“Los juegos del hambre” y “El juego de Ender”: niños, alistaos

De entre todas las cosas maravillosas que nos dejaron los años ochenta, una de las más bonitas es el sentido castrense de la existencia. En Estados Unidos dijeron, en esa década, basta: ya estaba bien de tanta tontería progre y de tantos derechos sociales, civiles y demás, de tanta educación en valores, de respeto al prójimo, de ayudar a las ancianitas desvalidas a pagarse la sanidad y a los niños pobres a salir del analfabetismo. Lo que había que hacer era hablar de derechos militares, de instaurar una ley tan antigua como la historia humana: sólo los más fuertes tienen derecho a sobrevivir. Eso sí, si se ayuda a los fuertes un poquito con subvenciones públicas obtenidas de los impuestos de los pobres, pues mejor. Lo único que hay que hacer es decir que eso es ser “emprendedor”, que se trata de salvar el sistema empresarial y financiero, y nada, a consolarse viendo qué hace el equipo de fútbol el próximo fin de semana. Se ha venido generando, desde hace treinta años, una retórica violenta que ha ido suprimiendo los grandes consensos para construir el Estado del bienestar tras la Segunda Guerra Mundial. Así, cerrar fábricas o televisiones autonómicas y enviar a la calle a miles de personas no es ya un fracaso político sino todo lo contrario: todo un triunfo y una muestra de firmeza [acceso al artículo completo]


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