“The Fall of Carthage: The Punic Wars 265-146 BC” – Adrian Goldsworthy
A primera vista, este libro no parece encajar demasiado bien en mi “Wishlist Primera Guerra Mundial en su centenario”. Pero solo a primera vista. En realidad, comparten muchas cosas, incluso escenarios físicos (la batalla de Apollonia de la Segunda Guerra Púnica –bueno, de la Primera Guerra Macedónica, pero esta fue una guerra derivada de la anterior- se libró mah o menoh sobre el Frente de Salónika, ¡toma coincidencia tipo Cuarto Milenio!), el pago de reparaciones impuesto a los vencidos, que cambiaron el mundo tal como era conocido, y el hecho de que la Segunda sea muy conocida mientras la Primera permanece en un injusto olvido, entre otras cosillas. ¡Las guerras púnicas son las “guerras mundiales de la Antigüedad”!
Los adversarios son conocidos: de un lado, Roma, la magnífica, los nazis de la edad antigua civilizadores del mundo, y en cuyo mundo –físico y cultural- vivimos nosotros. En cierto modo, somos sus herederos. Por el otro, Cartago. “Qart Hadašt” es fenicio –los fenicios en latín son poeni, del griego phoinikos, de donde se deriva lo de “guerras púnicas”- y significa simplemente “ciudad nueva”. Estos villanovenses se dedicaban sobre todo al comercio y a explotar a las tribus africanas que tenían cerca, y establecieron un imperio marítimo en el Mediterráneo occidental que tarde o temprano tenía que chocar con los romanos. Cartago fue la última potencia capaz de enfrentarse a Roma de tu a tu, y la forma en que Roma superó ese desafío es una parte esencial de su historia y carácter.
De Adrian Goldsworthy ya hemos comentado alguna cosita por aquí. El hombre tiene maña para describir eventos pasados, escribiendo con una prosa clara y sencilla, dándonos los detalles necesarios para entenderlos bien pero sin apabullar. Tampoco rehúye uno de los principales problemas de estas guerras que hoy nos ocupan, y de la historiografía de la época clásica en general: las escasas y comprometidas fuentes de que disponemos. La principal es el historiador Polibio: llevado a Roma como rehén, tuvo amplios tratos con la familia de los Escipiones, en cuyo seno conoció a varios protagonistas de la Segunda Guerra Púnica, e hizo amistad con Publio Cornelio Escipión Emiliano, a quien acompañó cuando fue comandante en jefe de los romanos durante la Tercera. Polibio escribió en un tiempo en que Roma era ya la dominadora del Mediterráneo, y su obra era un intento de explicar cómo se había llegado a tal situación, siendo las guerras púnicas parte esencial del proceso. Su versión es la más fiable y directa que tenemos, y aunque tiende a ser muy favorable a los Escipiones su condición de griego asegura cierta neutralidad. Cosa muy necesaria, porque carecemos por completo de la versión cartaginesa de las guerras. Todo lo que sabemos nos ha llegado a través de los romanos, con lo que eso significa. ¡Imaginen dentro de dos milenios reconstruir la historia de la crisis usando solo portadas de La Razón!
Primera Guerra: de aliados a enemigos
Al contrario que alemanes y franceses en 1914, romanos y cartagineses no tenían malos rollos previos. Roma era un poder terrestre y Cartago una potencia marítima, habían firmado tratados anteriormente, y de hecho se habían aliado hacía unos añitos contra Pirro y los griegos de la Magna Grecia, con un buen botín a repartir: Roma salió de la guerra con el control de toda Italia, y Cartago se aseguró casi toda Sicilia. Que a los pocos años ambos empezasen una guerra que se iba a arrastrar durante 23 años (264-241 a.C) puede sorprender a ojos modernos, aunque en aquella época “lo que pueda pillar me lo quedo” se consideraba un aceptable principio rector de la política internacional (es decir, igualito que hoy, pero sin la retórica buenista).
Esencialmente, los romanos no querían que los cartagineses se quedasen con toda Sicilia (que antes había estado dividida en pequeñas ciudades-estado enfrentadas entre si) y desde allí pudiesen instigar revueltas en el sur de Italia, de modo que en principio plantearon la guerra como un conflicto terrestre, asediando y tomando una a una las ciudades fortificadas de la isla. Su ejército de milicianos-ciudadanos se mostró casi siempre superior a las huestes mercenarias de los cartagineses, pero la gran sorpresa fue su buen hacer en el mar. Comparados con los cartagineses, los romanos apenas eran niños en colchonetas inflables frente a acorazados al empezar la guerra. Sus pocos barcos provenían de aliados que además no eran del todo fiables.
Por eso resultó una enorme sorpresa que montasen una flota propia, y encima derrotasen repetidas veces a los cartagineses. La razón hay que buscarla en un adelanto tecnológico, pero uno tan simple que parece ideado por un niño: puesto que los romanos eran superiores en tierra, la idea era convertir el combate marítimo en terrestre. Para ello los barcos romanos incorporaron el corvus, una pasarela con base giratoria anclada en la cubierta. El barco se situaba a unos seis metros del oponente –que interpretaría aquello como un intento fallido de golpearles por parte de aquellas ratas de agua dulce- y dejaba caer la pasarela, que se clavaba mediante un pico en la cubierta. A continuación, los legionarios romanos cruzaban armados hasta los dientes, y hacían una escabechina con los marineros cartagineses, que en muchos casos no llevaban más que un taparrabos y un cuchillo. En las batallas de Milas y Ecnomo, los romanos derrotaron flotas más grandes que la suya capturando numerosos barcos.
Sin embargo, a pesar de estas victorias y de la superioridad en tierra, la guerra se alargó 23 años: entre otros problemillas, los romanos perdieron cuatro flotas enteras por temporales, y sus generales no eran profesionales que desarrollaban planes y carreras a largo plazo, sino políticos elegidos para ese año, con lo que las prisas a veces les llevaban a precipitarse. También sufrieron una derrota importante cuando intentaron llevar la guerra a África en 255, desembarcando un ejército cerca de Cartago, que lo hizo muy bien y hasta recibió ofertas de paz bastante generosas de los cartagineses. Aquí entró en juego uno de los factores que Goldsworthy considera fundamentales para entender estas guerras y a los romanos en general: su particular sentido de la guerra y de las relaciones internacionales.
Donde los cartagineses hacían la guerra al estilo griego, por así decirlo, librando unas pocas batallas y luego continuando las relaciones anteriores con ligeros ajustes en función del resultado, los romanos buscaban la derrota, humillación y sometimiento del vencido para integrarlo en su sistema de aliados como mero peón. Peón que luego podía hacer méritos, subir de estatus, adquirir más derechos y prosperar bastante -como lo hicieron los pueblos latinos-, pero lo primero era lo primero: que aceptase que había perdido la guerra. Rendirse no era una opción para un comandante romano; se esperaba de él que ganara, y se le incentivaba con más gloria cuanto mayor fuese la victoria. Marco Atilio Régulo -cónsul en ese momento con el ejército de África- buscaba la gloria personal con una humillación de los cartagineses, y puso tales exigencias que los cartagineses las rechazaron. Las prisas –se acababa el año consular y no quería dejarle la gloria a su sucesor- le llevaron a ofrecer una batalla en el llano con la idea de lograr un triunfo final, y fue derrotado y capturado.
Posteriormente se cuenta que acompañó a una embajada cartaginesa a Roma para pactar una posible paz, pero cuando le tocó hablar ante el Senado les conminó a continuar la lucha, “que los moros estos están en las últimas”. Atado por un juramento sagrado, volvió a Cartago donde fue torturado salvajemente hasta la muerte. Esto es casi seguramente un cuento moral (pero muy ilustrativo de cómo los romanos se veían a sí mismos y lo que consideraban virtuoso), fruto de la falta de fuentes buenas sobre la Primera Guerra. Un tal Gneo Nevio, que luchó en ella, escribió un poema épico sobre la misma donde mezcla hechos reales con relatos míticos sobre los orígenes de Roma y Cartago, pero apenas nos han llegado unos fragmentos.
El caso es que esta guerra, con superioridad romana en tierra y mar, solo podía acabar con empate o victoria romana, dado que tras las primeras batallas los cartagineses optaron por una estrategia defensiva, a ver si se cansaban los pesados estos. Pero los romanos no pararon hasta lograr la victoria, y con ella su objetivo de someter a los cartagineses, a los que impusieron la pérdida de Sicilia y de varios archipiélagos menores, la entrega de la flota de guerra, la liberación de los prisioneros de guerra romanos (teniendo que pagar los cartagineses el rescate de los prisioneros fenicios), y el pago de 2200 talentos de plata en indemnizaciones. Posteriormente, la asamblea popular romana les cargó a los cartagineses otros 1000 talentos de plata (30 toneladas) adicionales. Y para más inri, los romanos aprovecharon los desórdenes internos que siguieron en Cartago para apropiarse de Córcega y Cerdeña, e impusieron el rio Ebro como frontera norte a su expansión en Hispania. Las bases para la Segunda Guerra Púnica ya estaban puestas. Clemenceau manda saludos.
Interludio hispano
En los años siguientes, Cartago resuelve sus problemas internos y se extiende por España. O mejor dicho Hispania, que aquello era un vergel cubierto de bosques y no el secarral que vemos hoy en día. Las razones están claras –lograr una compensación por Sicilia y Cerdeña-, no así los mecanismos y la relación de Cartago con esa nueva provincia, a todos los efectos un cortijo privado de la familia Barca. Amílcar, el patriarca, comandante “invicto” de las fuerzas de tierra cartaginesas en Sicilia (a base de encerrarse en ciudades amuralladas que tenían que ser abastecidas por la flota, con lo cual la derrota final en el mar significó el fin de la guerra), guerreó durante años con las tribus hispanas hasta caer en una escaramuza. Se hizo cargo del tinglado su yerno Asdrúbal, que tampoco duró mucho, y es que los hispanos eran mucho hispanos. Le sucedió un joven de 26 años, Aníbal Barca, ante cuyo talento militar todo el mundo clásico se iba a levantar el sombrero.
De nuevo, la carestía de fuentes: sabemos muchas de las cosas que hizo Aníbal, pero no sabemos qué clase de hombre era. Sabemos que tuvo una educación griega, pero ignoramos cuanto de ella llegó a calarle. Y lo poco que sabemos, nos ha llegado a través de los romanos, quienes lo pintaron como un pérfido y maquinador fenicio ávido de venganza (como a todo su pueblo, aunque nunca negaron el talento estratégico del Bárcida) desde su infancia, con una anécdota en la que su padre le obliga a jurar, ante el fuego sagrado, no ser nunca amigo (o siempre enemigo, las fuentes difieren) de Roma.
Anibal se sentó y aplicó su cabeza (aun no tan genial) al problema de derrotar a los romanos. Y llegó a la conclusión de que lo que los romanos decían era cierto: ellos habían ganado la guerra. Por ello, volver a luchar la misma guerra (un conflicto naval que devolviese a Cartago su preeminencia marítima, que es probablemente lo que ansiaba el senado cartaginés) era un desatino. Porque Roma tenía flota y Cartago no, porque aún teniéndola Roma ahora controlaba Sicilia, Cerdeña y varios archipiélagos menores y Cartago iba a tener que ganar media guerra solo para poder alcanzar la costa italiana, porque incluso hundiendo la flota romana y asaltando la costa italiana los romanos eran capaces de construir flota tras flota hasta batir a los cartagineses, y porque al fin y al cabo la base del poder romano no era la flota sino su red de alianzas, en la que estaban atrapados -aunque con amplios beneficios y libertades en muchos casos- los pueblos de Italia.
Por lo tanto, había que asegurarse una sólida base de poder fuera del alcance romano. De allí había que llevar la guerra a Italia. Había que hacerlo por tierra. Había que quebrar la red de alianzas romana. Y había que hacerlo sin depender del senado cartaginés, que seguramente no entendería una estrategia de este tipo. ¿Un plan demasiado complicado? Impossible is nothing cuando Aníbal estaba al cargo.
La base del nuevo poder cartaginés iba a ser Hispania, y los españoles el principal contingente de soldados. Estos españoles hispanos – miren, que me lio, yo sé que aún no son españoles sino hispanos, pero Goldsworthy habla de “spanish” y así no hay manera, así que les propongo que a los nativos de la Península Ibérica los llamemos españoles cuando queden bien, e hispanos cuando la pifien, igual que el Barça es español cuando gana y catalán cuando pierde, ¿OK?- estos hispanos, decíamos, solían juntarse siempre con el líder más fuerte, para abandonarle oportunistamente a la más pequeña derrota por otro más fuerte. A estos había que convencerlos, y Roma se lo puso fácil aliándose con la ciudad de Sagunto, situada al sur del Ebro y por tanto en la esfera de influencia cartaginesa. Cuando Sagunto -con Roma detrás– se enfrentó a un aliado de Aníbal, este sitió y arrasó la ciudad en 219. De nada sirvieron las advertencias de los romanos (quienes claramente se vieron sorprendidos, pues si no habrían mandado refuerzos), que mandaron una delegación a Cartago a exigir la entrega de Aníbal y sus oficiales.
Aquí volvemos a encontrarnos con el gran problema de la historiografía de las guerras púnicas: la ausencia de fuentes cartaginesas. Es difícil determinar cuanto control tenía Cartago sobre el chiringuito hispano de los Barca, pero es bastante probable que no le hubiesen entregado ni aún pudiendo hacerlo, tan hartos estaban de la prepotencia romana, y considerando que Sagunto estaba claramente en su esfera de influencia. La cosa no sirvió más que para que el delegado romano (el propio Fabio Máximo, según algunas fuentes) se marcara un momento peliculero: agarrando sus ropajes al pecho, Fabio interpeló al Senado de Cartago “en los pliegues de mi túnica traigo la paz – o la guerra. ¡Elegid!” Los cartagineses le dijeron que eligiera él. Fabio desplegó su túnica con un golpe: “¡Guerra!”
Aníbal, por su parte, dio órdenes de concentrar el ejército y… se fue a Gades a realizar unos sacrificios religiosos al dios Melkart. Aquí se nota que Goldsworthy es inglés: todos sabemos que en febrero solo hay una razón para ir a Cádiz. Habiendo demostrado así que era al mismo tiempo el más bestia, el más juerguista, y presumiblemente el más campechano, tuvo a los españoles en el bolsillo y pudo empezar su expedición a Italia: Planificada desde hacía tiempo, por otra parte, pues en pocos meses se plantó al pie de los Alpes, señal de que tenía negociados suministros y pasajes con las tribus en el camino desde hacía tiempo. El posterior paso de los Alpes -en noviembre y con las primeras nieves- fue una calamidad y mató a miles de hombres, así como a casi todos los elefantes que Aníbal traía. Algunos historiadores lo califican de genialidad táctica y chapuza estratégica -según Polibio, empezó a cruzar con 50.000 hombres y llegó a Italia con 26.000-, pero tuvo un efecto importante sobre los romanos, que se esperaban cualquier cosa menos eso (imaginen que en plena Guerra Fría la URSS llevase un cuerpo de ejércitos a través del Estrecho de Bering, Alaska y Canadá hasta aparecer de repente en las afueras de Seattle). Los cónsules, que ya llevaban sus ejércitos hacia Hispania y Cartago, fueron llamados de vuelta.
El norte de Italia no era “Italia” en aquellos tiempos; la llanura del Po y su zona de influencia (la futura Galia Cisalpina) estaba habitada por tribus celtas, recientemente sometidas por Roma, que les había arrebatado tierras para poblarlas con sus colonos. A los celtas esto obviamente no les hacía gracia, de modo que la llegada de Aníbal -y su primeras victorias en el Ticino y el Trebia- fue para ellos el momento de rebelarse. Roma tuvo que replegarse.
Las elecciones consulares de 217 las ganó un romano “sin complejos”, Caio Flaminio Nepo, con un discurso basado en que Roma era “lo más” y que lo de los celtas y cartagineses lo iba a resolver mandando los tanques al norte las legiones a hacer limpieza. Con semejante discurso, es muy probable que el propio Aníbal le hubiese votado, pues para quebrar la red de alianzas tenía que derrotar a los romanos en batallas abiertas para demostrar a quien abandonara a Roma que los cartagineses podían defenderle. Devastó Etruria, y cuando Flaminio se le echó encima hecho una furia, le tendió una trampa en el lago Trasimeno: los romanos -que con las prisas no habían hecho un reconocimiento del terreno- extendieron sus tropas a lo largo del borde del lago avanzando hacia el supuesto campamento cartaginés, y Aníbal les cayó por el flanco y los destrozó. El propio Flaminio murió en la batalla, y los galos se pasaron definitivamente al lado de Aníbal, quien siguió hacia el sur para liberar a los súbditos de Roma.
Aquí los romanos decidieron regenerar su democracia como los Dioses mandan y eligieron a un dictador, Fabio Máximo. Fabio declaró que la derrota era culpa de Flaminio por haber rehusado hacer los sacrificios religiosos pertinentes, reclutó nuevas legiones – y no hizo nada aparente. Lo cual no significa que estuviese quieto: sus tropas hostigaban a los cartagineses y arrasaban las cosechas y los suministros para que Aníbal no pudiese abastecerse, pero sin presentar batalla abierta, para cabreo de muchos romanos que consideraban indigno tal comportamiento. Particularmente su segundo al mando, Marco Minucio Rufo, que ganó algunas escaramuzas menores contraviniendo órdenes (cosa que normalmente comportaría una ejecución, pero ya estaban ahí los “halcones” para que no se fusilara a nadie por ser demasiado romano). En cuanto Aníbal se burló de Fabio unas cuantas veces (escapándose en sus narices, o arrasando una comarca respetando las tierras de Fabio), los romanos mandaron a paseo la “estrategia fabiana” y al propio Fabio, y optaron por otra que ha gozado de enorme éxito entre ciertos militares desde que en una cueva paleolítica alguien dijera “Zorgs tener más mazas que Furgs. ¡Zorgs aplastar Furgs!”: la fuerza bruta.
En 216 eligieron de nuevo a un cónsul “Roma-es-lo-más-grande-del-mundo-que-la-llevo-en-el-corazón-hoygan”, Cayo Terencio Varrón, con un colega algo más moderado, Lucio Emilio Paulo. Cada cónsul recibió un ejército consular con el doble de legiones. Las legiones, además, de tamaño mayor al habitual. Y se presionó a los aliados para conseguir hasta el último hombre disponible. Finalmente este superejército -el doble del de Aníbal- se puso en marcha… para alegría del cartaginés, que se frotó las manos y se sentó en su tienda a planificar la madre de todas las derrotas romanas.
La batalla perfecta
La batalla entre las fuerzas cartaginesas y el superejército romano se libró el 2 de agosto de 216 cerca de Cannas, y ha pasado a la historia como el paradigma de la batalla perfecta. Ha sido estudiada hasta la saciedad en las academias militares, y no hay comandante que no haya soñado con repetir la gesta. Alguno incluso lo ha conseguido. Uno particularmente obsesionado con ella fue el Mariscal de Campo Alfred von Schlieffen, que diseñó su plan homónimo como un Cannas mastodóntico (dicen que sus últimas palabras en su lecho de muerte fueron “reforzad el flanco derecho”). La batalla de Tannenberg en el frente este también se inspiró en Cannas (¿ven lo que les dije? ¡no paran de salir paralelismos con la Gran Guerra!). Las fuentes suelen ser benignas con Paulo (murió en la batalla y era pariente de los Escipiones) y negativas con Varrón, quien habría decidido atacar en “su” día (los cónsules solían alternarse en el mando global), no era más que un plebeyo, y luego tuvo la “insolencia” de escapar con vida mientras su ejército completo era aniquilado. Como buenos militares sin imaginación, los cónsules se habían empollado las batallas previas y salieron con una estrategia muy inteligente… para las batallas previas. Frente a Aníbal, capaz de sacarse una genialidad nueva de la chistera casi cada día, no era suficiente.
Los romanos exploraron el terreno (el fallo de Trebia), no expusieron sus fuerzas sino que las agolparon (el fallo de Trasimeno) y eligieron como campo de batalla una planicie entre un rio y unos montes, con lo que la caballería enemiga no podía desplegarse en profundidad (pero tampoco los romanos sus números superiores, los cuales por cierto les obligaban a presentar batalla más bien pronto porque resultaba imposible alimentar a tanta gente). La caballería ocupó los flancos, pero la intención romana era decidir en el centro, donde estaban sus mejores legiones, agolpadas en una masa compacta. Enfrente, Aníbal adelantó su centro, formado por galos y españoles, que entabló un combate fiero, siendo aparentemente derrotados y retirándose. Los romanos, desordenados por la lucha, iniciaron la persecución. En ese momento, la infantería libia a ambos lados del centro cartaginés realizó una compleja maniobra de giro de 90 grados, quedando enfilada a los flancos romanos. Galos y españoles dejaron de huir y se plantaron. Y la caballería cartaginesa del flanco izquierdo ahuyentó a la romana y cerró el círculo por la retaguardia romana. Los romanos, desordenados y confusos, estaban rodeados y pegados unos a otros, sin poder maniobrar, sin saber hacia dónde empujar o de donde les venían las hostias, y los cartagineses solo tuvieron que masacrarlos a placer.
Para sus lectores británicos, Goldsworthy compara la matanza con una batalla británica de la Primera Guerra Mundial: el primer día de la batalla del Somme, los ingleses sufrieron 60.000 bajas, el peor día para sus fuerzas armadas en toda su historia. Pero solo 18.000 fueron mortales, y esa batalla se libró en un frente de 16 millas y con armamento moderno. En Cannas, según Polibio, al final del día había 70.000 muertos apilados en unos pocos kilómetros cuadrados. Un cónsul y muchísimos senadores habían caído. La devastación fue total, y para los que dudaban a no podía haber dudas: varias ciudades del sur de Italia, la más prominente Capúa, abandonaron a los romanos.
El relato de Polibio se interrumpe aquí, y tenemos que fiarnos en lo sucesivo de Tito Livio. Livio fue un historiador muy concienzudo, gran conocedor de todas las fuentes, y que escribió una historia de Roma desde sus orígenes; el problema es que esencialmente era una rata de biblioteca, sin experiencia militar, que vivió dos siglos más tarde, y cuya historia es una “historia oficial del régimen”. Algo así como fiarnos de una Historia de España escrita al alimón por guionistas de RTVE y los notas que hicieron el diccionario biográfico de los grandes españoles de la historia. Y además, Livio no deja que la realidad histórica le arruine una lección moral: cuenta que Lucio Emilio Paulo -pese a no haber querido luchar aquel día- pudiendo huir se quedó a morir con sus hombres. O nada más acabar la batalla, relata que Asdrúbal (comandante de la caballería, no confundir con el hermano de Aníbal que aún combatía en Hispania; al parecer, la mitad de los cartagineses se llamaban Aníbal, Asdrúbal o Mago) le pide a Aníbal atacar inmediatamente Roma, antes de que llegue la noticia de la derrota. Aníbal se niega, y Asdrúbal pide poder atacar al menos con la caballería. Aníbal también se lo niega, y Asdrúbal dice
Los Dioses te han cegado, Aníbal: sabes como ganar batallas, pero no sabes como aprovechar tus victorias.
Tito Livio afirmaba que en ese momento se salvó Roma, pues si Aníbal hubiese avanzado sobre ella la habría tomado y destruido. Sin Roma, no habría habido Imperio, ni cristianismo, ni todo lo demás, y yo no estaría comunicándome con ustedes usando el alfabeto latino sino algún tipo de escritura cuneiforme, supongo, todo por la decisión de un solo hombre. Goldsworthy no se pronuncia sobre un what if con mucha solera y hay opiniones para todos los gustos por ahí, pero lo cierto es que el ejército de Aníbal estaba agotado. Cannas le había costado un 10% de sus hombres, llevaba años sin recibir refuerzos de Cartago, y atacar una ciudad bien pertrechada y amurallada como Roma era algo muy distinto que luchar en campo abierto. Además, no creía necesitarlo. Se equivocaba.
Los empecinados
La batalla fue la mayor derrota de los romanos en su historia (con permiso de Arausio frente a los teutones y cimbros un siglo más tarde), y cualquiera hubiese pensado que se avendrían a negociar. Ciertamente Aníbal lo pensó, y mandó a Roma a diez prisioneros acompañados de un oficial cartaginés. Su sorpresa fue mayúscula: Roma ni siquiera dejó entrar al oficial dentro del recinto amurallado. Por una corta mayoría, el Senado prohibió a los ciudadanos pagar el rescate de sus familiares prisioneros. Los supervivientes de la batalla fueron organizados en dos legiones y enviados en castigo a Sicilia, donde permanecieron movilizados más de quince años. Miles de esclavos fueron liberados a condición de que se enrolasen en las legiones. Los requisitos para acceder a la ciudadanía (y ser susceptible de ser reclutado) se relajaron. En pocos meses, Roma contaba con nuevas legiones. Y esta vez aprendieron la lección: no volvieron a enfrentarse a Aníbal en una batalla abierta. En lugar de eso, hostigaron a sus aliados.
Aquí se reveló el principal –casi único- fallo de la estrategia de Aníbal: no todas las ciudades abandonaron a Roma. Pocas, de hecho, pues algunas tenían mucho que perder. Y las que lo hicieron no estaban organizadas entre ellas, lo único que las había unido era que tenían pactos individuales con Roma. No tuvo organización en la que apoyarse, solo una red de aliados dispersos que no aportaron gran cosa a su ejército, pero le obligaban a defenderlos. Del 216 al 201, Aníbal se perdió en campañas a lo largo y ancho del sur de Italia sin lograr enfrentar a los romanos.
(Al final del libro, Goldsworthy traza un interesante paralelismo con la Guerra del Golfo en 1991 y con Yugoslavia en 1999: en ambos casos, una fuerza militar externa, vastamente superior en campo abierto, se enfrentó a un régimen a su entender tiránico, creyendo que los súbditos del déspota iba a rebelarse y a deponerle. El efecto fue más bien el contrario: agrupar a la población en torno al régimen, para sorpresa del invasor. Los déspotas siguieron en el machito tras la guerra.)
La guerra se centró en los asedios a ciudades: Aníbal a los aliados de Roma, Roma a los de Aníbal. Las técnicas de asedio de la época no eran muy avanzadas, de modo que las ciudades tenían que ser sometidas por el hambre. Por convención, se permitía a la ciudad rendirse honorablemente y sin saqueo hasta el momento en que el ariete tocase por primera vez la puerta o muralla. Después, había pillaje. En general, pocas ciudades pudieron ser tomadas por la fuerza, pero era bastante frecuente la existencia de bandos enfrentados dentro de ellas, de modo que los romanos a menudo encontraban traidores que les rendían las fortalezas. En este sentido, llama la atención que ni romanos ni cartagineses tuviesen peleas internas sobre la guerra (aunque a menudo los mercenarios contratados por Cartago la traicionasen a cambio de un precio): ambos bandos fueron una piña y lucharon como un hombre con absoluto fanatismo.
Por eso, Aníbal solo intentó atacar Roma directamente en una ocasión: cuando los romanos sitiaban Capúa, para que retiraran su ejército. Acampó en un campo cerca de Roma, pero los romanos no se dejaron impresionar e incluso hubo una subasta del terreno donde estaba acampado Aníbal, que se vendió al precio de mercado. Aníbal entonces subastó los bancos situados alrededor del Foro Romano – y nadie quiso pujar. Se tuvo que retirar. Capúa cayó, Tarento cayó, los macedonios firmaron una paz separada con Roma (que les iba a atacar en cuanto hubiese ajustado las cuentas con Cartago), los aliados cartagineses de Sicilia fueron cayendo uno tras otro, y en Hispania un joven general romano, llamado Publio Cornelio Escipión (futuro Africano), estaba desmontando el imperio privado de los Barca a base de entrenar a sus tropas mucho más intensamente que antes y mostrando una habilidad estratégica casi a la altura de Aníbal. La cosa no pintaba bien.
Hubo, no obstante, un intento de reforzarle desde Hispania. Su hermano Asdrúbal reunió un ejército y repitió su gesta de cruzar los Alpes. Una vez en Italia, mandó mensajeros que fueron interceptados por los romanos, quienes retiraron en secreto las tropas que vigilaban a Aníbal y le tendieron una trampa a Asdrúbal en el Metauro. Los refuerzos hispanos fueron aniquilados, y la cabeza de Asdrúbal, cortada y vejada, arrojada a los vigías del campamento de Aníbal. Se supone que al verlo Aníbal dijo algo así como “este es el destino de Cartago”.
El empecinamiento romano estaba dando sus frutos, pero Aníbal seguía en Italia sin que ningún general romano se atreviese a desafiarle. Entonces llegó Escipión desde Hispania con su aureola de héroe romano invicto y le pidió al Senado que le dejasen llevar la guerra a África para igualar la balanza. El Senado recordaba la desafortunada aventura de Régulo y pensó que tampoco había que dejarle que se le subiese el tema a la cabeza al niño bonito, así que le dieron el gobierno de la Sicilia recién conquistada, pero con el permiso de atacar África si lo consideraba oportuno. Tras un año entrenando a sus tropas, cruzó hasta África, donde empezó a ganar batallas (incluyendo un ataque nocturno, una verdadera rareza en el mundo antiguo, contra dos campamentos a la vez, brillantemente ejecutada) y a amenazar a Cartago. Cartago pidió negociar – y con el tiempo obtenido llamaron a Aníbal de vuelta a casa, para que organizase su ejército y derrotase a ese insolente romano.
La batalla final tuvo lugar en la llanura de Zama. Livio y Polibio nos cuentan ambos que incluso hubo una entrevista personal entre Aníbal y Escipión antes de la batalla, donde el viejo (45 años, 35 o más sin ver Cartago) le advertía al más joven (34 añitos, 10 de ellos dirigiendo tropas) de lo cambiante de la Fortuna, mírame a mí que hace 15 años era lo más y aquí estoy ahora, así que para qué vamos a luchar, tío, démonos un tratado de paz entre todos. Escipión le dijo que Roma no se fiaba de la perfidia púnica, y que solo cabía luchar o rendirse sin condiciones.
Los cartagineses le habían dado a Aníbal un montón de reclutas africanos más verdes que las tierras altas de Escocia y unos 80 elefantes no entrenados. Al lanzarlos contra las legiones, estas se abrieron para dejarles pasar, y luego avanzaron para acabar con la bisoña infantería (sin duda, los romanos vieron cierta justicia poética en que las legiones victoriosas en Zama fueran las sicilianas que habían huido en Cannas). Con eso ya estaba todo decidido, y el propio Aníbal agarró y tiró al suelo en el Senado cartaginés a un orador cartaginés que pretendía seguir la lucha. La paz fue muy dura: limitación de la flota a 10 naves obligándoles a quemar las demás en el puerto, delante de toda la población, renuncia a Hispania, prohibición de hacer la guerra fuera de África, prohibición de hacer la guerra en África sin permiso de Roma, aceptar la mediación de Roma en sus conflictos (cosa que el nuevo amigo de Roma, Numidia, iba a usar a saco), y finalmente el pago de 10.000 talentos a lo largo de 50 años.
(Pasados 10 años Cartago se había recuperado tanto que se ofreció a pagar de una tacada lo que quedaba de los 10.000 talentos de reparaciones. Significativamente –para un sistema político que, con sus elecciones anuales, primaba tanto el corto plazo-, Roma se negó: prefería que los cartagineses recordaran cada año que habían sido vencidos.)
Interludio
La Segunda Guerra Púnica sentó las bases del futuro Imperio Romano: eliminó al último rival de entidad en el Mediterráneo Occidental (y los rivales en la parte oriental, los reinos helenísticos, iban a caer uno tras otro en las décadas siguientes ante la eficacia que las legiones habían adquirido en la guerra contra Aníbal) e incorporó numerosas provincias al dominio romano, pero también sentó las bases de la decadencia de la República. Goldsworthy abandona aquí la seca crónica militar para especular hasta qué punto las guerras púnicas, y muy especialmente la Segunda, fueron punto de partida, catalizadores, o meros aceleradores de determinados procesos históricos, como el enriquecimiento de las élites, el sistema clientelar, el abandono de las granjas, el hundimiento de una clase media capaz de sustentar al estado, el encarecimiento de la política…
El empobrecimiento general llevó también a un mayor belicismo: en vez de hacer reformas que implicasen un reparto de la riqueza, las élites enrolaban a los empobrecidos en más y más guerras donde se podían enriquecer con el saqueo. Como una apisonadora de sangre y fuego, las legiones, endurecidas por veinte años de guerra, arrasaron Macedonia, Grecia, Hispania, Siria, Iliria… Los soldados empezaron a sentirse más identificados con sus comandantes, que eran quienes autorizaban saqueos, que con el propio estado, fuente de su legitimidad. Escipión el Africano, con toda su popularidad, jamás podrían haber llevado sus legiones contra Roma, como lo hizo Sila un siglo después.
Los romanos también empezaron a sentirse superiores al resto, a asumir que iban a ganar las guerras “porque si, porque somos romanos”. Mientras las legiones las comandaban los veteranos de la guerra contra Cartago, es cierto que pocos pudieron ganarles, pero a mediados del siglo segundo esa experiencia ya se había perdido. Roma siguió ganando las guerras, pero por pura fuerza bruta y por tener una flota y una logística muy avanzadas más que por maña, y empezaron a abundar las derrotas iniciales y la franca incompetencia. Frustraciones que luego se pagaban con una extraordinaria dureza contra los vencidos.
Es en este contexto donde hay que entender la Tercera Guerra Púnica (149-146), una guerra para la que Goldsworthy retoma el lenguaje histórico-militar, pero sinceramente aquí eso no basta. Aquí ya hay que hablar en términos psicopatológicos de los romanos, porque más que guerra fue una operación de exterminio. No se trataba ya de quien la tenía más larga, esto ya entraba en “sé que la tengo más larga, pero me viste sufrir un gatillazo aquel 2 de agosto y no lo supero, así que pienso que si te mato y troceo tu cabeza será como si el gatillazo nunca hubiese ocurrido”. Si quieren saber cómo será recordada la Guerra del Golfo de 2003 dentro de dos milenios, es desde luego un modelo interesante.
A la tercera va la genocida
Con la lección bien aprendida, Cartago no se movió durante los 50 años siguientes a su derrota, e incluso logró prosperar económicamente, alcanzando una población de 500.000 habitantes, y de hecho la mayoría de restos arqueológicos en Cartago son de esta época, señal de una intensa actividad constructora (o de una burbuja creada para tapar las carencias de un sistema agotado pero beneficioso para algunos, ¡vaya usted a saber!). Pero su poder siguió disminuyendo: a causa de la mediación de Roma en sus conflictos, el reino de Numidia –aliado de Roma- le reclamó territorios y uno tras otro Roma le dio la razón, pero Cartago ni siquiera protestaba. Cartago ya no tenía apenas flota, ni ejército, ni aliados importantes. Contribuyó con barcos a algunas guerras romanas. Denunció a conspiradores anti-romanos, entre ellos al propio Aníbal, que tuvo que huir y suicidarse en algún lugar de Asia Menor para no caer en manos de los romanos. 50 años tras el final de la guerra, Cartago no era una amenaza de ninguna manera concebible.
Sin embargo, aún había un partido anti-cartaginés en Roma. El historiador Apiano (el relato de Polibio, testigo directo, se nos ha perdido en gran medida, pero Apiano le cita abundantemente) nos relata que el senador Catón el Viejo, asombrado y atemorizado por la prosperidad y el tamaño de los higos de los cartagineses (no es una metáfora, es que literalmente se sacó unos higos bien grandes y hermosos de la túnica y dijo “estos higos enriquecen a una ciudad situada a apenas tres días en barco de Italia”, o algo así), terminaba cada intervención con la frase “en mi opinión, Cartago debe ser destruida”.
El análisis histórico nos habla de la necesidad de Roma de obtener tierras para cultivar trigo, de la competencia comercial, del miedo a un Cartago renacido… pero eso solo rasca la superficie. Esto es como buscarle explicación a un psicópata en serie. Los romanos estaban metidos en una hybris imperial y como Cannas y Aníbal les recordaban que no eran los seres superiores que creían ser, querían “algo” que eliminara esa mancha. ¿Por qué llevó George W. Bush a los americanos a Irak? Petróleo y juegos geopolíticos, sí, claro, pero una razón no menor por la que los americanos se dejaron llevar tan mansamente, con todo el establishment, los media y buena parte de la ciudadanía alineados y en posición de firmes, fue por su necesidad psicológica de “borrar” el 11-S con una buena hostia sobre la mesa para mantener una autoimagen de superioridad y de pueblo elegido por el Buen Dios su Señor.
La excusa formal fue una breve guerra que Cartago libró ante la enésima provocación de Numidia (guerra que perdió, por otra parte, de lo débiles que eran), y que creyeron legítima pues ya habían concluido los 50 años de pagos de indemnizaciones y con ello creían extinto el tratado. Roma –que creía que los tratados sometían al vencido a perpetuidad- se hizo la enfadada y exigió a Cartago que “satisfaciera al pueblo de Roma”. Los cartagineses, asustados, se aprestaron a cumplir todo tipo de humillaciones y servilismos: Roma exigió 300 rehenes de las mejores familias. Cartago los entregó. Roma exigió todas las armas almacenadas en la ciudad. Cartago las entregó. Y entonces, cautivos y desarmados los cartaginenses, Roma exigió que abandonasen su ciudad y se reasentaran unos 15 kilómetros tierra adentro. Vamos, que dejasen de ser un centro naval y comercial para siempre.
Visto que lo que Roma buscaba era su aniquilación, los cartaginenses se plantaron y se dispusieron a defender su ciudad hasta las últimas. Mataron a los negociadores que habían cedido. Las mujeres se cortaron el pelo para hacer cuerdas de arco. Se fundió todo el metal de la ciudad para hacer armas. Durante un durísimo asedio lucharon con uñas y dientes, muriendo por millares del hambre y las enfermedades. La incompetencia romana les permitió aguantar tres años, hasta que Escipión el Joven (hijo por adopción de Escipión el Africano), comandante romano, logró perforar la muralla y meter a sus legiones… que en primer lugar se dedicaron a saquear un templo de Apolo, una falta de disciplina inaudita en el ejército romano (y un indicio claro de las motivaciones del legionario medio), donde los saqueos se hacían de forma ordenada y acumulando el botín en una zona central para su posterior reparto equitativo, ya que así se aseguraba la disciplina de aquellos soldados no presentes en el saqueo. Con el tiempo ganado, los cartagineses empezaron una encarnizada lucha urbana casa por casa, hasta que en su desesperación los dirigentes acorralados se arrojaron al fuego. Los 50.000 supervivientes se rindieron y fueron vendidos como esclavos. La ciudad, se dice, fue aplanada y su suelo sembrado con sal. Aunque esto es seguramente una leyenda apócrifa, la intención es lo que cuenta: Cartago había dejado de existir, y mientras sus legionarios culminaban su labor, Escipión –según Polibio, que estaba allí en persona- soltó una lagrimilla y recitó unos versos de la Ilíada, pensando en el día en que la propia Roma sucumbiese a un destino similar:
Día vendrá en que perezca la sagrada Ilión
Y Príamo y su pueblo serán masacrados.
Y aquí tenemos que tomarnos un respiro para dedicar un sentido agradecimiento a Jose Luis Rodríguez Zapatero. Porque Escipión mucho recitar a Homero y mucha lagrimilla por el saqueo y la devastación, ¡pero que el saqueo y la devastación los estaba dirigiendo él mismo! Zapatero no es que sea Polibio, y lo que hizo después es más bien tirando a mediocre, pero su decisión de retirar las tropas de Irak antes incluso de quitarse el abrigo al llegar a la Moncloa puede habernos salvado ante los ojos de la historia de ser recordados como los que saquearon el templo de Marduk. Ahora y en dos mil años, es algo que todos tendremos que agradecerle. También la derecha española (que para entonces ya estará en disposición de decir que el mérito de retirar las tropas fue suyo).
El huevo o el patriotismo
Las guerras púnicas fueron, como creemos haber dejado claro, las guerras mundiales de la antigüedad. Es decir, lo tienen todo para que nos obsesionemos con los más ínfimos detalles, amén de cubrir un amplio abanico de todo lo bélicamente posible: guerra naval, batallas terrestres de todo pelaje a lo largo y ancho del Mediterráneo, victorias contras todo pronóstico, héroes y villanos, elefantes… el libro de Goldsworthy, centrado principalmente en las acciones militares, es tanto una estupenda iniciación como una vía de profundización. Muy matter-of-fact y rehuyendo (lamentablemente, pues me reconozco fan) los what-if, Goldsworthy también nos intenta curar de la tendencia a verlo todo con la suficiencia de conocer ya los resultados: las decisiones que tomaron los protagonistas eran las que eran por unas buenas razones, y es su propósito exponérnoslas.
Debido a que nos ha quedado la imagen romana de las guerras, subyace a estas una exaltación del patriotismo, abrazada con entusiasmo por conservadores de todas las épocas, “mirad los romanos, unidos en amor patriótico, que nunca desfallecieron y nunca traicionaron a su patria, y lo lejos que llegaron”. A esto cabe decir que los cartagineses mostraron generalmente el mismo patriotismo y acabaron exterminados. La lectura conservadora/nacionalista, “tened patriotismo y todo lo demás vendrá solo”, pasa por alto algo que ya el propio Polibio pensaba: que el sistema político de los romanos, más que el patriotismo o las legiones, fue el arma decisiva para ganar las guerras. La “constitución mixta” de Roma daba amplia voz –para la época- a las clases bajas y medias a través de las asambleas populares, y el botín de la guerra se solía repartir de manera muy equitativa, especialmente las tierras de cultivo. La conquista romana de Italia vino acompañada del establecimiento de colonias de ciudadanos romanos en todas partes, donde los romanos empobrecidos podían empezar de nuevo y prosperar. Prosperidad de la que se hacía partícipes a los aliados que se portaban bien, los primeros los latinos, que pese a las durísimas guerras de tres siglos antes nunca abandonaron a Roma. Con toda su eficiencia (es decir, su brutalidad) en las guerras, era en la paz donde los romanos lo petaban. “Dejadles participar en todo lo demás y el patriotismo vendrá solo” – esa era su divisa, y hasta la Segunda Guerra Púnica la siguieron a rajatabla. Cuando esto se olvidó y se permitió una continua manipulación de la política, fruto de la desigualdad creciente, empezó el siglo de guerras civiles que culminaron en el Principado.
Un relato, como siempre, fascinante e inacabable, y siempre de actualidad, que nos lleva a ciscarnos en San Cirilio y su rebaño de trogloditas que quemaron la biblioteca de Alejandría y se cargaron quien sabe cuántos libros originales de los autores de la antigüedad, creando las lagunas que aún hoy lamentamos. El día que los monjes del monasterio de San Millán de la Cogolla tiren un muro -para ampliar el jacuzzi o algo así- y se encuentren un compartimento sellado con copias de todas esas obras perdidas de Polibio, Tito Livio, Gneo Nevio y compañía, servidor de ustedes se irá con la vuvuzella y una botella de cava a la fuente pública más cercana a celebrarlo como se merece: hasta acabar en una celda por alteración del orden público.
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Comentario de Judge Dredd (04/12/2014 13:20):
Señor Jenal: es usted mi puto ídolo.
Comentario de hglf (04/12/2014 17:49):
¡Vae Victis!
Saludos
Comentario de emigrante (04/12/2014 18:57):
Me uno a los aplausos, Lo de el endurecimiento del carácter romano, quiero decir, deterioro de la calidad democrática de su régimen por causa de la guerra es una interpretación que ya leí de otros historiadores aplicada a las cruzadas. El mundo árabe pasó de ser el espacio más culto y tolerante de la Edad Media a convertirse en un atajo de yihadistas tras las cruzadas. Lo mismo se podría decir del moderno estado de Israel y su guerra eterna. Los judíos que lo fundaron eran la élite intelectual de Europa y ahora su espectro político a degenerado en una serie de paritidos a cual más nacionalista o religioso. En los USA la guerra fría también ha hecho mella. No hay nada peor para el carácter de un país que ganar una guerra.
Comentario de de ventre (04/12/2014 23:14):
(en serio) gracias
j
Comentario de mictter (04/12/2014 23:57):
Me uno al coro de alabanzas. Espero que los oligarcas que dirigen con mano de hierro estas páginas le recompensen como se merece.
Comentario de galaico67 (05/12/2014 12:42):
Enhorabuena…
Si, los romanos eran los nazis de la Edad Antigua y en Europa Occidental llevamos repitiendo su esquema desde aquellos, con cada invasor cejijunto e hiperpiloso convertido al romanismo cada vez que veía una casa de más de dos pisos, un baño caliente y una letrina.
Vivieron para la guerra, su organización productiva hubiera sido la envidia del III Reich – no se equipa una legión comprando el armamento en el Corte Inglés,- y después de cada soberano ostión( Cannas, Atausio, Tetoburgo, Carrae…) les costaba menos de un año montarse una revancha que riase usted de la SS avanzando por el Este o de los siberianos paseando por Prusia.
Lo malo -para sus vecinos- es lo que comenta el autor : una vez puesta en marcha esa maquinaria, engrasado el ejercito, propiedad toda la Peninsula de “la casta”, y satisfechas todas las necesidades productivas con el empleo de mano de obra importada, trabajando sin convenio y con un dominé moliendoles las costillas, la única posibilidad de que no reventara todo era ir robando y repartiendo yoyas allí donde hubiera algo que robar y uno pudiera mandar refuerzos con algo de rapidez.
Y me temo que si no fuera por la peste y la viruela que se trajeron en sus expediciones a Mesopotamia ( Gulf´s War, la pre-pre-precuela), quizá hubieran podido pulirse a las hordas germanas y asiaticas… o asentarse en lo que hoy es Alemania y Berlinum dominaría el orbe
Comentario de Carlos Jenal (05/12/2014 15:48):
Gracais a todos, y como siempre, vivo para servirles. Los oligarcas no han confirmado aún la cesta de Navidad, pero sin duda lo hacen para aumentar la sorpresa.
Comentario de galaico67 (05/12/2014 16:18):
Y, por cierto, otro hecho que contribuyó a formar el caracter romano, sea mítico o cierto, fué la invasión celta y la discusión que tuvieron con ellos sobre si la balanza estaba trucada o no. A partir de entonces la balanza siempre fué la suya.
Comentario de alfonsotwr (05/12/2014 17:15):
Una de romanos muy entretenida… aunque por ponerle una pega —que para eso hemos venido—, discrepo del término de Guerra Mundial: más bien una guerra regional que para nada afectó al otro gran imperio emergente, China. Eso sí, la victoria romana fue otra de las encrucijadas que fueron resolviéndose para dar lugar a la actual (pero efímera, como no podía ser de otra forma) hegemonía del atlántico norte.
Comentario de Krakosky (06/12/2014 14:37):
Buenas, yo tambien me sumo a los elogios generales a la critica. Yo ya me lei el ultimo libro de Goldworthy sobre la caida del imperio romano y seguro que este libro tambien acaba cayendo. Es un vicio esto de la antigüedad
Comentario de Gekokujo (06/12/2014 15:16):
He leído mucho sobre las púnicas y doy fe que este estupendo artículo está muy ajustado a lo que se dispone sobre la época. Curiosamente los cartagineses no parecen tan malos tipos y aunque Tarraco fue capital ibérica con Roma, Barcino, Qart Hadash o Mago son nombres fenicios. Creo que Pío Baroja habla de esa impronta.
Amigos me comentaron en su dia que Roma ganó por que jugaba a otro juego y ninguno de sus rivales pareció estar a la altura.
Comentario de Cromovanadio (06/12/2014 23:42):
Es que lo que se estilaba por aquel entonces eran las “guerras de gabinete”, y lo de Roma siempre fue más el matar y/o esclavizar a todos su enemigos, a sus mujeres, a sus hijos, a sus perros y a un viajero griego que casualmente pasaba por allí. Y esa manera de hacer la guerra era algo que no entraba en la mentalidad de los “bárbaros” enemigos de Roma.
Comentario de Gekokujo (09/12/2014 09:48):
A mí me parece que uno de los aspectos fundamentales de las guerras romanas fue la voluntad no solo de someter, si no también la de asimilar. Algo así como los borg de la antigüedad:
“Somos los Borg, bajen sus escudos y rindan sus naves. Sumaremos sus características biológicas y tecnológicas a las nuestras. Su cultura se adaptará para servirnos. La resistencia es inútil.”
Algo así imagino.
Comentario de samuel (10/12/2014 11:43):
Digresión sobre el principio del artículo.
El invento romano para convertir la guerra naval en terrestre y hacer uso de la superioridad en el combate cuerpo a cuerpo fue calcado por los españoles durante doscientos años (S.XVI, XVII). Los galeones españoles buscaban acortar distancias y llegar al abordaje porque la infantería embarcada no tenía rival. La táctica era sencilla: aguantar las descargas del enemigo hasta que se acercase lo suficiente para hacerle una sola descarga que barriese su cubierta y luego abordar. Esta táctica se llamó “guerra española” y no era tan elemental como parece: cada artillero y cada sección de arcabuces estudiaba previamente qué zona de la cubierta iba a barrer. A veces la descarga principal iba precedida de una descarga de engaño, para que el enemigo parapetado se confiase y saliese a descubierto. Cuando la artillería evolucionó permitiendo mayor alcance y precisión se impuso el cañoneo a distancia, primando las formaciones de combate. Un tanto despectivamente, esta forma de combate se llamó “guerra bonita”. Saludos.
Pingback de El Hobbit: La batalla de los Cinco Ejércitos « La Página Definitiva (02/01/2015 11:37):
[…] que mostraban los orcos, con unos puestos de mando avanzados que ni las legiones romanas en las Guerras Púnicas, ¿para qué necesitan un Señor Oscuro con anillitos para conquistar a los demás? Más bien […]