La política, como la vida, acostumbra a explicarse con metáforas. No es sólo que los humanos nos veamos limitados por los corsés de la literalidad: a veces hasta resulta útil para explicar cosas. Una de las más manidas -sobretodo en los tiempos (post)modernos y los ciclos electoral teatraanuales es el de las carreras. Como en la propia vida importa la velocidad, y quién está en condiciones de llegar primero; acostumbra a haber un único vencedor, pese a lo disputado del concurso. Pero es tan antiguo como la Humanidad que no sea tan sólo una cuestión de velocidad: el factor de fondo, de administrar las fuerzas y la resistencia, se convierte muchas veces en el factor fundamental para la victoria.
Es sin duda de la Roma antigua de dónde tomamos esa concepción, a través de su deporte nacional, las carreras de carros. Pese al mito cinematográfico, los espectáculos de gladiadores fueron un fenómeno más tardío y no sobrevivieron a la implantación del cristianismo. El Circo Máximo precedió en siglos al Coliseo de Nerón, y aún en época bizantina los altercados entre supporters de los equipo azul y verde en las carreras de cuádrigaa eran uno de los principales problemas para el orden público. No se reducía a mero espectáculo para el jolgorio popular: la tradición de las carreras de carros tenía una profunda raigambre religiosa.
Cada año, en los idus de octubre -a mediados de mes- se celebraba en el Campo de Marte de Roma -la larga explanada fuera de las murallas dónde se concentraban los ejércitos para la guerra- un festival en honor del propio Marte, el Dios de la Guerra. En ella competían dos bigas, carros de dos caballos cada uno. Tras ser condecorado, el caballo uncido a la derecha del carro ganador era atravesado por una lanza ritual y posteriormente sacrificado al Dios. Separada la cabeza del caballo, delegaciones del barrio de vía Sacra y del Subura -los equivalentes romanos del bajo Manhattan y el Bronx, respectivamente- se disputaban en unos juegos el derecho a exhibirla en su barrio como trofeo.
Lo que sin duda empezó como una tradición de origen etrusco relacionada con la guerra y el ciclo agrícola -es el único caso conocido de sacrificio de caballos en la religión romana; habitualmente los romanos sacrificaban únicamente animales que formaban parte de su dieta habitual- se convirtió en una metáfora del ciclo político: la carrera de fondo hacia la primacía podía tener un sólo ganador, la posibilidad de ser eliminado en el cénit del triunfo forma parte del precio que se cobra la guerra; y aún más importante que el triunfo es la disputa posterior del trofeo, la lucha por el significado y el relato.
Aunque ésta interpretación era común en la tradición romana -según algunas fuentes “Caballo de Octubre” tenía un significado equivalente a nuestro “caballo ganador”- ello se acabó de consagrar tras el asesinato de Julio César, y formulado ya en época augústea. Tras una larga carrera política, en la cima de su poder, fue asesinado por una conspiración entre sus antiguos subordinados -Cayo Trebonio y Décimo Bruto, que sirvieron con él en la Galia y la Guerra Civil- y algunos de los adversarios a quién perdonó -los famosos Cayo Casio y Marco Bruto. Y fue la disputa de su legado, entre el más poderoso -Marco Antonio- y el más débil -Cayo Octavio- lo realmente relevante. Los cronistas contemporáneos -como su antiguo legado, Asinio Polión- deploran su exceso de confianza, despidiendo a sus guardaespaldas, y su excesiva clemencia, perdonando y no eliminando a rivales peligrosos. La moraleja es que tan importante es conseguir la victoria como saberla gestionar; un exceso de magnanimidad en nombre de la estabilidad puede resultar letal para no dejar un legado duradero.
En realidad Julio César huía conscientemente de su antecesor más cercano, a quién en su momento también llamaron Caballo de Octubre. En el año 83 a.C, cuando César aún era un adolescente, el procónsul Lucio Cornelio Sila había regresado victorioso de la guerra contra Mitrídates de Ponto en Grecia, y había marchado sobre Roma enmedio una cruenta guerra civil, proclamándose dictador indefinido -como haría César cuatro décadas después. Para afianzar su ambicioso paquete legislativo -que incluía reformas electorales, fiscales, económicas y religiosas- Sila procedió a la eliminación física, vía proscripciones, de la mayoría de sus enemigos políticos, procediendo al embargo de sus bienes para equilibrar el tesoro. El propio César se salvó gracias a la intercesión de sus familiares, importantes aristócratas relacionados con el propio Sila.
Tras tres años de actividad frenética, Lucio Cornelio Sila renunció a todos sus cargos y se retiró a vivir a una villa junto al mar, dónde moriría unos meses después entre fiestas y desenfreno. Sila es el único caso histórico conocido de un dictador absoluto abdicando por voluntad propia y convirtiéndose en simple ciudadano; su legislación sobrevivió, con matices, hasta la siguiente guerra civil; pero su figura fue ampliamente denostada por la Historia. Los historiadores creen que fue el deseo de César de alejarse de la fama de sanguinario de Sila, presentándose como magnánimo, lo que le mató. En este caso el Caballo de Octubre había sobrevivido, pero perdiendo la batalla del relato.
La valoración histórica es una operación compleja, que requiere ante todo perspectiva. En 1972, en el contexto de la preparación de la visita de Richard Nixon a China, alguien pregunta a Zhou Enlai, Primer Ministro y lugarteniente de Mao Zedong su opinión sobre la Revolución Francesa. Zhou responde “es demasiado pronto para valorarla“. En realidad parece que Enlai pensaba que su interlocutor se refería a a mayo del 68, pero la cita se tornó célebre. En realidad, el relato histórico nos habla mucho más del presente y el tamiz de quién la interpreta, la pugna pendular -ya fractal- por la cabeza del caballo de Octubre.
La Revolución Francesa, auténtica partida de nacimiento de la Europa contemporánea -y del mundo, en cerrada competición con la norteamericana- sigue siendo un espacio de disputa ideológico plenamente vigente, que se ha ido transformando con los siglos. En el principio, la Revolución entera -el cuestionamiento del poder real- fue tomada como un acto del Diablo; Robespierre y compañía unos monstruos sin alma, Napoleón su simple consecuencia. Pero el argumentario de la Santa Alianza no tuvo mucho recorrido: los estados liberales del XIX y principio del XX necesitaban otras herramientas. Pronto empezó a haber dos revoluciones: la buena, que apostaba por una monarquía constitucional ordenada y moderada, regida por los realistas y los girondinos; y después el desastre jacobino y el Terror.
En los tiempos de la restauración orleanista en Francia, el II Imperio y la III República se compró sin demasiadas cortapisas éste relato: era importante distanciarse de las distintas revoluciones -1793, 1830, 1848, la Comuna de 1871- y defender al mismo tiempo un papel relevante de la burguesía en política. La izquierda, por su parte, insistió tímidamente en que había que entender la Revolución como un proceso completo, incluyendo el papel del Terror; sólo así se entendería cómo se estabilizó su legado y el riesgo latente del autoritarismo y la contrarrevolución. Jean Jaurès y especialmente León Blúm defendieron estas ideas en la Asamblea Nacional ante el auge de Maurras y la extrema derecha. El experimento autoritario y católico-agrarista de Vichy sólo confirmó lo que pronosticaban: la democracia francesa era endeble y no había aprendido la lección de que la República debía avanzar siempre y ser emancipadora si no quería desaparecer.
La desaparición de Robespierre como personaje caudal de la historiografía oficial no era algo exclusivo de Francia. También la dictadura de Cromwell había desaparecido del relato consensual del Parlamento inglés como garante de soberanía; o el abolicionismo radical de John Brown de la Guerra Civil norteamericana. Pero en la contemporaneidad, la ofensiva neoliberal de los 80 y el fin de la Historia de Fukuyama a principios de los 90, Robespierre aún significó otra cosa. Para la historiografía revisionista de François Furet y compañía, el Terror no era sino la prefiguración del totalitarismo, el triunfo bastardo de la ideología sobre la realidad de la esfera material, que sólo podía materializarse en un baño de sangre. El propósito ingenuo de quiénes querían cambiar una Historia que ya seguía su propio ritmo con el ascenso imparable de la burguesía comercial e industrial. Robespierre, Saint-Just y compañía ya no eran locos sanguinarios, ni tan siquiera malvados: su pecado era en todo caso el exceso de idealismo.
Ésta concepción ha pasado por ósmosis a la derecha española, al menos a la facción más ilustrada y menos nacional-católica -para el sector mayoritario, juzgar a un Rey y secularizar tierras de la Iglesia sigue siendo, aún hoy, pecado- como el ínclito y ahora caído en desgracia Pedro J. Ramírez. En un artículo en junio de 2014, cuándo aún le dejaban escribir en su periódico El Mundo, Pedro J ahondaba en ésta concepción a propósito de Podemos. Comparaba a Pablo Iglesias, no con Robespierre sino con Marat [1]. Iglesias, sostiene, hace un buen diagnóstico de los problemas del país pero como los desdichados miembros del club de los Cordeliers -¡ay!- su idealismo le pierde. La comparación con Marat no es gratuita, y contiene una amenaza velada. Igual que Jean Paul Marat resultó asesinado en su propia bañera por la ex-monja secularizada Charlotte Corday -incorporada a la política radical cuando el gobierno revolucionario desamortizó su convento- Pedro J. advierte a Iglesias que las fuerzas que desencadene pueden acabar con él si no abandona su idealismo. Incluso físicamente.
En un libro-ensayo publicado en la década pasada dónde recogía discursos de Robespierre en la Asamblea Nacional francesa, Slavoj Zizek teoriza sobre el papel caudal que el propio Robespierre otorga al Terror, combinado con el concepto de Virtud. Lejos de la concepción de “accidente” histórico o prefiguración del totalitarismo, Zizek dibuja el Terror como fenómeno constitutivo de ruptura entre un orden y creación de otro. Si el orden constitucional empieza en el Jeux de Paume -el juramento en el frontón de pelota de los representantes del Tercer Estado de no disolverse hasta lograr una Constitución para Francia- culmina en el juicio a Luis XVI, como elemento de ruptura y a la vez constitución de un nuevo orden.
Aunque a Luis XVI se le juzga por traición y conspiración con países extranjeros -con la soberanía nacional como elemento caudal- es aún más importante que se le despoje de su título, y pase a ser simplemente Luis Capeto. No de Borbón, que es una simple rama; la Asamblea juzga a la dinastía de los Capetos en su conjunto -que se establecen como Condes de París en el siglo X- aunque sea metafóricamente. En la Asamblea, Robespierre insiste: no se debe juzgar a Luis, porque ello implica que puede resultar inocente. Su crimen es ser Rey, usurpar la soberanía popular. Aunque sea de modo retroactivo, la República debe hacer su propia justicia para constituirse, terminar con el orden anterior. Para ello debe ejecutar a Luis sin demora. Las acciones subsiguientes del Comité de Salvación Pública irán en la misma dirección: el exterminio físico de la clase dirigente es un método, establece nuevos parámetros de justicia, una nueva soberanía. La guillotina -instrumento igualitario, que democratizaba a la sociedad aunque fuera en el método de ejecución- sólo la sanciona.
Aunque después el Directorio y el bonapartismo reviertan algunas de las medidas revolucionarias y después medien varias Restauraciones, la memoria de la Revolución queda ligada inexorablemente a la guillotina y al Comité de Salvación Pública.
En España, parecía que Pablo Iglesias al que Pedro J. advertía era -al menos antes de iniciar su carrera política- seguidor de ésta tradición. En uno de sus Fort Apache anterior a la presentación de Podemos retrataba a la guillotina como la madre fundacional de la democracia moderna [2]; precisamente por lo que tiene de carácter fundador, no sólo de la democracia en sentido procedimental, sino del concepto de pueblo como sujeto de soberanía sin límites. En un contexto como el español contemporáneo, suponiendo que el concepto de nueva política y soberanía nace en la afirmación del 15-M, deberíamos suponer que Podemos propugnaría un Comité de Salvación Pública, una guillotina metafórica a la casta. Eso en la práctica supondría abrir los cajones de las Administraciones, poner a la Fiscalía e Inspección de Hacienda a trabajar e intentar poner a los corruptos en la cárcel. Como pasara en Islandia, el proceso constituyente pasaría por depurar a los responsables de la época anterior, aunque fuera simbólicamente. Sila y otra vez Sila.
Pero hay, como en la Historia, una segunda línea de actuación. La clemencia de César. En otro Fort Apache -de hace apenas un par de semanas-en el que Iglesias e Íñigo Errejón apostaban por desvelar el código fuente populista de Podemos [3] se hablaba con admiración del papel histórico del PCI italiano. El PCI, sin duda el Partido Comunista más influyente de Europa Occidental, fue el gran nexo de unión de la Italia postfascista, en sentido positivo y negativo: el pegamento y casa común de la intelectualidad; el espantajo para la mayoría estructural conservadora de un país fuertemente desestructurado. El fundamento eran las ideas del gran ideólogo que fue Antonio Gramsci, cuyos Cuadernos de la Cárcel eran la obra de cabecera de los izquierdistas italianos.
Aunque la obra de Gramsci insiste en la noción de hegemonía cultural como método de conquista del poder y el concepto guerra de posiciones -que es junto con el populismo de Ernesto Laclau el fetiche de Podemos- él nunca desestimó el uso de la violencia o el asalto al poder. En todo caso, era cuestión de tiempos. Sin embargo, y como señala el historiador británico Perry Anderson, fue la interpretación restrictiva de la visión de Gramsci lo que lastró las capacidades políticas del PCI: se usó la guerra de posiciones como autojustificación de una línea pasiva y de coexistencia no problemática con el poder establecido, de conquista pasiva de la hegemonía cultural y contentándose con su papel de minoría estructural.
Es en 1944 cuándo Palmiro Togliatti -revolucionario profesional del Komintern destinado en España del 36 al 39 y secretario general del PCI- proclama en el Salerno ocupado por los angloamericanos y ante la caída del fascismo, ya atrincherado en Salò, que el PCI se dispone a colaborar con los partidos moderados y la monarquía. Togliatti quiere evitar la experiencia traumática de una guerra civil como la española y la que poco después tendría lugar en Grecia. Entre 1944 y 1946 el PCI hace un “ejercicio de responsabilidad en pos de la unidad nacional” y renuncia a obligar a la Democracia Cristiana a hacer una depuración del fascismo a gran escala. A partir de 1947 los antiguos cuadros del partido fascista -y sus tentáculos en el aparato del Estado- se incorporan a la Democracia Cristiana sin más consecuencias, cimentando una hegemonía conservadora que habría de durar hasta el tsunami de Mani Pulite a principios de los 90. El miedo a iniciar una depuración a fondo dejó al PCI en la cuneta de la Historia.
Esta colaboración tácita -que llegaría a su cénit bajo Berlinguer y el Compromesso Istorico en los 70- impediría a los comunistas hacerse percibir como algo distinto al sistema de corrupción existente. El PCI se implicaría en gobiernos locales y regionales e ignoraría -si no directamente delataría- a muchos miembros de la Autonomia Operaria. Es curioso que la autonomía y el post-operaísmo -como el propio Antonio Negri- provengan de un entorno cultural más cercano al extinto PSI que al PCI. La deriva actual del Partido Democrático, heredero del PCI, en el social-catolicismo de Matteo Renzi es consecuencia directa de aquella apuesta de Togliatti y Berlinguer por aparecer como un partido de orden y de formas rígidas antes que transformador, en nombre de la estabilidad.
La huida hacia la socialdemocracia clásica de Podemos con el programa elaborado por Vicenç Navarro y Juan Torres, además de sus constantes guiños a Polícias, funcionarios y aparato del Estado, apuntan en esta dirección, del riesgo de un replegamiento hacia la refundación del Estado y un golpe de timón leve en las relaciones con Europa; sin cuestionar directamente la estructura territorial y con un proceso constituyente más o menos controlado. El riesgo de basarse en lo existente y no iniciar una depuración a fondo es el mismo de Julio César: existe un fuerte incentivo de los frustrados antiguos compañeros de viaje y los supervivientes indultados del Antiguo Régimen para construir alianzas y resistir al cambio. Sin una transformación abrupta del escenario político es complicado aplicar políticas de largo alcance y, sobretodo, sobrevivir -políticamente- a ellas. Da para reflexionar.
Aún hoy, cada 26 de agosto alguien pone flores en la esquina dónde la parisina Rue de Rivoli desemboca en la Place de la Concorde, allí dónde estaba la guillotina y Robespierre fue ajusticiado. Es aún pronto para saber si algún día alguien pondrá flores en la Puerta del Sol o en el Palacio de Vistalegre en memoria del Círculo violeta y de la coleta que venían a cambiar la política española, o si sólo será objeto de una moda cultural revival como pasa con Enrico Berlinguer. Para saberlo y a un año de elecciones, no les quedan muchos caminos: el caballo uncido a la derecha o a la izquierda, César o Sila, Togliatti o Robespierre. En sus manos está conducir el carro.