Al hablar de la Guerra Civil Española, hay una forma para quedar bien con todos: decir que “todos eran igual de malos”. Una fórmula santificada incluso por los más altos popes de nuestras letras, como Arturo Pérez-Reverte, que acaba de sacar un libro [1] en esa línea (que no nos hemos leído, pero que por las críticas vertidas parece encajar como un guante en el revertiano proyecto de “España, unidad de destino en lo Testicular”: “todos eran malos, pero también muy machotes, muy españoles, con cojones, cojones dignos de los Tercios de Flandes, cojones como cocos, como sandías peludas, cojones ESPAÑOLES”). Y se podrán decir muchas cosas de España en la década de 1930, pero casi todo se puede decir también de Francia en la década de 1790 (y siendo LPD, eso será un gag recurrente en este post). Y no vamos a reprocharle a la gente que quiera quedar bien con todos, pero con Reverte vamos a hacer una excepción, y la vamos a hacer porque el propio Reverte insiste en definirse como “jacobino” [2]. Es decir, que en la Revolución Francesa parece que no todos eran igual de malos, pese a la violencia desbocada (solo para la Revuelta de la Vendée [3] se estiman unos 200.000 muertos). ¿Es que Reverte ignora todo esto? Claro que no. Lo que pasa es que, a diferencia de “falangista” o “cenetista”, “jacobino” se ha convertido en un significante vacío, que solo sirve para decir de forma elegante “soy progresista, pero sin bajarme los pantalones ante los putos cacalanes” (o a lo mejor es que tomar partido sobre la Guerra Civil implica que te salten miles a decirte los tuyos fusilaron a mi abuelo, has perdido un lector, mientras que el número de españoles que perdieron a un abuelo en la Vendée tiende a cero).
Encima, Reverte seguramente justifique su doble rasero con alguna chorrada costumbrista, “los jacobinos eran gente seria, pero no puedo ser republicano porque el principal republicano en España es un señor con coleta que va en vaqueros y zapatillas de deporte a tomar posesión del cargo”.
La ruta a la Revolución
En fin, que hemos venido a hablar de este libro sobre la Revolución Francesa, publicado en 1989 para el bicentenario de la misma. Simon Schama empieza con un largo repaso a la Francia anterior, que en teoría era un estado absolutista y en la práctica un caos bastante poco cartesiano. La narrativa “el pueblo contra los privilegios aristocráticos” (muy presente en el imaginario británico, donde la aristocracia sí se comportaba como una casta aparte) le parece exagerada, por cuanto los privilegios se podían comprar y los aristócratas ya no eran lo que habían sido. Muchos eran poco más que campesinos con un vacuo titulillo, otros se habían mezclado provechosamente con la burguesía en alza. La otra narrativa, “los hombres de letras soñaron con un mundo diferente y trajeron la Revolución”, tan mimada por los hombres de letras de todas las épocas posteriores, tampoco se mantiene demasiado en pie, aunque el surgimiento de una culturilla muy atrevida y rompedora a finales del siglo XVIII sin duda fue importante. La estricta censura solo funcionaba sobre el papel.
Tradicionalmente, se le suele echar la culpa de todo al altísimo endeudamiento público, fruto de la intervención francesa en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. Sí, y no: sin salirnos del siglo XVIII, deudas similares las hubo tras la Guerra de Sucesión Española [4], la Guerra de Sucesión Austriaca, y la Guerra de los Siete Años [5], esta última un desastre que le costó a Francia casi todo su imperio colonial. Pero ninguna trajo una bancarrota ni desató una revolución. ¿Por qué en 1789 sí? Schama se mete en toda una nebulosa de razones contingentes, pero mirando el papel del rey Luis XVI, tan calcadito al de Carlos I en la Revolución Inglesa [6] y al de Nicolás II en la Revolución Rusa [7], nosotros concluimos que para una revolución exitosa es casi esencial tener al mando a un autócrata engreído, no demasiado listo, que se ha llegado a creer su propia propaganda.
¿Por qué ponemos aquí la foto de un ficus elastica? Pues porque es una planta muy agradecida, que crece muy bien con poca luz y tierra, no requiere un riego demasiado frecuente, apenas enferma, y, sobre todo: no nos va a dar problemas con la Fiscalía del Reino.
(A un nivel menos materialista, pero igual de simbólico y aún más costumbrista, parece que otro catalizador es emparejar al autócrata con una reina impopular: la católica Enriqueta María [8] hizo sospechoso a su marido ante los protestantes, y la emperatriz Alexandra metió a Rasputín hasta la cocina del gobierno. María Antonieta, aunque nunca parece haber sido más que una niña mimada que no tenía ni idea del mundo real, se crió fama de disoluta –cette putain autri-chienne– y despilfarradora, hasta el punto que su propio cuñado la llamaba Madame Déficit, que hay que reconocer que tiene más clase que “Letizia la ficticia [9]”. Es curioso, por otra parte, que a ninguno de los tres reyes se le conociesen amantes y que los tres matrimonios fuesen felices – lo que implicó que los tres les hiciesen mucho caso a sus reinas, las cuales generalmente aconsejaban muy mal.)
Las finanzas, como dijimos, estaban de pena. Y casi todos los intentos de resolverlas acababan sacrificando cualquier medida racional en el largo plazo para implementar un parche que resolviera los problemas inminentes (qué raro, ¡si según los monárquicos la ventaja de una monarquía sobre una democracia es que el rey no está condicionado por elecciones inminentes!). Las clases más humildes pagaban mucho más que los nobles, exentos de muchos impuestos, y que lo justificaban con argumentos propios de novelas de caballería. Para 1788 ya no había más dinero en la caja, y nadie quería prestarle nada al bueno de Luis. Luis intentó recuperar la confianza de los mercados nombrando a Jacques Necker director de finanzas (no podía ser ministro por ser protestante). Necker era financiero en cuerpo (suizo) y alma (calvinista), y había vendido cierto optimismo [10], esto-lo-resolvemos-entre-todos, tampoco-estamos-tan-mal, que creía necesario para arreglar el desastre financiero, del que era plenamente consciente. Su optimismo y la imagen banquero+calvinista=serio le hicieron muy popular, y aconsejó al rey reunir a los Estados Generales, una especie de Cortes de Francia que no se habían reunido desde 1614. Y no solo eso: recomendó que el voto fuese por cabeza y no por estamentos.
Tradicionalmente, los Estados Generales se dividían en tres estamentos: clero, nobleza, y el llamado “Tercer Estado”, en teoría para agrupar a todos los que no fuesen clero o alta nobleza (el 95% de la población, así a ojo), aunque en la práctica estaba dominado por burgueses ricos y algún noble. El Tercer Estado sentaba en la asamblea al mismo número de delegados que clero y nobleza juntos… pero el voto era por estamentos, de modo que el clero y la nobleza, aliados, siempre ganaban 2:1 al Tercer Estado. Al imponer el voto por cabeza, es decir, por delegados, clero y nobleza iban a perder. Esta jugada no se debía a altos ideales de igualdad: Necker simplemente quería subir impuestos, no hacer reformas de calado, y pensó que una subida progresiva que afectase mayormente a clero y nobleza contaría con el apoyo unánime de todo el Tercer Estado, razón por la que necesitaba el voto por cabeza. Pero en los tres estamentos, aunque sobre todo en el Tercero, había gente que sí estaba imbuida de altos ideales e ideas innovadoras, nacidas de la Ilustración. Gente de pasta, claro, que estaba harta de estar encorsetada por un sistema socioeconómico esclerótico y que quería una reforma para abolir la explotación feudal y acercarse a la moderna explotación capitalista que veían con envidia en Gran Bretaña. Los pueden llamar “la facción Albert Rivera” (¡si encima se llamaban a si mismos “Ciudadanos”, citoyens!). A esta corriente, el discurso inaugural de tres horas de Necker el 5 de mayo de 1789, murmurando acatarrado sobre finanzas y nada más, le sentó como un jarro de agua fría.
Pero al margen de estos citoyens, estaba el pueblo llano, sin representación, pero cuyas quejas nos han llegado mediante los Cahiers de doléances, unos escritos de queja [11] redactados antes de los Estados Generales. Y lo que quería el pueblo llano no era reformismo basado en datos, sino lo que podríamos llamar Marianismo en estado puro: que les respetaran “lo suyo” y sus privilegios y libertades “de toda la vida”, que se acabaran los abusos contra la gente sencilla, que se garantizase un precio justo por el trigo y el pan, y que todo volviera a ser como antes, en los buenos tiempos, para lo que confiaban ciegamente en le roi, el bon pére du peuple, le pere nourricier. Y mientras unos iniciaban la revolución institucional en Versalles, los otros harían una revolución paralela en el campo [12]. No eran extraños casos como el de Frédéric Dietrich [13], que lideró la revuelta para expulsar al oficial realista de Estrasburgo y se convirtió en el primer alcalde de la ciudad… mientras en el campo su chateau era atacado por hordas de campesinos. Cuatro años más tarde acabó bajo la guillotina.
Volviendo a Versalles, cuando la facción reformista dijo que todo eso estaba muy bien, pero que a ver cuando hablamos de reformas constitucionales, el rey empezó a cabrearse, pero luego hizo lo que iba a hacer en casi todas las disyuntivas: nada. Lo que, combinado con el boato absolutista que se habían tenido que tragar los delegados, garantizaba su hostilidad.
El absolutismo, si se saca, es para fulminar. El que lo saca para enseñar es un parguela.
Las negociaciones sobre el voto, si por cabeza o estamento, ocuparon el siguiente mes, hasta que al Tercer Estado se le acabó la paciencia. Dirigido por los líderes que habían surgido en las discusiones (Mirabeau, Sieyés, Mounier, Bailly), se reunieron el 20 de junio en una cancha de pelota [14], se proclamaron Asamblea Nacional Constituyente, invitaron a miembros de los otros dos estados a unirse a ellos, y se conjuraron para “no separarse jamás, y reunirse siempre que las circunstancias lo exijan hasta que la constitución sea aprobada y consolidada sobre unas bases sólidas”. ¿Y que hizo el rey? Pues encogerse de hombros y decir “buah, pues que hagan lo que les salga de las narices”. Eso dio tiempo a que muchos clérigos (la mayor parte de los delegados del clero eran curas y diáconos, y tenían un considerable cabreo con los obispos, a los que consideraban corruptos y veniales) y unos cuantos nobles, liderados por el Duque de Orleans y Lafayette, se uniesen a la Asamblea, que se negó a disolverse cuando Luis XVI se lo ordenó. Vencido y derrotado (dos semanas antes, al rey se le había muerto un hijo [15], así que probablemente no estaba muy pendiente), el rey accedió al voto por cabeza y ordenó a clero y nobleza unirse a la Asamblea.
Pero mientras la facción reformista se las prometía muy felices, el rey empezó a movilizar tropas hacia Paris, incluyendo unidades formadas por mercenarios extranjeros. Y el 11 de julio despidió a Jacques Necker, al que la corte consideraba culpable de toda la deriva. Todo esto causó una considerable inquietud en los habitantes de Paris (“el rey concentra a mercenarios suizos y alemanes, y ha despedido a nuestro Necker”), que azuzados por demagogos y temiendo una noche de San Bartolomé contra los patriotas (y también por otros asuntos más mundanos y locales que llevaban un tiempo cociéndose, como muestra el hecho de que atacaron sobre todo las aduanas municipales), empezaron a formar una milicia. Para reconocerse, ya que no tenían uniformes, se adornaron con escarapelas en los colores de Paris, rojo por Saint Martín y azul por Saint Denis. El 12 de julio, la caballería real cargó contra una manifestación y se desató una revuelta, con asalto a las armerías y el Hôtel des Invalides. Pero para las armas hacía falta pólvora, de modo que, a la mañana del 14 de julio, una muchedumbre se dirigió al almacén real sito en el número 232 de la rue Saint-Antoine. Ustedes probablemente lo conocen por el nombre de la Bastilla.
La toma más sobrevalorada de la Historia
La toma de la Bastilla (y para llegar aquí nos hemos tirado casi casi la mitad del libro) es uno de los mitos más conocidos de la Revolución Francesa. Y más sobrevalorados. Creo que podemos decir sin miedo que hay más drama, más épica, más muertos y más necesidad estratégica en el asalto al Cuartel de la Montaña [16]. La Bastilla era una prisión en desuso (siete presos, entre ellos cuatro lunáticos, fueron liberados; por una semana no estaba el Marqués de Sade), de quizás 22 metros de altura en su torre más alta, y los presos tenían una vida relativamente confortable para el sistema penitenciario de la época. En el patio había huertos y en el porche tiendas, y el edificio se usaba ya más como almacén que otra cosa. Nunca sirvió para ejecuciones. El comandante, Launay [17] (que curiosamente había nacido en la Bastilla, como hijo del gobernador de ese momento), primero se negó a rendirla, tras unos asalto ofreció hacerlo a cambio de salvoconducto, este le fue negado, intentó entonces volar toda la pólvora, fue detenido por sus propios hombres, y estos le obligaron a rendirse sin garantías. Llevado al ayuntamiento por una turba que ya discutía como ajusticiarle y no paraba de humillarle, Launay decidió cortar por lo sano y le pegó una patada en la entrepierna a uno de sus guardias. Ipso facto fue despedazado, y su cabeza cortada y paseada por la ciudad en una estaca. Y así se gestó el Día de la Bastilla [18], Fiesta Nacional de Francia. Recuérdenlo cuando alguien diga pues a mi me da mucha envidia ver a los franceses tan unidos el 14 de julio, es que eso la izquierda española no lo entiende.
En algún universo paralelo, la República Española celebra el 20 de julio como el Día del Cuartel, mientras Casado y Abascal firman conjuntamente una carta en el ABC diciendo que los españoles que allí murieron por la libertad no lo hicieron para que ahora un gobierno socialcomunista regule los alquileres y suba el salario mínimo. Cero pruebas, cero dudas.
Aunque ya hemos dicho que el absolutismo era más bien eres rey absoluto mientras no se te ocurra hacer absolutamente nada que toque los intereses heredados, sí había una cosa donde funcionaba como se supone: las lettres de cachet [19], la prerrogativa real de poder emitir una orden para meter a cualquiera en prisión. Sin juicio, sin apelación, sin límite de tiempo. Y por cercanía y comodidad, solía ser en la Bastilla. En ese sentido sí era una encarnación muy real del poder absoluto del rey, aunque la posterior propaganda republicana convirtió la Bastilla en una sombría y ciclópea fortaleza gótica donde la tortura era el pan de cada día.
Mientras tanto, los citoyens estaban sacando con mucha pompa la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano [20]. Redactada por Lafayette siguiendo el modelo estadounidense (y ayudado por Tomas Jefferson, que pasaba por ahí en calidad de embajador), quedaba muy mona aunque ignoraba a las mujeres y a los esclavos. Pero para la nobleza más conservadora aquello (junto con el reconocimiento que la soberanía residía en el pueblo y no en el monarca como delegado directo de Dios) era tan intolerable que prefirieron irse de Francia. Los primeros émigrés [21], haciendo lobby en el extranjero para que las potencias presionaran a favor del Orden Como Dios Manda.
¿Y cómo lo llevaba Luis? Pues por el momento sorprendentemente bien. Al no decir nada, todas las facciones creían que estaba con ellos. Incluso las turbas y pandillas callejeras afirmaban actuar en su nombre, creyendo que todo lo malo del régimen había venido de sucias maquinaciones extranjeras, un oscuro “comité austriaco” dirigido a través de María Antonieta al que se culpaba también de las subidas del precio del pan, ¡pero el rey es bueno, viva el rey! Y mientras los debates continuaban, se formaba una Guarda Nacional, para la que Lafayette amplió la escarapela rojo-azul de la milicia de Paris con el blanco monárquico, dando lugar así a la tricolor francesa (los tradicionalistas en cambio se adornaban con blanco y negro [22]).
Paris-Versalles y vuelta
Pero mientras los próceres soñaban con una patria basada en datos, el pueblo llano seguía apegado a lo material. Y el 5 de octubre de 1789, con el precio del pan por las nubes, la cosa estalló por primera vez. Es importante recordar que, aunque por supuesto había corrientes de fondo y fuerzas sociales y económicas que lo condicionaban todo, también es cierto que en ese día –y en muchos otros- las cosas fueron tan locas que, con una palabra mal puesta, un gesto equivocado, o un error estúpido, toda la Revolución habría sido muy diferente. Estas cosas, que a toro pasado parece que “se veía venir”, en realidad no lo hacen. En Francia, en algún momento iba a pasar algo. Pero ese algo podría haber tomado muchas formas diferentes y haber ocurrido diez años antes o veinte después. Que nadie previese la Revolución y la forma que tomó no implica nada.
El 5 de octubre de 1789, el descontento parisino desembocó en una marcha improvisada de miles de personas [23], mayormente mujeres, a Versalles (seis horitas a pie, que encima hicieron bajo una lluvia de narices, con lo que llegaron bastante cabreadas). Las acompañaban unidades de la Guardia Nacional, que tenían sus propias quejas, con Lafayette al frente (obligado porque no quería que fuera nadie, pero temía perder el control). Una vez llegados, exigieron ver al rey, y empujando y agitando lograron entrar en palacio. María Antonieta escapó de una muerte segura básicamente por el grosor de una puerta cerrada. Tras cortar y pasear las cabezas de un par de guardias reales, la muchedumbre se agolpó en un patio, y la familia real salió al balcón. Con igual facilidad podría haber caído un “¡Hosanna!” que un “¡Crucifixión!”, pero Lafayette salvó el día acompañándoles y besando la mano de la reina. (Al ir a ver al rey, un cortesano todavía había dicho “ahí va Cromwell [6]”; Lafayette le replicó “Cromwell no habría venido desarmado”.) El rey ordenó que se vaciara la despensa real para alimentar al pueblo parisino, y aquí paz y después gloria. Solo que pueblo y Guardia Nacional exigieron amablemente que el rey y la Asamblea Constituyente se viniesen con ellos a Paris. Cosa que estos hicieron, para encanto del pueblo y de Lafayette, que le grabó a la Guardia Nacional en las banderas la santísima trinidad de los citoyens: la loi, le roi et la Constitution. Pobres: a los dos años, el Primero de los Franceses se escabulló de su palacio como un ladrón en la noche para huir al extranjero.
Tu a Varennes y yo a Abu Dabi.
La causa última de su huida, aparte de los malos consejos de María Antonieta, fue la política religiosa de la Revolución, que deja en pañales cualquier cosa que jamás firmara Manuel Azaña: la Asamblea decidió resolver los problemillas de las finanzas confiscando bienes eclesiásticos, y coronó la cosa mediante la Constitución Civil del Clero [24], una ley para integrar a la iglesia de Francia en el estado nacional. Los sacerdotes serían funcionarios públicos pagados por el estado (y debían hacer un juramento de obediencia a la nación y a sus leyes), los obispos serían elegidos por los franceses, los obispados se ajustarían a los nuevos departamentos [25] racionalistas, se acabarían los privilegios, y la Iglesia dejaría de ser un estado dentro del estado, obediente de Roma. Al pobre Luis, que se había coronado y ungido con todo el boato medieval posible y jurando “defender la fe”, se le hizo un poco cuesta arriba firmar, y cuando al final lo hizo fue con evidente desgana. Ídem lo de conceder plenos derechos a protestantes y judíos. Por eso, un inocente viaje de sus tías a Roma para la Semana Santa de 1791 desató rumores salvajes de un pacto secreto con el Papa para dar marcha atrás, lo que resultó en nuevos tumultos, y un intento de pasar una ley prohibiendo los viajes. Francia se transformaba en un estado policial. Total, que ante esto el rey decidió irse a la francesa [26]. Pero le pillaron en Varennes y le trajeron de vuelta. Como encima había dejado atrás un manifiesto firmado con lindezas como “nunca os amé, todo lo que dije eran mentiras obligadas por la amenaza de violencia”, “esta constitución me incapacita para gobernar”, o “la asignación real de 25 millones de libras es una miseria que no me da ni para pipas”, sus defensores ni siquiera pudieron argumentar que iba engañado.
Como los franceses, pueblo primitivo, no supieron distinguir entre la persona y la institución, su reputación quedó totalmente hundida: la gente se negó a quitarse el sombrero en su presencia, y un gracioso puso un cartel de “se alquila” en la verja de las Tullerías. Si Luis siguió en el trono fue porque inmediatamente dio el visto bueno a la nueva constitución [27], y porque sus detractores habían sido pillados tan por sorpresa que ni siquiera tenían claro si querían sustituirle por su hijo, por una regencia, o por una república.
La nueva constitución creaba un régimen que, visto con ojos de hoy, es una distopía ultrareaccionaria que ni siquiera VOX defendería en voz alta: aunque ahora compartía soberanía con la Asamblea, el rey seguía siendo el gobernante (ya no como “rey de Francia”, sino “rey de los franceses”), ponía y quitaba ministros, y tenía derecho a vetar legislación. Solo aquellos franceses con unos determinados ingresos podían votar. Las mujeres no pintaban nada. El cuadro lo completaban medio millón de esclavos solo en Santo Domingo [28]. Pero para el absolutismo de la época, aquello era un gran avance. Para unos más que otros, claro: la burguesía que había alcanzado al fin un cierto poder político y –merced a las desamortizaciones- mejorado aún más su poder económico, dijo que como mola esta constitución, qué bien está todo, de hecho, está tan bien que vamos a votar oficialmente el final de la Revolución y a restringir la actividad de los clubes políticos, que ahí se le calienta mucho la cabeza a la gente. Apenas hubo cambios significativos en el orden social entre 1789 y 1792.
El Vuelco
En octubre de 1791 arrancó el nuevo régimen constitucional, sustituyendo a la Asamblea Constituyente por la Asamblea Legislativa. Y la cosa debería haber quedado ahí, con Francia adoptando un sistema político similar al de Gran Bretaña. Los diputados más radicales habían formado un club político en el monasterio de los jacobinos [29] (¡son ellos, ya están aquí!), pero solo eran una minoría muy ruidosa con poca influencia (y de la misma extracción social que los girondinos). Siglo y medio antes, sus equivalentes ingleses habían acabado emigrando a Norteamérica. Pero seis meses más tarde todo descarriló con el estallido de la Guerra de la Primera Coalición [30]. Fue esa guerra, más que ninguna otra cosa, la que precipitó la “verdadera” Revolución Francesa. La guerra no la causaron los jacobinos, si bien la apoyaron junto al resto de la Asamblea (con la notable excepción de su líder Robespierre y una minoría jacobina, que temían que una guerra reforzara al rey). Fue la soberbia de los ministros próximos a los girondinos, presionando a los príncipes extranjeros para que retiraran su apoyo a los emigrés; soberbia respondida por parte de Austria, donde las cartas de María Antonieta a su hermano [31] habían creado una imagen completamente equivocada de la situación real en Francia. Finalmente, el propio rey Luis empezó a ver una guerra con buenos ojos: si se ganaba, él quedaría como el puto amo; y si se perdía, los ganadores iban a exigir la restauración del absolutismo. Win-win. El 20 de abril de 1792 Luis declaró la guerra a Austria.
(A los cinco días de la declaración, en Estrasburgo, se celebró una cena de despedida a las tropas, durante la que los mandamases le propusieron a un desconocido capitán de ingenieros con algún pinito en el teatro, Rouget de Lisle [32], que a ver si les componía algo, que el Ça Ira [33] estaba bien para las tabernas pero no para marchar. De Lisle no había hecho nada significativo en sus 32 años de vida ni iba a hacer nada significativo en los 44 que le quedaban, pero aquella madrugada, de vuelta en su alojamiento y algo tajado de vino, recibió una chispa del Olimpo para garabatear cinco estrofas antes de caer en el catre a dormir la mona. Al principio, su “Canción de marcha para el ejército del Rin” solo recibió educados aplausos. Su gran momento llegó tres meses después, cuando 500 voluntarios de Marsella la cantaron a su entrada en Paris, quedando bautizada como “La Marsellesa”. Identificada hoy como francesa hasta las trancas, no fue declarada himno nacional hasta 1879, y durante todo el siglo XIX y entrado el XX fue patrimonio de revolucionarios de todas partes, y cantada en España en 1931 [34].)
Paris, 1792, colorized.
La guerra empezó mal: un intento de invasión de los Países Bajos Austriacos falló, y pronto hubo ejércitos enemigos penetrando en Francia. Pero los invasores no eran conscientes de cómo habían cambiado las reglas del juego, y sacaron un comunicado [35] (redactado por emigrés) diciendo que venían a restituir al rey en su derecho. A restaurar el absolutismo, vamos. Al mismo tiempo, el rey decidió usar un veto muy impopular y despedir a tres ministros. Para los parisinos, entre quienes llevaban años circulando las fake news del “comité austriaco”, aquello fue la gota que colmó el vaso: se formó un comité revolucionario llamado la Comuna Insurreccional (fue en homenaje a ella que la Comuna de 1871 adoptó su nombre), y el 10 de agosto de 1792 asaltaron el palacio de las Tullerías, donde se distinguieron los marselleses, lo que contribuyó a que “su” marcha se convirtiera en el himno de la Revolución. Al rey lo encerraron en el Temple [36], y la Asamblea Legislativa transfirió sus poderes a un nuevo parlamento, elegido esta vez por sufragio universal, la Convención Nacional. Aprovechando una oportuna victoria sobre los invasores prusianos en Valmy [37] (una escaramuza acabada en empate, y protagonizada por un ejército más bien monárquico-constitucional, pero que combinada con superior posición estratégica obligó a retirarse al enemigo y fue explotada concienzudamente por la propaganda republicana), el 22 de septiembre proclamaron la república… y su voluntad de “expandir sus ideales”. O como dijo Jaques Brissot [38]: “no estaremos seguros hasta que toda Europa esté en llamas” (por contraste, quisiéramos recordar que el artículo 6 de la Constitución de la Segunda República Española decía “España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional”).
Pero antes vino el Paracuellos de la Revolución: las masacres de septiembre [39]. Bajo la excusa de eliminar a una supuesta quinta columna antes de que los soldados fueran al frente, una turba organizada de soldados, guardias, gendarmes y civiles asaltó las prisiones y mató a la mitad de los presos, especialmente sacerdotes y nobles, unas 1400 personas en total. Matanzas que se hicieron a la vista de todos, y con el gobierno haciendo la vista gorda e incluso certificando oficialmente en algunos casos que había habido intentos de fugas masivas. Las matanzas parisinas fueron acompañadas de otras menores en otras ciudades de Francia.
Primer Interludio: la culpa es de los catalanes
Llegados aquí, ya podemos hacer un diagnóstico preliminar: todos los pecados de la Segunda República Española están también presentes, a menudo de forma hiperlativa, en la Primera República Francesa, la cual además añade unos cuantos más de cosecha propia. Y la defensa en ambos casos también es similar: que el fin supremo (que por supuesto no justificaría los medios empleados por elementos incontrolados), una sociedad laica con elecciones por sufragio universal, redistribución de la riqueza y reconocimiento de derechos humanos, estaba amenazado por enemigos internos y externos. Medir los fines contra los pecados ya depende de la balanza personal de cada uno y se lo dejamos a ustedes, a lo que vamos aquí es que, por alguna razón, para la derecha la tricolor española y el himno de Riego son sinónimo automático de “Paracuellos”, y sin embargo la tricolor francesa y la Marsellesa no son sinónimo automático de “masacres de septiembre y el Terror”, sino qué envidia, qué bonito, qué unidos los franceses, yo soy jacobino, así sí. Vamos, que quienes más defienden el republicanismo francés y pasan por alto estas cosillas son los que luego más critican el republicanismo español y no le pasan ni una.
¿A qué se debe este doble rasero? Pues a priori, a que el modelo civilizatorio instaurado por el republicanismo francés, “una sola nación, una sola lengua, y una sola bandera reivindicada con orgullo desde la extrema derecha hasta la izquierda radical, todo englobado en un estado fuertemente centralista”, es el sueño húmedo de la derecha española [40] (ojo: este sueño ni siquiera es monárquico per se, pero como la monarquía siempre ha tenido claro quiénes son “los suyos”, desde Isabel II todos se han apuntado entusiastas al modelo en sus sucesivas encarnaciones). El republicanismo español, en cambio, con esos coqueteos federalistas que acostumbra (léase: ceder ante los pérfidos catalanes), es EL MAL. Esta es la única diferencia significativa. El golpe del 18 de julio se produce a los pocos meses de que el Frente Popular amnistiara a Companys y restaurara el Estatuto de Cataluña, y justo tres días después de que las Cortes republicanas iniciaran la tramitación de un Estatuto para Galicia [41], y en su manifiesto [42] Franco parece mucho más preocupado por la unidad nacional que por las iglesias quemadas. Así que, si no tenemos una derecha republicana y “europea”, ya saben: la culpa es de los catalanes.
La Primera República Francesa
Al principio, la república aún está dominada por los girondinos, y es bajo su mandato que se juzga a Luis XVI (o mejor dicho, al “ciudadano Luis Capeto”). El juicio da para intríngulis jurídicos que no vamos a reproducir aquí, pero el rey apela a que es inviolable, niega que lo de Varennes fuera una fuga, y afirma que fue él quien “otorgó” la libertad a los franceses. No solo los jacobinos se picaron por esto último. En última instancia, y dado que toda la legitimidad de la república (y de ellos como Convención) derivaba de la culpa del rey, los diputados acabaron condenándole a la muerte inmediata. Fue ejecutado el 21 de enero de 1793. Y con él realmente murió la monarquía en Francia: todas las restauraciones e “imperios” siempre estuvieron condicionados por esa ejecución.
¡Condiciona incluso la política actual!
La ejecución real no fue ni el comienzo del Terror, ni el primer uso de la guillotina, aunque sin duda fue el más destacado. (La guillotina, por cierto, se concibió como una forma más “humana” de ejecutar: más efectiva que el hachazo de un verdugo muchas veces borracho, e igualadora de los reos, ya que se ejecutaba igual a nobles, curas y plebeyos). Lo que sí desató fue la Guerra de la Vendée [3]: en la costa atlántica francesa, en varios departamentos estallaron revueltas de monárquicos, dirigidas por sacerdotes y nobles. A ellas hay que añadir una serie de insurrecciones llamadas “federalistas” en varias ciudades, Marsella y Lyon las más destacadas. Las revueltas no se distinguieron por su gentileza, pero la respuesta desde Paris iba a ser brutal: una guerra de tierra quemada y 200.000 muertos en la Vendée, y 4000 muertos solo en Lyon. Lyon y las ciudades portuarias, hasta entonces los motores económicos del país, empezaron a estancarse mientras Paris empezaba a despegar. A este caos interno le acompañó una inflación galopante, y declaraciones de guerra de Gran Bretaña, Países Bajos y España, a sumar a las que ya había en marcha con los austroprusianos. La cosa iba mal.
El gobierno jacobino
Por ello, en el verano de 1793, aprovechándose del descontento generalizado con el gobierno girondino, y usando como chispa el asesinato de Marat [43], los jacobinos tomaron el poder. La forma de hacerlo fue instaurar una serie de comités ejecutivos para facilitar la toma de decisiones, y en los que luego tuvieron mayorías: el Comité de Defensa [44], el de Seguridad General [45], pero sobre todo el Comité de Salvación Pública [46]. Con este podemos decir que empieza el Terror. Un Terror muy arbitrario: en algunos departamentos murieron miles, en un tercio menos de diez, todo dependía del humor del delegado de turno. Paris, donde más muertes hubo, iba por libre, con un precario equilibrio entre Comuna, Convención y Comités.
Siguiendo a la muerte de Marat, el reducido y reconstruido Comité de Salvación Pública rápidamente se convirtió en la más concentrada maquinaria estatal que Francia hubiese visto jamás. Agarró la ortiga del gobierno revolucionario con una determinación que había eludido a todos sus predecesores. Por primera vez desde Brienne, incluso Maupeou, los intereses del estado guerrero recibieron prioridad absoluta sobre los de la expresión política. En consecuencia, el Terror expresaba la liquidación del sueño inicial de la Revolución: que libertad y poder patriótico eran no solo reconciliables sino mutuamente dependientes. Consecuentemente, lo que fuera la más irreprimible característica de la Revolución Francesa –la efervescencia política- quedó atrapada en la botella de una dictadura nacional. La política tenía que terminar para que el patriotismo pudiese conquistar: este sería el credo fundacional del Bonapartismo.
En Paris también es donde se juzga a María Antonieta: para darle gusto al populacho y a las fake news sobre sus perversiones sexuales, le montan un fake juicio acusada de pervertir a sus hijos y animarlos al incesto y la masturbación. Su propio hijo, tras un lavado cerebral, declara contra ella. MA es guillotinada (por otra parte, los historiadores han probado que MA les pasó a los austriacos los planes bélicos franceses justo antes de que estallara la guerra, lo que es una traición como la copa de un pino, en Paris y en la China popular).
Los jacobinos también aprovecharon para sustituir a la religión católica por un Culto a la Razón y al Ser Supremo [47] (una iniciativa de Robespierre, que la ideó como respuesta al ateísmo rampante y agresivo de muchos jacobinos). Incluso, cambiaron el calendario: los años se contarían desde la proclamación de la república el 22 de septiembre, la semana de siete días sería reemplazada por “décadas” de diez días, y los meses serían renombrados con nombres agrícolas y meteorológicos. La persecución religiosa [48] alcanzó niveles que la Segunda República, a su lado, parece una balsa de aceite.
Pero: con todas las revueltas, y con toda Europa contra ellos, los jacobinos lograron darle la vuelta a la guerra. El siglo XVIII había sido el siglo de la guerra como una de las bellas artes, con pequeños ejércitos profesionales y mucha ceremonia. La república jacobina decretó la levé en masse, la llamada a filas de todo el mundo, y organizó la primera guerra total de la edad moderna. Montaron ejércitos de cientos de miles de hombres, fundieron campanas para obtener metal, y movilizaron todos los recursos posibles. Combinado con algunos generales hábiles (Napoleón Bonaparte [49] ya estaba dando sus primeros pinitos, recuperando Toulon), en menos de un año, y mientras el Terror reinaba en Francia, se había dado la vuelta a la situación. Los invasores fueron expulsados y las revueltas aplastadas.
Supongo que es esto lo que pone a tanta gente cachonda con los jacobinos, a pesar del Terror (eso, y que casi todos los que fueron a la guillotina lo hicieron por el otro fetiche de nuestros jacobinos patrios, LA LEY [50], y no por esa cosa tan castiza de pues ahora vamos a resolver lo de las lindes en la tapia del cementerio). Se me ocurre que los bolcheviques hicieron también bastantes cosas en el sentido de estado-centralista-que-barre-las-desigualdades-y-moviliza-todos-los-recursos-frente-a-un-pérfido-invasor, pero por alguna razón no veo ni a Reverte ni a los modernillos definiéndose como “bolcheviques” o “estalinistas”. Ni siquiera en plan postureo. Pero claro, donde los jacobinos proclamaron la Unité et Indivisibilité de la Republique, el perroflauta de Lenin se sacó de la manga la Declaración de los Derechos de los Pueblos de Rusia [51], reconociéndoles (gasp) el derecho de secesión y autodeterminación. Va a ser eso [52].
Lo peor no son los 100 millones de muertos, sino que estaría a favor de un referéndum en Cataluña.
Segundo Interludio: críticas al líder
Criticar a políticos, movimientos o republicanos actuales es totalmente legítimo, e incluso una necesidad democrática, ya sea por sus viviendas habituales, porque se tomaron una coca-cola, o por un tuit de hace 12 años. Vengan de donde vengan las críticas. Lo que tiene que activar el detector de reaccionarios es que esas críticas se rematen con un “no como antes, que eran hombres de verdad”. HABER: que los de antes eran igual de vergonzosos, y a poco que rascas aún peores. Mirabeau [53] iba de patriota mientras se llenaba los bolsillos de sobornos reales. Danton [54], con 34 años, se casó en segundas nupcias con una muchacha [55] de 17. Saint-Just [56] le robaba a su propia madre. El marqués de Condorcet [57], huyendo disfrazado de plebeyo, fue pillado porque al preguntarle en una fonda cuantos huevos quería en la omelette dijo con toda naturalidad que doce. Jean Paul Marat [58] recibía a la gente desnudo en su bañera. Talleyrand [59] celebró su nombramiento como obispo cenando con su amante en el Louvre. Y Robespierre, el ídolo de los sans-culottes [60], nunca dejó de llevar culottes. El pasado, como el extranjero, es la utopía de los paletos.
Final y legado
Lograda la salvación de Francia y de la Revolución, y tras apenas un año en el poder, el gobierno jacobino cae por la Reacción de Termidor, una conspiración de diputados “moderados” que pensaron “o los purgamos nosotros, o nos purgarán a nosotros”. Robespierre y sus colaboradores llaman a las secciones parisinas a movilizarse, pero las incesantes purgas las han dejado inoperativas, y las tropas de los termidorianos se imponen. Robespierre se intenta suicidar de un disparo, pero tira tan mal que solo se revienta la mandíbula. La Reacción posteriormente hará una nueva constitución (esta vez sin sufragio universal) y encumbrará un gobierno de cinco miembros, el Directorio,
Con la ejecución de Maximilien “Mandíbula Ausente” Robespierre el 10 de Termidor del año III de la Era Republicana (28 de julio de 1794) termina Schama su historia de la Revolución. Bueno. Determinar cuándo termina la Revolución Francesa es una de esas peleillas recurrentes de los historiadores. Algunos sitúan el final en 1795 [61], otros en 1799 [62], también 1804 [63], y algunos incluso llegan a 1815 [64]. El final de Schama es tan válido como cualquier otro, pero tiene una característica distintiva: es a la vez el pico de la violencia revolucionaria y el final del Terror (aunque aún habrá un importante “terror blanco” contra los jacobinos a lo largo y ancho de Francia). Lo que convierte el libro en una historia sobre la violencia, más que sobre la revolución. Sobre todo al final, donde Schama se recrea una y otra vez en las vivencias particulares de las víctimas. Para mí, esto acaba haciendo que el libro sea un poco limitado; por otro lado, es un libro de 1988, víspera de una gran celebración muy festiva deseosa de pintarlo todo de color rosa, y Schama quería poner un poco de realismo y recordar las partes feas. Cosa que siempre es de alabar. La violencia se desbocó con el gobierno jacobino, pero en el fondo estuvo ahí desde el principio. Los idealistas reformadores de 1789, que acabaron casi todos en la guillotina, no habrían logrado nada sin la violencia revolucionaria de Paris. Cada salto evolutivo posterior, cada cambio de dirigentes de la Revolución, se hizo con violencia, y sentó a su vez las bases para el siguiente salto evolutivo y la siguiente purga de dirigentes.
Sobre la violencia, en el fondo, todos estamos de acuerdo: la violencia no es el camino. Excepto en circunstancias extremas. ¿Y esas cuáles son? Pues esa es la pregunta del millón. Aunque la imagen rococó del Ancien Regime nos ha dejado una imagen azucarada del siglo XVIII, la realidad para el 80% de población era de una pobreza y miseria que hasta el más enragé de los editorialistas del ABC hoy lo consideraría una “circunstancia extrema”. Aderezada además con asesinatos judiciales rocambolescos [65]. Pero lo cierto es que muchas de estas “circunstancias extremas” que justifican una revolución lo hacen a toro pasado. Es decir, que como la Revolución Francesa tuvo éxito y es la base del mito nacional francés, pues en Francia en 1789 sí se daban las “circunstancias extremas”; como lo de España en 1931 ya tal, para nuestros jacobinos patrios no había “circunstancias extremas”. Dicen que los vencedores escriben la historia, pero la triste realidad es que ni siquiera necesitan hacerlo: en cuanto vencen ya salen de debajo de las piedras plumillas deseando felicitarles y narrar su historia con la mejor luz posible.
Llegando a nuestro ilusionador presente: con el reciente asalto al Congreso de Estados Unidos [66] ha habido mucho análisis: que si revuelta, que si fascismo, que si tal y pascual. Pero casi nadie se atreve a decir que se daban las “circunstancias extremas” necesarias. Sin embargo, en el siglo XIX incidentes similares [67] los hubo con frecuencia… y en general los vemos con simpatía porque es una época sin sufragio universal, piedra angular de lo que hoy entendemos por democracia (excepto para los inmigrantes y para decidir aquellas cosas que mejor dejamos a los “expertos”, claro). Contra un régimen que lo negara, estamos –hoy- de acuerdo, sí estaría justificada la violencia, ¿de qué otra forma iba el pueblo llano a manifestar su desacuerdo con el gobierno?
El Motín de Aranjuez si se hubiese encargado Hollywood.
¿Sirvió de algo la Revolución? Pues tras muchas vueltas, sirvió para hacer esas reformas que acabaron con el antiguo combo explotación+derechos de propiedad feudales, para sustituirlos con el moderno combo explotación+derechos de propiedad capitalistas, pero el nivel de vida de un campesino en 1799 seguía más o menos igual que en 1789. Políticamente, en cambio, dos legados principales destacan. Todas las corrientes políticas europeas -liberales, conservadores, socialistas o nacionalistas- o nacieron allí o fueron marcadas de forma permanente por la Revolución. Y el segundo es la idea misma de la Revolución: la idea de que se puede hacer una revolución exitosa y cambiar la sociedad. Una idea tan poderosa que perfunde todo el siglo XIX, y vuelve una y otra vez a resurgir en arrebatos revolucionarios: 1820, 1830, 1848, 1868 (snif), 1871.
Y 1917, claro. ¿Se acuerdan ustedes? La URSS, ya saben, los malos malísimos de la Guerra Fría, que se hundieron hace 30 años, y desde entonces solo surgen en las admoniciones de los sospechosos habituales, es evidente que el comunismo es un chiste, que no funciona y que es incapaz de organizar nada, como respuesta estándar cada vez que alguien propone poner carriles bici o dar de comer a niños hambrientos. Curiosamente, cuando aún existía la URSS las admoniciones de los sospechosos habituales iban justo en el sentido contrario, el comunismo es una maquinaria implacable que está organizando eficazmente la destrucción de todo el Mundo Libre (ayudado por estas libertades democráticas que nos debilitan); por eso es imprescindible que aumentemos en un 19% el presupuesto del Pentágono. Discursos así eran perfectamente normales cuando Simon Schama escribía este libro. Sí, aquí tenemos a un experto en “caída de régimen”, escribiendo del tema a apenas 13 meses de la caída del Muro, y ni una referencia a lo que hoy nos venden como “de cajón y puro sentido común”: de hecho, las poquitas puyas a “imperios sobreextendidos y fiscalmente irresponsables” es evidente que van dirigidas contra los Estados Unidos de Reagan.
Los dos siglos posteriores a 1789 son un tiempo de enormes cambios. También de progreso material. La causa última, que si capitalismo o socialismo, que si revolución industrial, que si la ciencia, seguirá siempre a debate, pero no olvidemos que estos son los dos siglos de las revoluciones, el tiempo en que estas fueron vistas como posibles, en que los gobernantes de todo el mundo tenían sobre su cabeza la espada de Damocles de una revolución: “haz que estemos contentos, o tu cabeza acabará en una pica”. Con el hundimiento de la URSS esta idea se ha evaporado. Culpa, en gran medida, de los propios comunistas, que tras 1917 convencieron a todo el mundo que la única revolución viable era la suya, y en cuanto esta perdió el aliento en 1989 todo el mundo pensó que ninguna lo era. Hemos vuelto a 1788: no hay revolución viable en las mentes o el discurso público, solo reformismo letizio. La Primavera Árabe ha acabado que ni fu ni fa. Aquí lo más parecido ha sido el 15M, cuyos integrantes, al levantar la acampada de la Puerta del Sol, se afanaron por limpiarlo todo y dejarlo bien recogidito, que no se diga (y aun así, se dijo). Las élites ya no tienen ninguna espada sobre la cabeza, solo un futuro aynrandiano [68] por construir.
“¿Qué protestan los jóvenes?” “Dicen que no pueden comprar pisos.” “¡Pues que los hereden!”
Valoración
¿Era inevitable la Revolución Francesa? En lugar de responder directamente, vamos a hacer amigos: ¿era inevitable la Guerra Civil Española? El consenso “todos eran iguales” más o menos obliga a responder que sí: que la Guerra Civil es la consecuencia inevitable de la existencia de “las dos Españas”, creadas y forjadas a partir de la chispa revolucionaria llegada de Francia un silgo antes. En la historiografía española de los últimos 80 años, todo el siglo XIX se ha reinterpretado como un lento pero imparable deslizamiento hacia la catástrofe. Una visión, curiosamente, muy del gusto de ambas Españas: la una, porque pasar de ser el mayor imperio global en 1808, a perder humillantemente los últimos restos en 1898, casa perfectamente con la imagen de decadencia nacional que hacía necesaria e inevitable una Reacción Nacional-Sindicalista; la otra, porque el siglo XIX vendría a ser un siglo de descuelgue de Europa, de atraso y analfabetismo, y ¿qué puedes esperar de brutos y analfabetos sino violencia y destrucción?, menos mal que las gentes de letras y de la enseñanza nos han salvado y han hecho imposible otra Guerra Civil alfabetizando España (una visión que, por alguna razón, es defendida por casi todas las gentes de las letras y la enseñanza). Si la Guerra Civil es la consecuencia de fuerzas imparables que llevan más un siglo en marcha, efectivamente, es inevitable, y si es inevitable realmente nadie es responsable, y si nadie es responsable tampoco tiene sentido decirnos cosas y hacer reproches, ¿no?, dejémoslo todo atrás y miremos con ilusión el futuro. Y aunque uno puede entender la utilidad, incluso necesidad, política y social de un relato así en los años 70, conviene recordar: en la Historia, NADA es inevitable. Para bien o para mal.