Como todo el mundo sabe, Japón es el epítome de la sociedad domesticada. Un país de ciudadanos ciegamente obedientes y reacios a cuestionar la autoridad [1]. Y cualquier experto al que consulten les confirmará que esto ha sido así desde tiempos inmemoriales, una cultura milenaria humilde, flexible, pasiva, obediente y no agresiva [2] de nobles deseando morir por su señor y jóvenes presentándose voluntarios a meterse en un cacharro volador (o submarino) lleno de explosivos y estrellarse por amor a la patria [3] y al emperador [4].
Salvo alguna cosa [5].
Como por ejemplo los ninjas del clan Iga bajo el mando de Hattori Hanzo III (de nombre Masanari, como su padre). Doscientos de estos asesinos se encerraron en otoño de 1605 en el templo de Chozenji, en lo que hoy en día es el céntrico distrito tokiota de Shinjuku, y se declararon en huelga indefinida (de homicidios, hemos de suponer) mientras no se atendieran sus exigencias salariales y mejoras en las condiciones laborales [6] (link en japonés), lo que quizás fuera la primera huelga documentada en el sector servicios de la historia. Al parecer también originaron el concepto de “huelga a la japonesa” porque, estando asediados por las tropas del shogun, se dedicaron a escabullirse fuera del templo y abastecerse robando y saqueando por todo Edo (el Tokio actual). El caos que sembraron en la ciudad indudablemente logró captar más atención que cualquier acampada en una plaza, y así se entiende que, tras varias semanas y la ejecución de 8 de sus líderes, los ninjas obtuvieran sus demandas.
Pero no nos entretengamos demasiado en detalles y obviemos los dos siglos y medio de shogunato (dictadura militar) Tokugawa y sus más de tres mil levantamientos campesinos [7], durante el que se mantiene al país en un estado agrario y medieval.
Nos adelantamos hasta el período Meiji, que comienza en 1868 el “cambio radical” de Japón que todos conocemos. El emperador Mutsuhito y sus aliados deciden transformar el Japón medieval en un país moderno, con un gobierno y un ejército acorde con los tiempos y fuertemente centralizados. Se fuerza una industrialización a ritmo soviético y los siervos japoneses se ven convertidos en poco tiempo en obreros industriales urbanos. Imáginense cómo haría las delicias de nuestros sufridos y oprimidos emprendedores liberales [8] de hoy en día lencontrarse casi de la noche a la mañana con un ejército de mano de obra barata, dócil y perteneciente además a una raza que parecen determinados genéticamente a sufrir de un irresistible deseo de reventarse a trabajar hasta la muerte [9], si hace falta.
Ya lo decía en 1903 Sidney Gulick, misionero estadounidense que llevaba viviendo allí 15 años: los japoneses “dan la impresión de ser holgazanes y completamente indiferentes al paso del tiempo [10]“, “acomodaticios”, “emotivos” y llenos de “jovialidad, libertad de toda inquietud por el futuro, viviendo básicamente para el presente”.
De la tradicional cultura japonesa de amor al trabajo también se percató un consultor australiano invitado al país en 1915. El asesor además debía ser de esos que dicen verdades como puños, porque les soltó a la cara a los funcionarios japoneses que le guiaban: “Mi impresión con respecto a su mano de obra barata se ha visto decepcionada enseguida cuando he visto trabajar a su gente. No hay duda de que se les paga poco, pero su rendimiento es igualmente bajo; ver trabajar a sus hombres me hizo pensar que son ustedes una raza muy acomodaticia y conformista que piensa que el tiempo no es objetivo alguno. Cuando he hablado con algunos gerentes me han informado de que era imposible cambiar los hábitos heredados con la nacionalidad”.
No sólo los japoneses trabajan como esclavos por mero amor a su señor, patrón, emperador o quien toque, sino que además lo hacen sin chistar. Nadie ha oído hablar nunca de huelgas generales en Japón. Aún así, con Meiji algo de gresca sí hubo, como los trabajadores de la mina de cobre de Ashio [11], que en febrero de 1907, después de volar las instalaciones por los aires y propinarle una soberana paliza al gerente con los picos, atacaron una comisaría de policía para acabar enfrentándose a tres compañías de infantería que enviaron contra ellos.
Pero hablamos de la época en que los bolcheviques ya estaban dando quebraderos de cabeza al capitalismo mundial y en Japón no existían ni sindicatos dignos de tal nombre. Aunque quizás esto podía deberse a que el emperador había sido bastante selectivo en lo que tomaba de la modernidad occidental. Cualquier asociación de trabajadores estaba terminantemente prohibida. Para que no quedara duda de su determinación, en 1910 el gobierno japonés, tras descubrir a cuatro anarquistas con material explosivo, aprovechó el impulso para detener a cientos de sospechosos, juzgar a 26 de ellos por una inverosímil conspiración para matar al emperador y colgar el 26 de febrero de 1911 a 11 hombres y una mujer [12] en una ejecución múltiple con la que se deleitaron todo un día y parte del siguiente. Aunque Japón se liberalizó hasta el extremo de permitir la creación del partido comunista en 1922, en septiembre de 1923 policía y ejército aprovecharon el caos y disturbios que siguieron al gran terremoto de Kanto para detener y ejecutar a docenas de disidentes políticos, entre ellos un niño de seis años. El dicho japonés de que “el clavo que sobresale se lleva un martillazo” es más literal de lo que se piensa.
Tras la derrota en la IIGM, con la ocupación de Japón por el ejército aliado, los estadounidenses se afanan en reinventar el país a su mayor conveniencia. Instauraron la nueva constitución pacifista, medidas inspiradas en el New Deal de Roosevelt y una extensa reforma agraria que terminó de una vez por todas con la aristocracia rentista e instauró una nueva (y muy conservadora) clase social de pequeños propietarios rurales. De paso aprovecharon para quedarse suculentas extensiones de tierra donde instalar unas 90 bases militares [13], privilegio a cambio del que Japón, poniendo además la cama, asumió la mayor parte del coste de mantenimiento [14].
Los estadounidenses también se quedaron con Okinawa, donde comenzaron la entrañable tradición de violar a las lugareñas [15] (casi siempre impunemente [16]) que, a pesar de haberle transferido la soberanía de las islas a Japón en 1972, se mantiene hasta nuestros días [17], con el aditivo de alguna [18] que otra [19] muerta ocasional. La culpa, por supuesto, es de los padres que las visten como Gothic Lolitas, y de las propias japonesas que, como cualquier friki sabe, son unas guarrindongas facilonas que se dedican sobre todo a hacer porno [20].
Asimismo los norteamericanos montan en 1955 un sistema social consistente en una casta de políticos, burócratas y empresarios [21] salidos de las mismas familias (literalmente) que habían controlado el cotarro con Meiji (y ahora sin competencia gracias a la reforma agraria) controlando el país. A la cabeza del poder político la CIA se aseguró [22] de colocar a sus chicos del Partido Demócrata Liberal (criminales de guerra, mafiosos, ultraderechistas [23]) y dotarles de una “democracia de partido único” que debió hacerle saltar las lágrimas a la momia de Lenin. El LDP supo aprovechar el legado y mantenerse en el poder indefinidamente de forma casi exclusiva y eternamente fiel a la CIA y su dinero. Posiblemente el único caso de éxito de la Agencia en instaurar un gobierno títere que cumple su cometido.
Así pues los japoneses, al contrario que el sacrificado pueblo español, no pueden enorgullecerse de haber protagonizado, ellos solitos, una transición del autoritarismo a la democracia ejemplar para el mundo. Los que vivieron aquello desvían la mirada con vergüenza si les preguntan dónde estaban ellos cuando el emperador murió en la cama fue despojado de su divinidad por MacArthur. Los japoneses no tumbaron al régimen reuniéndose en la clandestinidad, infiltrándose en el sindicato vertical ni creando universidades paralelas. Sobre todo, los padres japoneses no pueden narrarles orgullosos a sus hijos cómo corrían delante de los grises cuando eran estudiantes.
Porque los estudiantes japoneses no corrieron delante de los guardias en los sesenta y setenta. Más bien lo que hacían era cargar de frente contra ellos. A estacazo limpio.
Pero no nos apresuremos, y veamos a qué venía tanto ímpetu. Aunque la actividad huelguista en la posguerra en Japón fue intensa durante unos pocos años [24] y los resultados de las marchas, en ocasiones, eran violentos [25], en los 50 reinaba una cierta tranquilidad.
Sin embargo, en 1958 comenzó la negociación [26] para renovar el tratado de seguridad con Estados Unidos (ANPO) que regularía la presencia militar norteamericana en el Japón ya soberano e independiente. El gobierno del criminal de guerra [22] Nobusuke Kishi (abuelo del actual Primer Ministro [27] Shinzo Abe ¡intenta igualar eso, Fabra!) llegó a un acuerdo para la firma del nuevo tratado en 1960 con el amigo americano a pesar de la fuerte oposición social.
Por un quítame allá esas bases americanas, los pasivos y obedientes japoneses salieron a la calle cada día durante más de dos meses, rodeando la “Dieta” en Tokio [28] con hasta 350.000 personas y sacando unos 16 millones a la calle en todo el país. Por suerte Kishi mantuvo una inquebrantable responsabilidad y sentido de Estado. A pesar de tener la ciudad en estado de sitio por la muerte de una estudiante a manos de la policía 7 días antes [29] y verse obligado a cancelar la visita del presidente Eisenhower [30], no cedió a las presiones antidemocráticas de los alborotadores y aprobó el ANPO en la medianoche del 23 de junio de 1960, sin debate parlamentario y con la oposición expulsada del hemiciclo por la policía [31] (Rajoy ¡cuánto aún por aprender!). Cumplido su cometido, inauguró otra de esas extrañas costumbres japonesas absurdas e incomprensibles para nosotros: dimitió inmediatamente [32].
Con este empate provisional (no se vayan todavía, ¡aún hay más!) de una estudiante muerta, y un ANPO aprobado vs. una visita presidencial gringa cancelada y un primer ministro dimitido, los primeros sesenta pasan tranquilamente. Mientras, los estudiantes se dedican a lo que todo movimiento de izquierdas tras la pasión y euforia iniciales: dividirse en facciones, subfacciones, corrientes, contracorrientes vanguardias y retaguardias y enfrentarse entre ellos salvajemente [33], desarrollando tácticas de lucha directa y sentando las bases para la gloriosa traca final que se avecinaba.
En plena efervescencia hippie, según se aproximaba la renovación (automática) del tratado ANPO con EEUU en 1970 y la guerra de Vietnam se desmadraba, la “Nueva Izquierda” de estudiantes unidos por su oposición a la “vieja izquierda” del Partido Comunista de Japón comenzaron a protestar con florecillas de madera de metro y medio contra la presencia americana y la guerra de Vietnam [34]. Inauguran la nueva temporada con una batalla campal junto al aeropuerto de Haneda, tratando de impedir que el Primer Ministro Eisaku viajara a Saigón (mientras el Partido Comunista organizaba un “picnic de protesta” a 80 km. de allí). Aunque sufrieron una baja por “atropello amigo” (los estudiantes usaban las grilleras de la policía como ariete), ganaron a los puntos, con 600 policías heridos por 100 estudiantes. En defensa de la policía hay que decir que, a estas alturas, los estudiantes tenían mucha más experiencia en combate a base de zurrarse unos con otros.
Un mes después, en el segundo “incidente de Haneda” (esta vez el Primer Ministro iba a EEUU a verse con Lyndon B. Jonson), la policía se preparó a conciencia y apaleó a todo lo que se movía, incluidos viandantes, aunque esta vez no hubo que lamentar fallecidos. Pero fue en las protestas en enero de 1968 contra la parada en puerto japonés del portaaviones USS Enterprise cuando el movimiento contó ya con multitudinaria participación de socialistas, comunistas e incluso del partido budista Komeito (tradicional aliado del LDP) y suscitó el apoyo popular ante las imágenes de brutalidad policial vistas en vivo por televisión y que varios periodistas experimentaron en primera persona.
Esto permitió al movimiento nutrirse de nuevo de una amplia participación de estudiantes que extendieron huelgas por todo el país. En 1969, 127 de las 400 universidades japonesas se encontraban ocupadas y en huelga, con el notable protagonismo de la Universidad de Tokio. Los estudiantes lucían cascos de un color determinado para distinguirse de los viandantes, grupos de ultraderecha, la policía… Y de los grupos rivales. Las escaramuzas que se dieron en el campus principal de Hongo culminaron con el atrincheramiento de los estudiantes en el edificio más emblemático de la Universidad [35] (Yasuda Hall) en un asedio policial que duró dos días y acabó con el interior del inmueble destrozado.
A partir de aquí todo fue degradación. Los estudiantes realizaron algunas movilizaciones más, pero perdieron rápidamente el poco apoyo popular que les quedaba y se hicieron más conocidos por sus luchas intestinas y sus asesinatos sectarios, que se extendieron nada menos que hasta 2003 y llegaron a sumar más de 100 muertes [36]. A partir de una de las facciones surgió la “Red Army” japonesa que protagonizó purgas y acciones delirantes, como el suceso de Asama-Sanso [37] (10 horas de asedio retransmitidas en vivo por la televisión, 2 policías muertos); o el secuestro en 1970 del vuelo 351 de Tokio a Fukuoka para “huir” a Corea del Norte y de ahí viajar a Cuba, donde nunca llegaron.
Estos hechos marcaron a la sociedad japonesa durante décadas. El fracaso de las luchas del 68-70 y la violencia desatada por estos agudos librepensadores provocó una reacción de pavor en el ciudadano medio, que no quiso volver a saber nada de manifestaciones ni activismo. Ahora sí podemos decir que varias generaciones de japoneses se sumergieron en el trabajo y en la desenfrenada carrera por desarrollar el país sin cuestionarse nada. Los sucesos de 1960-70 se convirtieron en semejante tabú en el país que las personas nacidas después han crecido básicamente ignorantes de lo que ocurrió realmente. Muchos japoneses se sorprenderían más que ustedes mismos al ver las imágenes de aquellos locos años.