“Los Habsburgo: soberanos del mundo” – Martyn Rady
Más famosos que Mozart
¡Ah, los Habsburgo! Nuestra familia favorita. Con permiso de los Borbones, claro, pero tengan en cuenta que los Habsburgo ya tenían un imperio donde (casi) no se ponía el Sol cuando Francisco I pasaba más tiempo en la cárcel que fuera (aunque Francisco I sea ancestro de nuestra actual Casa Real, quiero indicar a Fiscalía que estrictamente no era Borbón sino Valois). Así que, ¿qué mejor esparcimiento estival que meterse entre pecho y espalda una historia de dicha familia?
Rady empieza con los orígenes primigenios, cuando la dinastía aún era una familia de nobles menores en la zona donde se juntan Francia, Alemania y Suiza, emergiendo de las brumas medievales del siglo X. Aquí aparece el ¿mítico? fundador, Guntram el Rico, que como era rico se compró un título nobiliario, en la correcta interpretación de que esa era la mejor vía para seguir siéndolo. Su hijo Lanzelin es el primero históricamente seguro. Otra generación después tenemos a Radbot, cuya mujer funda una abadía en Muri con su regalo de boda (el regalo de boda, entre esta gente, es un pueblo entero con sus campesinos dentro), que será el primer mausoleo familiar. Un poco más tarde empieza la obsesión familiar con la Eucaristía, que siempre ocupó un lugar central en su protocolo, su propaganda, y en el arte que encargaron. De Radbot cuenta la leyenda que un día salió a cazar por el futuro cantón suizo de Argovia con un halcón o azor (“Habicht”) que se le escapó, y buscándolo lo encontró en un monte que le pareció fetén para construir un castillo o burgo, al que luego puso de nombre “Habichtsburg”, que acabaría derivando en Habsburg: el castillo del azor. Otra teoría dice que el nombre original –Havesborc– viene de havn, “puerto”, por estar cercano a un vado del río Aar (y otra, que encaja mejor con esta familia, es que viene de haben, “tener o retener”). A todo esto: que los conozcamos como “Habsburg” es una movida del siglo XVIII, cuando se puso de moda buscarse orígenes místicos en la antigüedad más remota posible, hasta entonces habían cambiado de nombre unas cuantas veces en función de su portfolio nobiliario-inmobiliario y solían llamarse “Casa de Austria”. La familia de hecho se mudó en el XIII a un castillo unos 10 kilómetros más al sur, el Lenzburg, dejándole el Habsburg a algún vasallo. Sic transit gloria mundi: hoy el Habsburg alberga un restaurante.
¿Y cómo llegaron estos hidalgos de medio pelo a ser la primera familia de Europa Central? Porque en aquella zona había casi un centenar de castillitos comparables con su señorito feudal adjunto. Siento tener que decepcionarles: ni trabajo, ni esfuerzo, ni la Argovia que madruga, ni leches en vinagre. En primer lugar, Habsburg y Lenzburg cumplen las tres reglas del valor inmobiliario: localización, localización, y localización. En el siglo XIII, se abre el Paso de San Gotardo para cruzar los Alpes, y el río Aar se convierte en parte de una nueva y exitosa ruta comercial que une Alemania con Italia. Como podrán imaginarse, los Habsburgo no dejaron pasar la oportunidad para poner un peaje. En segundo lugar, los Habsburgo cumplen con el principal cometido de los nobles: dejar descendencia. Eso no es tan fácil como parece, varios otros linajes de la zona con los que han suscrito acuerdos familiares se extinguen en la línea masculina, y los Habsburgo se embolsan sus tierras. Eso ocurre por ejemplo con los Kyburgo, pero vamos, un par de cromosomas cambiados y en vez de los Felipes y Carlos de Habsburgo nos tenemos que aprender la lista de los Everardos y Rodolfos de Kyburgo (curiosamente, si bucean en los títulos de nuestro muy Preparado monarca, encontrarán que también es Conde de Kyburgo). Y finalmente el tercer componente del éxito es que los Habsburgo se meten en la política imperial alemana con un olfato excelente para detectar ganadores y perdedores. Primero, apoyando a la dinastía Hohenstaufen contra sus enemigos. Como los Hohenstaufen desarrollan una cierta obsesión por controlar Italia (donde, enfrentados con el Papado, quemarán recursos a lo grande en un Vietnam medieval), necesitan controlar los pasos alpinos y miman mucho a los Habsburgo… que en cuanto huelen la derrota cambian de chaqueta y los dejan tirados. El último Hohenstaufen, Conradino, acaba decapitado a los 16 años en la plaza del mercado de Nápoles. A los Habsburgo les da igual: ya están listos para subir a Primera División.
El salto a la cima
El hombre que da el (primer) salto a Champions es Rodolfo I, un peazo animal al que le encantaba batallar, que fue excomulgado por saquear monasterios e iglesias, que se redimió de esto último con una cruzada contra los prusianos (que nunca le habían hecho mal a nadie pero bien que cobraron, normal que acabaran odiando a cualquier cosa que viniera del sur, especialmente de Austria), y que finalmente logró ser elegido emperador del Sacro Imperio en 1273. Bueno, técnicamente los príncipes electores alemanes solo elegían al Rey de Romanos, que luego debía ser coronado por el Papa de Roma para ser emperador de pleno derecho, y esto Rodolfo nunca lo consiguió, pero detalles, detalles. Ayudó mucho que el emperador anterior fuese su padrino. La elección ocurrió ante el vacío de poder dejado por Conradino, tal que llegaron a presentarse como candidatos incluso extranjeros como Alfonso X de Castilla y Ricardo de Cornualles. Rodolfo con sus 55 tacos y poca importancia parecía una excelente solución de compromiso para no darle el trono al poderoso Otakar II, rey de Bohemia. Luego aguantó 18 años y acabó como uno de los magnates más importantes. Resulta que Otakar impugnó la elección imperial, y además aprovechó para embolsarse con tecnicismos los ducados de Austria, Carintia, Estiria y Carniola. Otakar era tan peazo animal como Rodolfo, y también había sido cruzado contra los prussos (Otakar es el “rey” referenciado en “Monterrey”, que es como se traduce el nombre de la ciudad de Königsberg, actual Kaliningrado), pero se le pegó poco porque siguió siendo tan peazo animal como siempre, lo que permitió a Rodolfo lograr su excomunión y reunir una coalición contra él que le derrotó en Marchfeld (como el ejército de Otakar era más experimentado, Rodolfo renunció al fair play medieval y ocultó parte de su ejército para atacar luego por sorpresa). Otakar murió en la batalla, y Rodolfo mandó eviscerar su cuerpo para poder exhibirlo en Viena durante seis meses. Luego se asignó Austria, Carintia, Estiria y Carniola para si mismo y sus descendientes: el núcleo de los futuros Erblande, o “tierras hereditarias” (las tierras suizas serán los Stammlande, o “tierras ancestrales”, de donde por cierto sus súbditos suizos originales pronto los van a echar, adelantándose en seis siglos al resto de Europa Central). Curiosamente, Bohemia se la dejó al hijo de Otakar, en plan “soy un emperador justo y cristiano, lo que tuve con tu padre no te debe afectar”, e incluso le mandó los restos de su padre para enterrarlos en Praga.
A la muerte de Rodolfo, pues, todo parecía fetén para que sus sucesores fuesen los gallos del corral. Doblemente porque entre 1300 y 1320 se extinguieron las dinastías de Arpád, Premislidas y Ascanios, y el mercado nobiliario se movió mucho. Pero ya saben: quien deja herencia, deja pendencia. Primero se les cuelan un par de emperadores menores, y cuando Alberto I, hijo de Rodolfo, logra recuperar el trono, es asesinado por su sobrino por un quítame ahí esas herencias. La familia es expulsada ya definitivamente de Suiza (donde “Austria” va a ser alternativamente el enemigo ancestral y el blanco de todos los chistes) y vuelve al pozo de la Segunda División, mientras la dinastía imperial de los Luxemburgo se hace con el trono por más de un siglo y proclama en 1356 la Bula de Oro, lo más parecido a una constitución del Sacro Imperio, que establece quienes son los siete príncipes electores que eligen al emperador: los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia, el rey de Bohemia, el conde palatino del Rin, el duque de Sajonia y el margrave de Brandeburgo. Los Habsburgo ni están ni se les espera, y en la Dieta Imperial los sientan en segunda fila.
Pero la famiglia se repone, y cambian el enfoque marcial por el célebre Bélla geránt aliī, tu félix Áustria nūbe (“deja que otros hagan la guerra, tu feliz Austria cásate”) para acumular territorios dispersos mediante políticas matrimoniales. Perdida Suiza, se trasladan definitivamente a Viena, inventándose un linaje austriaco descendiente de Julio Cesar y absorbiendo hasta tal punto la idiosincrasia local (edifican la Catedral de San Esteban, cuya altura de 134 metros –en la torre sur, porque la torre norte nunca se terminará por falta de fondos- legalmente no podrá ser superada por ninguna otra iglesia en todo el imperio austro-húngaro hasta el siglo XX) que “Habsburgo”, “Catolicismo” y “Austria” van a ser sinónimos en toda Europa Central. Así, con las lecciones bien aprendidas y con una potente base territorial (asegurada falsificando documentos), esperan que llegue su hora: en 1437 muere el último emperador de los Luxemburgo, Segismundo, dejando como única heredera a los tronos de Hungría, Croacia y Bohemia a su hija Isabel… que está casada con Alberto de Austria/Habsburgo. Alberto se hace con el póker entero de coronas, incluyendo la imperial. Han vuelto para quedarse, y no van a soltar el trono durante los cuatro siglos que le quedan al Sacro Imperio.
AEIOU
Empiezan los tiempos de AEIOU: Alles Erdreich Ist OEsterreich Untertan. Maximiliano de Austria agranda aún más sus territorios: Carlos el Temerario la ha espichado con su cerebro adornando una pica suiza y sus algo absurdas posesiones recaen en su hija, que siete meses tras la muerte de su padre se casa con Maximiliano, aquí un amigo, para que los Habsburgo aseguren la unión territorial del goloso ducado de Borgoña. De esta unión nacerá Felipe el Hermoso, que luego se vendrá a España a casarse con Juana la Loca, y de allí ya nace Carlos I de España y V de Alemania, heredero final de toda esta política matrimonial.
De Carlos I suponemos que ya lo conocen todo: es el origen de todos los delirios de grandeza del nacionalismo español. Aguilucho, cruces de Borgoña y coronas imperiales que se mantienen hasta hoy en nuestra enseña nacional, casi todo viene de un señor que nació en Gante y subyugó más a los españoles que ningún otro Habsburgo. Con él, la familia de hidalguillos salida de Argovia va a llegar a su máxima extensión territorial en Europa, un poderío que él intentó usar para luchar contra el turco, aunque la cosa se quedó en la toma de Túnez, el resto del rato lo tiene que dedicar a mantener a raya a Francia y a los protestantes. Y él es también quien parte este imperio tan fetén en dos trozos, uno para su hijo Felipe II y otra para su hermano Fernando, que se había quedado en Viena de virrey, algo que el nacionalismo español nunca encontró forma patriótica de explicar y por eso pasan de puntillas sobre el hecho de que su campeón dejó que media Europa escapara al control de Madrid. ¿Y saben por qué lo hizo? Pues por la putademocracia, tan antiespañola ella.
Putademocracia centroeuropea
Resulta que Fernando, en principio solo virrey en nombre de su hermano, se encuentra con el boleto premiado que explica mitad y tres cuartos del ascenso de esta familia, lo que Rady llama recurrentemente un “momento Fortinbras” (al final de la obra “Hamlet” sale Fortinbras de debajo de una mesa y dice que como todos están muertos, pues él es el nuevo rey de Dinamarca). El Fortinbras fernandido es la batalla de Mohács en 1526, en donde la flor y nata de Hungría, incluyendo a media nobleza, siete arzobispos y al rey Luis II en persona, es exterminada por los turcos de Solimán el Magnífico. La viuda del rey Luis, a la sazón María, hermana de Fernando y de Carlos V, intenta asegurar las coronas de Bohemia y Hungría para su hermano en virtud del “parentesco” (Fernando estaba casado con la hermana de Luis, en un doble matrimonio que podría haber beneficiado a los húngaros, pero nadie puede batir a los Habsburgo en la lotería nupcial) y de que, hoygan, con el turco metido hasta la cocina mejor arrimarnos a quien pueda protegernos. La cosa es que todas estas coronas son electivas, es decir, hay que someterse a la putademocracia (incluso aunque solo voten los nobles) para ser rey. Como Carlos está a lo suyo, Fernando acude presto y no se le caen los anillos por jurar unos fueros y reconocer la putademocracia, incluyendo ¡respetar las herejías protestante y utraquista! Así entran al redil (aunque todavía no lo saben) Bohemia, Moravia, Silesia, Lusacia y Croacia. También Hungría, previo reconocimiento de la libertad religiosa. Y no vamos a dejar escapar todo esto, ¿verdad, hermanito? Carlos V lo entiende y le cede los recursos necesarios: Austria y el Imperio. Sí: Carlos V, agárrense, es el único emperador que ha dimitido en vez de morir en el cargo (y también fue el último en ser coronado personalmente por un Papa). Tan español no sería.
En el día a día de Carlos y Fernando vemos también una marca de la casa genuinamente Habsburgo, que lo será hasta el final: el comportarse en cada territorio como el soberano de ese territorio en concreto, en vez de como un super-monarca, aprendiendo el idioma incluso, en vez de unificar y centralizar a la borbónica manera. Algo que con alguna excepción ni siquiera intentaron. Y en cada territorio tu propia corte, tu propio parlamento, y tus propios consejeros locales. Fernando viajaba apenas con una docena de consejeros privados, y pasaba mucho tiempo escuchando apelaciones judiciales de sus territorios, y Carlos V nombraba virreyes, especialmente para territorios alejados a donde los edictos llegaban con mucho retraso (o como decían en las Indias, “si la muerte viniese de España, seríamos inmortales”).
Apretando las tuercas
Con Felipe II (Fun Fact: según Rady, el Escorial es una imitación de la Hofburg vienesa del XVI), llegan a una nueva cima territorial, cuando este “hereda” Portugal, que en este siglo incluye territorios en la India, en China e incluso (brevemente) Nagasaki en Japón. Pero el celo católico ya se encarga de que no sea duradero: en Aragón todavía puede imponerse, pero los Países Bajos van a salirse del redil. 80 años le llevará a Madrid darse cuenta de que no, no van a volver a un régimen “donde cada individuo tiene la sensación de que en cualquier momento se le pueda caer la casa encima” (Duque de Alba dixit), date cuenta. Y también empieza a flaquear la suerte nupcial: para mantener aliadas a las dos ramas, se acuerdan tantos matrimonios incestuosos que cualquier genetista necesitaría que le arrimen las sales olorosas. 34 niños nacieron en la rama española entre 1527 y 1661: diez no sobrevivieron al primer año, otros 17 murieron antes de los 10 años. Don Carlos, primer heredero de Felipe II, era mentalmente “inestable”, por decirlo suavemente. Les salva que siguen produciendo bebés como conejos y alguno vale… hasta que ya no.
En contraste con su celoso sobrino, Fernando I y sus sucesores son unos conciliadores que reconocen libertades de culto (en las bellas palabras de Matías: “¡Ay de mi!, si retiro las concesiones [a la libertad de culto], pierdo dominio y súbditos, si las mantengo, pierdo mi alma” – SPOILER, prefirió perder el alma), pero no se engañen: la rama austriaca solo se pliega ante las circunstancias. Cuando estas cambian, recatolizan a saco: un 80-90% del Sacro Imperio llega a ser protestante, según algunas estimaciones, pero ellos lideran la lenta pero implacable respuesta: carguitos solo para católicos, censura de literatura protestante, dejar a los jesuitas y otras órdenes religiosas sueltas sin correa ni bozal, convertir eventos políticos (protestas campesinas por causas económicas) en “rebeliones religiosas” para entrar con tropas (preferentemente españolas, ya que no se duda de su catolicismo y, según el obispo vienés Khlesl, “son más bravas, y más experimentadas en robar, saquear y luchar”) y chapar iglesias reformadas (“prometimos respeto a vuestras conciencias, no a vuestros lugares de culto”). También empiezan aquí las procesiones, los peregrinajes, o los domos acebollados en las torres de las iglesias católicas del sur de Alemania. Finalmente, tras un siglo de tira y afloja y “lluvia fina que cala”, llega el campeón ultra por el que lampaban en Roma: Fernando II, educado por los jesuitas, primer Habsburgo en obtener un título universitario (en las “artes liberales”, tampoco nos pasemos, por cierto que a Preparado también nos lo vendieron en su día como “el primer Borbón que ha ido a la universidad”). Dispuesto a dar la batalla contra las dietas locales, celosas de sus derechos y libertades. Cuando su celo se combina con algunas circunstancias peculiares, se desatan los demonios de la Guerra de los Treinta Años, en la que muere entre un cuarto y un tercio de Europa Central, y que acaba derivando en una verdadera guerra mundial cuando los holandeses empiezan a asaltar el imperio colonial hispano-portugués (aunque creo que Rady se pasa un poco de entusiasmo al explicar la actual composición étnica de Taiwán como consecuencia de que íberos y holandeses se traigan chinos Han para trabajar en sus plantaciones de azúcar, sustituyendo a “los caníbales y coleccionistas de cabezas locales”).
El resultado final de esta guerra, para los Habsburgo, es de fracaso-aunque-salvando-la-honra. Es decir, se acabó su predominio en Europa, pero conservan el trono del Sacro Imperio (aunque tan debilitado que ya casi es simbólico) y excluyen explícitamente a los Erblande de cualquier concesión en materia de libertad religiosa.
EUCHARISTIA
Y como el AEIOU, después de Westfalia y Utrecht, como que no, es sustituido por EUCHARISTIA, por ser (casi) anagrama de HIC EST AUSTRIA. Como muestra de piedad, las reinas de la casa les lavan los pies a los pobres (si bien unos sirvientes suelen pre-lavar los pies antes, que tampoco hay que pasarse). Por esta época comienza también otra tradición de “catolicismo penitente” marca Habsburgo (aunque ya Maximiliano había ordenado que su cadáver fuese azotado, su pelo cortado y sus dientes rotos): los funerales tripartitos. Todo soberano Habsburgo muerto es partido en tres trozos: las entrañas, el corazón, y el resto del cuerpo, sepultados formando un triángulo sobre Viena: las entrañas van a una cripta bajo la catedral de San Esteban, el corazón a la cripta de los corazones bajo la Iglesia de los Agustinos, y el cuerpo lo pasean por la ciudad, para acabar delante de la Iglesia de los Capuchinos, donde está situada la cripta imperial. La comitiva llama a la puerta, y desde dentro preguntan “¿quién pide paso?”. La primera vez se contesta “el emperador Fulanazo, emperador del sacro imperio, rey de Austria, de Bohemia, de Hungría [inserte aquí la lista completa]”, y los monjes replican, “na, no le conocemos”. Se repiten la llamada y la pregunta, y esta vez contestan la versión abreviada, “Fulano, que era tal y cual”. Pues nada, que tampoco le conocen. Y ya a la tercera, cuando contestan “Fulanito, hombre mortal y pecador”, pues ya le dejan entrar. Muy edificante sobre como la muerte nos iguala a todos.
El siglo siguiente a Westfalia en general no es muy generoso con la familia, que empieza a reinventarse como mecenas de la cultura, y a falta de éxitos político-marciales usa todas las formas del barroco para mantener al personal en línea. Leopoldo guerrea mucho contra turcos y franceses, pero con suerte variable. También se casó con la niña rubia del cuadro Las Meninas de Velázquez, que siempre le llamó “tío” y que además le presionó para expulsar a los judíos de sus tierras. Al menos logró arrancarles a los húngaros la concesión de que su monarquía sería hereditaria. Con Carlos II se extingue la rama española en 1700, y en 1740 parece que le llega la hora a la austriaca: el emperador Carlos VI (tal vez le conozcan de otras pocholadas aristocráticas como la Guerra de Sucesión Española, donde aparece como “archiduque Carlos” en los créditos) muere sin hijos varones.
Pero Carlos VI logra ser sucedido por su hija, la mandona María Teresa de Austria, que se casa con Francisco I de Lorena, al que coloca como títere-emperador y con el que funda la nueva dinastía Habsburgo-Lorena (en ese momento, Austria-Lorena), que se la tienen que imaginar como el Banco Santander Central Hispano, gran unión que ha quedado en… Banco Santander. Aunque renunció a una coronación como emperatriz alegando querer ahorrar, sí usó el título y en los cuadros siempre salía por delante de su marido. No lloren por él: Francisco Esteban se dedica a pasárselo en grande con sus amantes y como mecenas de las artes y las ciencias, y con una presunta participación en una logia masónica. Nada grave: los masones austriacos de este tiempo son casi todos funcionarios y altos cargos aburridos (uno de ellos, Grillparzer, describió así un día laboral típico: “llegué a la oficina al mediodía. No había trabajo. Leí a Tucídides”), y la masonería, lejos de ser una conspiración antigubernamental, refuerza al despotismo ilustrado. Mientras tanto, María Teresa parte el bacalao: llora un poco en la dieta húngara, y así logra reconocimiento y soldados con los que reconquistar la variopinta colección de territorios que no la quisieron reconocer como reina. Con una excepción: Silesia, donde el Viejo Fritz ha entrado con sus prusianos, y que tres guerras no van a lograr recuperar, incluyendo la mayor guerra del siglo.
María Teresa dio a luz a dieciséis niños, con lo que hubo de nuevo material para sostener la dinastía. Y la pérdida de Silesia la compensó con las Particiones de Polonia (Fritz: “lloraba, pero tomaba; y cuanto más lloraba, más tomaba”). También logra meter la patita en el Mediterráneo, y montar redes comerciales que llegan hasta el Cuerno de África (donde el tálero de María Teresa va a ser moneda de curso legal hasta mediados del siglo XX). Cuando se le muere el marido, simplemente pone al hijo de emperador. Ordena la escolarización obligatoria, prohíbe la tortura y los juicios por brujería… pero también expulsa a judíos y protestantes. Lo que se dice un legado mixto.
Muerta María Teresa, una sucesión de emperadores menores tiene que enfrentarse a la Francia revolucionaria. El resultado lo describió Hemingway a la perfección: “parece que el principal objetivo de Austria es proporcionarle victorias a Napoleón”. Francisco II, viendo que Napoleón se corona emperador y con un seguro olfato para lo que se viene, proclama en 1804 que Austria es un imperio hereditario. Justo a tiempo, porque en 1806 los estados alemanes menores (es decir, todos menos Austria y Prusia) aceptan un nuevo reparto territorial propiciado por Napoleón y se unen en la Confederación del Rin, presidida por el corso.
Esto es la defunción de facto del Sacro Imperio Romano de la Nación Germana, y Francisco II del Sacro Imperio, después de ser durante dos años el único “doble emperador” de la historia, depone la corona sin muchas lágrimas y se resetea a Francisco I de Austria. Un milenio de historia alemana, tirada al basurero de la historia en una inane declaración desde Viena. Desde ahora, Austria vuela sola. Se cambia la bandera (los barcos que llegaban a China tuvieron que sacar la bandera del Sacro Imperio porque los chinos no reconocían el nuevo estandarte rojiblanco), aunque sobrevive donde quizás no se lo esperan: la hija de Francisco, Leopoldina, se casa con Pedro IV de Portugal, que también se resetea a I de Brasil y le pide a su señora que diseñe una bandera, así que Leopoldina toma el verde de la Casa de Braganza y le casca encima un rombo en “amarillo Habsburgo”, que sigue estando hasta hoy en la bandera de Brasil y en la camiseta de la Seleçao.
Mariano Rajoy en Schönbrun
Rady describe el Congreso de Viena de 1815 como la culminación del poderío austriaco. Austria no es que haya contribuido mucho a la derrota de Napoleón, de hecho, a ratos se alió con él, incluyendo casarle con la hija del emperador, pero pelillos a la mar y nos aprovechamos de nuestra posición central en Europa, con una pata en Alemania y otra en Italia, para ser el garante del equilibrio y del statu quo. O en otras palabras: la jugada de Mariano Rajoy en 2011, pero estirada durante un siglo entero de decadencia muy bien llevada.
Para este siglo, además, solo tienen que quedarse con dos personas. La primera es Metternich, el ultra reaccionario primer ministro austriaco que negocia los términos del Congreso, apoya que no se castigue demasiado a Francia (porque la quiere de contrapeso a Rusia) y rehace unas fronteras para Europa que durarán hasta la Primera Guerra Mundial (con algunas excepciones, como Alsacia-Lorena y los Balcanes… ¡pero que precisamente causaron esa guerra! ¡Metternich reivindicado!). Entre otras cosas, renuncia a todas esas posesiones perdidas por ahí y convierte a “Austria” en el imperio compacto y contiguo que conocemos del XIX. Metternich gobierna hasta 1848, siempre apoyando las causas de la reacción y el conservadurismo, hasta que la Primavera de los Pueblos le obliga a huir mientras ve arder su palacio vienés en el retrovisor. Pero los Habsburgo esquivan esta bala gracias a la segunda persona de interés: el emperador Francisco José I, que llegará al trono con 18 añitos y que va a gobernar durante la friolera de 68 años, hasta morir en 1916.
Resulta que el emperador en ese momento, Fernando I, a la sazón tío de Francisco José, se muestra conciliador con toda esa muchachada barbuda del 15M vienés, y está dispuesto a conceder parlamentos, constituciones y el fin de la servidumbre. El problema es que también hay 15Ms en provincias, y allí estas demandas se combinan con un cierto independentismo. Y eso ya no puede ser, que el reino Lombardo-Véneto es parte indisoluble de la corona austriaca (y también contribuye un tercio de sus impuestos con solo un sexto de la población). Con los alemanes tirando para la Gran Alemania, los lombardo-vénetos lampando por pasarse a Piamonte, los húngaros experimentando con una Gran Hungría “democrática”, y los eslavos soñando con un estado propio, la vieja guardia considera que la cosa ya se va de las manos y empieza a mover los cañones (aún no hay tanques): el mariscal Windischgrätz bombardea Praga y se gana el apodo de “el carnicero de Viena”, el mariscal Radetzky aplasta a los italianos (a los que les tiene que hacer mucha gracia que ahora toda Europa aplauda su marcha en el concierto de Año Nuevo), y el mariscal Jelačić avanza sobre Hungría (lo suyo era peculiar porque Croacia estaba en la parte húngara y allí eran bastante estrictos, así que para Jelačić la vía para una mayor autonomía de Croacia paradójicamente pasaba por reforzar a Viena).
Los tres mariscales (Windischgrätz, Jelačić y Radetzky, abreviados WJR, que se puede leer como el “nos” mayestático) son los que le “sugieren” la abdicación a Francisco I por flojo. Este cede el trono a su hermano Francisco Carlos (hijo, hermano y padre de emperadores sin serlo nunca, resulta que tenía inclinaciones liberales y los mariscales le dejaron claro lo que tenía que hacer), quien al minuto se lo cede a su hijo, y ya tenemos a Francisco José de emperador gracias básicamente a un golpe de estado. FJ va a apoyar a saco el restablecimiento violento de la autoridad imperial, incluyendo una invasión de Hungría. Allí insisten en que se les reconozcan las Leyes de Abril, concedidas por Francisco I en los primeros y confusos días conciliatorios, así que FJ pega un telefonazo a su amigo el zar Nicolás, y un ejército ruso entra por el este para ayudar a Julius von Haynau a restablecer el buen orden divino absolutista, ahorcando a un centenar de líderes independentistas. En el imperio austriaco, 1848 queda como un susto sin consecuencias aparentes, aunque el pobre Haynau fue cubierto de estiércol cuando visitó Londres; también tuvo las narices de comprarse una hacienda en Hungría para su retiro (y no entendió por qué sus vecinos nunca le invitaron a cenar).
Francisco José resulta un emperador muy trabajador… y a la vez muy inepto. Gobierna con mano de hierro y aplastando cualquier revuelta, las reformas políticas son totalmente inocuas, y encima Austria pierde todas las guerras en las que le mete FJ: contra Sardinia (doblemente sangrante porque el propio FJ se nombra comandante en jefe y pierde en Solferino), contra Prusia, y finalmente contra el resto del mundo. La derrota contra Prusia en 1866 en concreto obliga a un “donde dije digo, digo Diego”, y Francisco José negoció un nuevo compromiso con Hungría. Hungría era un estado “multinacional”, en el sentido de que apenas la mitad de la población hablaba húngaro, el resto eran minorías eslavas, alemanes, judíos o rumanos. Pero los húngaros perseguían una agresiva política de magiarización, y una de las condiciones para quedarse era que Viena les dejase vía libre en esto y además les cediese Transilvania. El resultado fue la división del imperio en dos partes, Austria y Hungría, nominalmente independientes, pero compartiendo soberano. Como la frontera entre ambas mitades es el río Leita, también se habla de Cisleitania (Austria) y Transleitania (Hungría). Hay una serie de cámaras legislativas, aunque no controlan al gobierno, que se puede describir como “burocracia absolutista ilustrada”, y la legislación consistía mayormente de decretos administrativos que no tenían que pasar por las cámaras. El “gobierno común” se limitaba a tres ministerios: asuntos exteriores, ejército, y finanzas (estrictamente para financiar los otros dos), y como Austria es imperio y Hungría reino, todo lo relacionado con la corona se tiene que llamar “imperial y real”, o “Kaiserlich und Königlich”, la monarquía k.u.k. (o “Kakanien”, como decían los irreverentes). Todo rematado con una coronación aparte en Budapest para Francisco José y su esposa.
Ya que estamos con Sisí Emperatriz: ella era una enamorada de Hungría y ayudó mucho al Compromiso (en Hungría la tienen en un altar, a FJ en cambio a duras penas le toleraban), no era anoréxica aunque cuidaba mucho su dieta y ejercitaba mucho, sonreía poco porque tenía los dientes torcidos, tenía un tatuaje de un ancla porque le gustaba el mar, y una vez producido el heredero FJ y Sisí vivieron cada uno su vida. A ella la acabó matando un anarquista italiano, él siguió como distinguido viudo. Pues bien: este monarca neoabsolutista y su larguísimo reinado ahora son recordados, gracias a la nostalgia, a su extravagante bigote, cierto mecenazgo de ciencias y artes, y un porrón de películas de Sisí Emperatriz en tecnicolor, como “los buenos viejos tiempos”. Porque recordemos: a pesar de toda su criminal incompetencia, ¡aguantó 68 años y murió en la cama gobernando! Mariano Rajoy apenas logró ser un pálido reflejo.
Como el siglo XX no fue muy majo con Europa Central, la “monarquía dual” ha quedado como un periodo de extraordinaria placidez, reivindicado incluso por gente de centro, “ni de izquierdas ni de derechas, pero el nacionalismo es malo, eh”, cuando lo cierto es que las tensiones nacionales estaban ahí, soterradas pero vivas. Porque solo el nacionalismo ofrecía una salida a la asfixiante uniformidad decretada desde Viena: el recuerdo de 1848 no se extinguió, la sociedad estaba legalmente separada en compartimentos “nacionales” (para la escuela, las milicias locales, los coros musicales, los sindicatos, los bomberos voluntarios…), y los parlamentos resultaban inoperantes, a pesar del voto universal masculino. Y todo el mundo insistía agresivamente con señales de identidad: los checos con elaboradas chaquetas abotonadas, los eslovenos con pieles, los húngaros con mostachos… En Hungría, las tabernas servían bebidas diferentes para sus clientes: cerveza para alemanes, vino para los húngaros, licor barato para el resto. La universidad de Praga estaba partida en dos partes, alemana y checa, que solo compartían el jardín botánico (y porque los carteles de las plantas estaban en latín). En la universidad de Budapest, el rector declaró públicamente que “el objetivo de la magiarización es asimilar a las minorías, y seguiremos con ella hasta que no quede ni un solo eslovaco”. Los únicos que realmente parecían creerse el invento –aparte de FJ, claro- eran las minorías religiosas; especialmente los bosnios musulmanes (“Que vienen los bosnios” sigue siendo una de las marchas militares más populares en Austria) y sobre todo los judíos. En 1890, el 10% de Viena y el 20% de Budapest eran judíos, que constituían tres cuartos de los abogados y la mitad de los médicos, clases medias educadas que son quienes más han contribuido a crear esa idílica imagen del imperio. Viendo cómo les fue en los 30 años posteriores, la verdad, hasta se entiende (y por supuesto que no faltaban el antisemitismo, la frenología, el racismo “científico” y los grupos proto-fascistas en la Viena de Wittgenstein y Freud, ¿dónde creen que se formó Adolf Hitler?).
Pero FJ en el fondo no era más que el mascarón de proa de una familia que seguía siendo lo que había sido durante siglos: unos liantes bastante inestables. El único hijo varón de FJ, el príncipe Rodolfo, se suicidó en 1889 (con sus buenas teorías de la conspiración, entre ellas que fue asesinado por los franceses o incluso por simpatías socialistas – aunque su educación no ayudó). Los hermanos de FJ, por su parte, no se quedaban atrás: Luis, homosexual y exiliado por sus escándalos; Carlos Luis, una completa nulidad usada para engendrar los necesarios sucesores varones y sustituir a FJ en los actos a los que este no quería o no podía ir (Carlos Luis se murió de pura devoción cristiana: en un viaje a Oriente Medio insistió en beber agua del Jordán sin tratar, y la infección le mató después de meses de agonía); finalmente Maximiliano, el más “normal” y popular, razón por la que FJ intentó alejarle lo más posible. Maximiliano fue emperador en México durante el intento de Napoleón III de crearse allí una dependencia, y acabó fusilado tras declamar la conocida propaganda familiar: “¡mexicanos! Hombres de mi clase y origen han sido elegidos por Dios para ser la felicidad de su gente, o sus mártires. Llamado por algunos de vosotros, no vine aquí por ambición…”. En serio, qué gente.
El apocalíptico final
Sin hijos varones propios, el heredero de FJ pasó a ser el archiduque Francisco Fernando, que se casó por amor con una plebeya (en realidad era de rancio abolengo, pero no de una casa reinante, y eso implicó un matrimonio morganático y que los hijos no tuviesen absolutamente ningún derecho a nada). También le gustaba cazar, y su contabilidad recoge 274.899 animales abatidos. Políticamente, quería superar el dualismo existente mediante un “Trialismo” que elevase a los eslavos a socios imperiales en igualdad de condiciones con austriacos y húngaros. Los problemas era los conocidos: que el conjunto era una cosa tan intrincada que no había forma de cambiar nada sin tener que cambiarlo todo, que los “eslavos” eran una mezcla muy variopinta, separados geográficamente, y que las propuestas que circulaban eran básicamente subordinarlos todos a los croatas. Pero al bueno de Francisco Fernando no le dio tiempo a implementar nada porque lo asesinaron en Sarajevo en 1914. Todo porque FJ quiso resarcirse de las sucesivas palizas militares conquistando “algo”, y ese “algo” resultó ser Bosnia, para cabreo de los serbios. El resto ya lo conocen.
Si FJ hubiese lanzado una guerra contra Serbia a los tres días del magnicidio, la cosa podría haberse quedado allí: una breve guerra austro-serbia con “solo” algunas decenas de miles de muertos. El “cheque en blanco” de Alemania seguramente asumía una guerra inmediata. Pero medio ejército austriaco estaba de permiso ayudando en la cosecha, y para cuando Austria inició hostilidades, sus élites ya habían convertido la “expedición de castigo” en un “hay que destruir Serbia”, y el sistema de alianzas ya estaba en marcha y se llevó por delante al continente entero.
Como el asesinato del archiduque tampoco da para tanto propagandísticamente, la guerra se les vende a los pueblos de la Monarquía Dual como una lucha contra el respectivo pérfido enemigo ancestral: a polacos y ucranianos se les explica que es contra los rusos, a los bosnios y croatas que es contra los serbios, a los húngaros que es contra los eslavos… con el resultado previsible: masacres y excesos, ¡que para algo es una guerra existencial contra el pérfido enemigo ancestral! El desarrollo de la guerra, pues es el conocido: a pesar de empezarla con delirios de grandeza, Austria se las arregla para perder sus mejores tropas contra Rusia en el minuto uno, es incapaz de doblegar a Serbia, y su falta de flexibilidad con respecto a Trieste empuja a Italia al bando aliado. Los “hermanos alemanes” son quienes tienen que acudir a apagar todos los fuegos, y claro, se hacen con el control de todo, aunque Rady afirma que, tras los desastres de 1914, el imperio aguanta aceptablemente bien el resto de la guerra: la producción de armamento es eficaz, los frentes aguantan, y tras las revoluciones rusas de 1917 un ministro decía que la guerra estaba ganada. Criatura.
El bueno de Francisco José se muere justo a tiempo, 1916, para no tener que ver el fin de su adorado imperio. Su sucesor, su sobrino-nieto Carlos I (“un hombre de treinta años con la apariencia de uno de veinte y la madurez de uno de diez”) parece buena persona. Pero su imperio ya está subordinado totalmente a Alemania, de modo que la derrota de esta arrastra consigo a la monarquía dual, porque los aliados, en principio opuestos a una disolución, a partir de 1917 van a apoyar a saco a cualquier “comité nacional” que exija la independencia de su terruño. El suministro de alimentos colapsa, con raciones de solo medio kilo de patatas para toda una semana. De los ocho millones de hombres llamados a filas, para noviembre de 1918 un millón está muerto, dos millones han sido heridos, otro millón y medio hecho prisionero, y cuatro han sido hospitalizados en algún momento por enfermedades. Cuando se filtra que Austria busca una paz por separado, Carlos tiene que ir corriendo a ver al Káiser Guillermo a asegurarle que no, que somos uña y carne, y se trae una unión aduanera de recuerdo: el cobro al “cheque en blanco” de 1914. Cuando todo empieza a colapsar, Carlos intenta reestructurar el imperio por el principio de las nacionalidades, pero los “comités nacionales” asumen el poder en todas partes, y en Hungría estalla una revolución. Carlos intenta entonces una última jugada de “solo reino, no gobierno”, al menos en los Erblande, pero la propia Austria ya tiene suficiente, y el socialista Karl Renner acude a Schönbrunn para finiquitar seis siglos con la bella frase: “Herr Habsburg, el taxi está esperando”. Al día siguiente se proclama la república, seguida al pie de una Lex Habsburgo que incauta todos sus bienes y exilia permanentemente a Carlos I, y condicionalmente a todos los demás miembros de la casa, “salvo que renuncien a su pertenencia a dicha casa y a los derechos al gobierno que de ella se derivan, y se declaren fieles ciudadanos de esta república”. Hasta 2011 ningún Habsburgo podía siquiera presentarse a las elecciones a presidente federal. No, señor, fiscal, no estamos dando ideas, pero soñar tampoco es delito, ¿vale? Carlos I muere de tristeza en su exilio en Madeira, donde sigue enterrado, salvo su corazón, que acabó en… la abadía de Muri, donde nueve siglos antes empezó el ascenso de esta familia. El círculo se cerró.
Valoración
El libro está dividido en unos 30 capítulos, cada uno centrado generalmente en algún soberano o miembro importante. Carlos II por ejemplo no tiene, pero Don Juan de Austria sí (único Habsburgo ilegítimo enterrado en El Escorial, por cierto, todo gracias a Lepanto). La cosa amenaza a ratos con degenerar en una secuencia de biografías incompletas, pero Rady lo maneja bastante bien para dar una imagen global coherente de esta familia tan real y presente. Porque aún quedan bastantes Habsburgo por ahí. No de reponedores en el Mercadona, claro, sino de europarlamentarios por la CSU y la ÖVP, o candidatas por algún partido sueco, o embajadores por Georgia y Hungría, o casándose con las familias que aún pintan algo. Las nuevas generaciones ya han acabado diseñando joyas o conduciendo en la Fórmula 3 (este último es el hereu), una vez que parece claro que el capital político no bastará para elevar a ningún Habsburgo-Lorena a cargos ejecutivos. No importa: con la pasta familiar, una vez que Austria decidió devolverles algo, se vive bastante bien. Y mientras tanto, a esperar. Porque la implosión de su imperio creó un vacío de poder en Europa oriental que como todos los vacíos acabó siendo rellenado, primero por el Tercer Reich, luego por la URSS, y ahora mismo por la Unión Europea, de la que los Habsburgo han resultado ser los más entusiastas paladines. Pero Ursula von der Leyen haría bien en recordar que en su día también fueron entusiastas paladines de los Hohenstaufen – hasta que dejaron de serlo. Así que evite usted los líos italianos y no vaya a Nápoles, Doña Úrsula, que si no nos los vamos a comer con patatas otra vez hasta 2600 como poco.
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Comentario de emigrante (19/07/2022 12:43):
Como dijo Mariano Rajoy: “Jo, qué tropa!”
Visto lo que vino después si los catalanes hubieran ganado la Guerra de Sucesión habrían “sufrido” tanto como con los Borbones. Aunque a lo mejor no se quejaban tanto.
Pero en el fondo los austriacos son muy majos y caen bien a todo el mundo. Ya los decía Willi Wilder: “Qué tendrán los austriacos para que todo el mundo crea que Hitler es alemán y Beethoven es austriaco” Y es que la imagen de Austria en el mundo es la que nos ha dado Disney: Julie Andrews y su coro de niños cantores huyendo de los nazis. Como si hubieran sido cosas distintas. Es algo que ellos mismos se lo creen, el mes pasado estando de vacaciones en Carintia me puse a hacer zapping en la tele del hotel y hallé una escena curiosa. Últimos días de la guerra, en una casa dos soldados rusos están saqueando la cocina mientras un par de mujeres y una niña esperan aterrorizadas en un rincón. El más viejo se muestra amable y cariñoso con la niña, quizá tenga una hija de su edad. El otro tiene malas pulgas y es el que encuentra escondido en un armario a un chaval de 13 ó 14 años. Inmediatamente se dispone a ejecutarlo porque ya tiene edad suficiente para ser llamado a filas. Una de las mujeres interviene y lo salva diciendo que no es alemán que es un niño austriaco. Al oír eso los rusos se calman y se van. Paso a otro canal.
Comentario de Mr. X (19/07/2022 16:51):
Bueno, en comparación con lo que vino después, tampoco es tan raro que se idealice el periodo Habsburguico. No solo el cabo Adolf, la ocupación soviética y las alegres guerras balcánicas. Casi se diría que los Stefan Zweig, Sigmund Freud y Joseph Roth de la época, la crema de la intelectualidad centroeruropea, fueran todos devotos del emperador, significaba que veían bastante claro lo que sucedería cuando desapareciera. De hecho leí en alguna parte que más del 30% de los oficiales del ejército austrohúngaro en la I Guerra Mundial eran judíos.