Érase una vez un cineasta de Dinamarca. Desde jovencito, tenía muy claro que quería dedicarse al cine, así que siguió todo el ritual: se pilló una cámara de Super 8 y empezó a filmar a los amigos para después estudiar cine y tomárselo en serio. El cineasta pasó a hacer largometrajes que despertaban la admiración de todos, triunfando en festivales y desarrollando una celebrada carrera artística. Pero como el danés estaba en Dinamarca y no en Hollywood, tuvo que inventarse una vida privada atormentada de tics y manías porque su objetivo no era demostrar que era un director accesible y triunfador, sino un genio controvertido y paradójico. El danés lo entendió muy bien: “Estoy en Europa y tengo que actuar como un artista europeo”.
Vaya si lo consiguió. Sus películas cada vez eran más serias y sus dramas más profundos y se prodigaba poco en actos públicos porque decía que tenía fobia a viajar. En definitiva, era todo un genio con un complejo mundo interior. Para rizar el rizo, reunió a un grupo de amigachos y fueron más allá: fundaron un movimiento cinematográfico, con el modesto nombre de Dogma, y se inventaron unas reglas que reivindicarían la pureza del cine frente al artificio industrial. Las reglas consistían en hacer pasar por amateur los productos profesionales y así crear la ilusión en la cinefilia europea de que cualquiera puede hacer películas, que basta con ser un genio y todo vendrá rodado. La cultura gafapasta, huérfana de referentes desde la muerte de Andy Warhol, ya tenía un nuevo gurú. Su nombre resultaba además muy sonoro: Lars von Trier [acceso al artículo completo [1]]