“La Guerra franco-alemana” – Jochen Oppermann
Ya saben ustedes que en LPD le damos a todo, pero luego siempre volvemos a las raíces eternas: Alemania y cosas alemanas. Sin embargo, esta vieja guerra de 1870-1871 entre Francia y una alianza de estados germanos liderados por Prusia (lo que, en aras de la brevitud, podemos llamar “Alemania”) no es solo algo propio de polvorientos libros, sino un conflicto clave sin el cual Europa sería muy, muy diferente. Una victoria francesa habría significado, entre otras cosas, que no existiese un estado unificado alemán, con todo lo que eso implicaría para estos últimos 150 años. Pero no fue así, y de ahí salió lo que salió. Oppermann, con buen ojo para enamorarnos, prologa el libro desde el 30 de enero de 1933, cuando Paul von Hindenburg deja los destinos de Alemania en manos de Adolf Hitler. Hindenburg era veterano de esta guerra, y la viva encarnación del espíritu surgido de dicha victoria, y su delegación en el “cabo bohemio” la consecuencia lógica del mismo. En el otro lado, Georges Clemenceau, el presidente francés que tanto intentó dañar a Alemania en 1919 en Versalles, era alcalde de Montmartre en 1871. También las dimensiones militares de la futura catástrofe asomaban ya la patita: el asedio de París de 1871 es el primero de una ciudad con más de un millón de habitantes (algo que no se repetirá hasta Leningrado en 1941), y la batalla de Metz termina con la captura de 200.000 soldados enemigos (algo que no se repetirá hasta 1941 en Bialystok – aunque aquí el trato a los mismos fue infinitamente peor). Incluso la guerra ideológica contra el bolchevismo tuvo un precursor en el sangriento aplastamiento -15.000 muertos- de la Comuna de Paris. Por ello, sentencia Oppermann, merece la pena revisar esta guerra con los ojos de hoy.
La previa
La cosa empieza con el Gran Pasteleo del siglo XIX: el Congreso de Viena tras las guerras napoleónicas, que va a lograr 30 años de paz en Europa (hasta la Guerra de Crimea), y va a atrasar la siguiente guerra total casi 100 años. Y una de las claves es que al perdedor, Francia, se le trata con guante de seda y se le confirma su statu quo ante… mientras Alemania, para frustración de sus románticos patriotas, permanece dividida. La ineficaz Confederación Germana no sirve para nada, y en ella Austria mangonea a gusto, si bien cada vez más acechada por la ascendiente Prusia. En Prusia, a su vez, llega en 1859 Otto von Bismarck al volante, que empieza a jugar su ajedrez pentadimensional diplomático, ayudado por errores externos. El primero, de Dinamarca, donde logra embolsarse Schleswig, y el segundo, de Austria, que sigue creyendo que es el amo del corral, se deja provocar, y ya tenemos la guerra austro-prusiana.
En los países de habla germana, a esa guerra la llaman “der Deutsche Krieg”, la Guerra Alemana (a veces rizan el rizo y la llaman “der deutsch-deutsche Krieg”, la guerra alemán-alemana): se entendía que era una guerra entre alemanes y por el futuro de Alemania. Gana Prusia en siete semanas, con una estrategia muy arriesgada: divide su ejército en tres partes que avanzan separadas y logran rodear al enemigo. Chapeau si funciona, pero corres el riesgo de que tus tres cuerpos sean derrotados por separado.
La batalla en Königgrätz supone una clara victoria prusiana. Los austriacos se desbandan, y los prusianos avanzan hasta el Danubio, a ojos vista de Viena. Aquí comienza el baile diplomático de Bismarck: frente al rey Guillermo y la mayoría de los líderes, que quieren hacer sangre y desmembrar a Austria, enemigo ancestral de Prusia, Bismarck aboga por no tocarles un pelo (para las anexiones ya sangran los aliados austriacos: Hannover, Hesse, Nassau y Frankfurt pasan a ser provincias prusianas). Convence con los argumentos militares (las líneas de suministros están estiradas hasta el límite, y los austriacos están bien pertrechados al sur del río, o como dijo Bismarck “si cruzamos el Danubio es para seguir hasta Constantinopla y refundar el imperio bizantino, porque volver ya no podremos”), pero en su cabeza importan más los políticos: así se mantiene el equilibrio europeo para no asustar a Gran Bretaña y Rusia, y una buena oferta de paz terminará inmediatamente la guerra e impedirá meter baza a los franceses.
Con esto entra el segundo partenaire: en Francia gobierna desde 1848 Luis Napoleón Bonaparte (desde 1852 como el emperador Napoleón III), que también es un metomentodo, aunque con menos talento. Llegó al trono con la promesa de restaurar la gloire y la grandeur, y ya ha arrastrado al país a la Guerra de Crimea, al fregado de la independencia italiana, y hasta a la Cochinchina. Hay que decir que el pueblo francés da palmas con las orejas, lo que lleva a Napoleón a meterse de cabeza en la malhadada aventura del Segundo Imperio Mexicano: por un impago de nada de la deuda, México se vio ocupado parcialmente por Gran Bretaña, España y Francia, aprovechando que los estadounidenses estaban en ese momento a la greña. Una vez recibieron garantías, tanto la madre patria como la pérfida Albión (una porque se conocía el percal y la otra porque solo se mueve por dinero) embarcaron y se fueron, pero Napoleón III vio allí la posibilidad de montarse un protectorado tout belle, con emperador austriaco y todo. La cosa acabó mal, con Maximiliano fusilado en 1867 mientras Napoleón miraba para otro lado.
En la resaca de este fracaso se coció la guerra como vía de salida al régimen bonapartista para salvar la cara. Bismarck, de tapadillo y verbalmente, había insinuado que Francia podría quedarse el sur de Bélgica y Luxemburgo a cambio de su neutralidad en la Guerra Alemana. Como la guerra termina tan deprisa, Napoleón se encuentra con un palmo de narices y sin tiempo de jugar sus cartas. Encima, Prusia se ha embolsado un montón de estados menores, y con el resto ha formado una alianza que ya exige un respeto y no se dejará mangonear. Napoleón y todo su régimen se sienten agraviados y claman “venganza por Königgrätz” (y como el nombre se les atraganta un poco, son ellos los que, mirando el mapa, encuentran un pueblecito a 15 millas de la batalla más fácilmente pronunciable: Sadova).
Einwechsel Spanien
Napoleón necesitaba urgentemente una victoria en política exterior, y pareciera que se la iba a facilitar precisamente España, donde en 1868 han echado a patadas a los Borbones y ahora buscan nuevo rey. Y no se les ocurre otra cosa que ofrecérsela a Leopoldo von Hohenzollern-Sigmaringen (cuyo hermano Carlos, por cierto, había sido colocado en 1866 como príncipe y luego rey de Rumanía, igual pensaron que aquí había una familia líder mundial en la exportación de monarcas; además Leopoldo traía consorte ibérica). En privado, Napoleón decía que España estaba tan mal que el pobre Leopoldo ya tendría las manos llenas solo para mantener el país tranquilo. Además, la rama Sigmaringen de los Hohenzollern se había separado hacía tres siglos de la rama principal prusiana, eran católicos en vez de protestantes, y encima Leopoldo era familiar mucho más cercano de Napoleón III (primo vía su abuela) que de la rama en Berlín. Pero en público bastaba el nombre “Hohenzollern” para despertar en Francia el miedo atávico al asedio de los Habsburgo tres siglos antes, así que el régimen bonapartista echó toda la carne en el asador para impedir que Leopoldo acabase en Madrid.
Bismarck, por su parte, declaraba públicamente que “esto es un asunto entre España y Sigmaringen, Prusia ni pincha ni corta”, mientras en privado animaba a los españoles a seguir, que sí, y además os apoyaremos para que Napoleón no os traiga de vuelta a los Borbones (Isabel II se había refugiado en Francia, y Napoleón intrigaba para colocar a su hijo Alfonso en el trono). Bismarck no actuaba tanto por deseo de una guerra –aunque no la excluía- sino para sacar a España de su dependencia de Francia; ni siquiera contaba con ella como aliada futura. Hasta tres veces fueron los españoles a Sigmaringen, y tres veces fueron rechazados. La tercera, en julio de 1870 por el padre de Leopoldo (el cual estaba de vacaciones en Suiza y ni siquiera se enteró). Guillermo I de Prusia ya estaba de veraneo en un balneario en Bad Ems y dio entonces por zanjado el asunto. Hasta Napoleón III estaba inclinado a verlo así. Y allí podría haber acabado todo… si los halcones del gobierno francés no se hubiesen empeñado en ir más allá y exigirle a Guillermo como jefe de la casa Hohenzollern que asegurase que jamás de los jamases un Hohenzollern sería rey de España. Para ello, el ministro de asuntos exteriores Gramont envió al embajador francés Benedetti a Bad Ems. El 13 de julio de 1870 por la mañana, sin cita ni nada, Benedetti abordó a Guillermo durante su paseo matutino y allí mismo le formuló las exigencias francesas. Guillermo, un señoro de tomo y lomo y muy formalista, se tomó muy mal eso de que le asaltaran durante sus vacaciones, en plena calle, y vestido de civil, aunque dijo que lo pensaría. Cuando Benedetti acudió unas horas después, Guillermo se negó a verle y dijo que el asunto para él estaba cerrado.
Enseguida, un secretario real redactó un informe de lo ocurrido y lo mandó a Berlín a las 18:09, con autorización para “publicarlo total o parcialmente”. Tras ser descifrado, llegó a Bismarck, Moltke y Roon justo cuando los tres se sentaron a cenar juntos. Lo leyeron, Bismarck preguntó por la situación militar, Moltke dijo que todo listo y cuanto antes mejor, Bismarck sacó un lápiz, sin añadir ni una coma empezó a tachar frases y palabras para dejarlo a su gusto, y mandó el resultado a la redacción del Norddeutsche Allgemeine Zeitung. A las 22:00 ya salía publicado en la edición vespertina. Al día siguiente -14 de julio, nada menos- llegaba a Francia.
El “Telegrama de Ems” impactó como una bomba en Paris. ¡Los boches habían mandado a un lacayo para darle un portazo al embajador francés! Las muchedumbres se agolpaban en las calles exigiendo leña al mono. Napoleón III, cansado y enfermo, indicó que mejor buscar mediación. Luego se fue a casa a descansar… y tras ser trabajado por su esposa, una condesa granadina llamada Eugenia de Montijo, volvió a las pocas horas y dijo que vale, que a la guerra. Incluso, le hizo a Bismarck el favor de declararla él: “el gobierno de su majestad imperial tiene la obligación de usar todos los medios disponibles para la defensa de su honor y sus intereses.”
Primeros compases
Los franceses estaban totalmente ciegos a la realidad europea: creían que los estados alemanes del sur -Württenberg, Baden, Baviera y Sajonia- permanecerían neutrales (cuando temían al expansionismo francés y ya habían firmado tratados bilaterales de apoyo con Prusia), que Austria aprovecharía para ajustar cuentas (cuando allí estaban “virgencita, que me quede como estoy” gracias a la generosa paz), y que Gran Bretaña se pondría de su parte (cuando Londres estaba aún recuperándose del susto de tener a un Bonaparte mirando para Bélgica y los puertos del Escalda – garrafal aquí el error alemán de 1914). Francia estaba totalmente aislada.
Además, creían estar listos militarmente. Se equivocaban. En 1866, Prusia había vencido a Austria porque esta aún usaba fusiles de avancarga, mientras los prusianos ya usaban retrocarga, que permitía recargar tumbados, a cubierto, y mucho más rápido. Francia también se había pasado a la retrocarga, pero su uso táctico era muy diferente: mientras los prusianos no tiraban hasta estar a 150 metros (y entonces lo hacían a discreción), los franceses usaban el superior alcance de sus fusiles para tirar desde 1500 (una distancia a la que daba tiempo a agacharse antes de que llegaran las balas; el retroceso era tan fuerte que la mayoría disparaba desde la cadera para no llevarse “la bofetada”) y desde planteamientos muy defensivos, “nos atrincheramos y les disparamos desde lejos cuando vengan a por nosotros”. Planteamiento que permitiría a los alemanes rodear y sitiar al enemigo. La diferencia, en los momentos clave, la marcaría una y otra vez la artillería, donde los alemanes eran vastamente superiores tanto en tecnología como en su uso (un descuido francés que siempre llamó la atención: ¡Napoleón III se había formado como oficial de artillería!). Los franceses creían que sus metralletas serían claves, pero estas eran enormemente rígidas y además se desplegaban con la artillería. La marina francesa, muy superior, no entró apenas en juego, y el único duelo marino se produjo a la entrada del puerto de la Habana, con unos cuantos barcos españoles de árbitros.
Y en cuanto a la estrategia, no podía ser más diferente: Moltke llevaba desde 1859 haciendo planes, pero las consideraciones políticas habían cambiado tantas veces desde entonces, que al final dijo mira, lo importante es que nos movilicemos más deprisa y logremos superioridad en la frontera, y después ya improvisaremos. Los oficiales al mando solo tenían vagas directrices, y la orden de atacar cuando tuviesen superioridad. Los franceses en cambio tenían una planificación centralizada enormemente rígida (tan seguros estaban de su avance que los oficiales no tenían mapas militares de Francia, solo de Alemania). Cuando dicha planificación se vino abajo en el caos de los primeros días, los comandantes franceses no supieron qué hacer y ante la duda se quedaban quietos esperando órdenes que no llegaban. Los alemanes, pese a ser una coalición heterogénea, movilizaron muy eficientemente con ayuda del ferrocarril, y dieron el primer golpe con la ocupación del territorio francés entre el Rin y los Vosgos (lo que viene a ser Alsacia).
Metz y Sedan
Sin Alsacia, la lógica militar dictaba que los ejércitos franceses debían retirarse y esperar el previsible ataque sobre París. Sin embargo, Napoleón III estaba con sus tropas, y Eugenia le dijo desde París con toda su malafollá granaína que ni se le ocurriera perder también Lorena o volver a París sin una victoria. En consecuencia, los franceses intentaron atrincherarse en Metz, donde fueron rodeados. Cuando llegó Napoleón III con el resto del ejército a levantar el cerco, Moltke le tendió la trampa en Sedán. La batalla resultó en la destrucción del ejército francés, una victoria incontestable y celebrada durante décadas como uno de los hitos unificadores del Reich guillermino.
En lo que a nosotros respectaría, la guerra termina aquí, pues el Segundo Imperio Francés colapsa en Sedán. Las víctimas han sido atroces en ambos bandos, pero como todo ha sido tan rápido (Sedán termina el 2 de septiembre, apenas 40 días del estallido de la guerra) aún es posible terminarlo todo sin que haya (demasiadas) secuelas políticas. Algo que 44 años después también habría sido posible; es otro interesante what if de cómo sería Europa si, o bien la guerra franco-prusiana se hubiese alargado varios años, o si en 1914 el Plan Schlieffen hubiese funcionado. El caso es el régimen bonapartista está descabezado y sus ejércitos profesionales están desbandados. El propio emperador está atrapado en la bolsa y ofrece rendirse directamente a Guillermo para hablar “de rey a rey”. Guillermo recibe a su “querido hermano”, le absuelve de la culpa por la guerra (“te presionó la opinión pública, no podías hacer nada”), e incluso le concede asilo en Kassel (a donde irá vía Bélgica, porque Napoleón como que ya no se fía de sus queridos súbditos).
Pero Francia tiene más vidas que un gato: en Paris (Eugenia ya se está yendo a la francesa para no acabar con su cabeza en un cesto en la place de la Concorde) la oposición a Napoleón, liderada por León Gambetta y Jules Favre, proclama la Tercera República francesa y llama a una “resistencia a ultranza” invocando el espíritu de 1792. Los alemanes deciden que la única solución es presionar también a ese gobierno, y se ponen en marcha hacia Paris, a donde llegan en apenas un par de semanas. Paul von Hindenburg describió su llegada como “igual a la de un cruzado que divisa Jerusalén”.
Aparece entonces un fenómeno profundamente asociado a esta guerra en el recuerdo alemán: animada por la República, la población forma espontáneamente unidades de franc-tireurs, combatientes irregulares que acechan a los alemanes y persiguen a cualquiera que se separe de las unidades mayores. En total unos 60.000, que se convierten en una plaga y que ponen en peligro los suministros alemanes. Los franc-tireurs también harán lo suyo para cambiar definitivamente la imagen que de Francia tienen en Alemania: ya no es un país refinado y admirable, sino una banda de pérfidos cobardes que disparan a traición y luego se ocultan entre población civil (“pensábamos que eran civilizados, pero están diez años detrás de los rusos”). 44 años después, el miedo a los franc-tireurs es tan grande en el ejército alemán que penetra en Bélgica, que sobrereacciona a cualquier resistencia quemando aldeas enteras y fusilando civiles inocentes. Vamos, que esta segunda parte de la guerra es un caos sangriento: Gambetta huye en globo de París y levanta un ejército tras otro de aficionados (en muchos casos apoyados por voluntarios extranjeros, Garibaldi entre otros se pasó por ahí) y lo manda contra tropas alemanes a las que superan en número pero que prevalecen sin demasiados problemas; en Alemania empieza a haber un cierto hartazgo porque para diciembre, la mitad de los soldados que empezaron la guerra en julio están heridos, prisioneros o muertos, y hay que tirar de reservistas; los franc-tireurs hacen de las suyas; y surgen rumores de que los Orleans están dispuestos a asumir el trono de manos prusianas a cambio de vender territorios franceses.
Unificación a la alemana
El asedio de París fue el primero de una ciudad moderna, tan grande que los prusianos no tienen suficiente munición de artillería para bombardearla y se limitan a sitiarla, confiando en que el hambre haga el resto. Mientras tanto, Bismarck ya ha presentado sus exigencias: Alsacia y Lorena. Los franceses gritaron “¡jamás!” (olvidando convenientemente que con idéntica pasión habían gritado “¡viva!” cuando Napoleón dos meses antes había iniciado una guerra con el objetivo de anexionarse, como su tío abuelo, toda la margen izquierda del Rin), aunque añadieron que estaban dispuestos a hablar de pagos monetarios. Pero Bismarck no se bajó de la burra. Aquí, de nuevo, podemos verlo de dos formas: que fue tan ciego que no pudo ver el revanchismo que eso engendraría… o que asumía que Francia jamás se amoldaría a una Europa gobernada por Alemania y que entonces pues mejor jugar la partida con Alsacia-Lorena del lado alemán.
Paralelamente a esto, Bismarck se estaba trabajando la unificación de Alemania. Su idea era que los estados restantes (Baden, Württenberg, Sajonia, Hessen y Baviera) se unieran a la Confederación Alemana del Norte, pero la resistencia le hizo desistir. En lugar de eso, modificó la constitución de la Confederación, permitiendo a Baviera retener su Agencia de Correos y su ejército en tiempos de paz. Con eso, cambiando el título de “Káiser de Alemania” por “Káiser Alemán”, y con una generosa inyección de dinero (salida del “Welfenfonds”, el “fondo de los güelfos”, un inmenso fondo obtenido en 1866 expropiando la fortuna de la casa de Hannover y que Bismarck usaba cual fondos reservados sin tener que rendir cuentas a nadie), se superó la resistencia bávara. El rey de Baviera le ofreció la corona a Guillermo (¡solo tuvo que firmar una carta que ya había redactado Bismarck!), y el Gran Duque de Baden se ofreció a proclamarle. Ya solo quedaba superar la resistencia de quien menos nos lo esperamos: el propio Guillermo I, que, hasta el mismísimo día anterior, cual novia histérica gritando “¡que no me caso!”, se negaba al cambalache, creyendo que su querida Prusia se estaba diluyendo en Alemania (¡el resto lo veía al revés!), e insistiendo en que él, o “Káiser de Alemania” o nada (el Gran Duque de Baden, diplomáticamente, proclamó “al Káiser Guillermo”, sin más). Bismarck le tuvo que poner firme (lo que no debía ser fácil con su voz de pito), y Guillermo acabó cediendo, si bien con tal desgana que ni le dirigió la mirada a su canciller mientras este leía una declaración afirmando que el nuevo Reich “no quiere participar de conquistas guerreras, sino de las dádivas de la paz”. Al tiempo, se izó la bandera alemana en lo más alto del Palacio de Versalles. La ceremonia tuvo lugar en el Salón de los Espejos, desde donde se comandaba el asedio de París, por ser la sala más grande disponible y también por Luis XIV, “el destructor del Primer Reich” y bombardero de Heidelberg.
La proclamación tuvo dos efectos: lograr la ansiada unificación de Alemania, y permitir a los franceses olvidarse de cualquier culpa propia en el estallido de esta guerra. Miradlos, nos han quitado Alsacia y Lorena, y han proclamado su Reich en pleno Versalles, solo por joder, un relato que a la larga ha acabado imponiéndose. Pero la guerra no había terminado, Paris aún resistía (el 5 de enero se había izado una bandera blanca, pero resultó ser un general estadounidense que había decidido que prefería ver el bombardeo desde fuera), y la levée en masse no paraba de producir ejércitos. Sin embargo, las tropas alemanas, inferiores en número, estaban bien parapetadas y derrotaban a los ejércitos republicanos, y a Francia se le acababa el aliento. No es fácil resistir si un tercio de tu país ya está ocupado. 20.000 bajas francesas solo en enero les obligaron a negociar. Se acordó un armisticio de tres semanas, a empezar el 31. París recibiría víveres a cambio de entregar parte de sus armas. Gambetta insistía en la lucha a ultranza, pero las elecciones celebradas el 8 de febrero (en las que aún pudo votar la Alsacia ocupada, ¡los alemanes, siempre tan rígidos con las regulaciones y la legalidad!) arrojaron una mayoría monárquica con 450 de 750 diputados.
“Monarquico”, sin embargo, en este contexto no significaba “queremos que vuelvan los Borbones”, sino simplemente “estamos contra el gobierno republicano y su guerra”. Esta mayoría monárquica se reunió en Bordeaux para confeccionar una constitución republicana, y eligió a Adolphe Thiers como primer ministro. El nuevo gobierno finalmente aceptó las condiciones de Bismarck. Para terminar de dar la puntilla, 11.000 soldados alemanes desfilaron ante el Káiser en Paris. Poco después, Favre y Bismarck firmaron la paz definitiva en Frankfurt: Alsacia y Lorena pasaron a ser alemanas.
Sobre estas dos: los alemanes se sentían con derecho a exigirlas porque ambas habían sido parte del Sacro Imperio hasta que Luis XIV se las había embolsado, y al menos en Alsacia la población hablaba mayormente alemán (lo que no quita que todos los wannabes de clase media en la Alemania Guillermina ficharan a personal alsaciano para fardar de “cocinero francés”). Pero sí es cierto que se sentían franceses, y que tampoco les hizo mucha ilusión convertirse en alemanes a punta de bayoneta prusiana. No obstante, la gente siempre se adapta, y para 1900 las clases altas alsaciano-lorenas ciertamente ya habían hecho las paces y habrían votado por la permanencia si el Reich les hubiese ofrecido una constitución local y autonomía. Pero no hubo nada de eso: el Reichsland Elsass-Lothringen fue un dominio particular del Káiser, que nombraba al gobernador (el primero, el mariscal que había conquistado parte de Lorena) y lo trató como a una simple trinchera para frenar un eventual ataque francés. Metz se convirtió en la mayor fortaleza del mundo.
Paris
Que Favre y Bismarck se pusiesen de acuerdo tan deprisa tenía que ver con unos acontecimientos que tenían lugar en París (acontecimientos que 46 años más tarde cierto ruso tendría muy en cuenta a la hora de planificar su propia revolución): la población, harta de las privaciones y el hambre, se rebeló cuando la iban a desarmar. Una variopinta mezcla de anarquistas, utopistas, socialistas, comunistas e izquierdistas y aventureros de toda laya proclamó la Comuna de París, y como siempre: el 90% de la energía se perdió en peleas internas de los “rojos”, mientras los “azules” (Thiers ya se había mudado a Versalles) reunían tropas ante la ciudad. Todo con el visto bueno, e incluso el apoyo, de Bismarck, pese a que dichas tropas ya eran más de las que el armisticio le autorizaba al gobierno francés. Los prusianos, además, bloquearon cualquier intento de retirada de los comunardos. Sin apoyo alemán, Thiers no podría haber aplastado a la Comuna.
Apenas dos meses después del bombardeo alemán, París sufría ahora un bombardeo francés. Luego se tomó la ciudad al asalto, sin respetar ni mujeres ni niños. Las víctimas se contaron por decenas de miles, y otros tantos fueron deportados a las colonias, sin poder volver hasta 1888. De la Comuna se puede decir mucho, así que nos vamos a limitar a recordar que en el Muro de los Federados nunca faltan flores, en tanto el panteón de su verdugo, Thiers, tiene en sus paredes el testimonio de lo único para lo que los visitantes se detienen ante él: el musgo de la orina.
Valoración
Sin la guerra, la Comuna no habría tenido lugar (si bien sus causas están enraizadas en la sociedad del Segundo Imperio), así que las víctimas también deberían contar como víctimas de esta guerra. Una guerra que podría haber sido mucho más larga, pero que una serie de afortunadas circunstancias (la eficacia de la apisonadora prusiana y la incompetencia bonapartista, para entendernos) hizo muy breve. Las atrocidades y matanzas no tuvieron apenas tiempo de grabarse en la memoria popular, y la falta de avances médicos (se usaba paja para acondicionarlos, un verdadero infierno higiénico) implicó que muchos heridos no sobrevivieran, y así el Reich Guillermino se libró de masas de inválidos recorriendo las calles y recordándole a la gente los horrores de la guerra, otra razón para que en 1914 todo el mundo agitara tan patriotamente la banderita. Y así la guerra pasó a la memoria colectiva alemana como la forja de una nación a partir de prusianos, sajones, suevos y bávaros; una guerra de caballeros con cornetas ordenando cargar a coraceros con el penacho al viento; una aventura gloriosa culminada en una provechosa victoria sobre el enemigo ancestral, explotada propagandísticamente por el nuevo Reich como justificación de su existencia. Media propaganda nazi, empezando por el término “Tercer Reich”, iba encaminada a asegurar a los alemanes que ellos iban a restaurar las glorias del “Segundo”.
La realidad, sin embargo, es muy diferente: fue una guerra proto-industrial, con bombardeo de ciudades, muchísimas bajas, e incluso un cierto tufillo supremacista y racista: los contingentes auxiliares coloniales de los franceses, los zuavos y los turkos, eran odiados por los alemanes, que los consideraban traicioneros, y no solían hacer prisioneros de ellos. Y las diferencias nacionales no desaparecieron: el príncipe heredero prusiano, al principio de la guerra, aún había dejado escrito en su diario que los soldados bávaros le parecían “muy lentos y con tendencia a la gordura”, y el príncipe Alberto de Sajonia que luchó bajo el mando de Moltke había estado enfrente suyo en Königgrätz solo cuatro años antes.
En Francia, en cambio, y pese a la “mayoría monárquica” que había echado a León Gambetta, el revanchismo formó parte ineludible del sistema político. Ningún político podía decir que, mira, A+L están perdidas, hagámonos a la idea. Toda acción política externa siempre fue encaminada a debilitar a Alemania. Ser de derechas, entonces y siempre, consiste en defender cosas que dentro de 30 años todo el mundo (incluyendo a tus sucesores y a tu propio partido) va a considerar una barbaridad, si algo abunda en España son ejemplos de esto. Pero Francia insistió durante más de 40 años en A+L, de forma totalmente transversal, y al final acabó saliéndose con la suya.
Esta es la última guerra que ganó Alemania (si descontamos Kosovo), y el subidón les hizo meterse de hoz y coz en dos guerras mundiales. Ahora, parece que ya se han dado cuenta que mejor no entrar en ellas (y si hay que hacerlo, pues del lado americano), y dominar su imperio mediante políticas monetarias y exportaciones a mansalva. Un poco más psicotrópica es la imagen en Francia, donde tampoco han ganado nada importante desde entonces (Vietnam y Argelia son claras derrotas, en 1940 la Wehrmacht les pasa por encima, y en 1914-1918 no habrían pasado del empate de no ser por sus aliados), pero se empeñan en reinterpretar intervenciones coloniales en África a favor de sus sátrapas clientelares como “victorias” y así mantener la ficción de la Grande Nation mientras los alemanes les comen la tostada comercial. En fin, que muchas cosas y medio siglo XX europeo vienen de aquí, así que bien merece la pena.
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Comentario de el guru (17/05/2022 11:35):
¡Esto con Metternich no pasaba!
Comentario de emigrante (17/05/2022 12:48):
Ya lo tengo dicho que lo que trae la república a un país no es la revolución sino el perder guerras.
Comentario de Mr. X (18/05/2022 08:22):
Sólo vengo a decir que en España en tiempos de Prim llamaban simpáticamente a Leopoldo von Hohenzollern-Sigmaringen “Leopoldo Ole Ole si me eligen”.
Por otro lado, cuando hablan de armas tienen una errata, hablan de metralletas, cosa que lógicamente no existiría hasta la II Guerra Mundial: se refieren a las ametralladoras, que estaban casi recién inventadas.
Comentario de Lluís (18/05/2022 11:30):
Tampoco es que las tácticas alemanas fuesen del todo eficientes. Seguían abusando del asalto a la bayoneta, algo que producía muchas bajas y habría podido ser un problema grave si no hubiesen tenido mucha superioridad numérica y los franceses hubiesen contado con mandos más capaces. En Gravelotte, los alemanes salieron con el doble de bajas que los franceses, si al día siguiente Bazaine hubiese decidido contraatacar en lugar de retirarse y dejarse encerrar en Metz, los planes alemanes habrían sufrido algún contratiempo. Y el ejército francés estaba mejor equipado que el austríaco, con razón o sin ella se consideraba, en 1870, que era el mejor de Europa.
Comentario de Pepe (24/05/2022 23:15):
“Ser de derechas, entonces y siempre, consiste en defender cosas que dentro de 30 años todo el mundo (incluyendo a tus sucesores y a tu propio partido) va a considerar una barbaridad, si algo abunda en España son ejemplos de esto”.
Precioso.
Comentario de emigrante (25/05/2022 14:39):
#6, el problema de la derecha española (y de la izquierda también) es que siempre queremos ser más papistas que el Papa, como en el siglo de oro que era lo que tocaba entonces. En el XVIII tocaba ser afrancesado y en el XIX liberal anglófilo. Luego Franco pasó de ser pro-nazi a ser pro-americano en un abrir y cerrar de ojos. Ahora lo que toca es ser woke y queremos ser más woke que nadie. Por eso siempre vamos con retraso y con el pie cambiado, porque siempre estamos esperando a ver que hacen los demás para ofrecer lo mismo y dos huevos duros. “Que inventen ellos”