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La Segunda Guerra Mundial – Antony Beevor

Antony Beevor es uno de nuestros historiadores de cabecera en LPD [1]. Es un historiador militar conocido sobre todo por su capacidad para narrar algunas de las grandes batallas de la Segunda Guerra Mundial, como Stalingrado, el desembarco de Normandía o la conquista de Berlín por parte del Ejército Rojo. Entre sus muchas virtudes, personalmente querría destacar tres: en primer lugar, que es el yerno del también historiador John Julius Norwich, a quien también tenemos cariño aquí, sobre todo por sus libros sobre el Imperio Bizantino [2] y las civilizaciones mediterráneas [3]. Ante las preguntas de un periodista sobre si no estaba muy mayor (65 años) para seguir escribiendo a un ritmo tan alto, Beevor contestó algo así como: “pues mire usted, mi suegro tiene 85 y ahí sigue, al pie del cañón, así que no veo por qué yo debería dejarlo”.

En segundo lugar, Beevor es un gran historiador, y un gran narrador. Posee una extraordinaria capacidad para transmitir la esencia de lo ocurrido mediante la combinación entre la descripción de las operaciones militares (su especialidad) con distintos testimonios que saca oportunamente a colación y el trasfondo histórico – político que rodea a cada una de las batallas y operaciones.

Por último, Beevor parece tener la rara cualidad de ser ecuánime. Algo que se debería exigir a cualquier historiador, pero que por desgracia es mucho menos común de lo que parece: los historiadores, a menudo, se dejan llevar por su ideología, o querencias personales, o por el chauvinismo. Y con ello, como cabe imaginarse, la fuerza de su narración flaquea. Recientemente comentábamos en LPD un ejemplo diáfano de narración histórica lamentablemente echada a perder por este tipo de actitudes [4].

Tal vez sea por su especialización en historia militar, centrada en la descripción de las operaciones y en evaluar decisiones que pueden analizarse objetivamente a partir de sus efectos (positivos o negativos) sobre el curso de un conflicto armado, pero la verdad es que Beevor parece ubicarse siempre en un término medio. Lo cual no significa un punto intermedio entre, digamos, el nazismo y los EEUU. Significa la capacidad para narrar los hechos y evaluarlos con arreglo a una perspectiva imparcial. O todo lo imparcial que se pueda ser. Obviamente, Beevor tiene claro que el nazismo es moralmente repugnante. No se ahorra contarnos los excesos de las SS, o de los japoneses, o del estalinismo. Pero esto no le hace ser más benevolente de la cuenta con los aliados occidentales, exculpándoles por sus excesos o meteduras de pata.

Por eso, uno lee los libros de Beevor no sólo con agrado, sino con la seguridad que confiere saber que el autor, dada su trayectoria, no te va a tratar de vender cabras; no, al menos, conscientemente. Y eso ya es mucho. En mi caso, para mí fue muy reconfortante leerme su libro sobre la Guerra Civil Española, que es el mejor que he leído junto con el de Hugh Thomas. Y es, también, el más ecuánime. Y de nuevo hay que incidir en que “ecuánime” no significa equidistancia, sino imparcialidad. Beevor tiene claro quién se sublevó frente a una democracia (con todas sus imperfecciones); o la diferencia entre la violencia organizada y promocionada desde la cúspide y la violencia desatada por puro salvajismo, por poner sólo dos ejemplos.

Una actitud que le valió, como cabría esperar, el odio eterno de nuestros propagandistas reaccionarios de cabecera, Pío Moa [5] y César Vidal. Ante lo que fue un gran placer, una gran satisfacción, ver cómo pasó Beevor de tanto griterío, como diciendo “pero el palurdo este de la boina, y el gordo de la L.O.G.O.S. University… ¿de dónde han salido?”.

El libro que nos ocupa, sobre la II Guerra Mundial, se lee con agrado, a pesar de su extensión (1100 páginas). Evidentemente, en un trabajo de estas características hay poco nuevo que aportar. Se trata de una historia general sobre un tema visitado y revisitado en infinidad de ocasiones y desde casi todas las perspectivas imaginables. Sin embargo, el valor del libro está en la magnífica narración del conflicto y en el completísimo compendio que hace de todos y cada uno de los escenarios de la guerra.

Después de todo, si se ha escrito tanto sobre la II Guerra Mundial es porque se trata de un tema tan amplio, tan terrible y apasionante, que el interés de los lectores nunca acaba de remitir. Los acercamientos del público, a historias parciales, o enfoques alternativos – sensacionalistas, se suceden. Y también a historias de conjunto, aunque esto nos obligue a revisar, una y otra vez, lo mismo. Desde esta perspectiva, el libro de Beevor tiene una gran ventaja sobre la mayoría de los que le antecedieron, además de su valor narrativo: se trata de una historia tan minuciosa que afloran muchos detalles desconocidos u olvidados por el lector. Por ejemplo, yo no tenía ni idea de que pasó algo así:

El 2 de diciembre [de 1943], una gran incursión aérea de la Luftwaffe contra el puerto de Bari había cogido totalmente desprevenidos a los Aliados. Fueron hundidos diecisiete buques, incluido uno de los llamados “Barcos de la Libertad”, el John Harvey, que llevaba en sus bodegas mil trescientas cincuenta toneladas de gas mostaza. Estas bombas, que llegaban en el más absoluto secretismo, debían tenerse en reserva por si los alemanes recurrían a las armas químicas. El puerto quedó sumido en el más absoluto caos, con los oleoductos inutilizados y en llamas. Otro barco con cinco mil toneladas de municiones se incendió y estalló por los aires (…) El gas mostaza alcanzó a los que se arrojaron al mar y a otros muchos que se encontraban en la zona de los muelles. Los corresponsales de guerra vieron cómo los censores suprimían de sus artículos cualquier tipo de alusión al ataque sufrido (…) Perecieron más de mil soldados y marineros aliados y un número desconocido de italianos. El puerto quedó inutilizado hasta febrero de 1944. Fue una de las incursiones de la Luftwaffe más devastadoras de toda la guerra (pág. 749)

El libro abarca todos los escenarios de la guerra, y los describe pormenorizadamente. A veces se producen algunos “saltos” excesivamente bruscos entre unos temas y otros (por ejemplo: el autor va de China al norte de África, y de allí a Stalingrado, en apenas un par de páginas). Pero es un problema menor, en una obra en general coherente que no se hace pesada (personalmente, lamenté acabármela; tenía ganas de seguir leyendo), no sólo porque explique pormenorizadamente todo lo que ya sabíamos, y lo haga con la soltura habitual, sino porque, como indicaba, logra sorprendernos.

Los medios, de hecho, se hicieron eco de una de las principales novedades que aportaba el libro: la revelación de que los japoneses practicaron, de forma habitual, el canibalismo con sus prisioneros y con la población civil [6], por una serie de motivos entre los que destacan la profunda inhumanidad del carácter japonés, tal y como se desplegó a lo largo del conflicto, y las desastrosas carencias en el abastecimiento a las tropas, que a partir de cierto momento eran depositadas en su destino (si lograban llegar) y abandonadas ahí a su suerte.

Los oficiales y los soldados japoneses recurrieron a la práctica del canibalismo, y no sólo con cadáveres enemigos. La carne humana estaba considerada un alimento necesario, y organizaban “cacerías” para obtenerla. En Nueva Guinea mataron, despedazaron y devoraron a nativos y esclavos, así como a varios prisioneros de guerra australianos y americanos, a los que llamaban “cerdos blancos” para diferenciarlos de los “cerdos negros” asiáticos. Cocinaban y comían las partes carnosas, los sesos y el hígado de sus víctimas. Aunque sus comandantes les dijeran que no podían comerse a sus propios muertos, esta prohibición no solía detenerlos. A veces elegían a un camarada, especialmente entre los que se negaban a ingerir carne humana, o capturaban a un soldado de otra unidad. Los reclutas japoneses que más tarde fueron atrapados en Filipinas reconocerían que “no era de las guerrillas de quien teníamos miedo, sino de nuestros propios compañeros” (pág. 868).

La parte del libro dedicada a los japoneses es la que causará más desazón en el lector. Sí, incluso más que leerse lo relativo a las purgas estalinistas, la barbarie del Holocausto nazi o el salvajismo de la guerra en el Este. Porque esas cuestiones, al menos, ya las sabemos. Pero el libro aporta una serie de datos sobre la manera de conducir la guerra, en todos sus aspectos, por parte de Japón que llegan a provocar verdadero asco. Aunque también lo supiéramos ya, hasta cierto punto. Y provocan asco no sólo por cosas como el canibalismo que acabamos de relatar. También por las violaciones masivas, las vivisecciones y experimentos con armas biológicas en los que murieron cientos de miles de chinos, el desprecio absoluto por la vida humana y la implacabilidad del régimen militarista japonés, que buscó hasta el último momento la victoria a costa de absolutamente todo lo demás.

La "Marcha de la Muerte" de Batán, en Filipinas, en 1942

Una guerra espeluznante que sólo miramos con más distanciamiento porque, en efecto, hay más distanciamiento, como es normal, respecto de lo que ocurra en el Pacífico y porque, a diferencia de la guerra en Europa, donde los alemanes estuvieron a punto de vencer, en el Pacífico estaba muy claro, desde el principio, que EEUU acabaría ganando, por contar con muchos más recursos materiales, técnicos y humanos. Con o sin bomba atómica.

En la parte final del libro, Beevor aporta algunos datos interesantes sobre los proyectos de los vencedores para el período inmediatamente posterior al final de la guerra. Y cómo la aparición de la bomba atómica determinó, más que ninguna otra cosa, que las cosas quedaran como estaban, con Europa dividida en dos bloques, pero sin que se produjeran más hostilidades [7]. Los aliados occidentales ya habían tenido bastante guerra y, en lo que respecta a los británicos, no podían enfrentarse en solitario al Ejército Rojo.

Precisamente por ello, los británicos tuvieron que abandonar el último de una larga serie de proyectos delirantes ideados por el primer ministro británico, Winston Churchill [8], a lo largo de la guerra: la llamada “Operación Impensable”, para liberar Polonia de las garras de Stalin (no olvidemos que la defensa de Polonia, a fin de cuentas, motivó el estallido de la II Guerra Mundial):

Al cabo de una semana de la rendición de Alemania, Churchill convocó a sus jefes de estado mayor. Los desconcertó al preguntarles si iba a ser posible obligar al Ejército Rojo a retirarse con el fin de asegurar “un trato justo para Polonia”. Esa ofensiva, dijo, debía tener lugar el 1 de julio, antes de que la fuerza militar de los Aliados en el frente occidental se viera mermada por la desmovilización o el traslado de unidades a Extremo Oriente. Aunque la elaboración del plan de contingencias para la “Operación Impensable” se desarrolló con el máximo secreto, uno de los topos de Beria en Whitehall pasó los detalles a Moscú. La información más explosiva era la orden dada a Montgomery de reunir todo el armamento entregado por los alemanes, por si se reconstruían unidades de la Wehrmacht para participar en esta empresa disparatada. Como no es de extrañar, los soviéticos pensaron que todas sus peores sospechas se veían confirmadas (…) La Segunda Guerra Mundial había empezado en Europa por Polonia y la idea de una tercera guerra mundial con arreglo al mismo guión mostraba una simetría aterradora” (págs. 1068-1069)

Poco después, fue la URSS la que desechó la idea (mucho más elaborada y planificada que la británica) de conquistar Italia y Francia tras la marcha de los EEUU de Europa, que entonces se intuía inminente. ¿El motivo? El que pueden Ustedes imaginarse: la aparición de la bomba atómica:

Mucho antes de que a Churchill se le ocurriera la fantasía de la Operación Impensable, una sesión del Politburó había decidido en 1944 ordenar a la Stavka elaborar planes para la invasión de Francia e Italia, como luego contaría el general Shtemenko al hijo de Beria. La ofensiva del Ejército Rojo debía combinarse con la toma del poder por los partidos comunistas de ambos países. Además, según contó Shtemenko, “se preveía un desembarco en Noruega, así como la toma de los estrechos [entre Dinamarca y Escandinavia]. Se asignaron unos presupuestos considerables para la realización de estos planes. Se esperaba que los americanos abandonaran una Europa sumida en el caos, mientras que Gran Bretaña y Francia se verían paralizadas por sus problemas coloniales. La Unión Soviética poseía cuatrocientas divisiones experimentadas, dispuestas a lanzarse como tigres. Se calculaba que toda la operación no llevaría más de un mes… Todos estos planes fueron abortados cuando Stalin se enteró [por Beria] de que los americanos tenían la bomba atómica y habían empezado a producirla en masa”. (pág. 1072)

Imagínense qué Europa habría quedado. Un marasmo rojo – bolchevique, una utopía del terror estalinista en toda Europa… ¡Pero al norte de los Pirineos! ¡Un Caudillo invencible, el Centinela de Occidente, preservando, una vez más, los valores morales y espirituales del cristianismo!

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