“Nicholas and Alexandra” – Robert K. Massie
Trilogías LPD
Este post es el último de una trilogía sobre los zares rusos que me he tragado gracias a unas reediciones baratas para Kindle de libros antiguos. Empezamos con Pedro el Grande, primer emperador de Rusia, seguimos con Catalina la Grande, y ahora terminamos con el último de los zares, Nicolás II, que puso fin a los 304 años de la dinastía Romanov. Que no era un Grande, aunque su trágico final (y el de su familia) le han elevado para algunos a la categoría de mártir. Nicolás era esencialmente un buen tipo, pero ocupaba un puesto al que jamás habría llegado si el mérito fuese un requisito, y carecía de cualquier tipo de imaginación para cambiar lo que heredó. En un sistema parlamentario donde el rey es un florero sin poder real, no habría importado mucho, pero en la Rusia autocrática sus limitaciones tuvieron consecuencias catastróficas. “Sin Rasputín”, dijo Kerenksi, “no habría habido un Lenin”. Bueno, y si Nicolás hubiese sido Pedro el Grande, probablemente tampoco. Pese a sus inintencionadas contribuciones para con la URSS, los soviéticos no le pusieron precisamente una estatua, y estuvo olvidado mucho tiempo, hasta que Massie escribió este libro en 1967. En principio solo iba a tratar de Nicolás, pero su familia resultó tan importante (quizás por un asunto personal: el hijo de Massie es hemofílico, como lo era el tsarevich Alexei) que incluyó a su mujer Alexandra en el título. Massie, por si no lo conocen, es uno de esos periodistas cabrones que te tienen que caer bien cuando ves como se mete con todo el mundo:
La reacción de las autoridades soviéticas [a este libro] fluctuó desde la crítica severa a la aprobación cautelosa. Primeras revisiones lo tachaban de guiso de mentiras redactado por un agente de la CIA. En los primeros años 70, la postura oficial se moderó. Una conferencia en Leningrado proclamó que, si bien el autor no entendía la dialéctica marxista-leninista y había fallado en asignar el peso adecuado al papel de Lenin, la descripción y análisis de Nicolás y su reinado eran correctas. Concluían que el libro no debía ser considerado como una provocación política e ideológica, sino simplemente como historia defectuosa. Desde los primeros 90, con la desaparición del régimen comunista, “Nicolás y Alejandra” se ha publicado abiertamente en Rusia – aunque, siguiendo el espíritu del nuevo capitalismo emprendedor de Rusia, todas estas ediciones traducidas han sido piratas.
Rusia a través de sus biografías
Un dicho popular afirma que un tonto nunca se recupera de un éxito. Similarmente, una dinastía nunca se recupera de un gran estadista. En el caso de los Romanov, este estadista es Pedro el Grande, y durante los dos siglos entre su muerte y la de Nicolás, su sombra va a perseguir a todos los Romanov. Por ejemplo, ninguno de ellos va a querer un primer ministro fuerte y talentoso que le haga sombra. Todos quieren gobernar, como hizo Pedro (pero sin su talento). Significativamente, el primer ministro más importante de estos dos siglos, Potemkin, empezó su carrera como amante de la zarina. Luego, el rollo militar: todos quieren ser grandes genios militares y lucir una gran victoria tipo Poltava, como Pedro (pero, de nuevo, sin su talento). Todos muestran esa misma mezcla de generosidad y brutalidad, de lujos desbordados y amplia colección de amantes, que ya inaugurara el Primer Carpintero de Rusia. Pero Nicolás sería diferente, y la colección de amantes, ausente por mor de su feliz matrimonio victoriano con Alexandra. Las dinastías a veces concluyen con personajes muy curiosos.
Nicolás nació en 1868, y desde pequeño conoció las miles y hieles de ser un Romanov. Las mieles, obviamente, incluían formar parte de la familia más rica y poderosa de Rusia. Las hieles, en cambio, las conoció en 1881, cuando su abuelo, el zar Alejandro II, fue asesinado por un terrorista mediante una bomba que le arrancó una pierna y el escroto, le mutiló la cara y le abrió las tripas en canal (¡y eso que era conocido como Alejandro el Liberador por haber liberado a los siervos de Rusia!). Aguantó lo suficiente para que ser llevado a Palacio y agonizar delante de su familia, incluyendo a un joven Nicolás de 13 añitos que quedó ligeramente traumatizado. Aquello reforzó un fatalismo que siempre estuvo presente en él, casi desde el día en que nació (que era, casualmente, el día en que la Iglesia Ortodoxa celebra al Santo Job).
El padre de Nicolás, Alejandro III, era un Romanov de manual, impulsivo y de gran fortaleza física: durante una cena el embajador austriaco le dijo que igual Austria tenía que mandar “dos o tres cuerpos del ejército a los Balcanes” para resolver unos problemas locales; Alejandro III cogió su tenedor de plata, le hizo un nudo, y se lo arrojó al embajador al plato: “eso es lo que haré con sus dos o tres cuerpos de ejército”. Este verdadero oso le confió la educación de Nicolás a Constantine Petrovich Pobedonostsev, un reaccionario de libro que detestaba los parlamentos, las constituciones, y en general todo lo que se opusiese a la Autocracia y la Iglesia Ortodoxa, las dos cadenas que mantenían unido el Imperio Ruso. Esto incluía especialmente a los judíos, por su rechazo de la fe ortodoxa, y en general cualquiera que abogase por cualquier reforma liberal, por humilde que fuese. Pobedonostsev, llamado el “Sumo Sacerdote del Estancamiento Social”, excomulgó personalmente a Tolstoi (algunos dicen que porque el personaje Alexis Karenin, de Anna Karenina, estaba inspirado en ciertos eventos de la familia de Pobedonostsev).
Por lo demás, los años jóvenes de Nicolás carecen de demasiado interés. Tutores, dominio de varios idiomas, educación militar, un diario (que supongo Massie se ha leído entero, pues lo cita profusamente; es un relato muy victoriano-melodramático y una agenda muy completa pero no revela grandes cosas porque no era secreto, de hecho Alexandra también escribió en él), aburrimiento con las tareas regias, cierto miedo y fatalismo a tener que ser zar algún día, escapaditas con los amigotes del ejército, un rollete temporal con una bailarina de ballet… a los veintipocos años, un viaje en barco por el mundo: Grecia, Egipto, la India, Singapur, Japón. En Japón casi acaba su carrera cuando un samurái le atacó con su katana (los rumores dudan entre una actitud poco respetuosa en un templo y un lio de faldas). Le salvó la intervención del príncipe griego, pero llevó toda su vida una cicatriz en la frente y que creía asociada a ocasionales migrañas en la zona. Ah, y desde entonces se refería a los japoneses como “los monos esos”. Como ven, estaba muy preparado.
Pero en algo fue más ruso aún que su padre: en vez de casarse pensando en lo mejor para Rusia (según Alejandro III, lo mejor para Rusia era que su heredero se casase con la hija del pretendiente al trono de Francia; ahora nos explicamos la Revolución de Octubre: ¡no había un Borbón en San Petersburgo para campechanear a Lenin!), se casó por amor. Y lo hizo aprovechando que su padre estaba mortalmente enfermo y quería ante todo asegurar herederos que mantuviesen la línea sucesoria, de modo que pasó por alto lo poco que le convencía la novia.
Alix Victoria Helena Louise Beatrice de Hesse-Darmstadt era una princesa de una dinastía alemana menor pero cercana a los Romanov; Alejandro III de hecho era su padrino. La temprana muerte de su madre la convirtió en una chica reservada y seria, que solo se abría en entornos familiares. Su abuela, la reina Victoria de Gran Bretaña, seguía muy de cerca su educación, presionando hasta que la convirtieron prácticamente en una zagala inglesa (hasta tal punto que Alexandra y Nicolás se entendían en inglés), brillante pianista y con ideas políticas propias. Alix y Nicolás se conocieron con 12 y 16 años, durante la boda entre los hermanos de ambos, lo que los convertía en concuñados, o concuños. El caso es que Nicolás quedó prendado de su concuña (disculpen, es que me encanta esa palabra y no tengo muchas ocasiones de usarla), y ella de él. Era la necesidad de tener que abandonar la fe luterana lo que la mataba, aunque finalmente cedió. Y no me sean cínicos con que iba a ser emperatriz: rechazó una oferta de matrimonio de su primo el príncipe Alberto Víctor, hijo del príncipe de Gales. De aceptarla (y de no morirse él a los 21) habría sido reina de Inglaterra y emperatriz de la India.
Ante el rápido deterioro de la salud de Alejandro III, Alix viajó a Rusia en otoño de 1894. A las pocas semanas, Alejandro murió, al día siguiente Alix se convirtió a la fe ortodoxa, y “Nicky” publicó su primer edicto como zar Nicolás II, anunciando que Alix ahora era “Alexandra Fiodorovna en la fe verdadera”. Una semana tras el funeral de Alejandro, se casaron, muy jovencitos (él 26, ella 22), y al año tenían a su primera hija y eran coronados Emperadores de Rusia (una estampida durante la celebración se cobró cientos de vidas; se consideró de mal augurio, ¡casi tanto como que a Nicolás se le cayera la Orden de San Andrés al suelo!). Posteriormente, la pareja hizo un viaje por Europa, y fueron recibidos espectacularmente en Paris (les alojaron en Versalles, a Alexandra en la habitación de María Antonieta), lo que le dejó una actitud pro francesa a Nicolás.
Una familia bien avenida
En casa, los primero problemas se los dio la familia. Alejandro III había dejado cuatro hermanos que en público eran todo genuflexión y reverencias, pero en cuanto se cerraba la puerta aporreaban la mesa y le decían al sobrino “Nicky” lo que debía hacer, sobre todo el Gran Duque Alexis, Gran Almirante de la Armada, “amante de mujeres rápidas y barcos lentos“, y el Gran Duque Sergei, que le prohibió a su esposa leer Anna Karenina para que no tuviera ideas raras. Durante casi una década tuvieron una influencia desmesurada en el joven monarca, hasta que este logró zafárselos en las crisis de 1905. Alexandra por su parte bastante tenía con la suegra, que estaba todo el día metida en casa. Encima, en el protocolo de la corte, la Emperatriz Madre precedía en rango a la Emperatriz.
En general, Alexandra encajó muy mal en la corte de San Petersburgo, que le parecía frívola en exceso. ¡La educación victoriana, haciendo su magia en la disoluta juerga rusa! Por su parte, la aristocracia rusa pronto le pilló manía a esa chica alemana tan seca y estirada, que apenas hablaba ruso o francés y no andaba metida en amoríos constantes. Por suerte para todos los implicados, Alexandra pudo refugiarse en su familia, que crecía al ritmo de un bebé cada dos años, hasta que -tras cuatro niñas: Olga, Tatiana, María y Anastasia, las llamaban OTMA por sus iniciales- nació en 1904 el ansiado varón, Alexei Nicolaevich. Sin embargo, a los pocos meses Alexei empezó a tener hematomas por todo el cuerpo que tardaban una eternidad en curarse. La cosa no dejaba lugar a dudas: hemofilia. Un palo que ahondó aún más el fatalismo de Nicolás.
Porque verán: lo cierto es que Nicolás y Alejandra amaban a sus hijos: a OTMA aún las llamaban “las niñas” cuando ya eran mujeres como carretas -Tatiana una enfermera que asistía en cirugía a los heridos de la Primera Guerra Mundial- y Alexei siempre fue “baby”. Y se amaban entre ellos. Que lo decimos como si fuese algo extraordinario cuando debería ser lo normal, pero no hay que ir muy lejos para encontrar monarcas que ven en sus mujeres poco más que fábricas de herederos, en sus hijas fichas intercambiables para alianzas matrimoniales, y en los hijos materia prima con la que construir un monarca a costa de martillearlos lo suficiente. Hijos que se dejaban al cuidado de institutrices (lo normal de su época y clase, por otra parte; Winston Churchill decía que había tenido una relación más tierna y profunda con su nodriza que con su madre biológica). No era el caso aquí. Los Romanov-von Hesse hacían vida juntos, jugaban con sus hijos, les inculcaban valores y buenos sentimientos victorianos, y vivían alejados de la corte. Por eso –y por la intensa presión, durante diez años, por producir al fin a un varón-, Alexandra y Nicolás sufrieron la enfermedad y cada pequeño accidente de Alexis con el alma en vilo permanente. Encima, la enfermedad se mantuvo en secreto, con lo que la gente nunca comprendió la influencia de Rasputín sobre la familia imperial.
Mientras tanto, Nicolás gobernaba como mejor podía. Es decir, haciéndolo todo solo, como él suponía que debía gobernar un autócrata. No tenía ni secretario personal, y en general nunca tuvo buena relación con sus ministros, de los que esperaba que mágicamente le leyeran la mente e hiciesen lo que él quería. Dado que además odiaba hablar de política, es posible que estemos ante un “gestor” en estado puro, que como mucho introdujo algunas reformas costumbristas porque quería ser muy ruso: desechó el francés de la aristocracia rusa y hablaba en ruso con todo el mundo, se dejó barba, restableció costumbres y ropajes tradicionales… Pero lo dicho, en lo personal no era mala gente, y en 1899, preocupado por la carrera armamentística, impulsó la firma de la Convención de la Haya, que por supuesto no paró la carrera armamentística, la cual era un síntoma de corrientes más hondas, pero al menos acordó una serie de reglas mínimas para civilizar la guerra (la mayoría de ellas, violadas en la Primera Guerra Mundial, pero bueno, ¡la intención es lo importante!).
1905
Entre una cosa y otra, hemos llegado al primer punto fuerte del reinado de Nicolás: el año 1905. La cosa empezó con una guerra contra Japón. Guerra que Nicolás, aunque no instigó, tampoco hizo nada por evitar, ni desautorizó a los ministros más belicosos, ni les paró los pies a los aventureros rusos que se iban infiltrando en Corea. Actuó aquí influenciado por otro molesto familiar, su primo segundo el Káiser Guillermo de Alemania (un gobernante igual de mediocre que Nicolás, pero sin siquiera ser un tío majo), que quería que Rusia se expandiese por Asia para alejarla de Europa, según Massie. La lucha la empezaron los japoneses en la mejor tradición que llevaría a Pearl Harbor: con un ataque sorpresa sobre la Flota del Pacífico rusa anclada en Port Arthur. También hay que decir que los nipones llevaban años intentando llegar a algún acuerdo razonable con Rusia (“vosotros Manchuria, nosotros Corea”) para delimitar esferas de influencia, tragándose sapos y humillaciones por parte de los rusos, que no creían tener que ceder ni un ápice ante “los monos esos”. Sorpresa sorpresa, los japoneses les dieron una soberana paliza a los rusos, que solo de carambola lograron una paz más o menos honrosa.
El mal discurrir de la guerra se unió a varios descontentos de la sociedad rusa, ya presentes, que ahora amenazaban con estallar. En enero de 1905, la Asamblea de Trabajadores Rusos convocó una marcha por San Petersburgo que debía terminar en el Palacio de Invierno, para entregarle una petición al zar. La cosa era lo más inocente que una persona de hoy en día pueda imaginarse: la Asamblea había sido fundada por gente cercana a la policía, que la tenía infiltrada, y estaba dirigida por un sacerdote ortodoxo; la petición se limitaba a unas pocas cosillas relacionadas con el día a día del pueblo, y los manifestantes llevaban iconos, cruces y retratos de Nicolás II. Vamos, que hasta en el Partido Popular la habrían aprobado tímidamente. Pero en la Rusia zarista, créanselo o no, medio PP habría bordeado la ilegalidad por radikal hantisistema, y cuando los manifestantes estaban acercándose al palacio, los soldados abrieron fuego sobre ellos, causando cientos de muertes. Encima, Nicolás (que para más inri ni siquiera se hallaba en el Palacio de Invierno, sino a 24 kilómetros en su residencia habitual de Tsárskoye Selo, donde Alexandra podía estar lejos de la frivolidad de la corte) no quiso desautorizar a los militares, con lo que su imagen popular se vino completamente abajo. Una oleada de manifestaciones, revueltas campesinas y militares, protestas nacionalistas y huelgas paralizó el país, y los consejeros de Nicolás le plantearon a las claras sus opciones: o dictadura militar con todas sus consecuencias, o concesión de algún tipo de constitución escrita. Nicolás optó por lo segundo, para alegría de los Kerenskys que querían regenerar desde dentro, separándolos de los radicales del Partido Social Demócrata (partido marxista llamado así en homenaje al SPD alemán, y dirigido por Lenin) y terminando así de forma efectiva con la revolución. Con todo lo modosito que era el nuevo orden, al menos incluyó cosas como libertad de conciencia y expresión, sufragio universal masculino y un parlamento electo, la Duma.
Secundarios
Con la familia real formalmente presentada, Massie abre el foco y empieza a hablar de otros personajes importantes y de Rusia en general. Ya saben, esa Rusia auténtica de pueblos y ciudades pequeñas, lejos de la burbuja de San Petersburgo. En una de esas pequeñas ciudades, Simbirsk, van a convivir durante un tiempo dos de las personas que más influirán en el final de los Romanov: Alexander Fyodorovich Kerensky y Vladimir Ilyich Ulyanov. Algo así –salvando las diferencias- como si Albert Rivera y Pablo Iglesias fuesen ambos de Oviedo, y el padre de Rivera hubiese sido el profesor de Iglesias en el colegio. Kerensky era un señorito burgués de pura cepa, pero en la Rusia autocrática de 1900 eso era casi, casi, como ser revolucionario. Quería cambios, pero siempre desde la moderación y dentro del sistema. Vladimir Ulyanov, en cambio, tiraba más por el cambio radical. Algo que le venía de familia, pues un hermano suyo fue ejecutado por intentar asesinar a Alejandro III. Radicalizado durante sus estudios universitarios, en 1897 fue condenado a tres años de exilio en Siberia. Por favor, no se compadezcan de él: él mismo dijo que fueron los años más felices de su vida, viviendo en plena naturaleza, cazando por los bosques, bañándose en los ríos, patinando en los lagos, y leyendo y escribiendo cuanto quería. Finalizada la condena se mudó a Europa occidental, para estar cerca de las corrientes obreras de la época. Allí publicó un periódico revolucionario, Iskra, al que contribuía con artículos firmados con un pseudónimo que pronto se haría famoso: Lenin.
Pero sin duda el plato fuerte en cuanto a secundarios es Grigory Yefimovich, conocido como Rasputín. Rasputín era un santurrón/adivino/curandero de pasado disoluto (que es la traducción literal de “rasputín”), que desde 1903 residía intermitentemente en San Petersburgo, donde encandilaba a la alta sociedad con su carisma, sus sermones y su “naturalidad”. Naturalidad que consistía en tratar de tú a todo el mundo, zares incluidos, cepillarse a cuantas mujeres podía, y ser un verdadero cerdo en la mesa; pero para la amanerada alta sociedad rusa aquello era un fascinante soplo de aire fresco. ¡El “pueblo”, la “sal de la tierra”, inocente como un niño! Incluso, permítanme describirlo así, “campechano”. Con buen criterio (pues su presencia monopolizaría el relato, especialmente sabiendo a donde llevará todo esto) Massie no le introduce hasta bien entrado el libro, y lo hace con un episodio tardío pero absolutamente clave para entender su ascendente sobre los zares, especialmente sobre Alexandra.
Es 1912, la familia real pasa unos días en su casita en el campo. Alexis, como cualquier mocoso de 8 años, va dando brincos hasta que se pega un cojostión del quince del que le sale un importante hematoma. Pero como la cosa parece estabilizarse, a Alexandra no se le ocurre otra cosa que “recompensar” a Alexis con un paseo en coche por un camino lleno de baches. En mitad del viaje, se pone malísimo. Vuelven a la carrera mientras Alexis grita como si lo estuviesen ensartando. Para Alexandra, carcomida por la culpa, empiezan los peores días de su vida: Alexis tiene hematomas por todo el bajo vientre y especialmente en la ingle. La sangre no coagula y se acumula en las articulaciones, presionando los nervios y causándole un dolor casi insoportable al niño (y encima los médicos no le dan morfina). Cuando no delira o se desmaya, grita pidiendo ayuda a su madre o pregunta cosas tan desgarradoras como “cuando me muera, ¿dejará de dolerme?” Durante diez días, Alexandra permanece al lado de su hijo (excepto para acudir, todo sonrisas y amabilidad, a las cenas oficiales que organiza Nicolás en el piso de abajo, pues ni con estas se abandonaba el secretismo), sufriendo casi tanto como él. Finalmente, los médicos dictaminan que es cuestión de horas. Un sacerdote le administra la extremaunción a Alexis, y los padres empiezan a emitir comunicados para preparar a la opinión pública para la muerte del zarevitsch. En la crisis final, Alexandra, desesperada, manda un cable a Rasputín, exiliado en Siberia, y este responde al momento con un telegrama que ha pasado a la historia de Rusia: “Dios ha visto tus lágrimas y oído tus plegarias. No temas. El pequeñín no morirá. No permitas a los médicos molestarle demasiado.” Alexandra recibe el telegrama y vuelve con su hijo. A las pocas horas reaparece asombrada: la fiebre ha desaparecido y Alexis duerme tranquilo. Tardará un año en poder andar de nuevo, pero ha superado la crisis. Los médicos que certifican la mejoría (y hay que añadir que todos odian visceralmente a Rasputín) no saben qué decir. No se lo explican. Es un milagro.
¿Qué ocurrió? Aunque mantener alejados a los médicos es un consejo a considerar siempre, lo cierto es que seguimos sin saberlo. Massie habla de las capacidades hipnóticas de Rasputín, de la posibilidad de que su telegrama calmase tanto a Alexandra que se lo contagiase a Alexis. Rasputín ya había tenido un efecto sanador sobre él anteriormente, y el efecto psicosomático de saber que Rasputín rezaba por él pudo calmar a Alexis y favorecer la sanación. En fin, aunque nosotros no lo sepamos, Alexandra no tenía dudas: donde los mejores médicos de Rusia y la propia Iglesia Ortodoxa se habían rendido y dado por muerto a su hijo, Rasputín le había arrancado de las garras de la muerte. Desde Siberia. Con un puto telegrama. Desde ese momento, Alexandra estaba totalmente convencida de que Rasputín tenía hilo directo con Dios. Alejarle o desobedecerle habría sido condenar a muerte a su propio hijo. Nicolás no podía hacer nada. Con su fatalismo impregnado de misticismo ortodoxo, ni siquiera lo intentó.
Rasputín
Desde este punto del libro, Rasputín aparece en todas partes. Massie no tiene dudas de que era un charlatán amoral, un oportunista que vivía al día sin grandes planes en el largo plazo. Cuando alguien empezaba a denunciarle, en la Duma o en la prensa, él simplemente se quejaba a Alexandra, que ponía en marcha a su marido. Varios obispos que le denunciaron acabaron en obispados de Siberia o Crimea. Por desgracia, desde el Manifiesto de Octubre de 1905, la prensa tenía cierta libertad para publicar cosas que no eran del agrado real. ¡Con lo que escuece eso! Ni Alexandra ni Nicolás entendieron nunca los mecanismos de una prensa libre (o semi-libre en este caso).
Así, Rasputín también aparece tangencialmente en la desaparición del “único hombre que podría haber salvado a Rusia“: Piotr Arkádievich Stolypin, primer ministro desde 1906. Stolypin, un monárquico conservador de los pies a la cabeza, aplastó los últimos conatos de la revolución (a la horca la pasaron a llamar “la corbata de Stolypin”), pero era lo bastante realista para darse cuenta de que la autocracia no podía seguir así. Su solución bien pudo haber servido de inspiración al franquismo: pisos terruños para todos. Stolypin impulsó una reforma agraria que convirtió a millones de rusos en dueños de sus tierras, creando una clase terrateniente que apoyaba al régimen. La reforma contó con la oposición de la derecha más conservadora, pero también de la izquierda más radical, que temía que se le evaporaba una importante fuente de descontento, y de hecho Lenin y sus amigos andaban aquellos años de capa caída (Massie incluso afirma que el suicidio de Paul Lafargue estuvo motivado por su desesperación ante la falta de posibilidades revolucionarias tras las reformas). Pero Stolypin cometió un error que tarde o temprano le habría costado el puesto: cruzarse con Rasputín, al que consideraba una mala influencia sobre la familia real, mandándole lejos de San Petersburgo a principios de 1911. Unos meses después, septiembre de 1911, Stolypin acompañó al zar Nicolás a Kiev, a inaugurar una estatua de Alejandro II. Por una pura coincidencia Rasputín estaba en Kiev aquel día, en la muchedumbre, y al ver a Stolypin pasar en coche gritó: “¡la Muerte va tras él! ¡La Muerte conduce tras él!” Al día siguiente, Stolypin era asesinado ante las mismas narices del zar. El asesino era un revolucionario de poca monta (y colaborador de la policía, lo que lleva a Massie a especular si los autores intelectuales no serían realmente de la derecha conservadora). El caso es que sin él, Rusia volvió a la deriva autocrática. Su sucesor, Kokovtsov, también cayo por maquinaciones de Rasputín.
La Guerra para acabar con todas las existencias de vodka
Con lo cual no había nadie medianamente competente al mando cuando en verano de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial. Las primeras decisiones (incluyendo, para resaltar el papel de la guerra como “santa cruzada”, una prohibición de vender vodka durante su duración; una verdadera estupidez porque la gente no dejó de beber, el vodka pasó a fabricarse clandestinamente, y el gobierno perdió los importantes ingresos del monopolio público) las tomó Nicolás, en muchas cosas simplemente empujado, dejándose llevar en su fatalismo, por la opinión mayoritaria del establishment ruso, aunque también es justo decir que habría hecho falta un Pedro el Grande al cuadrado para frenar la sensación de agravio.
La principal voz en contra, curiosamente, era la del propio Rasputín, consciente de la estrategia militar rusa (asegurarse de que tenían más soldados que balas de ametralladora el enemigo) y de que el precio lo pagarían campesinos como el que él había sido. Pero apenas unos días tras el asesinato del archiduque en Sarajevo, Rasputín fue atacado por una de sus amantes despechadas, que le rajó con un cuchillo el vientre hasta que se le salieron las tripas (y Massie plantea un interesante what if: ¿cómo hubiese sido el siglo XX si el primer atentado hubiese fallado y el segundo no?). Le cosieron y sobrevivió, pero estuvo fuera de combate demasiado tiempo. Cuando finalmente pudo mandar un telegrama
No dejéis a Babutshka [Nicolás II] planear la guerra, pues con la guerra vendrá el fin de Rusia y de todos vosotros, y perderéis hasta el último hombre
Nicolás lo rompió en mil pedacitos. ¡Joder, que esta guerra era lo mejor que le había pasado, la mejor idea de su vida! Las huelgas, las luchas políticas, las molestas reivindicaciones, ¡todo se había terminado! Todos los rusos desfilaban con patriótico entusiasmo tras la enseña nacional, incluyendo a alguno que cinco minutos antes había ondeado fieramente la bandera roja.
Entramos en la fase más confusa del libro. Confusa porque Massie aquí se centra en una amplia panoplia de personajes secundarios, y salta de uno en otro sin ordenarlos muy bien cronológicamente, pero básicamente hay tres periodos: al principio, la guerra la lleva el primo del zar, Nicolás Nicolayevitsch, creyéndose el salvador de Rusia merced a ganarles a los austriacos, mientras Nicolás II hace visitas al frente acompañado de su hijo. Todo muy idílico, hasta que en el verano de 1915 un tal Ludendorff les pone en su sitio mediante la ofensiva Gorlice-Tarnow, empujando el frente 200 millas hacia Moscú y conquistando media Polonia. La ofensiva finaliza en otoño de 1915, y al gobierno ruso en su desesperación solo se le ocurre ofrecerles a los polacos una Polonia libre, unida a Rusia meramente por la figura del zar, en caso de victoria sobre Alemania. Oferta que cabreó profundamente a Alejandra, que creía que se estaban vendiendo “los derechos monárquicos de Bebé [Alexis]“. La solución a todo el lío que encuentra el zar resulta muy original y muy Romanov: ir en persona al frente a tomar el control, en plan “aquí lo que hay que hacer es dejarse de politiqueos y dar un golpe en la mesa con toda la autoridad del autócrata, y ya se arreglará todo“. Ya ven: pese a estar tan preparado, al final Nicky era un poco cuñado.
El problema es que al irse deja un importante vacío de gobierno en San Petersburgo (ahora Petrogrado). Vacío que en un sistema autocrático solo podía rellenar una persona: su mujer, que estaba totalmente en manos de Rasputín. En los siguientes 16 meses, Rusia verá cuatro primeros ministros, otros cuatro de agricultura, tres de la guerra, y nada menos que cinco de Interior, un puesto absolutamente clave en un régimen autoritario cada vez más cuestionado. Los nombramientos tienen todos una cosa en común: dependen de Rasputín. Ministros que le miran mal acaban en Siberia, y funcionarios de tercera acaban de ministros porque Rasputín los vio cantar en un restaurante y le gustaron sus voces. Quizás el nombramiento más absurdo es el de Alexander Protopopov, un absoluto mediocre (¡y también de Simbirsk!) que junto a su nombramiento como ministro de Interior también tendrá en sus manos la logística de la alimentación civil (tradicionalmente competencia de Agricultura, pero Rasputín le argumentó a Alexandra que la policía podría repartir mejor los alimentos) durante el invierno de 1916-1917.
“[Un compañero] le dijo al nuevo ministro [Protopopov] que su nombramiento era un escándalo y que debía dimitir inmediatamente. Protopopov, emocionado por su nombramiento, replicó cándidamente: “¿cómo me puedes pedir que dimita? Toda mi vida soñando con llegar a vice-gobernador, ¡y ahora soy ministro!” “
Mientras tanto, Rasputín seguía jugando a las influencias, bebía cinco botellas de vino para desayunar, comía en los mejores restaurantes, se cepillaba todo lo que llevase faldas, y empezaba a recomendarle al zar detalles menores de la planificación militar. Lentamente el odio contra él empezaba a acumularse en Petrogrado (no así en el campo, donde los campesinos le veían como uno di noi), y una patrulla de la policía le seguía discretamente para protegerle. Todos pensaban que controlaba a la zarina, a la que se tenía por una agente alemana que contaminaba el alma del zar y que montaba orgías con Rasputín mientras su marido estaba en el frente. Finalmente, miembros de la familia imperial se juntaron para matar a Rasputín el 30 de diciembre de 1916. Tras atraerle con la perspectiva de yogar con una princesa imperial, envenenarle con cianuro, aporrearle hasta convertirle en un pulpa sangrante y pegarle varios tiros, le ataron y le arrojaron al Neva. La autopsia dictaminó… muerte por ahogamiento. Había sobrevivido a todo lo anterior e incluso recuperó el conocimiento para liberar un brazo. Dejó un país hecho unos zorros, y una carta de despedida:
Tengo una premonición de que moriré antes del 1 de enero [de 1917]. […] Si me mata gente ordinaria, especialmente mis hermanos los campesinos rusos, entonces vosotros, zares de Rusia, no os preocupéis por vuestros hijos: reinarán en Rusia por cien años más.
Pero si me matan los boyares y nobles, si derraman mi sangre […] pasarán veinte años antes de que puedan lavarse mi sangre de sus manos. Deberán huir de Rusia. Hermano matará a hermano, todos se matarán y se odiarán, y en veinte años no quedará ni un solo noble en Rusia. Zar de las Rusias, si […] de mi muerte es responsable alguien de tu familia, ninguno de tus hijos ni parientes vivirá más de dos años. Y si vivieran, rezarán a Dios por morirse, pues verán la desgracia y vergüenza de Rusia, la llegada del Anticristo, pestilencia, pobreza, templos desecrados […] y la tierra rusa perecerá.
Con la muerte de Rasputín, Alexandra se sumergió en una depresión a la que atrajo también a su marido. Mientras, en la calle, la revolución estaba en el aire.
Un Consenso para Rusia
La logística era el talón de Aquiles de Rusia: 20.000 locomotoras tenía al empezar la guerra. 9.000 funcionaban aún en enero de 1917. Pero un mes de febrero excepcionalmente frio estropeó 1200 más. Las comunicaciones de derrumbaron, y Petrogrado quedó desabastecida. Esto propició la chispa de un estallido largo tiempo acumulado, y las espontaneas manifestaciones y disturbios fueron aprovechados por la Duma para reclamar el poder y formar un Gobierno Provisional, una vez que las tropas enviadas se negaron a disparar a la gente. Al mismo tiempo, los socialistas habían organizado el Soviet de Petrogrado con la misma intención, pero empezaron colaborando con la Duma, en un apaño llamado Poder Dual.
Pronto empezó a despuntar un político sobre los demás: Kerensky, que empezó como ministro de justicia, luego de guerra, y finalmente primer ministro. Massie le pinta muy bien, diciendo que evitó un baño de sangre y logró mantener el país más o menos unido. Sin embargo, en vez de renunciar a Polonia y salvar el resto firmando la paz con los Poderes Centrales, el Gobierno Provisional decidió seguir la guerra, abriendo las puertas al poder a un partido que en ese momento no era más que un grupo marginal con todos los líderes en el exilio, pero que sobre el descontento con la guerra iba a aumentar exponencialmente su popularidad.
Uno a uno, los Stalin, Trotski, Molotov… llegaban a Petrogrado. Lenin tardó algo más y solo lo logró gracias a los alemanes, que le sacaron de Suiza para ser la levadura que fermentara Rusia. Nada más llegar, empezó a denunciar públicamente cualquier compromiso con la burguesía que pudiese poner en peligro una verdadera revolución proletaria, pero en principio contó con poco éxito, y la prensa seria se hartó de decir que Lenin es un souflé que ya mismo se desinfla. Pero la apuesta de Kerensky por la guerra le salió mal, y el eslogan de los bolcheviques, “Tierra, Paz y todo el poder para los soviets”, empezó a calar. Una nueva revuelta en junio de 1917 provocó un contragolpe de los conservadores, ante lo que Kerensky decidió armar a los soviets, infiltrados de bolcheviques. Una vez armados, ya no devolvieron las armas, y en octubre tomaron el control de Petrogrado (sin apenas oposición, pese a toda la épica que su propaganda posterior intentó crear).
¿Y los Romanov? Pues durante todo este periodo estuvieron confinados en su palacio de verano. En marzo, Nicolás había considerado marchar con el ejército sobre Petrogrado, pero una ronda de consulta con los comandantes de los diferentes frentes le dejó claro que estaban hasta las narices de Alexandra y que no le iban a apoyar. Nicolás abdicó, y no queriendo ser separado de su hijo, abdicó también por Alexis. A partir de aquí, los Romanov dejan de ser material histórico, y se convierten en un drama familiar que todos sabemos ya como va a terminar, y que se arrastra y arrastra durante una parte significativa del libro, con Massie recopilando cada detalle, casi recreándose, en la progresiva caída de los Romanov. Encerrados y vigilados por guardias maleducados y soeces, movidos de aquí para allá, los Romanov son ya apenas unos peones en un Juego de Tronos que juegan otros ajenos a ellos. Kerensky intenta ponerles a salvo en Tobolsk, Trotski quiere traérselos a Moscú para juzgar a Nicolás, y el Soviet de Ekaterimburgo, formado por la izkierda hardcore de mineros y obreros de los Urales, los quiere muertos a todos.
Massie repasa también las posibilidades de escapar que tenían. Una habría sido un exilio en Gran Bretaña, opción defendida por Kerensky. Pero David Lloyd George se pronuncia fuertemente en contra y el rey Jorge V (siempre tan cercano a su primo “Nicky”, que incluso se le parecía físicamente), temiendo verse asociado a un autócrata, deja caer que él, por supuesto, tampoco quiere ofrecer asilo a autócratas, faltaría más (en cuanto Nicolás y su familia fueron asesinados, se largó un discurso de plañidera y de “si hubiesen sido políticos, ya veríamos como sus colegas les salvan”).
También Alemania –que Massie reduce al Káiser- mueve algunos hilos, pensando que rescatar a Nicolás le dará puntos ante los rusos blancos que ya se organizan, y que a cambio igual Nicolás confirma el tratado de Brest-Litovsk, un Versalles al cuadrado que los alemanes le impusieron a Lenin y que desató las furias de muchos rusos (Nicolás dijo que prefería que lo fusilaran a firmarlo, ¡y eso que de sus 16 bisabuelos 11 eran alemanes!). Finalmente, cuando el Soviet de Ekaterimburgo se hace con ellos, los blancos están avanzando sobre la ciudad (concretamente, la Legión Checa, un cuerpo de voluntarios checoslovacos al servicio ruso que llegaron a controlar casi todo el Transiberiano durante la Guerra Civil Rusa). Tras consultar con Moscú, reciben el nihil obstat y los Romanov, junto con los sirvientes que les quedaban, son llevados engañados al sótano de la casa que ocupan y acribillados sin piedad.
Onanismo-Leninismo
El libro, aunque muy completo y rico en detalles curiosos y anécdotas (una de mis favoritas es que Alexandra grabó una esvástica en la pared de su cárcel de Ekaterimburgo como señal de esperanza), no me ha terminado de gustar. En parte porque los otros de Massie tenían un estupendo equilibrio entre biografía y libro de historia, con abundante contexto, y aquí hay un claro desequilibrio hacia la biografía. En todo caso, ustedes siempre pueden recurrir a la película. Quizás es un asunto personal, y la hemofilia del hijo de Massie le hace ver a los últimos Romanov con otros ojos, especialmente a Alexandra, a la que intenta justificar una y otra vez, adoptando el tono y el espíritu profundamente victoriano de sus cartas y diarios. Y si hay algo que caracteriza a los victorianos es su obsesión por sentimentalizarlo todo, y su profundo desdén y desprecio por lo que no logran sentimentalizar. No hay más que ver su obsesión con la masturbación y la homosexualidad. Claro, en ese marco mental, Lenin no encaja bien. Lenin era tan sentimental como una pila de ladrillos. Así que fuera Lenin y dentro diarios de princesa. Cosa que creo que no le hace justicia al periodo histórico.
De modo que tenemos que deshacernos de todo ese sentimentalismo para juzgar apropiadamente a Nicolás y Alexandra. Vale que eran unos padres estupendos y que todos sus hijos fueron brutalmente asesinados junto a ellos, pero Hitler también era muy majo con los niños y Stalin perdió un retoño en una guerra, y eso no nos influye a la hora de juzgarles. Podemos tener dudas de si Nicolás pudo ser distinto, dada la estricta educación que recibió, pero precisamente Alexandra nos las despeja: porque ella sí eligió ser distinta. Educada en las tradiciones bastante más liberales de la sociedad anglosajona y del luteranismo, abrazó su papel de zarina con el fervor del converso, con inmersión total en el ortodoxismo y defensa a rajatabla del principio de autocracia, creyéndose a pies juntillas su papel de “mamushka” de todos los rusos, y deseando fervientemente la victoria de Rusia sobre Alemania y la perpetuación de la autocracia en sus hijos por siempre jamás. Por desgracia para ella, la “buena gente de Rusia” creía justo lo contrario.
Todo sería más fácil si Alix fuese una sociópata de libro sin empatía, pero no lo era. Atendió como voluntaria a los heridos que venían del frente, viendo en primera persona lo que una moderna guerra industrial podía hacer, describiendo en cartas y diarios lo jondo que le calaba ese sufrimiento y sacrificio, pero no le pidió nunca a su marido que parase la guerra, que se cobró unos dos millones de soldados rusos muertos y otro millón más de civiles. Que también eran hijos de alguien y sustento de familias, se supone. Al final, Nicolás y Alexandra eran simplemente exponentes de su época y cultura. Época que murió con ellos, en las trincheras de Verdún y en un sótano de Ekaterimburgo.
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Comentario de Latro (07/11/2017 11:15):
De la guerra ruso-japonesa esta la interesantisima historia de la Armada Imperial Rusa pegándose un viaje de 18000 millas desde el Báltico hasta Japón, con su almirante sufriendo una crisis nerviosa fruto de llevar una flota de bañeras anticuadas tripuladas por absolutos novatos que se dedican a atacar a cuanto barco ven por el medio, generandose varios problemas internacionales al dispararle a barcos de pesca de cuanto pais habia en el camino, cortando el cable submarino telegráfico entre Europa y África, huyendo de sus refuerzos que eran aún peores que ellos y Rozhestvensky (el almirante) ya tenia bastante con lo que tenia… y todo esto para llegar a su cita en Tsushima y que les masacrasen.
Comentario de emigrante (07/11/2017 14:23):
Bueno, pues feliz aniversario de la revolución rusa https://www.youtube.com/watch?v=OBXRJgSd-aU
Comentario de Dr Maligno (07/11/2017 15:34):
Por casualidades de la vida, la dinastía Romanov empieza en 1613 en el Monasterio Ipatiev, y termina en la Casa Ipatiev de Ekaterimburgo.
Comentario de Atlas (07/11/2017 17:13):
#1 Hostias Latro, por favor dígame que hay un libro dedicado al tema porque las historias absurdas de guerra me chiflan, y más si hay barquitos de por medio.
Comentario de Latro (07/11/2017 17:40):
Pues ni idea. Digo, sé que existen, de hecho 5 minutos de buscar en Google me saca un “The Tsar’s Last Armada: The Epic Journey to the Battle of Tsushima” de un señor ruso que no se que tal será porque no lo he leido.
Ahora no recuerdo donde leí la historia la primera vez, pero si le flipan historias navales de esas el fallecido George Regan tiene un libro, “Great Naval Blunders”, que como sea igual de bueno que el que si le leí de historias de la guerra en tierra le debe dar para un buen rato de diversión y horror.
(En el de batallas tenemos el honor de salir con Annual en un libraco en el que el británico no se corta en pintarnos fatal, pero con la honestidad de antes haber puesto a caer de un burro a los suyos en otros episodios memorables de incompetencia británica)
Comentario de Latro (07/11/2017 17:42):
Corrigo, Geoffrey Regan y no esta muerto y me estoy liando porque el otro libro que si lei es de John Keegan que si que esta muerto.
Incompetencia mia :P
Comentario de tabalet i dolçaina (07/11/2017 17:57):
#6 y como siempre LPD faro y guía nuestro http://www.lapaginadefinitiva.com/2006/08/30/historia-de-la-incompetencia-militar-geoffrey-regan/;
Artículo del 2006 señora, todavía habían mileuristas, ZP era el gran líder de la izquierda europea con Hypatias de Benidorm, la burbuja en un cúspide, no había prusses, Mariano intentando sobrevivir a la Lideresa y el único Pablo Iglesias conocido era el fundador del PSOE&UGT. Vamos el paraíso terrenal.
Comentario de Pablo Ortega (07/11/2017 18:53):
Interesante. Por supuesto que no he leído este libro, pero voy a comentar desde la base de lo que he leído, incluyendo los capítulos que dedicó Sebag Montefiore (también reseñado en esta Casa) a Nicolás II y Alejandra.
“Pero Nicolás sería diferente, y la colección de amantes, ausente por mor de su feliz matrimonio victoriano con Alexandra. Las dinastías a veces concluyen con personajes muy curiosos.”
Igualito a Luis XVI, otro hombre fiel luego de siglos de reyes pichabravas. No obstante, en el caso de Nicolás II era algo que le venía de su padre. Alejandro III, a diferencia de casi todos sus antepasados, fue el primer Rómanov que se mantuvo totalmente fiel a su esposa y jamás le pegó los cuernos. Basta con decir que la historia de “Sasha” y “Minny” empieza con la muerte del zarévich Nicolás, hijo de Alejandro II, que estaba comprometido precisamente (y enamorado también, de paso) con la mujer que luego lo sería de su hermano. Alejandro, que pasó a ser el nuevo heredero tras la muerte de su hermano mayor, también se enamoró, aunque al principio sus encuentros no podían hablar de otra cosa que su dolor por el hermano/prometido fallecido, de Dagmar de Dinamarca (la madre de Nicky), y como si estuvieran cumpliendo la ley bíblica del levirato, se casó con ella. Esa fue la unión de donde salió Nicolás II.
Por lo que decía Montefiore, la muerte de Alejandro III fue bastante inesperada y el tipo parecía gozar de muy buena salud, a tal punto que según él, Alejandra podría haber afrontado mejor sus responsabilidades si hubiera tenido tiempo, como princesa heredera, para prepararse a lo que le esperaba. La pobre pasó literalmente de princesa alemana de segundo orden a zarina de Rusia de un solo golpe. De hecho el matrimonio se celebró ya con Alejandro III muerto.
Kerensky no era tan reformista como lo pintan aquí, al menos al principio de su carrera. Llegó a ser portavoz del Soviet de Petrogrado y miembro del Partido Social-Revolucionario, ya otra cosa es a que lo largo de los meses del gobierno provisional fue girando hacia la derecha y acercándose a la burguesía. De paso es bueno recordar que fueron los social-revolucionarios los que ganaron las primeras elecciones democráticas en Rusia, no Lenin (pese a que esas elecciones se celebraron luego de la toma del Palacio de Invierno). Ese gran demócrata reaccionó como era esperable de él: disolviendo la asamblea constituyente.
“su primo segundo el Káiser Guillermo de Alemania (un gobernante igual de mediocre que Nicolás, pero sin siquiera ser un tío majo)”
Un momento. No me insulten al káiser de esa forma. Guillermo II sería muchas cosas, sí, pero al lado de Nicolás era un segundo Bismarck. Hablamos de alguien que sí estaba interesado realmente en gobernar, sabía algo de lo que implica ser un gobernante, tuvo algunos logros reales atribuibles a él, y sabía mucho mejor cómo escoger a sus subordinados. Pero sobre todo, no sufría del fatalismo de Nicolás, que no se dio cuenta jamás de la espada de Damocles que tenía encima hasta que se vio obligado a firmar la abdicación en el tren. Preferiría incluso que comparasen al káiser con Trump.
Por cierto, según Christopher Clark, el káiser no tuvo mucho que ver con la expansión rusa en Asia Oriental y la colisión con Japón. Y tenía entendido que aquí se respeta a Clark.
“aunque también es justo decir que habría hecho falta un Pedro el Grande al cuadrado para frenar la sensación de agravio.”
Lo dudo. Montefiore sostiene que si Nicolás hubiera aceptado que Austria castigase a Serbia a cambio de por ejemplo, una garantía de que Serbia no sería anexada al Imperio de los Habsburgo, hubiera terminado como el emperador Pablo I, que fue asesinado tras un giro de 180º en su política exterior, pasando de uno de los gobernantes más reaccionarios de Europa a amigo de Napoleón. O su padre Pedro III, el admirador del Viejo Fritz, el que fue asesinado por su esposa Catalina la Grande. Lo dudo mucho. El prestigio Románov se hubiera resentido, sin duda, pero el daño sería mucho menor al que provocó la guerra.
Sobre lo del mérito como forma de escoger gobernantes, dudo mucho que la democracia sea mejor escogiendo gobernantes que el azar genético. Pasamos del derecho divino de los reyes al derecho divino de las urnas, pero ambos son casi igual de falibles, y no hace falta mencionar al tío Adolfo para demostrarlo. La verdadera gran ventaja de la democracia es que permite cambiar a los gobernantes cada 4 años, sin violencia ni sangre, impidiendo que un solo hombre pueda gobernar por décadas, y de dividir el poder de una forma tal que incluso el poder de un presidente estadounidense no es siquiera comparable al de un monarca semi-constitucional como el emperador de Austria-Hungría o el káiser.
La democracia es el gobierno de las leyes, no de los hombres. Aquí no entra mucho el tema del mérito. Si es por mérito, entonces habría que darle la razón a varios dictadores tecnócratas, como por ejemplo, el Caudillo.
Comentario de Pablo Ortega (07/11/2017 19:06):
Por último, hay un detalle macabro que comenta Montefiore, no sé si Massie también lo menciona, pero sería raro que no. Sin duda, durante los últimos meses Nicolás y Alejandra se sabían muertos a menos que ocurriera un milagro (cómo ser rescatados por los ejércitos blancos, eso daría para un what if, que hubieran hecho los blancos si por casualidad el zar hubiera logrado regresar para asumir el mando único de la Contrarrevolución). Pero sin embargo, ellos esperaban que sus hijos pudieran salvar la vida, y eran unas esperanzas bastante sólidas, de hecho.
Según las leyes paulinas (promulgadas precisamente por el emperador Pablo I para impedir que una mujer volviera a ceñir la corona imperial), las mujeres solo podían transmitir derechos dinásticos si no quedaba ni un solo varón Románov vivo. Es decir, Anastasia Rómanov jamás hubiera podido ser emperatriz ni aspirar a ser reconocida como pretendiente oficial al trono de haber sobrevivido. Muertos los hijos varones que quedaban del zar Alejandro III, Nicky y Miguel II, la sucesión pasaba directamente a los grandes duques hijos de Alejandro II el Liberador. Las mujeres descendientes de Alejandro III (como las hijas de Nicky y Alix) valían un comino en la sucesión imperial. Y los bolcheviques sabían sin duda que Alexéi era un niño enfermo y débil que bastante tenía con lograr llegar vivo a la adultez.
Asimismo, los revolucionarios franceses habían respetado la vida de los hijos de Luis XVI y María Antonieta. Es cierto que Luis XVII murió en una prisión revolucionaria, pero por malos tratos, no por un asesinato deliberado. El exterminio de la familia Románov por parte de los comunistas fue sin duda demasiado sádico, aún aceptando que los Románov no fueron unos santos, y sin duda comparable de los tiempos antiguos donde la dinastía entera de un rey derrocado era exterminada, hasta los bebés en sus cunas. Ni siquiera Pedro el Grande fue tan despiadado.
Igual sigo prefiriendo como personaje a Luis XVI, que al menos no estaba tan desconectado de la realidad de la época. Lo más trágico de Nicolás II es la sensación de que si pudiéramos viajar en el tiempo y advertirle de lo que le espera, a él le daría igual y haría lo mismo porque a fin de cuentas fue canonizado como mártir, y si esa era la voluntad de Dios que podía hacer él. Mejor mártir que zar, diría él.
Comentario de Pablo Ortega (07/11/2017 19:11):
“(Nicolás dijo que prefería que lo fusilaran a firmarlo, ¡y eso que de sus 16 bisabuelos 11 eran alemanes!)”
El último zar Románov verdaderamente ruso fue Isabel Petrovna, hija de Pedro el Grande. Después de ella, lo que vino fue puro alemán. Los otros 5 bisabuelos de Nicky, por cierto, eran daneses o nórdicos en general. Ni una gota de sangre rusa.
Para que después os quejéis porque todos los reyes españoles después de Juana la Loca han sido extranjeros. Y mejor ni hablar de la ascendencia germánica de la Casa de Windsor.
Comentario de -- (07/11/2017 19:33):
#4. Hay un episodio de Histocast de la guerra ruso japonesa que es bastante interesante.
Comentario de Tipo Distante (07/11/2017 21:27):
Aparta a los medicos del niño
El niño se cura.
La muerte le pesigue
Muere al poco tiempo.
Llamame hombre del papel de aluminio, pero ese tio estaba enterado de todas las tramas de asesinatos de rusia. Para que luego digan que los labios no hablan con la boca cerrada.
Comentario de Pululando (08/11/2017 08:07):
D. Carlos: ¡es usted grande!. Un faro de esperanza en la niebla, un rayito de luz en la cueva, la sal de la vida, un camello sin joraba… una estatua le vamos a poner en la plaza del pueblo, a la vera de la de San Nicolás.
Comentario de Atlas (08/11/2017 17:10):
#5: Gracias; apuntados quedan. :)
Comentario de Mr. X (08/11/2017 21:08):
No sé si leyeron el otro día en El País https://elpais.com/internacional/2017/11/01/actualidad/1509538218_218371.html
A la hora de valorar a los protagonistas de hace 100 años, las simpatías se reparten entre ganadores y perdedores. El zar Nicolás II, que abdicó en marzo de 1917 y fue asesinado en 1918, es el personaje que goza de mayor simpatía (60%), con un notable incremento desde 2005, cuando el porcentaje de simpatizantes era del 42%. En este periodo, por otra parte, la antipatía por Nicolás se redujo de un 28% a un 20%. El segundo entre los favoritos es Félix Dzherzhinski, el fundador de la policía política, con un 57% de simpatía (el 44% en 2005) y con una antipatía menguante hacia él (del 28% al 19% entre 2005 y 2017).
El tercer lugar es para Lenin, el padre de la revolución, con un 53% de ciudadanos con buena opinión hacia su persona (50% en 2005) y un 30% en contra (un 32% en 2005). Con un 52% de aprobación y un 30% de antipatía, Stalin, el responsable máximo de las grandes purgas de los años 30, le pisa los talones a Lenin, pero mientras éste ha mantenido una posición bastante estable, Stalin ha experimentado un fulgurante resurgir y a su favor se ha invertido la tendencia negativa predominante entre 2005 y 2008 (en 2005 un 37% simpatizaba con Stalin y un 47% tenía una actitud negativa hacia él). Entre los personajes mal vistos se mantiene León Trotski con una antipatía (52%) predominante sobre la simpatía (21%).
Comentario de Mr. X (08/11/2017 21:30):
Pobre Trotski, por cierto.
Lo extraordinario es lo de Félix Dzherzhinski, que además era un polaco.
Comentario de Atlas (09/11/2017 13:49):
Ya no solo porque fuese polaco. Durante década Dzherzhinski fue una de las figuras de la Revolución más odiadas por los propios rusos, y de hecho cuando por fin tuvieron la oportunidad, una de las primeras cosas que hicieron los moscovitas fue ir corriendo a la plaza de la Lubyanka para tirar su estatua, si no recuerdo mal. Un cambio de opinión de tal calibre es, cuanto menos, sorprendente.
Comentario de Mr. X (10/11/2017 07:55):
17-En efecto, aquí tirada abajo
http://www.readingeagle.com/storyimage/RE/20150625/AP/306259770/EP/1/3/EP-306259770.jpg&q=80&MaxW=550&MaxH=400&RCRadius=5
pero, Putin mediante, ya tiene una nueva:
http://horsethatleaps.com/wp-content/uploads/2010/08/Statue-of-Cheka-Founder_590.jpg
Comentario de keenan (12/11/2017 14:27):
Pues el hijo hemofílico de Massie, parece que se ha convertido en alguien muy influyente.
https://en.wikipedia.org/wiki/Bob_Massie_(politician)
Por si fuera poco, contrajo el virus del SIDA en una transfusión, pero le tocó la loteria genética de la inmunidad (nunca desarrollan la enfermedad):
https://www.hivplusmag.com/research-breakthroughs/2016/3/23/anyone-immune-hiv
Comentario de asertus (15/11/2017 09:20):
Con todos estos regímenes tiránicos como el de Nicolas II suele pasar lo mismo, son derrocados por libertadores.
En la película Persépolis se comenta esto bastante bien. Cómo con el malvado Sha había unos miles de presos políticos y una grandísima represión, parecida al fin del franquismo.
Después llegaros los imanes liberadores, y esos miles de presos políticos se convirtieron en cientos de miles, además de restringir las libertades femeninas a poco más del medievalismo islámico, eso sí, pudiendo votar a los candidatos que los imanes les dejaban… Pues eso.. como los ucranianos…