“The wages of Destruction: The making and breaking of the Nazi Economy”
¿Hitler estaba loco? El consenso popular parece ser que sí, que era un megalomaníaco con delirios de grandeza. Pero “loco” no es una categoría médica. Y también habría que explicar por qué a otros dictadores no se les aplica el mismo calificativo. Teoría: por un lado, sus discursos “de loco” [1] (mientras que los de Franco son de risa [2] y los de Stalin directamente una cura al insomnio [3]). Por otro, su forma de llevar la guerra, con enormes gazapos estratégicos, pero sobre todo por el Holocausto, que solo logramos explicar como nacido de la mente de un loco.
Pese al Holocausto, Hitler no estaba “loco”. ¿Acaso estaba “loco” Arnaldo Amalric [4], legado papal, cuando tras la conquista de la fortaleza cátara de Beziers en 1209 ordenó “matadlos a todos, y Dios reconocerá a los suyos”? Amalric actuaba de forma racional dentro de un sistema de creencias generalizado en su época, y quien actúa de forma racional no está “loco”. Quizás es mejor describir a Hitler comparándolo con un fanático de las teorías de la conspiración. Imaginen a un presidente que creyese firmemente que los Iluminati, en alianza con los alienígenas, construyeron las pirámides y nos controlan mediante chemtrails y chips implantados. Si ese presidente decidiera poner filtros de aire en todos los ministerios, prohibiera las vacunas y purgara a todos los funcionarios con ojos azules (posible indicador reptiliano [5]), estaría siendo racional dentro de sus creencias, aunque nos pareciera un loco. Pues con Hitler lo mismo, solo que su conspiranoia particular, a la que recurría para explicar absolutamente todo, eran los judíos y su supuesta cábala [6] para dominar el mundo.
Seguramente el Holocausto es la razón de que nunca haya habido una “historia económica” del Tercer Reich para el gran público. Casar la economía, esa ciencia supuestamente tan racional, con algo tan irracional como el Holocausto, a priori parece imposible. Pero aquí (bueno, en 2006, sin traducción al castellano) al fin tenemos al hombre que lo ha intentado: Adam Tooze, historiador especializado en historia económica y de Alemania, nos ha traído esta impresionante obra (800 página de nada), explicando las líneas maestras de la economía nazi, y cómo se cruzan con lo que ya sabíamos del Tercer Reich, que queda así reinterpretado de maneras muy interesantes.
Las bases económicas
Desde las Guerras Napoleónicas [7], la potencia económica dominante había sido el Imperio Británico, y en 1900 el consenso generalizado era que a lo largo del siglo XX sería sucedido por los Estados Unidos. La Primera Guerra Mundial [8] aceleró enormemente este proceso: con Rusia fuera del círculo de países respetables, los imperios otomano y austro-húngaro destrozados, Alemania derrotada, y Francia y Gran Bretaña endeudados hasta las trancas, el centro financiero mundial se mudó de Londres a Nueva York, y el dólar se convirtió en la nueva divisa mundial.
¿Y el lugar de Alemania en todo esto? Pues el de un satélite secundario en el sistema capitalista mundial controlado por los anglos. La creación de Bismark había logrado la nada fácil tarea de consolidarse como potencia continental, crear un mercado unificado a partir de 25 principados sueltos, e incluso tener empresas punteras en varios sectores, muy notablemente el químico y el electromecánico. Pero ahí estaba su techo. Mantener esa posición requería abundantes importaciones, que a su vez requerían de exportaciones para pagarse, y la Royal Navy controlaba los mares. La única alternativa para Alemania habría sido agenciarse mercados y recursos alternativos, y geográficamente eso solo podía lograrse controlando de alguna forma el territorio hasta los Urales. Fantasías expansionistas hacia el este llevaban décadas en vogue en los círculos nacionalistas germanos, y cuando estalla la Primera Guerra Mundial se materializan en el Programa de Septiembre [9]: anexionar parte, y dominar el resto mediante pequeños estados satélite controlados por élites germanas (gran parte de la nobleza báltica y polaca ya era culturalmente germana). Y ya está, no había más: ese sería el plan económico nazi, Lebensraum en el este para escapar del asedio anglo-americano, y repetir el espectacular crecimiento económico y demográfico de USA entre 1800 y 1900 en un espacio similar. Hitler no fue el primero en pensarlo. Lo realmente mortal vino cuando este programa se combinó con sus obsesiones raciales: “limpiarlo” de habitantes y colonizarlo para revitalizar la raza aria, que de lo contrario estaba condenada a la “muerte racial”.
Que es un poco lo que habían hecho los estadounidenses, pero en este caso con decenas de millones de víctimas “civilizadas”.
Un plan para el que estaba convencidísimo de poder contar con apoyo británico: su expansión no amenazaba intereses británicos, el nuevo Reich serviría de contrapeso a Estados Unidos, y encima eliminaría a los malvados comunistas de la URSS. No se equivocaba demasiado [10], aunque Winston Churchill nos salvó a todos en la única decisión decente [11] que jamás tomó (y casi que compensa todas las demás).
Los inicios
Pero todo esto caía muy lejos el 30 de enero de 1933, cuando Hitler fue nombrado canciller. Alemania se encontraba en varias crisis a la vez. Crisis de deuda, culpa en buena medida de los políticos de Weimar [12], aunque tampoco habían tenido mucha alternativa. Básicamente, desde 1923 Alemania pedía enormes préstamos a EEUU, con los que mantenía su economía en marcha mientras pagaba las reparaciones de guerra a Francia y Gran Bretaña, que a su vez con ellas pagaban las deudas que tenían con EEUU. Un sistema bastante inestable, que los gobernantes de la república de Weimar aceptaban como algo temporal, confiando en que a los americanos les interesaría a la larga una Alemania próspera y se aviniesen a revisar el tinglado, como exigían todos los economistas sensatos de la época. Quien sabe, si Weimar y el mundo hubiesen tenido 6-7 añitos buenos más, la cosa podría haber funcionado. Pero se cruzó la Gran Depresión [13] y todo se fue el carajo.
La otra gran crisis era el paro, de 6 millones de personas. En pocos años se logró el pleno empleo. ¿Cómo? Pues con algo de suerte, la recuperación general mundial, y sobre todo un programa keynesiano de rearmamento. Importante matiz: lo que les importaba a los nazis era el rearmamento, la creación de empleo era un efecto secundario bienvenido, pero no imprescindible (y se podría haber logrado igual construyendo millones de viviendas públicas). Aunque hubo programas específicos de creación de empleo, notoriamente la construcción de una red de autopistas (también con propósitos militares), el grueso del gasto se realizó en armas, imprimiendo dinero vía emisión de unos bonos ad hoc [14] para hacerlo de forma encubierta.
Zeppelin money!
Las cantidades eran enormes, hablamos de entre un 5 y un 10% del PIB en gasto militar en los primeros años (cuando Hitler juró el cargo estaba en un 1%), la mitad del presupuesto del Reich, y luego aún más. Años después, en un manual del Tigre [15] se podía leer:
Por cada obús que disparas, tu padre pagó 100 Reichsmark en impuestos, y tu madre trabajó una semana en la fábrica… El Tigre cuesta en total 800.000 Reichsmark y 300.000 horas de trabajo. 30.000 personas tuvieron que dar el salario de una semana, 6.000 trabajar una semana para que tu tengas un Tigre. Hombres del Tigre, ellos trabajan por vosotros. Recordad lo que tenéis entre manos.
La creación de empleo como tal no tenía un apoyo mayoritario dentro de la coalición de derechas que había encumbrado a Hitler, articulada en torno a tres ejes: rearmamento, repudio de Versalles/reparaciones, y protección de la agricultura alemana. Las primeras decisiones importantes tuvieron que ver con las finanzas: una moratoria en el pago de las deudas, y mantener sin devaluar el valor del Reichsmark, en plan “nosotros no somos como los judeocomunistas y sus hiperinflaciones”. Hjalmar Schacht [16], el banquero de Hitler, fue el encargado de equilibrar lo mejor que pudo las contradicciones inherentes, controlando con mano de hierro y miles de funcionarios el acceso de agentes privados a divisas extranjeras, implantando controles de precios y dirigiendo las exportaciones mediante subsidios. Se priorizaron las industrias de guerra, mientras otras se dejaron hundir, la textil (con 3 millones de empleados) muy notoriamente. La moratoria de la deuda causó indignación internacional… que Schacht, siguiendo el divide y vencerás, sorteó negociando excepciones [17]. Aunque una política autárquica pura no era viable, se redirigió el comercio exterior para depender lo menos posible de los anglosajones. Todo en realidad muy convencional y modosito, los partidarios de una revolución social dentro del partido nazi fueron eliminados en 1934 [18], para tranquilidad del ejército y los círculos nacionalistas y conservadores.
Pese a la imagen propagandística de modernos espartanos [19], para el régimen nazi el bienestar del alemán medio era una obsesión: en primer lugar, por sus ensoñaciones raciales (“la raza superior se merece un nivel de vida superior”), y en segundo, por el trauma de la revolución de noviembre de 1918 [20], que creían causada por el hambre y el desabastecimiento. Porque, aunque hoy Alemania es un país rico, no lo era en 1933, y Tooze nos da un amplio repaso a cómo era vivir en Alemania para la gente común (con el dato que no deja de sorprenderme cada vez que lo veo, y que ilustra mejor que nada la mierda actual: las familias alemanas de 1933 gastaban apenas un 12% de sus ingresos en alquiler). Su renta per cápita era dos tercios de la renta británica, y apenas la mitad de la americana. En los años 20, 400.000 alemanes emigraron a Estados Unidos [21]. Coches, radios, frigoríficos, una dieta rica y variada, vacaciones en la playa o viviendas amplias… cosas relativamente comunes para los anglosajones eran lujos de clase alta en Alemania, y los nazis se pusieron como locos a proporcionar estos productos, generalmente con alguna iniciativa pública o semipública y con el prefijo “Volk” (pueblo, popular). La más famosa es sin duda Volkswagen: fundada para ofrecerle al trabajador un coche por la increíble suma de 1000 marcos (la mitad de un salario anual para un obrero), pretendió lograr su objetivo con economías de escala cuya financiación se realizó con malabares… y pagos por adelantado de clientes que luego no vieron ni un solo coche, pues cuando la fábrica estuvo terminada ya había estallado la guerra. Más exitoso fue el Volksempfänger [22], que duplicó el acceso a la radio de los hogares alemanes. El programa Kraft durch Freude [23] ofrecía vacaciones y ocio barato (y mucha propaganda). Todas cositas que a los liberales les gusta señalar en plan “pero mirad que izquierdistas eran”, pero hacia 1936 ya resultaba evidente que estos programas solo rascaban la superficie, eran caros de mantener, e incrementaban aún más las importaciones y la consiguiente dependencia de los pérfidos anglosajones. A partir de este punto, la guerra de expansión hacia el este empezó a tomar formas concretas como única salida.
En realidad, incrementar sustancialmente el nivel de vida de los alemanes habría sido muy fácil, sin necesidad de guerra, con solo dos cosas: primero, redirigir los recursos destinados al armamento (un 20% del PIB en 1938) a productos de consumo, y segundo, intervenir a saco en la agricultura, cuya bajísima productividad lastraba a toda la economía. Dos cosas bastante de izquierdas, además, que no se hicieron por obsesiones ideológicas que no tenían nada de izquierdas.
La agricultura
Hoy Alemania es una potencia industrial donde la agricultura tiene un rol despreciable, pero en 1933 el sector primario ocupaba casi al 29% de la población activa, 9 millones de trabajadores. Un 57% de la población vivía en ciudades y pueblos de menos de 20.000 habitantes, un 33% en pueblos menores de 2000. Y la productividad era atroz: un estudio estimaba en unas 20 hectáreas el tamaño necesario para que una granja garantizase un nivel de vida comparable al de la clase media urbana, pero el 88% de las explotaciones era menor. Muchos aún araban con bueyes. El resto eran sobre todo latifundios del ostelbisches Junkertum, los Junkers al este del Elba. La mayoría de los agricultores eran bastante pobres (en un país, recordemos, que tampoco destacaba por su elevado nivel de vida), y sin embargo políticamente muy conservadores desde que Bismark los protegió del extranjero con elevados aranceles en 1877 [24], que evitaron una implosión rural durante la industrialización, pero que con el tiempo solo alargaron su agonía. Hoy olvidados, constituían un bloque político formidable, y debería iluminarnos que Alfred “Abascal” Hugenberg [25], el ultraconservador líder del DNVP [26] y socio de Hitler en su primer gabinete, se pidiese el ministerio de agricultura.
La República de Weimar: cultura vibrante, tecnología puntera, agricultura del XIX.
Las cuentas de la lechera son sencillas: no había en toda Alemania suficientes tierras para que cada granjero tuviese sus 20 hectáreas. La lógica dictaba entonces que había que unificar explotaciones, capitalizarlas, y mandar a los agricultores sobrantes a las ciudades para que trabajasen en fábricas. Pero los nazis consideraban las ciudades como trampas demográficas que hundían la natalidad y acelerarían la muerte racial. Su plan era usar a los “sobrantes” como colonos en ese nuevo Lebensraum a conquistar en el oeste, con las SS como una versión siglo XX de la Orden Teutónica para protegerlos y vigilar por la pureza de su sangre. Walther Darré [27], el sucesor de Hugenberg como ministro, organizó a los agricultores al servicio del partido [28], logrando mayorías absolutas en varios distritos rurales, e incluyendo unas celebraciones anuales [29] comparables a los Congresos de Nuremberg.
Los nazis también intervinieron profundamente el sector, concediendo algunas reivindicaciones, pero imponiendo férreos controles. Introdujeron la figura del hereu, para no dividir más las granjas, y regularon mucho más estrictamente la transmisión de las mismas, con vistas a crear esa “aristocracia agrícola” para los nuevos territorios, donde habría tierras abundantes para todos. Este expansionismo agrario llevaba bastante más peso en las decisiones nazis de lo que nos gustaría creer. Porque usted y yo, petulantes urbanitas post-agrícolas y ya prácticamente post-industriales, leemos “Lebensraum” y enseguida pensamos en profundidad estratégica, proyección de fuerza, petróleo, tungsteno, coltán y otras chuminadas, y nos cuesta creer que liaron la que liaron por ser como el tío abuelo Eustaquio del pueblo y su pleito de 55 años por tres polvorientos huertos encajonados entre la glorieta del cementerio y el polideportivo.
“Pero dime una cosa, Adolfo. ¿Qué les das de desayunar a tus SS para que sean tan bestias?” “Nada, simplemente les digo que los judíos y los comunistas nos han movido las lindes.” “Ahh filho da puta agora sim entendo.”
Los empresarios
Sobre el papel de los empresarios también hay mucho que contar. La interpretación de las gentes de bien aka liberales es que “Hitler era de izquierdas” porque intervino mucho en la economía. Bueno, eso dependerá del tipo de la intervención, ¿no? No es lo mismo imponer un salario mínimo que criminalizar sindicatos y fusilar a huelguistas. Los nazis eran anti-liberales, pero lo cierto es que los empresarios aceptaron gustosísimos la intervención nazi. La Gran Depresión había finiquitado la fe de la gente en el capitalismo liberal, y ya solo se trataba de qué iba a reemplazarlo. De todas las opciones, el estado corporativista fascista era el favorito [30], gracias a las garantías dadas por Hitler [31].
El 20 de febrero de 1933 un grupo de unos 25 empresarios fueron convocados […] hombres como Georg von Schnitzler, segundo de IG Farben, Krupp von Bohlen, y Dr Alfred Vogeler, director de la segunda acería más grande del mundo, los Vereinigte Stahlwerke. […] Hitler les hizo un discurso sobre la situación política general. En su discurso de inauguración del 1 de febrero, su tema central había sido el giro de la historia alemana causado por la revolución y derrota de noviembre de 1918. La experiencia de los pasados 14 años había mostrado “que la empresa privada no puede mantenerse en una era de democracia”. Los negocios se basaban en la personalidad y el liderazgo individual. Democracia y liberalismo llevaban inevitablemente a socialdemocracia y comunismo. Tras catorce años de degeneración, había llegado el momento de resolver las fatales divisiones en el cuerpo político. Hitler no iba a tener piedad con sus enemigos a la izquierda. Era el momento de “aplastar por completo al otro lado” […]
Hitler no respondió a preguntas ni explicó qué esperaba de los líderes empresariales. No había venido a negociar sino a informar de sus intenciones. Su audiencia no puede haber tenido dudas sobre las mismas. El nuevo canciller alemán planeaba terminar con la democracia parlamentaria y aplastar a la izquierda alemana, y estaba más que dispuesto a usar violencia física. Según el informe superviviente, el conflicto entre izquierda y derecha fue el tema central de los discursos de Hitler y Goering del 20 de febrero. No se mencionaron ni una política anti-judía ni una campaña de conquista.
[…]
La reunión y sus secuelas es la instancia más notoria de la voluntad de la gran empresa alemana de asistir a Hitler en el establecimiento de su régimen dictatorial. […] Hitler prometió el final de la dictadura y la destrucción de la izquierda, y la mayoría de las grandes empresas estaban dispuestas a apoyar esto económicamente [con una donación importante al partido de cara a las elecciones de marzo de 1933].
Para aquellos empresarios que operaban en círculos pequeños, los años posteriores a 1933 fueron una edad de oro de “normalidad” autoritaria.
[…]
Hitler es famoso por haber dicho que no hacía falta nacionalizar las empresas alemanas, mientras se pudiese nacionalizar a la población. Ciertamente en la élite de los gestores, el régimen encontró socios diligentes.
Los pequeños empresarios pensaron que su renacida autoridad sobre los trabajadores compensaba las intervenciones estatales, los grandes se beneficiaron de los proyectos de rearmamento. Uno de los más grandes fue la refinería de Leuna [32] para generar petróleo del abundante carbón, pero el más espectacular de todos fue el de la Luftwaffe: casi desde la nada, se creó una industria para construir aviones de guerra. Sin salida comercial civil, ni financiación (hubo que crear un banco [33] solo para esto), y sin tecnología propia, la industria alemana pasó en diez años de aviones de madera al primer prototipo de propulsión a chorro, y de 3200 a un cuarto de millón de empleados que en 1941 producían 10.000 aviones al año. Personal que tuvo que ser formado también desde cero (en línea con la obsesión nazi de mejorar la raza: en 1933 se incorporaron al mercado laboral 200.000 trabajadores sin formación, en 1939 solo fueron 38.000). Y todo manteniendo seis fabricantes independientes (Junkers, Dornier, Arado, Heinkel, Focke-Wulf y Bayerische Flugzeugwerke, que conocerán como Messerschmitt), compitiendo por desarrollar modelos.
Fase 2: 1936 a 1938
Total, que en 1936 el modelo económico llegaba a su techo. Hora de replantearse las cosas. Y con la Guerra de España, Italia liándola en Abisinia, y Japón escalando en China, la comunidad internacional estaba más que dispuesta a ver en Hitler un mal menor y pactar un nuevo statu quo, y al carajo con los judíos. E internamente, dadas las expectativas de los alemanes en 1932, lo alcanzado hasta 1936 parecía un milagro: repudio de las reparaciones, reconstrucción del ejército, remilitarización de Renania, unos espectaculares JJOO en Berlín, y el paro cayendo en picado. Una oportunidad que ni pintada para invitar a un presidente americano, hacerse la foto como fiable anticomunista, tirarte 40 años en la poltrona y acabar enterrado en tu propia basílica alpina bajo una cruz gamada de hormigón de 135 metros de altura. Pero en lugar de esto, y creyendo ver en todas partes un incremento de la actividad judeo-bolchevique, el régimen nazi dobló la apuesta: intervención en España, y aceleración del rearme. Desde 1936 la historia del régimen es una sucesión de crisis económicas y de desabastecimiento tapadas con alguna loca apuesta hitleriana a todo o nada.
Económicamente, esto se plasmó en el Plan Cuatrienal [34], y encumbrando a Goering como una suerte de primer ministro al cargo de los nuevos objetivos: un ejército y una economía listos para la guerra en 1940, por encima de otras prioridades como el nivel de vida o la ortodoxia financiera. Se crearon enormes industrias para garantizar una autosuficiencia en materias esenciales, como combustible [35], caucho sintético [36] o fibras textiles [37]. El Plan dirigió hasta un 25% de todas las inversiones alemanas entre 1936 y 1940. IG Farben [38] se convirtió en un socio esencial en todo este desarrollo, proveyendo tecnologías y personal [39]. Goering usaba todo a su alcance (incluyendo amenazas, pinchazos telefónicos, y en 1938 los fondos del Banco de Austria [40], que dieron un par de meses de respiro a la desequilibrada balanza de pagos), pero ni por esas se lograban los objetivos. Internamente la Wehrmacht manejaba 1943 como fecha de cumplimiento. Es entonces Hitler empezó a pisar el acelerador con Renania, Austria y los Sudetes: según Tooze, no es que el rearme provocara tensiones internacionales, es que Hitler provocó las tensiones para poder acelerar el rearme frente a la oposición interna, pues creía que para 1943 se habría cerrado la ventana de oportunidad. Los cambios equivalieron a una segunda toma del poder, aumentando los poderes discrecionales de Hitler. En 1938 Alemania fue brevemente el mayor productor de acero del mundo, y el 40% ya estaba dedicado a usos militares. El consumo privado quedó totalmente arrinconado: los impuestos eran los más altos de Europa, y se prohibieron los préstamos hipotecarios.
“Spanier, de parrrten vom Führer os digo que la esclavitud de hipotecas es kaputt.” “Pues te va a acompañar a Rusia tu puta madre, ¡que nos jodéis el chiringuito!”
La economía alemana se acercaba al colapso, y el descontento aumentaba. Especialmente en el campo: hubo que retrasar el golpe contra Checoslovaquia a octubre, después de las cosechas. Cada vez era más difícil evitar un estallido de la inflación. Con la Wehrmacht sin terminar, enfrentado a una coalición internacional abrumadora y con conspiradores en sus propias filas que le temían a una guerra, Hitler lo apostó todo por los Sudetes – y ganó [41]. Pero en vez de aprovechar el respiro y honrar su promesa de que “ya no tenemos más reivindicaciones”, Hitler incrementó aún más el rearme, ahora con el objetivo de ir a la guerra en 1942. Todos los alemanes fueron “fichados” en un registro manejado por las SS. Mucho antes del 1 de septiembre de 1939, la economía alemana ya estaba en modo guerra.
Polonia y Francia
El cuello de botella eran los recursos naturales. Agotadas las reservas de aluminio, caucho, acero, trigo, y sobre todo petróleo, sin fuerza laboral a la que recurrir ya que Alemania rozaba el pleno empleo, y sobre todo preocupados por el rearme anglo-francés (aunque por ahora sin apoyo estadounidense [42]), Hitler y los nazis concluyeron que cualquier momento futuro sería peor para una guerra. Lo hicieron incluso pese a la negativa de Mussolini a una alianza ofensiva. En su lugar, buscaron y lograron un pacto con Stalin, que les aseguró suministros suficientes (a cambio de maquinaria avanzada usada para construir su propio armamento, un reparto de Polonia que deshacía las pérdidas de 1921 [43], la estupenda perspectiva de una guerra entre los países capitalistas, y ya de paso una esfera de influencia guapa en Europa del Este). El pacto escandalizó a comunistas en todo el mundo, pero también a nazis comprometidos, que no sabían dónde meterse, aunque todos los jerarcas pensaban que esto solo era un alto el fuego circunstancial. Esencial para evitar una guerra en dos frentes, quizás incluso suficiente para que Francia y Gran Bretaña se echaran atrás en sus garantías a Polonia. Nadie dudaba del anticomunismo de Hitler (bueno: en Tokio, el gabinete pro-germano dimitió [44], lo que hizo imposible ningún pacto germano-nipón).
Pero lo que no debemos olvidar es que Alemania empezó la guerra en clara desventaja. Londres y París iniciaron hostilidades con resignación, pero, aunque Polonia cayó muy deprisa, realmente nadie dudaba que con sus inmensos recursos los Aliados tenían todas las de ganar. Ni siquiera los propios alemanes: por mucho que nos hayamos quedado con el Blitzkrieg, las campañas contra Polonia y Francia se iniciaron pensando que iban a ser largas y sostenidas. Razón por la que la fabricación de armamento había dedicado hasta un 35% en los recursos a producir por adelantado munición de artillería. Otro 35% había ido a la aviación, creyendo que la infantería no podría avanzar. El trauma de las trincheras y las crisis de municiones de 1914. Muy poco había ido para Panzers (o incluso camiones; muchos soldados alemanes fueron a Rusia a caballo, bastantes incluso andando, como forma de ahorrar petróleo). Hitler de hecho había querido atacar nada más volver de Polonia en noviembre, pero sus generales lograron convencerle de que había que prepararse un poco (y ya de paso conquistar Dinamarca y Noruega para asegurar el suministro de hierro y aluminio). Fritz Todt [45] fue nombrado Ministro de Armamento, duplicando la producción en la primera mitad de 1940, llevando la producción militar al 33% del PIB. Solo una combinación de incapacidad aliada para atacar (traumas también de la Primera Guerra Mundial [46], y la creencia de que el tiempo corría a su favor), una carambola con los planes de batalla [47], la genialidad de Erich von Manstein [48], y muchísima suerte, dieron la victoria a Alemania.
Se suele considerar que esta victoria cimentó definitivamente el poder de Hitler sobre la sociedad alemana, y que llevó a una cierta complacencia, por la que Alemania renunció a una movilización total hasta que ya fue demasiado tarde. Lo primero seguramente sea cierto, pero Tooze pone en duda lo segundo. La economía alemana, afirma, ya estaba movilizada de una forma difícilmente sostenible, y era la falta de recursos (cuya importación se había reducido en dos tercios con respecto a 1932, y aquello había sido en mitad de la Depresión) lo que la constreñía. Falta de recursos que también le impidió usar a fondo la industria de los países conquistados: se expoliaron tantos recursos para tapar los agujeros en Alemania, que las economías francesa, belga u holandesa pegaron unos bajones que las hicieron prácticamente inútiles [49]. Aunque la Europa controlada por el Reich tenía unas capacidades humanas e industriales para mirar de tú a tú a angloamericanos y rusos, todo eso solo existía sobre el papel: para 1943, la producción en Grecia había caído a la mitad de su nivel prebélico, en Francia a un tercio. Encima, la dependencia de las importaciones anglo-capitalistas se había sustituido por una dependencia de las importaciones ruso-comunistas. Lo único inmediato que se logró fue el uso de prisioneros de guerra y población civil como trabajadores en Alemania, particularmente en el campo, donde hacían falta urgentemente tras la llamada a filas de casi todos los hombres. Del Gobierno General de Polonia [50] (11 millones de habitantes) sacaron un millón de trabajadores, que en línea con las obsesiones raciales no podían ser judíos, no podían ir a bares, cines o iglesias, y tenían prohibidas las relaciones sexuales con alemanes bajo pena de muerte. Argumentando que Polonia ya no existía como estado, negaron el estatus de prisioneros de guerra a unos cuantos cientos de miles de soldados polacos para usarlos también. Incluso las mujeres alemanas estaban ya movilizadas en mayor medida que en UK o USA, y llegaron a ser la mitad de la fuerza laboral. Había racionamiento de alimentos para la población.
Vamos, que pese a las conquistas apenas había donde rascar, y los anglo-americanos aun llevaban ventaja en la carrera armamentística. Fue entonces cuando Hitler decidió apostar de nuevo en la ruleta y atacar a la URSS, como vía para adquirir al fin el ansiado Lebensraum y los recursos necesarios para ganar la guerra a los anglos. Y esta vez el ataque sí fue planificado desde el principio como Blitzkrieg (guerra rápida de movimientos comprometiendo toda la fuerza en los puntos clave), usando el invierno de 1940-41 para producir una fuerza Panzer. Tan mal iba Alemania de trabajadores que hubo que sacar a los obreros del ejército, ponerlos seis meses a producir tanques, y devolverlos en primavera otra vez al Heer para que llevaran esos mismos tanques a través de 2000 kilómetros de planicies ucranianas hasta Bakú, con la idea de que en el invierno 1941-42 estarían de vuelta en las fábricas, fabricando aviones y submarinos contra los Aliados.
Adquiero Polonia, la revendo, invierto los beneficios en Panzerdivisionen, les doy el pase, con eso y Francia como garantía pido para un préstamo anti-comunista para comprar Lebensraum sobre plano, y dos años después, ¡alehop! ¡Rey en Wall Street!
¿Y cómo se pagaba todo esto? Pues con un sibilino esquema llamado “financiación silenciosa”. Resulta que para mantener la moral, no se emitieron bonos de guerra (no fuese que la gente no quisiera comprarlos), no se quisieron subir más los impuestos, y se mantuvieron los salarios al alza. Pero por medio de las administraciones encargadas de la asignación de recursos, se redirigió lo mínimo a los fabricantes de productos de consumo. Sin nada en que gastar el dinero, los ciudadanos lo dejaban ahorrado en las Sparkassen, a las que los nazis ya podían discretamente presionar para que compraran deuda pública. La otra pata de la financiación fueron los países conquistados: Alemania adquiría un producto en Francia, Dinamarca o donde fuera, el banco central de dicho país le pagaba al productor, y el Reichsbank se anotaba una deuda con dicho banco central. Deudas que se acumularon… y que Alemania convenientemente esquivó pagar tras la guerra [51], mira tu. Y las empresas alemanas adquirieron participaciones en multitud de competidores europeos, buscando construir esos gigantes industriales capaces de competir con los americanos. Significativamente, incluso antes de Barbarossa parte de los recursos se destinó a ampliar capacidades que no estarían disponibles hasta 1942-43.
Barbarossa
Ya en la planificación de Barbarossa [52] se pusieron las bases de lo que serían los mayores genocidios del siglo en Europa. Aparte de la “Solución Final [53]” y el Generalplan Ost [54], los nazis tenían un plan para aprovisionar al ejército durante el avance, para ahorrar al máximo gasolina y recursos: llamado significativamente Plan Hambre [55], preveía que la Wehrmacht se alimentase sobre el terreno, causando la muerte por hambre de entre 30 y 45 millones de personas. Para ello, se mantendría a la población civil encerrada en las ciudades que había creado Stalin en su acelerado proceso de urbanización. Un plan que, obviamente, contaba desde el principio con la complicidad de las fuerzas armadas. Al mismo tiempo, se intentaría preparar el territorio para los colonos. Para ello harían falta inmensas obras públicas, cuyo coste se estimaba en dos tercios del PIB de Alemania. Irrealizable durante la guerra, pero para ir adelantando se haría con mano de obra esclava: judíos, polacos y prisioneros rusos. Funcionarios de las SS como Herbert Backe [56] o Gustav Schlotterer [57] se harían cargo de la explotación de los nuevos Reichskommissariate, convertidos en territorios sin otra ley que los caprichos de las SS.
Barbarossa se desvió de la planificación nada más empezar: el Grupo de Ejércitos Centro apenas encontró comida en Bielorrusia, y la población abandonó las ciudades para volver al campo. Pero sobre todo, el Ejército Rojo montó una resistencia numantina alrededor de Smolensk [58], y obligó a los alemanes a rehacer toda su estrategia, perdiendo la oportunidad de destruir la capacidad de lucha de los soviéticos. Siguió habiendo avances espectaculares, pero en diciembre llegó la debacle estratégica: la Wehrmacht se quedó a las puertas de Moscú y Leningrado.
Las mentes más lúcidas ya empezaban a ver la derrota, pero en vez de buscar una salida política salvando lo salvable, el régimen inició 1942 con otra apuesta autodestructiva: más hombres a filas (despoblando las fábricas), más mano de obra esclava para sustituirles (34.000 a la semana, preferentemente del Este, al final habría 8 millones de “inmigrantes” en el corazón del Reich), paralización de cualquier programa que no fuese a dar frutos en menos de un año (aquí se paró el programa para una bomba nuclear nazi [59]), inicio de la fase más desatada del Holocausto, y declaración de guerra a Estados Unidos. La “lógica” detrás de esta declaración no era política, sino económico-conspiranoica: para Hitler, EEUU era el centro de mando del “judaísmo internacional”, y a los efectos de ayudas y armamento ya estaba en guerra con Alemania, prestando y vendiendo a los Aliados. Mejor quitarse las caretas para poder atacar abiertamente sus transportes. Además, Alemania confiaba en que Japón fuese a atar suficientes tropas aliadas durante los siguientes meses para lograr en 1942 una victoria definitiva en Rusia jugándoselo todo en una última ofensiva sobre los pozos de Bakú. Esto permitiría reasignar recursos para doblegar a Gran Bretaña, y con UK fuera los americanos no tendrían plataforma en Europa.
Albert Speer
Esta apuesta final a todo o nada vio también el ascenso del niño prodigio Albert Speer [60] a Ministro de Armamento, y Tooze nos desgrana la segunda mitad de la guerra alrededor de su persona y del eje industria-comida-esclavitud que forjó con Himmler y Goebbels [61]. Significativamente, Speer no era ni un “camisa vieja” ni militar, sino alguien personalmente leal a Hitler. Luego, en sus memorias [62], poco menos que afirma que derribó al nazismo “desde dentro”, como “demócrata de toda la vida” cuya defensa en Nuremberg era más o menos “los nazis eran todos locos, yo solo era un gestor apolítico que logró verdaderos milagros de producción de armamento, ¿acaso un loco habría sido capaz? Luego no pude ser nazi de corazón”.
“Qué duro es ser un humilde y apolítico tecnócrata. Oye, no te olvides de la insignia del partido, que para algo soy miembro desde 1931.”
Tooze desmonta una tras otra las mentiras de Speer, y revela que fue instrumental en aupar a las SS como gestores de gran parte de la economía de guerra. También, “racionalizó” el uso de los prisioneros: entre los 3 millones de prisioneros rusos que se dejó morir por dejadez en 1941, y los varios millones de judíos y civiles muertos, los nazis habían aniquilado a entre 5 y 7 millones de potenciales trabajadores. Incluso con un régimen esclavista de bajísima productividad, algo podrían haber contribuido, y desde 1943 se intentó eso mismo. Siempre bajo el entendido de que era temporal y que el objetivo final era la construcción de una sociedad alemana racialmente pura. Y dada la carestía de alimentos, a los que no contribuían se los eliminó sin reparos (en realidad, habría habido suficiente para todos, pero solo reduciendo significativamente las raciones asignadas a ciudadanos del Reich, y entre sus delirios raciales y el miedo a un nuevo noviembre [20], los nazis tenían clarísimo por donde tirar). Empezaron por los judíos simplemente para poder darles suficiente a los polacos y ucranianos y que no se rebelaran de pura desesperación. Las empresas alemanas, incapaces de encontrar trabajadores alemanes, aceptaron encantadas la mano de obra esclava; en general los empresarios (que habían recibido Barbarossa con entusiasmo como una espléndida oportunidad) estuvieron en todo a tope con Hitler y Speer, con el convincente argumento de que “los rojos, aparte de ser unos sectarios, están un poco resentidos por el genocidio de nada que hemos montado, así que como Stalin llegue hasta aquí imaginad lo que nos espera”.
En cuanto al “milagro del armamento [63]”, la capacidad de la industria alemana bajo Speer de mantener un altísimo ritmo de producción hasta 1944 incluso pese a los bombardeos, tampoco fue tal. Desde Stalingrado, a falta de buenas noticias militares, la propaganda nazi se centró en vender un supuesto milagro en la producción de armas, tanto convencionales como “milagrosas [64]”, para mantener alta la moral. Cierto que la industria aeronáutica logró números increíbles tan solo unos años antes, pero: solo se logró concentrando todos los recursos en la producción de modelos ya conocidos y por ello crecientemente obsoletos, aun así los Aliados cuadruplicaban las cifras de producción, y además el “mérito” fue de Erhardt Milch [65], ya que Goering al principio mantuvo su imperio independiente de Speer. Se paralizó el desarrollo del Me 262 [66], el primer avión a reacción del mundo. Para la marina, sí se siguió con el desarrollo del submarino Tipo XXI [67] (tan avanzado que serviría de base para toda una generación de submarinos en la posguerra), pero el subcontratar los cascos a empresas civiles resultó en una catástrofe. También se vendieron como milagros los nuevos modelos Panther [68] y Tigre [15], que nunca supusieron más de un 7% de la producción total. El único programa más o menos novedoso y llevado al éxito con ingenio (y sobre los cadáveres de decenas de miles de prisioneros [69]) fue el de las V2 [70], y fue un fracaso estratégico porque lo que necesitaba Alemania ya era defenderse, no bombardear suburbios londinenses.
Las “contribuciones” de Speer, todas juntas, lograron alargar la guerra dos años y pico después de perder Alemania cualquier posibilidad real de ganar. Cuando hombres como Fromm [71], Thomas [72], Canaris [73] y Fritz Todt ya hablaban de que había que buscar una solución “política”, Speer se encargó, creando armas y vendiéndolo como milagro, de parar esa vía y proseguir la locura. En eso, ciertamente, sí fue totalmente “apolítico”.
El final
En 1943, la Wehrmacht intentó romper el frente en Kursk [74], pero Zhukov ya les había tomado la medida, y su defensa en profundidad quemó los últimos restos de iniciativa alemana. Resulta que los soviéticos sí habían logrado un milagro de armamento. Mes arriba mes abajo, los Aliado desembarcaron en Sicilia y los italianos depusieron a Mussolini [75], y la RAF llevaba ya un año bombardeando en serio [76]. Para 1944 ya tenían total superioridad aérea, la industria nazi fabricaba un porrón de aviones obsoletos cuya esperanza de vida operacional se medía en semanas. La reacción nazi fue un incremento aún mayor de la violencia interna y el control sobre la economía, y una llamada a una última resistencia numantina. Sabiéndose cómplices de genocidios a escala industrial, toda la administración y el establishment les acompañaron. En agosto de 1944, con Goering convertido en un heroinómano totalmente incapaz, Speer se hizo cargo de la industria alemana al completo. Y en todas partes empezaron a asomar tendencias inflacionistas, que los estrictos controles y regulaciones nazis no podían suprimir. El mercado negro, muy pequeño al principio, se hizo enorme (acudir a él era un delito en los territorios ocupados… pero no en el Reich). Aun así, Hitler se negó a subir más los impuestos. Esta negativa a trasladarles a los alemanes los costes reales de la guerra se ha interpretado tradicionalmente como inherente al “populismo” nazi, pero lo cierto es que ese coste sí se trasladó, simplemente fue por otras vías. Una tras otra, las industrias de acero, petróleo y armamento fueron colapsando bajo las bombas. Un parón en el avance aliado al llegar a las fronteras del Reich fue aprovechado para una última jugada en las Ardenas, con Speer afirmando una y otra vez que la industria podría aguantar un par de semanas más. No sirvió de nada, y el 25 de abril de 1945 americanos y soviéticos se daban la mano en Torgau [77].
Desde el punto de vista económico, Torgau era la consecuencia lógica de dos desarrollos dramáticos que definieron la primera mitad del siglo XX. La primera y más obvia fue la emergencia de EEUU como el poder dominante de la economía mundial. El segundo, no aparente hasta los años 30, fue la asombrosa transformación del Imperio Ruso obrada por la dictadura bolchevique. […] la historia del régimen de Hitler no se puede entender sino en relación a estos desarrollos paralelos.
Hitler nunca cesó de volver obsesivamente a las revoluciones que cubrieron Europa en 1917-1918. El anticomunismo era un elemento inamovible de su política, fuertemente enhebrado con una forma particularmente tóxica de antisemitismo conspiracional. Pero el anticomunismo era generalizado en la derecha alemana, como lo eran proyectos de expansión oriental. Además, aunque la URSS proyectaba su sombra sobre los asuntos europeos, a finales de la década de 1920 se volcó sobre si misma, y tendía a ser ignorada en los juegos de poder. Para identificar las peculiaridades y dinámicas motivacionales del régimen de Hitler, por tanto, era más ilustrativo concentrarse en sus relaciones con las potencias occidentales.
Conclusiones
La economía nazi, dice Tooze en contra de los prejuicios, en general sí fue eficiente movilizando recursos; simplemente lo hizo de forma encubierta y se encontró con un límite infranqueable en los recursos naturales disponibles. Y por supuesto, toda esta movilización estaba destinada a lo que estaba: la conquista de Lebensraum con exterminio de los nativos. La planificación concreta y las prioridades, en cambio, dieron saltos todo el rato, aunque las aparentemente sencillas victorias hasta 1941 hagan pensar lo contrario. Si falló a las puertas de Moscú fue porque la economía soviética hizo un esfuerzo aun mayor (e igual de insostenible, en realidad, pero que duró lo justo para evitar la derrota), y sobre todo no había tenido reparos en modernizar su sector agrícola con toda la brutalidad posible.
Tooze plantea la historia económica del Tercer Reich como un combate entre Alemania y Estados Unidos, soterrado primero, abierto después, donde EEUU es el malo de pantalla final de videojuego en la mente de Hitler. Una idea que últimamente vengo viendo en varios sitios, y a la que le auguro un gran futuro en la narrativa “en realidad, el gran enemigo de Hitler fueron las democracias, a quien temía era al bravo y libre pueblo americano, con los bolcheviques estaba a partir un piñón y además no tenían ni media hostia” que a los “no-admiradores-pero” de ese señor gallego que estaba a partir un piñón con Hitler (y que nos vendió con pelos y señales [78] al bravo y libre pueblo americano) les encantaría vendernos. Pasando por alto que si Hitler admiraba y temía a los anglosajones era precisamente porque habían logrado, en Norteamérica y la India [79], lo que él quería hacer en Rusia. Es decir: los admiraba y temía, ¡por haber sido más nazis que los propios nazis!
América: Una, Grande y Blanca.
Aun así, podemos darle un voto de confianza a Tooze, que en general es un señor con opiniones bastante moderadas (aunque no podemos descartar que esté intentando hacerse perdonar las actividades de su abuelo [80] al servicio de Stalin), y recordar que esto es una historia económica. En lo político y racial, Hitler nunca tuvo dudas de a quién había que exterminar y quién era “asimilable”, ni tampoco hubo dudas de que lo racial primaba sobre lo económico. Nunca hubo una doctrina economía nazi per se, simplemente se adaptaron muy flexiblemente a los imperativos políticos de cada momento para construir una economía de guerra (que, como todas las economías de guerra, tendía a ser intervencionista) desde el día uno. Algo que a la larga tenía que repercutir en el nivel de vida de los alemanes, salvo que –por las buenas o por las malas- las nuevas armas trajeran beneficios. La guerra de agresión y exterminio estuvo ahí desde el principio. Y eso no significa que estés “loco”, solo que eres malvado. O Führer von Gottes Gnaden, si ganas.