El Rey Imprudente – Geoffrey Parker
Gran Hermano Habsburgo
¿Cuál es el “más mejor” rey que ha tenido España? Obviamente, esta es una pregunta trampa: todos quedan marcados por su pertenencia a una institución antidemocrática, represora, explotadora y bla bla bla, pero hoygan, hay gente (generalmente tirando al lado diestro del espectro político) que se hace la pregunta en serio. Pero incluso ellos están divididos entre Carlos I y Felipe II. (Una minoría no despreciable, encomiable por su devoción por el producto patrio, elige a Isabel de Castilla, pero ella solo llegó a ser consorte de Aragón y murió antes de la conquista de Navarra). A priori, Carlos I tendría las de ganar: nos trajo los aguiluchos y las cruces de Borgoña, fue emperador, dominó media Europa… peeero, algunos puntos pesan mucho: se avino a componendas con los herejes luteranos (para poder combatir al Turco, pero, ¿acaso no denota eso falta de fe en que Dios te permitirá ganarles a todos a la vez?), y si nos ponemos serios, tampoco fue muy patrio: nació en Gante, a los 18 años aún no dominaba el castellano, como su madre Juana no murió hasta 1555 solo fue rey de Castilla en solitario durante apenas 9 meses, e hizo algo tan poco español como dimitir. Felipe II, en cambio, es “español” de los pies a la cabeza: engendrado en Granada y parido en Valladolid, casi la única lengua que dominó aparte del castellano fue el latín, amplió el reino con Portugal y las islas Filipinas, y sobre todo: fue quien puso la capital en Madrid. Así que nada, toca biografía para dejar claro lo españolazo que era…. y que la admiración quizás tampoco es tan merecida.
Parker, de hecho, tiene tres biografías del interfecto: un ensayo escrito en 1984, una biografía de 2010 con el atractivo título de “La Biografía Definitiva”, en la que le defendía bastante… y esta, salida en 2014 con el más prudente título “La Biografía Esencial”, que es una revisión de la de 2010 a la luz de documentos adicionales, que ya no deja tan bien al rey. Tanto, que Parker invierte el apodo de “Rey Prudente” que un consejo de sabios le había otorgado al año de su muerte, a propuesta de un biógrafo contratado por el propio Felipe.
Primeros años
El 11M de 1526, Carlos I entra a caballo en Sevilla, y sin apenas sacudirse el polvo del viaje celebra la misa nupcial y un baile con su prometida, Isabel de Portugal (a la sazón prima suya, y a la que nunca había visto antes de ese día – tuvo el detalle de charlar 15 minutos con ella antes de empezar el boato), y a las dos de la madrugada se van al catre a consumar. Casi en seguida parten a recorrer el reino, y unos meses más tarde conciben a su primer hijo en la Alhambra de Granada, a donde habían acudido a rendir tributo a los abuelos de Carlos. Con la legítima encinta, Carlos la manda para Valladolid para que allí dé a luz a “Felipito” (un parto de trece horas, que Isabel pasó con una telita sobre la cara para que no la vieran sufrir) y él se va a lo suyo, volviendo al hogar cada ciertos meses (a veces, años) para hacerle otro bombo y salir pitando de nuevo. Felipe, básicamente, creció sin padre, y durante sus primeros años en un ambiente muy femenino y muy beato. Su hermana Juana, por ejemplo, llegó a ser la única mujer en entrar en la orden jesuita. Lo femenino se lo quitó su padre a los ocho años, al montarle su propia casa, exclusivamente masculina y dirigida por Juan de Zúñiga y Avellaneda (el cual, en línea con las tradiciones de la época, incluso dormía en la misma cámara que el príncipe). Lo beato, aunque su madre murió cuando él apenas tenía 12 años, ya le quedó para los restos. Escuchaba misa a diario, sermones una vez por semana, y confesaba y comulgaba al menos cuatro veces al año.
(NOTA: lo “beato” no se refiere a creer en Dios, algo perfectamente respetable, sino a creer que Dios te ha elegido, que es el equivalente de derechas al pavo que se cree llamado para montar, él solito, una nueva revolución comunista.)
Fue un niño travieso y enojoso, pero buen conocedor de las personas. Le encantaba cazar, pero los estudios en cambio no tanto (“cuando va [a la escuela] parece un poco a su padre quando era de su edad”, escribió Zúñiga). Se comentó que tardó mucho en aprender a escribir, aunque sabía recitar de memoria pasajes enteros de Mio Cid. Curiosamente, en la edad adulta su manera de administrar era leerse cientos de documentos, y responder con comentarios en los márgenes. ¡Incluyendo la mitad de lo que sabemos sobre sus enfermedades! Así, de hecho, era como se comunicaba principalmente con sus ministros, y además sin distinción de asuntos graves de estado, y cosas personales, que lo mismo te ponía en un margen que había que preparar la guerra contra la pérfida Albión, y luego el doble de palabras para planificar una salida de caza. Y los desbordados ministros, claro, tenían que leérselo todo, con lo que su administración siempre se ahogaba en infinitas microgestiones, pero lo que ha quedado son las muchísimas horas de papeleo, para dar una imagen de “lucecita de El Escorial”.
El primer carguito le llega en 1539. Flandes está levantisco, y su padre tiene que salir a apagar incendios. Pero como la última vez que dejó el reino sin un familiar al frente los castellano-leoneses (¡los castellano-leoneses!) casi caen en el bolchevismo comunero, decide dejar a Felipito. Dejándole, además, una carta de instrucciones que permiten vislumbrar una “Gran Estrategia” que Carlos nunca había puesto así por escrito, así que parece que tenía mucha confianza en el chaval de 13 añitos (aunque por si acaso le impuso un consejo con tres notables). Lo mismo tres años más tarde, en que le nombra oficialmente regente, y ya de paso le casa con su prima (por ambos lados) María Manuela – pero, eso sí, con abundantes admoniciones de no yogar demasiado con ella, que por esas murió tu tío, chaval. De hecho, las admoniciones se las repite a los notables, que tienen que hacer de carabinas de la joven pareja, dosificando los encuentros. Lo que se dice la base para una sexualidad sana y desacomplejada (por esa época se echa su primera -y quizás última- amante, la cual con las dádivas se construyó un palacio en Saldañuela conocido como “la casa de la puta”). Y, además, entre lo de casarse y gobernar, pues como que no quedaba mucho tiempo para sus estudios formales, que básicamente se terminaron cuando tenía 16 años.
En lo de gobernar, “Felipito” (el mote se lo puso uno de los bufones, de los que Felipe siempre disfrutó mucho) en seguida dio muestras de un españolismo pata negra Deluxe: Carlos, en cuanto llega a Flandes, se encuentra un carajal de narices, y escribe a casa pidiendo con urgencia dinero y soldados. Felipe le responde ¡¡a los cuatro meses!! diciendo que, oche, papuchi, la verdad es que Castilla está un poco agotada y no está el horno para subir impuestos, así que mira, no es que no quiera, es que no te puedo mandar nada.
Entrando en el negocio familiar
Nacido el hereu (y muerta -con 17 años- la legítima a los cuatro días), Carlos le emancipa en 1546. Felipito empieza a dar carguitos a sus amiguitos y crea el Archivo de Simancas. En 1549, Carlos I se lo trae a los Países Bajos. Es la primera vez que sale de España, y lo hace por la ruta que tanto va a condicionar su política (y que realmente solo transitó en esta ocasión): el Camino Español. En total está fuera dos años, aprendiendo el oficio junto a su padre, y recibiendo promesas de sus súbditos de que le van a reconocer como rey. Carlos se envalentona e incluso quiere hacerle emperador, para disgusto del complutense Fernando de Habsburgo. Y eso que Carlos a cambio estaba dispuesto a dejarle los Países Bajos al hijo de Fernando, Maximiliano, como dote por casarse con su propia hija (de Carlos, no de Maximiliano – pero vamos, que son todos primos o tíos entre ellos). Otro gallo nos cantaría si lo hubiera hecho.
En 1552, Francia vuelve a las andadas – pero no contra España, sino contra el Sacro Imperio. Carlos le urge a Felipe que mande tropas y dineros (con la pullita “mira, todo lo que se pierda aquí es tuyo”), aunque le niega su gran deseo de participar en persona. Pero Carlos está ya hecho polvo, entre la gota y otros achaques, y las derrotas frente a Francia le hunden aún más, así que lanza su última jugada: se vuelve a traer a Felipe a Flandes (esta vez por mar, el trayecto fue tan rápido que Felipe posteriormente se hizo expectativas irreales sobre la Felicísima Armada), pero para casarle con su tía, María Tudor, reina de Inglaterra. La idea es atraerse a los ingleses para apretarle a Francia, pero los consejeros ingleses son demasiado listos y meten provisiones para evitar una influencia demasiado grande de Felipe (que durante su reinado se quemaran unos 300 protestantes, ya no pudieron evitarlo, en parte porque la reina le apoyaba en eso). ¿Y cómo reacciona Felipe?
El 4 de enero de 1554, incluso antes de que los representantes de su padre firmaran el tratado original, el príncipe ejecutó ante un notario una escritura en la que se establecía que “él aprobará y otorgará y jurará los dichos artículos a fin de que el dicho casamiento con la dicha sereníssima reyna de Inglaterra aya efecto, y no para quedar y estar obligado él ni sus bienes ni sus herederos y subcedsores a la guarda ni aprobación de alguno de ellos, en especial de los que encargare su conçiençia”. Tal “disimulación” (como se la denominaba en el siglo XVI) se convirtió en una característica del estilo de gobierno de Felipe II: cuando se veía obligado a actuar de una forma que no era de su agrado, hacía una declaración ante notario a fin de que las concesiones realizadas bajo coacción no lo comprometerían.
Felipe llega a Southampton y se casan en la catedral de Winchester (allí pronunció también las únicas palabras en inglés de que tenemos noticia escrita: “Good night, my lordes all”). El matrimonio no parece haber sido especialmente infeliz – pero claro, no hubo hijos y duró apenas un par de años, hasta que María se murió de cáncer a los 42 años. Felipe ni siquiera estuvo allí para acompañarla: Carlos I abdicó en estos años, y ahora nadie le podía impedir a Felipe jugar a la guerra, así que se embarcó a Flandes (ofendió bastante a sus súbditos flamenco-valones al no aprender sus lenguas y hablarles sentado; posteriormente, no cumplió sus promesas de regresar en persona siempre que hiciera falta) para estar con el ejército cuando este avanzara sobre Francia. Los militares profesionales se llevaban las manos a la cabeza con la microgestión real – y encima todo salió bien (victoria en Italia, en Gravelinas y en San Quintín, por esta última mandó construir El Escorial) y Felipe no escarmentó. Excepto de febrero a septiembre de 1577, durante su reinado siempre estuvo en guerra en algún confín de sus dominios.
Empieza lo bueno
Con esta victoria en el zurrón, Felipe se volvió a España en 1559 y empezó a gobernar. Ni una séptima parte del libro llevamos. Sin padre, sin mujer, sin carabinas ni consejeros, se ve que la cosa se le sube a la cabeza y empieza a firmar “como Rey y Señor que no reconozco superior en lo temporal”. Aquí Parker mete un capítulo bien largo detallando la forma de organizarse ese gobierno: Felipe insiste en gestionarlo todo él, y a la vez le preocupa que entre sus ministros alguno adquiera demasiado poder, así que compartimentaliza la administración en trece consejos estancos, que le reportan todos a él. Pero excepto el Consejo Real, que se reúne todos los viernes, Felipe no acude a ninguno, aunque ordena ver todos los informes, resoluciones y recomendaciones que estos generan, que son un porrón y además aumentan cada año. Cada papel viene acompañado de un “billete”, una breve explicación/resumen que además deja un gran espacio en blanco para respuestas del rey. Abundan sus quejas de que trabaja hasta muy tarde, viendo infinitos papeles. Y si bien esto generaba una política más o menos coherente, y muchos asuntos se despachaban sorprendentemente rápido, otros podían eternizarse, e incluso se agravaban considerablemente por la falta de respuesta pronta. Además, estaba su propensión a lo que un ministro llamó “verborrea”, a veces sobre “cosas que, llegadas al cabo, no montan un alfiler”.
Casi lo primero que hace como rey es… declarar una suspensión de pagos/reestructuración de la deuda. Vale, esta se la dejamos pasar porque es la consecuencia del gobierno de su padre, pero declarará otras dos en 1575 y 1596. De la Hacienda, reconoció, no entendía mucho. Su gestión basada en papeles le hacía muy dependiente de sus secretarios, que tenían un poder enorme seleccionando los papeles que le pasaban, así que en aplicación del “divide y vencerás” permitió a sus ministros enviarle directamente “cartas a la mano del rey” – aunque luego se cabreaba cuando abusaban de ello.
El gobierno del Rey Prudente pronto monta su primera gran imprudencia. Básicamente, el Sacro Imperio estaba negociando una paz con los otomanos, y España también la podría haber conseguido. Sí, rebajándose un poquito, pero una paz que habría venido bien. Pero Felipe decidió que como Rey y Señor que no reconocía superior en lo temporal aquello estaba por debajo de él, que el Turco estaba viejo y peleado con sus hijos, que la nueva paz con Francia era muy beneficiosa, y ordenó atacar. El resultado fue el desastre de los Gelves, enorme pérdida de barcos y hombres, que hizo necesario traerse a Sicilia a tres cuartos de los soldados españoles que estaban en Flandes. Lo lógico habría sido emplear desde entonces un tono algo más relajado con los neerlandeses, por eso de no tener guarniciones (su padre, sin dudar, lo habría hecho), pero Felipe redobló su celo católico y ordenó una intensificación de la Inquisición local, amén de montar catorce nuevos obispados en Flandes, para sus amigotes, por supuesto, que los locales tendrían que sufragar con impuestos. Los nobles neerlandeses protestaron y montaron una Liga de Los Grandes, aunque quizás aún se los podría haber aplacado… pero para eso Felipe tendría que haber ido en persona, y no lo hizo.
De hecho, tras su vuelta en 1559, ya nunca abandonó la Península. Pasó tres años seguidos en Portugal al adquirir el reino, y otros dos en Aragón, pero por lo demás fijó residencia en Madrid en 1561 y allí se quedó, con ocasionales estancias en Aranjuez, El Pardo, Segovia, y en un pueblecito de la Sierra donde ordenó construir un monasterio en memoria de San Lorenzo. Felipe supervisó muy atentamente la construcción, e incluso dedicó varias horas a asignar celdas a los monjes individuales.
Sacerdotes y esposas
Su relación con la Iglesia fue, en general, interesante. Era católico, claro, lo que no quita que un Papa acabara excomulgándolo – algo que yo todavía no he logrado, a decir verdad. Pese a ello, podemos decir que es el principal responsable de que en España no entrara la herejía protestante (ni tampoco ningún pensamiento mínimamente moderno – la Universidad española, entendida como lugar de conocimiento y ciencia, no es que muriera allí, pero quedó definitivamente descolgada). Felipe acostumbraba a aleccionar a los Papas, y en defensa de sus amplios poderes eclesiásticos sobre la Iglesia española no dudaba en decir “no hay Papa en España”. Incluso, vetaba iniciativas papales que no le encajaban en sus planes. Por ejemplo, sus teólogos le pidieron vetar el catecismo surgido del Concilio de Trento por contener doctrinas criptoprotestantes, y no se tradujo hasta 1777. Su absoluta certeza de estar cumpliendo los planes de Dios a ratos le hacían poco realista. Por ejemplo, a menudo no elaboraba un plan B – ¡prever un fracaso era tener falta de fe!
La fe de Felipe también jugó un papel importantísimo en la construcción de El Escorial, así como su certidumbre de que gozaba de una relación especial y directa con Dios. Estaba dedicado a San Lorenzo porque, estando con las tropas en Flandes, estas habían destruido una iglesia consagrada al dicho santo, y Felipe había jurado compensarle si intercedía ante Dios por la victoria. Posteriormente lo llenó de reliquias de santos (durante su última enfermedad, pedía que le llenaran la habitación de ellas, y la única manera de despertarle cuando perdía la consciencia era gritar “¡no toquéis en las reliquias!”), y lo convirtió en el mausoleo de la familia. Incluyendo a su padre, al que se trajo desde Yuste contraviniendo la última voluntad de este.
Hablando de la familia, Felipe no llegó a tener precisamente una tierna vida familiar: enterró a ocho hijos y cuatro esposas. Tras morírsele las dos primeras, se casó -como parte de una alianza con Francia- con la tercera, Isabel de Valois, pero sin consumar el matrimonio hasta pasados varios años. Ella se casó con catorce, pudo ser eso – pero parece además que era una adolescente muy pava, despilfarradora y poco leída, amén de que ni siquiera compartían un idioma común hasta que ella aprendió castellano. Tuvieron varias hijas juntos, de las que solo dos llegaron a la edad adulta. “Isabel de Francia y Reyna de España”, como se hacía llamar, murió a los 23 años dando a luz a una niña que también murió.
Encima, tres meses antes de Isabel, Felipe había perdido a su único heredero varón, el infante Don Carlos. La necesidad de un heredero le llevó a casarse, él con 43 y ella con 21, con la hija de su propia hermana (cuyo padre, además, era primo de Felipe). La endogamia que iba a llegar a su máxima expresión con Carlos II. Nacieron cuatro vástagos que no superaron los ocho años de edad – y un quinto, el futuro Felipe III. No llegó a casarse una quinta vez, aunque lo consideró. Parker le dedica al asunto un capítulo cortito, que hay que considerar en toda su austriaca belleza, porque si con 55 tacos ves a una chavala de 15 añitos y lo primero que piensas es que igual le das otra chance al amor, que solo porque un 75% de tus esposas hayan muerto dando a luz a tus hijos eso no tiene por qué repetirse, pues estás para hacértelo mirar. Ni siquiera entro en que la chavala en cuestión sea tu sobrina carnal. Y, no, lo de “es que la época” no vale, que incluso en aquel entonces hacía falta dispensa papal para eso.
Felipe escribió muchas cartas a sus hijas, y en ellas vemos a una persona muy alejada del burócrata: un padre preocupado, cariñoso, incluso chistoso. Por eso sus defensores sacan dichas cartas para dejar claro que no, que no era un monstruo, sino una buena persona, al menos en la intimidad. Y nosotros decimos: bueeeeeno. Felipito afirmó que al oír de la Matanza de San Bartolomé “tuve uno de los mayores contentamientos que he recibido en mi vida”, asistió a cinco autos de fe a lo largo de su reinado… y en uno de ellos, cuando un reo le reprochó que permitiera aquello, Felipito le respondió: “yo traería leña para quemar a mi hijo, si fuere tan malo como vos”. Vamos, que el amor por sus hijas se habría acabado muy pronto si estas hubiesen expresado dudas sobre la Transubstanciación.
Y luego está lo del Infante Don Carlos. Hijo nacido con su primera esposa, a los 23 años ordenó encerrarle por sorpresa, y a los seis meses el infante había muerto. Surgieron todo tipo de rumores y especulaciones: que si Don Carlos era modernillo y “liberal”, que estaba enamorado de su madrastra Isabel de Valois (cuatro meses se llevaban)… la realidad, un poco más prosaica, es que a los 17 años se golpeó la cabeza al caerse por una escalera (persiguiendo a una sirvienta), y la herida se le infectó y provocó unas fiebres que lo tuvieron a las puertas de la muerte. Se recuperó, pero no volvió a ser el mismo: su carácter se volvió más cruel y agresivo, su entendimiento (que de todas formas tampoco había sido nada del otro jueves) se turbó, y se volvió despilfarrador y juerguista. Tanto, que incluso para un miembro de la realeza española llamaba la atención. Finalmente, Don Carlos decidió largarse a la francesa de la Corte para traerse a su prometida y casarse con ella, pero su tío Juan de Austria le delató al rey – y cuando Don Carlos trató de matarlo en venganza, Felipe le mandó encerrar. Parker especula que, ya encerrado, los ministros de Felipe II, temerosos de que una vez rey Don Carlos se iba a vengar de ellos, conspiraron para que nunca más saliera libre. La idea de que Felipe le mandara asesinar, en cambio, le parece totalmente falsa (y eso que asesinatos políticos a su alrededor hubo alguno, e incluso de jefes de estado por 25.000 coronas).
El día a día
¿Y cómo era un día típico del primer monarca en cuyos dominios no se ponía el Sol? Pues dormía solito y se levantaba sobre las 8AM. Sus sirvientes le afeitaban y le vestían, casi siempre de negro austero, solo llevó “brocado y cetro en la mano” el día que juró como rey de Portugal. En seguida se ponía a firmar las cédulas que le habían preparado los secretarios el día antes, a veces hasta 400. Luego, a oír misa, y a la salida, conceder audiencias o firmar más cédulas.
Trabajaba de continuo hasta las once, hora de la primera de sus dos comidas, que generalmente también ingería en solitario. Siestecita al canto mientras los ministros trabajaban, y ale, a por las tareas principales de gobierno: leer consultas/memorandos, así como las cartas dirigidas “al rey en su mano”, a veces hasta muy tarde. Era diestro y cuando la gota apretaba, no podía firmar, así que desde 1580 usaba una estampilla. También le molestaban los ojos de tanto leer, especialmente a la luz de las velas, pero también sobre 1580 le trajeron anteojos (desde Inglaterra) que le sirvieron mucho, pero se negó a ponérselos en público porque “es mucha desvergüença”.
También adquirió una serie de relojes para organizarse mejor, que llegaron a ser de sus más preciadas posesiones personales y eran la admiración de todo el personal. Si hacía buen tiempo, por la tarde se escapaba un rato para cabalgar o cazar. Ocasionalmente, cual “plan familiar”, asistía con sus familiares presentes a espectáculos teatrales, o a corridas de toros, pero su principal distracción eran los enanos y bufones, que aparecen con tanta frecuencia en las cartas a sus hijas que suponemos que los veía a diario.
Pero tras la distracción, siempre volvía al despacho a echar un par de horas, generalmente hasta las nueve de la noche (si había asuntos importantes, se podía retrasar), cuando -tras un pequeño paseo por el jardín- cenaba a solas. Comida y cena solían ser similares: sopas y pan blanco, algo de caza, abundante carne. Poca fruta o verdura, la falta de fibra hacía necesario suministrarle frecuentes purgativos. Hay que decir que era muy meticuloso con su aseo y su higiene bucal, y que, fuera de la dieta, se cuidaba bastante y procuraba moverse regularmente. Seguramente por eso logró llegar a los 71 años, cuando su padre había muerto con 58. Por supuesto, los viernes solo comía pescado, pero en 1585 obtuvo permiso expreso del papa Gregorio XIII para comer carne los viernes e incluso en Cuaresma. Desde entonces, el único día en que no tomaba carne era el Viernes Santo. Y tras la cena, más papeles, generalmente hasta las once de la noche, pero casi nunca más allá, y regañó a sus ministros si le mandaban papeles pasada esa hora.
Toda su administración estaba diseñada para que nadie le pudiese hacer sombra: él era el único que tenía todos los cabos en la mano, y el único que recibía toda la información. Y esa era mucha: a sus embajadores, por ejemplo, les exigía una carta con noticias por semana (lo habitual era una al mes), y tenía un servicio postal y de inteligencia muy rápido y eficaz, que le convirtió en el hombre mejor informado de Europa. Pero todos esos papeles tenían necesariamente que causarle una sobrecarga de información, especialmente porque Felipe no solo decidía qué se hacía, sino también quería decidir el cómo. Lo cual, a la larga, llevó a dos graves problemas: graves indecisiones que se prolongaban, y un cada vez mayor conservadurismo. Si toda la administración depende de un solo hombre, no se hará nada que asuste a ese hombre.
El reinado: Flandes
¿Y cómo se desarrolló ese reinado sobre medio mundo, gestionado desde una cámara con vistas a la Sierra de Guadarrama? Empecemos con el tópico: Flandes. Lo que llamamos “Flandes” era parte de la herencia de Carlos I, y comprendía Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo y partes de Francia y Alemania. Una mezcla loca, quizás la mejor definición sea la de “las 17 provincias”. Densamente poblada y llena de ciudades comerciales con una economía altamente desarrollada, esta zona era la más rica de Europa junto con el norte de Italia, y la gallina de los huevos de oro para los Habsburgo. Al mismo tiempo, estaba encajonada entre Francia, siempre con ganas de hurgar en el ojo austriaco (y con una importante minoría protestante durante el XVI, que daba soporte a sus hermanos neerlandeses), el Sacro Imperio (nominalmente católico bajo un emperador Habsburgo, pero cuya autoridad en el norte era meramente testimonial), y con Inglaterra a tiro de piedra sobre el mar. Y además una región más plana que Valladolid, con lo que era muy fácil intervenir en ella. Cualquier gobernante con un mínimo de sentido común habría visto que eso solo se podía mantener con el consentimiento y apoyo de los locales, convirtiéndote en el garante de su seguridad externa mientras pasabas por alto sus perversiones y herejías internas. Pues bien: Felipe no era ese gobernante, y presionó doblemente (con la religión y los impuestos) como si aquello fuese un barrio de Madrid, en vez de estar a dos mil kilómetros de distancia.
De hecho, quizás podría haber impuesto la religión si no fuese por los impuestos.
Alba y sus partidarios seguían considerando que la revuelta tenía un marcado carácter religioso y, por tanto, era imposible solventarla mediante un mutuo acuerdo, pero la mayoría de los flamencos leales “van por todo lo contrario desto y dizen que los menos [se han rebelado] por lo de la religión, sino por el mal tratamiento que se les ha hecho en todo, principalmente por la gente de guerra y más que por todo por lo del décimo dinero [una especie de diezmo introducido por el Duque de Alba]”
Las injerencias, las ineptitudes, el salvaje comportamiento de los soldados españoles, todo ello empeorado por tener que consultar con Madrid muchos detalles menores, llevaron a un descontento y a una serie de revueltas, al principio sofocadas, pero que provocaban exiliados que desde Inglaterra o Alemania hacían incursiones. En Inglaterra se formaron los Mendigos del Mar, piratas neerlandeses que asaltaban barcos españoles. Cada revuelta/incursión era más difícil de derrotar, hasta que en 1575 triunfaron, y alrededor de Ámsterdam, en los estados de Holanda y Zelanda, se proclamó un estado independiente, con Guillermo de Orange como Estatúder. España retuvo el sur (lo que hoy es Bélgica, y que ha permanecido católico), y entre Flandes-Norte y Flandes-Sur se desató una guerra de baja intensidad durante 80 años, en la que se quemaría todo el poderío del Siglo de Oro. Los gobernadores que enviaba Felipe eran competentes (y a la vez unos peazo brutos, que lo cortés no quita lo valiente), pero cada vez que estos tenían a tiro firmar algún tipo de paz o compromiso, llegaba la cartita de Madrid diciendo “no, estos son herejes, hay que exterminarlos sin piedad, seguid y seguro que Dios nos dará la victoria”.
En todo este tiempo, Felipe II titubeaba entre concentrar sus fuerzas en el Mediterráneo, o en Flandes, sin lograr nunca nada decisivo en ninguno de los escenarios. Como Flandes, además, se quería reconquistar más o menos intacta, la guerra allí se tenía que hacer con tiento, y nunca tuvo los suficientes medios (¡la idea era ordeñar, no invertir!), pero siempre tuvo lo justo para seguir, porque el mindset en la corte era “venga, ya casi está, ponemos un millón más para tropas, y está hecho”.
El reinado: el Mediterráneo
En el Mediterráneo, la cosa se caracterizó por la lucha contra el Turco. Lucha a muerte, hasta el fin, por los más sagrados preceptos de la Cristiandad y por Dios Todopoderoso… pero que, en ocasiones, oche, la podemos interrumpir, por ejemplo, para asegurar Portugal (aquí Felipe ofreció una tregua de veinte añitos) o intentarlo otra vez en Flandes. Que la cruzada será santa, pero lo que da dinero es Flandes. Cuando el Papa intentaba afearle estas treguas e incluso quitarle las “gracias” (nombre dado a unos impuestos especiales para financiar la cruzada), Felipe replicaba que las “gracias” se seguirían usando contra herejes (concretamente los calvinistas), y que mireusté que el rey de Francia tiene Paz Perpetua con el Turco y su Santidad no dijo nada, que aquí o jugamos todos o tiramos la tiara al rio.
Esto no quita que hubiera guerra de alta y baja intensidad a lo largo de su reinado, pero el resultado, de nuevo, fue básicamente inconcluso: Desastre de los Gelves (pero sin consecuencias estratégicas), Victoria de Lepanto (pero sin consecuencias estratégicas), mucho toma y daca. Cierto que no tuvo suerte con los aliados (en 1570 los venecianos, tras perder Chipre, gritaron por ayuda cristiana hasta montar la Santa Liga que derrotó al Turco en Lepanto en 1571… para firmar inmediatamente una paz por separado, mientras España se quedaba en guerra con los otomanos), pero cuando los súbditos y aliados te fallan siempre, igual el problema eres tu, Felipe, no se si me explico.
El reinado: Portugal
En el frente “interno”, Felipe logró la unión con Portugal. Unión incluso más o menos legítima, y sin demasiada violencia. Resulta que el rey de Portugal, Sebastián I, era tan entusiasta beato como su tío Felipe… pero sin la debida prudencia. Así que salió en persona con toda la nobleza del reino a jugar a las cruzadas en Marruecos, y murieron todos en la batalla de Alcazarquivir. Felipe II, no se crean, le había recomendado encarecidamente no ir en persona, pero una vez muerto, pues mira, toca buscar sucesor. La verdad es que los portugueses pusieron rápidamente al tío-abuelo, Enrique I, pero este era un cardenal de 66 años sin hijos. Felipe, no se diga, le reconoció como monarca… mientras concentraba tropas por Huelva y Badajoz, nominalmente “para protegernos a todos, ¡incluso a los portugueses!, de los moros, que están levantiscos desde Alcazarquivir”. A los dos años Enrique murió, y Felipe II dio un rápido golpe de mano para llegar hasta Lisboa, donde prontamente fue reconocido por las Cortes. La última resistencia se refugió en Coimbra, luego en Oporto, y finalmente en las Azores, donde fue desalojada con facilidad mediante un asalto anfibio que fue como la seda (y que daría ánimos a Felipe para lanzar la Armada un par de años más tarde).
Sobre su gobierno sobre Portugal, pues hay que decir que por una vez fue muy Habsburgo (dinastía que, frente al centralismo de los Borbones, apostaba por federalismos varios, o al menos por reconocerle a cada reino su idiosincrasia particular): los funcionarios castellanos en general no pudieron pasar la frontera, y cuando lo hacían tenían que despojarse ostentosamente de sus insignias y pendones, para dejar claro que no se venía a avasallar, eh, solo a poner en el trono a su legítimo dueño, que por supuesto no iba a tocar ninguno de los privilegios y usos portugueses, faltaría. Felipe, incluso, se quedó tres años en Lisboa para ordenarlo todo (mientras le mandaban todo el papeleo desde Madrid). Aquí suponemos que los más entusiastas felipistas pensarán que se equivocó y que con una buena unificación administrativa hoy España Iberia sería aún más grande, que mira como se perdió todo y los problemas que aún arrastramos con la integración de la Corona de Aragón. Pero bueno, no fue Felipe II el que perdió Portugal.
El reinado: Inglaterra
Hablar de Inglaterra con Felipe II es hablar de la Grande y Felicísima Armada. Parker es especialista e incluso tiene un libro enterito sobre el tema que ya hemos comentado por aquí, así que tampoco vamos a explayarnos demasiado: la administración fue sorprendentemente buena, al menos cuando Media-Sidonia se hizo cargo, pero los planes cambiaron varias veces, e intentaron cubrir demasiados objetivos. El problema fundamental era que España intentó hacer complejas maniobras con una flota enorme en un Canal donde no controlaba ningún puerto grande. Pero Felipe, como buen general de escritorio, trazó un par de líneas sobre papel y con eso, para él, ya bastaba. Es lo que tiene administrar a través de papelitos: que el papel se convierte en la realidad. Un tercio de los barcos se perdieron, y murió la mitad de los tripulantes.
El reinado: revueltas
El fracaso de la Felicísima fue, obviamente, un palo enorme. Y además inexplicable: sí, hemos lanzado la flota sin planificar demasiado bien, sin puertos en el Canal y sin mecanismos de coordinación con el ejército de Flandes, pero lo hemos hecho al servicio de Dios, ¿por qué no nos ha apoyado? La explicación que dieron los clérigos fue la clásica de estos casos: que hay paro, corrupción, sodomía y Educación para la Ciudadanía mucho pecador suelto (a pesar de que Felipe había dedicado mucho tiempo a asegurar que en la Armada no se blasfemase, jugase o cediese a otros vicios). Ipso facto, Felipe inició el procesamiento de Antonio Pérez por el asesinato de Juan de Escobedo (que lo había hecho – ¡pero con la venia de Felipe!). Tras un sainete judicial que ríanse de nuestra justicia actual, Pérez huyó a Aragón, donde dijeron que, oche, aquí hay unos Fueros que dicen que los jueces castellanos no pintan nada en Aragón, y hay que respetarlos. La solución de Felipe fue usar a la Santa Inquisición (que sí tenía jurisdicción en todas partes), y decir que, mira, justo estoy con mi ejército que vamos camino de Francia para apoyar al candidato católico, pero que camino de los Pirineos nos podemos desviar para pasar por Zaragoza, no sé si me explico. Juan de Lanuza, el Justicia de Aragón, con loable idealismo (y considerable estupidez) montó entonces una milicia para hacerle frente al ejército, pero además en campo abierto, en vez de fortificar Zaragoza, y una vez derrotado encima fue y se entregó, confiando en la bondad del rey. Nada: fue decapitado sin juicio por orden personal de Felipe. Y como él, docenas más de rebeldes. Por cosas como esas, a día de hoy Felipe II solo tiene una única estatua en todo Aragón, y es de 1970 y está dentro de una instalación militar.
El reinado: el final
Esta revuelta en Aragón fue acompañada de otras en los distintos reinos de Felipe, y aunque finalmente fueron aplastadas, el rey ya nunca fue el mismo. Desde 1590, los coetáneos le describen como envejecido y delgado, con el pelo y la barba blancos. Pero aún aguantó ocho años más antes del final. Y el final, pues el típico de todos los Austrias, que tenían un morirse horroroso. Felipe en concreto empezó a desarrollar llagas que dolían y apestaban a partes iguales. Pidió que se lo llevaran a El Escorial, y lo que antes hacía en un día a caballo ahora fue un mes siendo llevado. Allí agonizó durante un par de meses, pidió confesar todos sus pecados (tardó como tres días), y acabó tan débil que no podía ni comer. Finalmente, a las cinco de la mañana del 13 de septiembre de 1598, con la primera luz del alba exhaló su último aliento.
Un lustro después, en 1603, cinco testigos en Paracuellos del Jarama afirmaron haber visto el alma del rey ascender a los cielos, pero en general la reacción medió entre la indiferencia y el alivio. Los homenajes más grandes se los hicieron en Madrid (como que los había elevado a capital) y Sevilla (que ahora concentraba todo el comercio español con las Indias, y el portugués de propina también), aunque en Sevilla hubo, primero, peleas entre los señoritos para ver quien se quedaba con los asientos buenos, con los inquisidores excomulgando in situ a los mercaderes, y segundo, amplia polémica por unos versos algo burlones, escritos por el mismísimo Miguel de Cervantes. En el resto, pues un cruzar de dedos y a ver si el nuevo nos da un respiro, que llevamos 40 años con alguna guerra en marcha.
Psicoanálisis del sujeto
El propio Parker reconoce que psicoanalizar personas muertas es un poco difícil, pero que “joder, tras leerme 40 años de correspondencia y billetitos suyos, pues algo podré decir al respecto”, y que tampoco parece difícil ni erróneo diagnosticarle una personalidad obsesivo-compulsiva. Causada quizás por una educación muy severa, impartida por los tutores que sustituyeron a una madre que murió joven y a un padre permanentemente ausente, y que se manifestó con unos síntomas de libro. Obsesión por los detalles. Amor por la rutina y por lo previsible. Cierta mezquindad y poca generosidad (aquí Parker acude a un par de anécdotas, que igual no es la base para un diagnóstico médico, pero tampoco es que haya un clamor histórico de que Felipe fuese el rey de la fiesta). Poco interés en el sexo: apenas se le conocen un par de amantes, y no reconoció a ningún hijo fuera del matrimonio. Y una gran rigidez mental. La clase de cosas que, hoygan, nos gusta ver en la gente que se encarga de la seguridad aérea o del suministro de agua en las ciudades… pero que, para llevar un reino, no digamos uno en permanente estado de guerra, pues no funcionan bien. Doblemente si quieres visarlo todo desde tu despacho con vistas al Guadarrama y que por favor no te molesten más allá de la hora. Hasta 1580 aún delegó cosas, y de hecho ahí acontecieron los mayores éxitos de su reinado – pero como todo salió bien, se le subió a la cabeza que era mérito suyo, y empezó a querer controlarlo absolutamente todo.
En el fondo, Felipe II nunca dejó de ser un encargado: alguien que lleva fielmente el tinglado en nombre de otro. Controló con mano de hierro a su gobierno (alguno de sus subordinados dijo que le tenían miedo), aplicando un divide y vencerás… pero eso, junto a su incapacidad por delegar, anquilosó toda su administración. En sus actos, y en toda su microgestión, no se aprecia ninguna “Gran Estrategia”, o al menos ninguna propia. Quiso escapar de la sombra de su padre, pero básicamente siguió los consejos impartidos por carta en 1539 durante los 42 años de su reinado (cuando muchas de las premisas ya habían cambiado). Y por lo demás, pues improvisación y “Dios proveerá, que al fin y al cabo todo lo hacemos por Él”. Como se pasó la vida entre papeles, dejándose la salud y los ojos (eso hay que reconocérselo: sus sucesores, ni eso), los sospechosos habituales han construido en torno suyo una leyenda de grandeza, pero que no deja de ser una especie de presentismo regio: si paso bastantes horas en la oficina, ÉL de arriba se fijará en mi.
Valoración
Como aquí ya nos conocemos y sabemos lo que ustedes quieren, aquí viene lo que ya llevan miles de palabras esperando: paralelismos entre un Felipito y otro, y sus padres, llamados ambos Carlos y numerados como primeros. Los Carlos, pues puede que fueran unos desalmados sin escrúpulos, pero al menos tenían presente la quizás principal lección de la Historia: que nada está escrito en piedra y que, llegado el momento, todo es negociable. Incluida la monarquía. Por eso los Carlos, además del palo, también usaban la zanahoria e incluso se avenían a componendas con gente que meses antes habían sido apenas mejores que la lepra. Eso se suele envolver en todo tipo de retórica vacua (“había pasado su momento histórico”, “marchemos francamente, y yo el primero”, y similares), pero no deja de ser realismo ante situaciones de debilidad e incertidumbre. El problema es que los Felipes heredaron situaciones algo menos débiles e inciertas… y ya se creyeron que aquello estaba tallado en piedra, y que ya que tenemos esta situación de fuerza pues vamos a aprovecharla para “algo”, que yo no he venido a ser un mero florero y no quiero pasarme la vida a la sombra de mi padre, y ya veo que ser un poco más austero y menos vivalavirgen no va a bastar. Ese “algo”, pues qué les voy a decir, puede ser incluso popular entre sus súbditos, pero no deja de ser jugar con fuego y poner en peligro precisamente aquello que en tan buen estado te dejaron.
Más arriba ya tuvimos el psicoanálisis de un Felipe, el del otro se lo dejamos a ustedes porque nos faltan datos (más allá de lo que leemos en la prensa generalista… que es la misma que durante 40 años nos cantó las virtudes del padre), pero no creo que nadie se llame a ilusión: el Preparado tiene claramente un “algo” entre ceja y ceja. Ya veremos si corona con éxito.
Del reinado de Felipe II, en concreto, apenas una cosa puede considerarse un “éxito”: que América Latina, y España también, fueron y permanecieron católicas durante siglos, sin injerencias herejes (ni ningún asomo de modernidad o ilustración), en parte gracias al entusiasmo de algunos epígonos del Imprudente en la Jefatura del Estado. Ese precisamente fue el “algo” de Felipe II, y hay que decir que seguramente con entusiasmo por parte de muchos de sus súbditos, quizás incluso una mayoría. Pero pasados casi cinco siglos, en Latinoamérica arrasan los evangélicos, y en la España contemporánea, las bodas civiles superan a las religiosas por nueve a uno, apenas un 53% se describe como católico, y solo un 31% está dispuesto a soltarles la guita a los obispos. Nada está escrito en piedra. (Y por el otro lado igual, eh: tantos calvinistas neerlandeses han abandonado la fe, que, ahora mismo… ¡la confesión más extendida en los Países Bajos vuelve a ser el catolicismo!).
Al final, la valoración del reinado de los Felipes depende en gran medida de nuestra propia valoración de sus respectivos “algos”, lo que explica las lágrimas de emoción de los voxers y la general indiferencia de cualquiera que no tenga un mindset mínimamente preconciliar. Felipe II, como hemos visto, fue un dechado de virtudes españolas y muy españolas – al menos en la consideración de aquellos que quisieran que todos fuéramos muy españoles y mucho españoles, pero que no quieren ver que fueron precisamente esas “virtudes” las que causaron enorme sufrimiento humano y a la larga lo perdieron todo. En 1566, sin ninguna necesidad, Felipe se negó a prorrogar los mandatos de tolerancia para los moriscos que había concedido su padre, y la consecuencia fue una revuelta y guerra civil que causó unos 90.000 muertos (más unos 80.000 reasentamientos forzosos), lo que proporcionalmente lo sitúa casi a niveles de los años 30 del siglo XX. En 1571 pretendió secuestrar a la reina inglesa, Isabel, lo que dejó un cierto poso de amargura en la misma e impidió una paz. En 1577, fue su decisión personal de reanudar la guerra en Países Bajos la que inició otros 30 años de desgracias en un Vietnam medieval en donde se quemó la riqueza y la juventud del reino, todo por un “prefiero ser rey en un desierto que gobernar sobre herejes”. En 1588, fue el responsable último del fracaso de la Armada, pese a que tuvo varios informes en contra de enviarla. Todo ello, escondido en un interminable papeleo que Mr. Parker ha tenido a bien leerse por nosotros.
Sus defensores apuntarán también a su mala fortuna: la temprana muerte de María Tudor, las tormentas que hundieron a la Armada. Pero tuvo iguales golpes de suerte, como la muerte de Sebastián de Portugal, o una guerra entre otomanos y persas que le permitió una larga serie de treguas con el Turco a partir de 1580, que le dejaron libres las manos para concentrarse en Europa. Pero el problema fundamental de su reinado fue el dichoso reparto que hizo Carlos I de la herencia. O se lo daba todo a Felipe (Fernando se podría haber consolado con Hungría), o Flandes tendría que ser para aquel que controlara el Sacro Imperio, para estar ahí al lado y poder intervenir fácilmente. Al final optó por lo peor: un Flandes aislado y a miles de kilómetros de su soberano. Casó a Felipe con la reina inglesa para que Inglaterra contribuyera a proteger Flandes, pero un cáncer lo desbarató. Al mismo tiempo, y especialmente desde la unión con Portugal, la Casa de Austria era tan poderosa que por necesidad tenía que provocar coaliciones permanentes en su contra. Dicho esto: Felipe gobernó 40 años, algo podría haber hecho. Por ejemplo, dárselo a sus parientes de Viena, a cambio de algo, qué se yo, Croacia, “y así te ayudo en los Balcanes cuando llegue el Turco, palabrita de primo”. Pero para él no había nada más importante que “religión y reputación”, y esta guerra la voy a ganar aunque me cargue el país.
En suma: un reinado modosito, con razonable mala y buena suerte, que realmente desaprovechó las oportunidades presentadas y dilapidó su fuerza en mil frentes sin sentido, todo en nombre de una ideología (sí, el catolicismo es una ideología) que ha mudado tanto que ni en el Vaticano la defienden hoy en esa forma. Así sentó las bases para el colapso del reino en el siglo siguiente, en la persona de su bisnieto Carlos II. Que dicho colapso tardara un siglo en llegar es porque España al parecer tenía y tiene más sustancia de la que nos pensamos. Que un burócrata con ínfulas hoy sea “el rey más mejor” para mucha gente a la diestra del espectro político tiene que ver exclusivamente con los objetivos perseguidos, no con los resultados. Que en el otro lado del espectro pasa lo mismo, eh, pero la diferencia es que no tenemos a un jefe del estado por derecho de sangre con el nombre de Stalin VI.
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