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Festival mourinhista de la canción

Sólo España, Serbia, Grecia y Francia cantaron sus canciones en el festival de Eurovisión 2011 en la lengua que Dios les puso en las cuerdas vocales el mismo día en que las creó blancas e indivisibles. El resto de los participantes optó por la koiné. A excepción hecha, claro está, de los angloparlantes. Y los franceses lo hicieron en corso, como queriendo incluirse a la fuerza en el espacio geográfico definido por esas tres magnas naciones que al mundo entero asombran por su radiante porvenir a golpe de titulares a cinco columnas difíciles de olvidar. Explicó el debutante José María Iñigo -un chico joven que está empezando, designado comentarista por esa tendencia de RTVE de renovarse para afrontar el siglo XXI fichando como presidente a Alberto Oliart, de 84 años, toda una promesa- que cantar en inglés era la forma de llegar a la mayor cantidad posible de gente. Pero no sólo es el idioma. También los clichés de los estilos anglosajones de canción ligera están omnipresentes y se podría asegurar que la globalización ha realizado un gran trabajo multicultural en esta institución artística: todos los participantes eran prácticamente iguales. Todos renunciando a sus señas de identidad, todos tratando de amarrar el triunfo sin arriesgar nada, todos intentando vencer por media aritmética, pasando de que les den doces, en plan Lemond llevándose el Tour sin ganar ninguna etapa. Ya saben ustedes ¿verdad? qué simpático y célebre entrenador de fútbol vio la edición de este festival de Eurovisión subido al sillón haciendo solos de guitarra en una raqueta de tenis. Sí, ese.

Nuestra candidata, la gallega Lucía Pérez, quedó en antepenúltima posición. Su canción ‘Que me quiten lo bailao – They can´t take the fun away from me’ no cuajó entre los jurados europeos más interesados en descubrir a los nuevos Back Street Boys que en esforzarse por valorar, entender y hacer propias en su corazón las manifestaciones culturales más singulares de cada pueblo, como se ha hecho en la radio televisión española toda la vida [1]. ‘Que me quiten lo bailao’, a ritmo y coros propios de una Sabrina Salerno, con una coreografía en la que los bailarines se agarraban los testículos con una mano y saludaban con la otra, era un canto, un mensaje a Europa, sobre la situación que atraviesa el país y cómo la afronta nuestro pueblo. Ya saben, esas recreaciones de la batalla de Waterloo en puticlubs de ámbito rural, ese máximo consumidor de cocaína del mundo, esa legislación antidopaje más laxa desde la RDA y sus correspondientes frutos, todas estas maravillas que se nos han esfumado, todas ellas somos nosotros y a Europa sinceros le cantamos: lololo loroloró, que me quiten lo bai-laó, lololó loroloró. Para más señas, vaya por delante que en el cenit, en la máxima efervescencia socioburbujil de España, nuestro mensaje musicado de paz y amistad en el mundo lo dio Chiquilicuatre.

Pero no hemos ganado ¡cómo es posible! y España no se lo ha tomado bien, como suele ser habitual. Varias columnas del diario más prestigioso de la nación, El País, arremeten contra el festival, al que denominan “caduco”, “beato”, “festival del sonrojo”, “casposo”, “pretencioso”, “engañoso”, “martirizante”, “inútil” y de “deplorables canciones”. Sólo falta pedir la cabeza del responsable de que no haya ido Guardiola.

En este apartado de lamentos cada vez que palmamos algo, al margen de que el festival es indigno, otra intolerable y recurrente injusticia por la que no hemos ganado es que los países limítrofes o cercanos se votan entre ellos. Particularmente simpática resulta la crítica a los yugoslavos. “Se matan entre ellos todos estos años para luego andar dándose doces en Eurovisión”, dice la gente. Nada más lejos de la realidad. Incluso durante la guerra, todos y cada uno de los bandos le daba al turbo folk, música ancestral serbia con bases techno, generalmente cantado por mujeres recauchutadas, como Ceca, la segunda mujer de Arkan -la primera era profesora de español, por cierto-. Mirjana Tomic, periodista belgradense de origen mexicano que escribió excelentes crónicas de la guerra para El País antes de que la echasen de Belgrado por no comulgar con los titadines de rigor, lo contó en las páginas finales de este reportaje en Foreign Police [2]. A los ex yugoslavos de todas las repúblicas lo que les pone es el turbofolk. Lo escuchan en Zagreb, a pesar de que no se vende legalmente, y lo escuchan en las discotecas de Lubijiana. Y es música serbia. La de los malos. Por este motivo, antes de criticar hay que entender que existen lazos en otras latitudes, multitud de guiños que se lanzan unos a otros, que para nosotros son invisibles. Igualmente, puede que ellos no pillen que muy probablemente Portugal le diera los doce puntos a Lucía Pérez por las ordinarias gaitas metidas con calzador en ‘Que me quiten lo bailao’. Un codazo fraternal al terruño tan estimulante como la pista de guitarras españolas que la RTL habrá puesto para hablar de España en su día tanto del Mundial de Naranjito, como de la entrada en la CEE, como del aceite de colza.

Por cierto, que el bosnio, no contento con haber compuesto el himno de su país, es la tercera vez que se presentaba al certamen ¡que le den una consejería de cultura ya, por dios! Y la canción serbia [3], yo lo siento mucho de verdad, pero es que fue la mejor. Revival soul con una puesta en escena con más colorines que las encías de Juncal. En El País han dicho que es mejor que Duffy, no les digo más.

En fin, en unos tiempos en los que hay música en los grandes almacenes, en el metro, o en los ascensores, y si no la hay, ya llega alguien con el móvil y la pone; unos tiempos en los que la música está devaluada, por hipertrofia, convertida en un residuo más que deja tras de sí la actividad humana, que en todas partes hay alguien que hace música y que no se contenta como no se la escuches frunciendo el ceño, que llegue Eurovisión a ensalzar sus aspectos más espurios y superficiales le deja a uno con la inigualable e irresistible certeza de estar asistiendo a lo peor de lo peor del mundo: Que empiece otra vez.
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