que nos ha embarcado a otros compañeros del departamento como Reyes Marzal o yo mismo, estamos muy ilusionados con el I Congreso sobre sesgos de la investigación jurídica que hemos diseñado con muchas ganas en los últimos meses y que finalmente se celebrará los días 13 y 14 de noviembre de 2014 en la Facultat de Dret de la UVEG.
La idea es aprovechar estos dos días para analizar cómo hacemos investigación jurídica, en general, pero sobre todo en España, y tratar de entender si la hacemos todo lo bien que sería posible o si, por el contrario, hay numerosos factores que la condicionan y la convierten en menos objetiva, neutral, correcta y, por todo ello, en algo socialmente mucho menos útil de lo que podría ser si estableciéramos la debidas normas que nos obligaran a hacer las cosas mejor o si, simplemente, fuéramos mucho más conscientes de la existencia de ciertos sesgos en que todos incurrimos (o corremos el riesgo de incurrir) inadvertidamente. Téngase en cuenta, y esto es algo que afecta particularmente al mundo del Derecho y la «investigación» asociada al mismo que hacemos, dado que existe un vibrante mercado privado de la intermediación jurídica donde también se produce conocimiento, se analizan leyes y sentencias y se afecta a cómo funciona, a la postre, nuestro ordenamiento jurídico, que la conveniencia de asignar una generosa financiación pública a la «ciencia» o, simplemente, al «estudio» tiene mucho que ver con esto de que los resultados sean socialmente útiles y mejores, así como diferentes, a los que se obtendrían por medio de la «ciencia y el estudio» que las propias dinámicas de mercado del sector privado ya garantizan de por sí.
En España no tenemos mucha, por no decir ninguna, tradición de prestar atención a estas cuestiones. La Universidad, y en particular las Ciencias Sociales (y, más en particular aún, el Derecho) funciona en nuestro país a estos efectos por medio de una serie de tradiciones que, si bien muy buenas para muchas cosas, plantean algunos problemas cuando se trata de orientar la investigación e inculcar su metodología. Por una parte, concentran la transmisión de la ética y deontología que afecta a nuestros quehaceres investigadores, e incluso el aprendizaje de cómo se han de desarrollar, en manos de un sistema de transmisión gremial, de maestros a discípulos, donde todo acaba dependiendo en demasía de ciertas tradiciones propias a cada grupo. Por otra , no parece que hayamos pretendido nunca, o considerado siquiera, que sea necesario un análisis más moderno y más «científico» a su vez, de estas cuestiones. Seguimos confiando en la tradición, sea buena o mala, y que depende mucho de cada persona y grupo, no creemos en que sea necesario un estudio riguroso de estas cuestiones y no hemos ni siquiera prestado demasiada atención, en serio, a las cuestiones deontológicas como colectivo. Estamos a años luz, por ejemplo en el ámbito del Derecho público, de haber tenido una reflexión colectiva (a pesar de que ya existen ámbitos colectivos como el de la Asociación Española de Derecho Administrativo que permitirían iniciarla) sobre estos temas homologables e lo que ocurre con los profesores alemanes de Derecho público, quienes, por ejemplo, tienen unas normas de conducta donde exponen con cierto detalle cómo han de hacerse ciertas cosas justamente para evitar algunos (que no todos) de los sesgos que pueden llevarnos a hacer mala investigación.
A pesar de esta aparente falta de acción en la materia, en la Universidad española, sin embargo, somos muy conscientes de que no hacemos todo bien y de que problemas de este tipo, haberlos, haylos. Pero las quejas y las propuestas no suelen pasar de comentarios de cafetería o reflexiones, muchas veces muy compartidas por el colectivo, que sin embargo carecen de un poso de reflexión y de un estudio riguroso. Con este primer Congreso dedicado al estudio de los sesgos de la investigación (esperemos que haya más en el futuro que profundicen en estas cuestiones, porque lo creemos importante) queremos sentar las bases para una reflexión que vaya más allá de las charlas de café o de las quejas por lo mal que van ciertas cosas y empezar a trazar una cartografía de los problemas existentes con la intención de comenzar, poco a poco, a analizarlos de forma sistemática, exhaustiva y analítica, entendiéndolos mejor, aportando datos y apuntando posibles soluciones para minimizar sus efectos.
Para todo ello hemos contactado con personas de toda España y de distintas disciplinas jurídicas que se han significado por su preocupación por estas cuestiones, a partir de las cuales hemos confeccionado un programa inicial que aspira, como mínimo, a poder realizar esa cartografía a la que hacía referencia antes. Además, queremos invitar a todos los miembros de la comunidad jurídica (e incluso a otros estudiosos de ciencias sociales que puedan estar interesados porque los problemas a los que se enfrentan en sus disciplinas son muy parecidos o están íntimamente relacionados con los que nos afectan a nosotros) a que nos propongan comunicaciones con cuestiones adicionales, tipos de sesgos que se nos hayan podido pasar o a realizar desarrollos específicos sobre algunos de los problemas que pueden causar los sesgos de los que ya vamos a hablar. La idea es que estas comunicaciones, como las ponencias, sean análisis de los problemas, descripciones del mecanismo de funcionamiento de ciertos sesgos, estudio de las situaciones de hecho o de Derecho que incentivan su aparición y potencian sus problemas, así como propuestas de reforma que permitirían su desaparición o, al menos, la minimización de sus efectos.
El programa provisional, con el que estamos muy contentos, es el siguiente:
PROGRAMA DEL I CONGRESO INTERNACIONAL SOBRE SESGOS DE LA INVESTIGACIÓN JURÍDICA
A finales del pasado mes de julio el Conseil Supérieur de l’Audiovisuel francés dio a conocer, en medio de mucha polémica, su decisión respecto de la petición de tres grupos audiovisuales (TF1, M6 y Canal+) de que algunas de sus cadenas que emitían por ondas hertzianas en modalidad de pago (respectivamente, la cadena informativa LCI; la cadena cultural Paris Première; y la cadena de documentales Planète+) pasaran a emitirse en abierto en lo que en España llamaríamos TDT (televisión por ondas hertzianas digital). El asunto es interesante en la medida en que ilustra sobre algunos de los rasgos, y también de las paradojas (o, al menos, de las posibles incongruencias desde un plano jurídico), del modelo de regulación sobre el sector que se está imponiendo en Europa y del que Francia, con su CSA, es un exponente privilegiado que más de una vez desde España se propone copiar.
En efecto, en Francia, las decisiones sobre el número de canales que emiten en abierto y la adjudicación de los mismos a ciertas empresas y proyectos audiovisuales es competencia de una administración independiente, el mencionado CSA (Conseil Supérieur de l’Audiovisuel). Se trata de una administración independiente, creada a finales de los años 80 (bajo la presidencia de François Mitterrand) para ir quitando control político directo sobre el sector televisivo al gobierno, en un momento en que comenzaba en Francia una cierta liberalización del sector (durante los años previos de la primera cohabitación Mitterrand se había privatizado la primera cadena francesa pública, TF1, hecho sin precedentes en Europa; y además unos años antes también se había abierto tímidamente la oferta al sector privado, con la fallida 5ème del inevitable Silvio Berlusconi, Canal+ como alternativa de pago y la entrada de otra televisión privada, M6). Como todos los administradores independientes, la fórmula CSA tiene luces y sombras. En primer y principal lugar, que la independencia predicada, por definición, no lo puede ser del todo. Así, frente a muchas garantías en su acción, la selección de los a partir de ahora 7 miembros que componen el CSA deja claro que su legitimidad es (como por otro lado es razonable que no pueda ser de otra manera, dada la labor que realizan) política: a 1 de ellos, el presidente, lo elige directamente el Presidente de la República, a otros 3 el Presidente de la Asamblea Nacional y a otros 3 el Presidente del Senado. El actual presidente del CSA, sin ir más lejos, es Olivier Schrameck, que fue jefe de gabinete de Lionel Jospin. Queda claro, pues, que por muy independiente que sea el organismo en su actuar no está aislado de las consideraciones políticas ni es sólo (o siquiera principalmente) un organismo «técnico».
El caso es que, con sus luces y sus sombras, el modelo del CSA se ha consolidado. Es cierto que ha permitido actuar con mucha más intensidad sobre el sector y que, al no ser las decisiones tomadas por el gobierno, tanto la sociedad como los operadores privados han aceptado de mejor grado un mayor nivel de intervención administrativa de lo que es habitual por ejemplo en España. Hace algunos años reflexionaba sobre esta cuestión, sobre el hecho de que curiosamente una intervención a cargo del gobierno en primera persona tiende a ser mucho menos agresiva, en un trabajo hecho para la revista del órgano español que más se parece al CSA francés: el Consell de l’Audiovisual de Catalunya. No sólo ello, además el CSA ha ido ganando competencias (como le ha pasado también al CAC catalán) poco a poco debido a la en general buena consideración que se tiene del funcionamiento del mismo (a nivel político, social y también académico). Ahora también nombra, por ejemplo, a los directivos de la televisión pública francesa (France Télévisions), en lugar del gobierno, como era tradicional. Y recientemente, tras una modificación del marco legal del sector, ha visto incrementadas sus competencias de modo que ahora no sólo resuelve los concursos para decidir qué cadenas pueden emitir cuando se convocan sino que desde esta primavera, también, puede evaluar en todo momento cualquier petición de un operador para pasar una cadena ya existente pero de pago a la emisión hertziana en abierto, y aprobarla caso de que considere razonable la petición. Justamente en torno a esta nueva capacidad gira la controversia de este verano en Francia.
La cuestión es que este tipo de atribuciones de regulación de un mercado son en el fondo, en un entorno supuestamente liberalizado, ciertamente peculiares. Nos encontramos ante un mercado donde se deja competir a unos actores, pero sólo a unos (seleccionados por la Administración independiente), a partir de una consideración que se hace desde el poder público («independiente») de lo que conviene o no al sector en términos de pluralismo, de sostenibilidad de las diversas cadenas, de equilibrio en los contenidos, de calidad de los mismos… Pero lo curioso de todo ello es que no se deja al mercado que acabe ajustando la oferta a lo que la demanda pueda preferir respecto de muchos de esos parámetros (con un control, si se quiere, de calidad, por ejemplo, si se entiende necesario más allá del de la efectiva competencia para evitar concentraciones que puedan degenerar en conductas anticompetitivas o en problemas de pluralismo, cuestiones ambas que sí son ambas esenciales en todo caso), sino que lo hace el sector público. Por medio de una autoridad independiente, sí, pero Administración al fin y al cabo.
Las declaraciones del presidente del CSA en una entrevista a la radio pública francesa a cuenta de la polémica generada por la negativa a aceptar las peticiones de los operadores privados que comentábamos antes (y, sobre todo, de la cadena LCI de información continua, que puede verse abocada al cierre por la estrechez del mercado de pago para esos contenidos existiendo alternativas en abierto) son, de hecho, muy expresivas de cómo entienden su función desde el organismo y de cuán ambiciosa es la voluntad de intervención a la hora de regular el mercado:
CELINE ASSELOT (France Inter): Alors, LCI est une entreprise privée, tout comme BFM TV et I TELE, est-ce qu’on ne pourrait pas, tout simplement, laisser jouer la concurrence ? Est-ce vraiment au CSA de décider, finalement ?
OLIVIER SCHRAMECK (CSA): Mais la question est effectivement fondamentale. Est-ce que l’on doit faire du laisser-faire, laisser passer, laisser les crises s’ajouter aux crises, au fil des années ? Faire en sorte que les acteurs de l’information en continu soient durement fragilisés ? Et je ne le dis pas parce que je suis ici, mais évidemment nous y pensons, ou est-ce que nous devons jouer le rôle que le législateur nous a confié, c’est-à-dire, le terme est un peu technique, mais de régulation économique, c’est-à-dire de faire en sorte qu’il y ait suffisamment d’ordres et de stabilité, pour que les acteurs économiques de l’audiovisuel ne sont pas fragilisés, ne soient pas fragilisés. Nous sommes ici pour assurer la bonne orientation et le dynamisme dans l’ensemble du secteur audiovisuel. Nous ne sommes pas ici pour le fragiliser.
En efecto, el CSA tiene muy claro que su función es esta: «asegurar la buena orientación y el dinamismo del conjunto del sector audiovisual». ¡No parece un objetivo modesto ni propio de la regulación económica de un sector liberalizado con competencia entre actores privados sino, más bien una finalidad que tiene que ver con un modelo de economía muy estatista! Estamos pues ante una visión regaliana del mercado televisivo donde, por mucha competencia que pueda haber (controlada, eso sí; y con los actores que decide la Administración, a pesar de que técnicamente podría haber más operadores y de existir demandas de otras empresas diferentes a las ya presentes para entrar), es la Administración la que vela no sólo por la calidad mínima sino por la sostenibilidad financiera de las distintas ofertas. Por eso, como por ejemplo ocurre en este caso, se niega a una cadena de información que pueda emitir en abierto, alegando que la preexistencia de dos de ellas en un equilibrio financiero precario (una con beneficios, otra con ligeras pérdidas) desaconseja la entrada de un nuevo actor. Consideraciones semejantes se realizan para denegar las otras dos peticiones (puede verse un resumen de los argumentos en la página web del CSA, con enlace a los tres informes y los tres documentos con las razones y análisis técnicos referentes a cada petición completos). En definitiva, que el CSA se erige en juez de si es mejor que, en el peor de los casos, pueda desaparecer una cadena por no poder emitir en abierto frente a que, en el supuesto de dejarle emitir, de nuevo en el peor de los casos, alguna de sus concurrentes (o ambas) pudiera sufrir un riesgo parecido. Es decir, que en lugar de dejar actuar al mercado a la hora de decantar este tipo de posibilidades de futuro, decide por él.
Los argumentos que da el CSA para justificar sus elecciones, en los documentos enlazados, que son muy completos en la información que proporcionan, extensos y prolijos en argumentaciones sobre la competencia y el mercado; se refieren a razones de mercado, financieras, de equilibrio de la oferta… pero no dejan de esconder una evidencia palmaria: la decisión en cuestión es muy difícil de encuadrar jurídicamente y, por ello, de controlar a posteriori en sede judicial. Hay una enorme discrecionalidad técnica… que como además se entiende que el CSA es el organismo técnico de referencia, resulta casi imposible de cuestionar. A la postre, aceptado este esquema, la respuesta que da el CSA a cada supuesto es jurídicamente correcta o no a partir de la particular visión del organismo (de sus integrantes, en realidad) sobre lo que deba ser la oferta audiovisual. Justamente por esta razón, y he ahí una de las paradojas que mencionaba al principio, es llamativo que nos parezca mejor que este tipo de poderes estén en manos de agencias independientes (el problema es mayor, lógicamente, cuanto más independientes de verdad sean) y no de responsables políticos que deciden este tipo de cuestiones de oportunidad, al menos, a partir de una indudable y directa legitimidad democrática.
En todo caso, la actuación del CSA, más allá de la polémica que ha generado en Francia sobre si es correcta o incorrecta la concreta decisión adoptada, hace reflexionar sobre si este tipo de decisiones han de ser adoptadas por órganos independientes o, en cambio, por responsables políticos; sobre si sería mejor encuadrarlas más rígidamente en mandatos jurídicos más concretos y no en consideraciones económicas y de evaluación de la oferta, del pluralismo y de la sostenibilidad del sector por definición muy abiertas…; o, simplemente, si tiene sentido que sea la Administración, en un sector que a casi todos los efectos funciona con criterios de libre mercado (menos en la limitación arbitraria por medio del Derecho del número de actores y su identidad), quien adopte estas decisiones y no convendría, por el contrario, que fuera sencillamente el mercado quien se fuera encargando de disciplinar el ecosistema comunicativo y, por ejemplo, determinado en el caso francés si pueden sobrevivir las tres ofertas o, en caso contrario, cuáles de ellas merecerían prosperar (eso sí, siempre imponiendo reglas públicas de mínimos sobre todo aquello que sí se considere esencial, por ejemplo, en materia de calidad o de difusión de ciertos contenidos, como obligaciones de servicio y estándares mínimos perfectamente compatibles con la regulación de cualquier sector de actividad económica). Son cuestiones que, como sabemos, aunque de forma levemente diferente, también se plantean en España, donde tenemos un ordenamiento particularmente caótico e incoherente en estas materias: adjudicamos licencias en número limitado y luego permitimos comerciar con ellas sin control ninguno, convirtiendo a los concesionarios en oligopolistas privilegiados sin que se entienda muy bien la razón.
Enhorabona, valencians, ja tenim nova llei urbanísitica. La Llei d’ordenació del territori, urbanisme i paisatge de la Comunitat Valenciana (LOTUP) ha estat aprovada per les Corts fa uns dies (a falta de ser publicada al DOCV, que hui encara no ha estat completat el tràmit). És interessant assenyalar, com ha fet la premsa, que la norma, en contra del que és habitual al país des de fa molts anys, no ha sigut cosa només del PP valencià: el PSPV ha participat íntimament en la reforma, fins el punt de no haver votat contra la llei (la qual cosa, políticament, tots sabem què significa) i com ens conten els diaris també Compromís i Esquerra Unida, degudament alliçonats per la coalició d’emprenedors valencians ocupats pel negoci i ciutdans àvids de regularitzacions de totes les barbaritats fetes al passat, han preferit no posar massa pals a les rodes. Hossana al cel! Consens urbanístic! Visca Espanya! Visca València!
És significatiu de moltes coses que, encara que tenim liada la que tenim liada, el consens sobre una sèrie de coses siga encara tan clar en uns àmbits molt particulars, els que es consideren, és clar, essencials. I, com és ben palès, la manera de fer urbanisme i ordenació del territori n’és un. De fet, hi ha una clara continuïtat en com han gestionat l’urbanisme els diferents governs valencians des de la recuperació de l’autogovern. Lògicament, aquesta continuïtat s’ha traslladat a les diferentes normes que han regulat la cosa, des de la LRAU de 1994 a la LUV de 2005 i, finalment, a la LOTUP que acaba de ser aprovada fa uns dies (2014). Cada dècada es fa precís canviar algunes cosetes, fer algun retoc tècnic, però el model general (que és el reflex d’un model econòmic molt clar) roman. Com ha comentat Gerardo Roger, tècnic urbanista que se sap molt bé com funciona el nostre sistema i que ha participat en la redacció de moltes de les normes urbanístiques valencianes de les dos dècades que han passat des de la LRAU fins hui en major o menor mesura (molta per exemple en la LRAU i també en aquesta última de 2014), «per fi tenim nova llei urbanísitica«, amb llums i ombres i coses millorables, bien sûr, però en general positiva perquè presenta millores tècniques i farà millor l’urbanisme valencià i tal. Vaja, el discurs habitual que reforma rere reforma, canvi tècnic rere canvi tècnic, saluda cada nova norma, llei, reglament o modificació des de la LRAU (convé recordar el que es va dir al seu moment de la LUV, que ara es gdiu que hem de superar encara que això siga més propaganda que una altra cosa, car el model, com s’ha dit, roman).
En el cas concret de la LOTUP que acaba de ser finalment aprovada, com ja advertí fa uns anys a la meua columna d’El País («Torna la gallina dels ous de ciment«) i torní a tractar d’explicar fa uns mesos, quan es debatia a les corts la llei («Agente urbanizador 2.0: el retorno«), les millores tècniques en qüestió són si més no subrealistes i perilloses. El consens social que s’ha generat entre elits polítiques i econòmiques i que ha sigut el brou de conreu del que és la nova llei, per increïble que puga semblar a una persona normal, és que l’urbanisme valencià era fins ara… massa protector i rígid!, que hi havia massa normes ambientals absurdes!, que tot això encaria, retardava i dificultava el procés urbanitzador!!! Aleshores, el que fa la LOTUP, per molt que venuda a la premsa com una llei de millores tècniques i tal, és el que és: llevar requisits ambientals (el conegut metre de sòl protegit per metre a urbanitzar, per exemple), agilitzar la gestió dels nous PAIs i ATEs que transformen sòl, legalitzar massivament casetes i construccions il·legals en sòl on no era possible urbanitzar i traslladar l’exitós model d’agent urbanitzador que tantes alegries ha donat en la gestió de sòl a la gestiò de la rehabilitació de ciutat (hi ha menys negoci que abans i fins i tot les miquetes interessen als que abans se’n passaven)… Un panorama impressionant.
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