Max Hastings es un historiador británico de la Segunda Guerra Mundial de esos que habitualmente nos gustan en LPD: bastante ecuánime y moderado en sus juicios de valor, a la par que incisivo e interesante en la narración. Por eso, porque lo tenía bastante bien conceptuado (y me había leído ya sus libros sobre el final de la guerra en Europa [1], en el Pacífico, y la guerra desde la perspectiva de Churchill [2]), me agencié el que había publicado más recientemente sobre los servicios de espionaje, a pesar de que ya venía avisado por un comentario sobre su parcialidad [3]: para Hastings, avisa en la introducción del libro, gente como Edward Snowden son traidores a su país, y deberían ser juzgados como tales.
Y, en efecto, La Guerra Secreta no decepciona: es tan parcial como ya se temía yomismo (el comentarista de LPD), y más. Todo el libro, y eso quiere decir todo, sus casi 700 páginas, está trufado de comentarios de señor del ABC que sobran un tanto, y cada vez hastían más. Da continuamente el coñazo con lo buenos que eran los anglosajones, el Imperio de la Libertad, frente a los malvados totalitarismos. Los espías rusos en Inglaterra y EEUU son TRAIDORES, los espías en Alemania y la URSS, patriotas. Todo así. Al final, para rematar, vuelve a hablar de Snowden para explicar cómo por su culpa los maravillosos servicios de espionaje de EEUU han quedado en tela de juicio en el contexto de la Guerra contra el Terror que estamos viviendo.
Es sorprendente encontrarnos una evolución tan rápida (igual es que sus otros libros eran traducciones de trabajos de hace veinte años, pero no creo) en una persona que, hasta la fecha, no había dado síntomas de chochez à la Félix de Azúa. Ahora, en cambio, es de esos que le dices la palabra “Madura” o “China” y ya saben cómo reacciona. De hecho, lo sabes de antemano, porque –insisto- SIEMPRE reacciona de forma absolutamente previsible frente a todo lo que está contando. Por si teníamos alguna duda de que los nazis y la URSS son malísimos en todo, ahí está el autor para recordárnoslo, una y otra vez. Y el que gracias a ello nos enteremos de maniobras particularmente divertidas (por lo chungas y enrevesadas) de los soviéticos no invalida la evaluación general que merece tanta parcialidad:
Uno de los ardides más cínicos de Beria se produjo en agosto de 1941: se lanzó a un grupo de agentes del NKVD, disfrazados de paracaidistas nazis, sobre la región autónoma alemana del Volga, con intención de probar la lealtad de sus ciudadanos. Aquellos pueblos en que se ofrecía cobijo a los recién llegados fueron masacrados por entero; la población superviviente de toda la región acabó deportada en Siberia y Kazajistán (págs. 232-233)
Churchill, en cambio, nunca se equivoca, y es más, tiene una inteligencia superior para analizar las situaciones, y una intuición que da gusto verla: ¡acierta donde otros habrían fracasado! De los proyectos de Churchill para hacer un portaaviones de hielo, desembarcar en los Balcanes, en absurdas islas del Egeo, en Noruega, en todas partes menos en Francia, ni una palabra. ¡Y eso que el propio autor se encargó de contárnoslo en su anterior libro! [2]
La parte más divertida del libro es la que, en realidad, no se centra en la Segunda Guerra Mundial (lo cual tiene mérito en un libro que lleva “1939-1945” en el título), sino en lo sucedido en los años posteriores: el espionaje de la URSS en los países occidentales, sobre todo en EEUU, que les permitió, entre otras cosas, obtener la bomba atómica cuatro años después. Tan abundante y profunda llegó a ser la penetración del espionaje soviétivo que, según Hastings, toda precaución era poca:
Las acusaciones presentadas en la década de 1950 por el senador Joseph McCarthy, que llevó a cabo una cacería de brujas en un clima de histeria y paranoia, en algunos casos carecían de fundamento, pero en líneas generales tenían motivos sólidos. Centenares de estadounidenses que simpatizaban con la izquierda, y unos pocos que trabajaban por dinero, vendían de forma sistemática secretos nacionales a Moscú (pág. 460).
Menos mal que McCarthy tomó cartas en el asunto. Pero, aun así, no crean que eso sirvió para acabar con el problema: ¡los rojos se agarraban como lapas a sus nefandos ideales, incapaces de rendirse a la evidencia de una sociedad objetivamente mejor!
Es de suponer que los espías soviéticos, venidos de la sociedad más represiva y austera sobre la faz de la tierra, al llegar al hotel Taft en Nueva York, la primera parada habitual, debían de quedar embelesados ante la abundancia, el oropel, el glamour y la inagotable energía de Estados Unidos. Pero solo ‘se independizaba’ –desertaba- una cifra sorprendentemente baja e incluso quienes escribieron sus memorias mucho tiempo después del Terror prodigan pocos elogios hacia Estados Unidos. La mayoría parece haber vivido en una burbuja gris dominada por rectitud socialista y las costumbres rusas (pág. 462).
Este sesgo ideológico echa a perder buena parte del trabajo (y no porque sea un sesgo contrario a PABLO, como me apresuro a clarificar: tampoco me gustaría un libro “combativo” desde la izquierda, menudo coñazo). La cuestión es: ¿merece la pena leérselo, a pesar de ello? Pues la verdad es que no, porque el problema no es sólo ese, sino un discurso bastante plomizo y plano que enhebra prácticamente todas las explicaciones, y que le hace perder mucho interés al libro. Al menos, en la versión en español. Parece mentira que una cuestión tan dada a la especulación y lo novelesco como el espionaje caiga en ese tipo de problemas, pero así es (quizás para que nadie le acuse de fantasear, el autor confunde el fondo con la forma en la manera de protegerse de ese riesgo).
Más allá de estos dos problemas, ¿qué podemos extraer del libro? Por un lado, la idea de que el espionaje no fue tan importante, y desde luego no lo fue la parte más “romántica”, la de los espías en territorio extranjero que se disfrazaban de camareros, le servían sabrosos platos veganos a Hitler y aprovechaban para poner la oreja a ver qué se cocía en el alto mando alemán, o la actividad de la Resistencia en diversos países (en lo que coincide también con Beevor [4]y, bueno, con cualquier historiador no francés).
Hastings destaca, incluso, que más importantes que los espías de las novelas fueron los análisis de estadísticas, noticias de prensa, etc, y demás fuentes públicas, para extraer conclusiones útiles sobre el enemigo. En concreto, se centra en la División de Investigación y Análisis (R&A) del OSS estadounidense: un fascinante macrodepartamento universitario sui generis dedicado a desarrollar trabajos de fuste académico, elaborados por gente tan citada en LPD como Herbert Marcuse [5]. No se trata de espionaje, sino de análisis, muchas veces más útil que las veleidades e invenciones de los espías. Aunque por otro lado, a veces se perdían en generalidades y eran muy lentos (¡listillos universitarios!):
La R & A, más que cualquier otra organización, estuvo más cerca de materializar la opinión del oficial de la Marina británica Donald McLachlan, quien defendía que un trabajo de la inteligencia bien llevado debía manejarse como un procedimiento académico. Algunos de sus informes eran descabellados, pero otros dejaban ver las sobresalientes capacidades de sus autores. La R & A generó materiales más deslumbrantes que los publicados por el MI6, el Abwehr o –por lo que sabemos hasta la fecha- el NKVD y el GRU. A menos que los servicios de inteligencia lograsen infiltrarse de forma extraordinaria en las altas esferas enemigas o de los futuros enemigos, como sucedió en el caso de Richard Sorge, atendiendo a las palabras de Hugh Trevor-Roper: ‘se podían obtener más deducciones de un estudio inteligente de las fuentes públicas que de cualquiera de los ‘agentes fiables’ pero poco inteligentes que escuchaban por el ojo de la cerradura o se sentaban a beber en los bares’. Buena parte de los triunfos de la R & A consistió en el intenso aprovechamiento de las fuentes abiertas, además de las secretas (…) Una de las quejas relativas a los resultados de la R & A se centraba en el hecho de que al equipo de operaciones le costaba convencer a los académicos para que estos preparasen resúmenes en tiempo real sobre aquellas cuestiones que los comandantes debían abordar en cuestión de horas o de días. Los intelectuales en la división preferían trabajar durante semanas, si no meses, en asuntos relativos al ‘marco general’ (págs.. 382-383).
Tuvo más importancia, en cambio, la descodificación de las claves secretas del enemigo (los japoneses y los alemanes), y sobre todo la descodificación de la máquina alemana Enigma por parte de los británicos, para la guerra submarina, para anticiparse a sus maniobras, lanzar técnicas de contrapropaganda que enmascarasen las iniciativas propias, etc. Que tampoco funcionaban siempre a la perfección (en fecha tan tardía como diciembre de 1944, los Aliados occidentales se ‘comieron’ totalmente la ofensiva alemana en las Ardenas), pero que tuvieron una importancia significativa para decantar decisivamente el conflicto en sus momentos álgidos (1942-1943).
Enigma. Una pocholada
Hastings considera que, desde el momento en que entra la URSS y, sobre todo, los EEUU, en la guerra, nada podía provocar un cambio en su resultado final. Tampoco el espionaje, que, en todo caso, pudo acelerarlo o facilitarlo (pues si algo queda claro en el libro es que los alemanes, y no digamos los japoneses, eran unos incompetentes en la materia). La verdad es que aquí da la sensación de que Hastings cae en cierto determinismo histórico influido por el relato posterior y el potencial industrial, económico y humano de las dos partes en conflicto; y, sobre todo, por el resultado, claro. Pero hay una serie de acontecimientos que podrían haber funcionado de manera muy diferente –perjudicial para los Aliados- sin mediar el espionaje. Sobre todo, en dos momentos centrales:
– Por un lado, la invasión alemana de la URSS, o mejor dicho los meses posteriores a la invasión. La invasión en sí se la come Stalin con patatas, negándose a aceptar nada de lo que le dicen sus propios servicios de inteligencia, ni mucho menos los avisos de los británicos, en plan paranoico: toda la información está viciada, todo es desinformación; ¡todo el mundo intenta engañarme, salvo el Führer! (en descargo de Stalin, tal vez el hombre estaba demasiado ocupado escribiendo cosas sobre socialismo científico, sobre lingüística, economía, o montando juergas y purgas a saco, o recibiendo cartas de gente e incluso contestándolas, como nos dicen todos los historiadores que hacía continuamente). En cuestión de meses, los alemanes están a punto de cepillarse al Ejército Rojo, y llegan a las puertas de Moscú. Ahí, son frenados por las divisiones siberianas que envían los rusos a toda prisa para sostener el frente y contraatacar. Divisiones que llegan gracias al aviso del espía soviético en la embajada alemana en Tokio, Richard Sorge, que asegura que los japoneses no atacarán la URSS, y se decantarán por ir contra los Aliados occidentales (como así harían).
– Por otro lado, el Día D [6]. Los Aliados montan una complicadísima operación de engaño, que incluye crear un falso Ejército, bajo el mando del general Patton, que supuestamente tendría que desembarcar en el paso de Calais (el brazo de mar más estrecho, y más lógico). Para cuando los alemanes se percatan de que el verdadero desembarco es en Normandía y, sobre todo, de que éste será el único desembarco, ya es muy tarde.
En otros éxitos o fracasos (según se mire) del espionaje en la Segunda Guerra Mundial (como la batalla de Midway, la Operación Torch en el Norte de África, Pearl Harbor, incluso la guerra submarina), puede argumentarse que no habría cambiado el resultado final. Pero aquí, la verdad, a mí no me parece tan claro. Tal vez Alemania habría vencido (o habría sufrido una derrota mucho menos total y aplastante) si hubiera logrado vencer a la URSS en 1941-42. Y habría que ver qué habría sucedido con los Aliados occidentales si el Día D hubiera fracasado. Probablemente Alemania habría acabado perdiendo igual con los rusos, para desesperación de Hastings; pero habría sido mucho más costoso, y las consecuencias sociopolíticas, mucho mayores, con una Europa controlada por Stalin (menos España, claro; ¡con España no se habrían atrevido!).