Historia Sagrada. 64

El Becerro de Oro (Éxodo 32: 1-35)

El Pueblo Elegido, como ya habrá quedado claro a estas alturas, estaba formado por gentes incultas, analfabetas, sin capacidad de raciocinio: chusma de dura cerviz. En pleno siglo XXI, el Rebaño del Señor se compone de gente cultivada, inteligente, con espíritu crítico. Que no vayan Ustedes a creerse que se dejan engañar por la primera pitonisa Lola o el primer mormón o el primer agente inmobiliario que se les pone por delante; no, ellos se dejan guiar por la Fe, principio superior que anima el pacto del hombre cristiano con el Señor a través de la Iglesia, privilegiada intermediaria. La Fe mueve montañas y es tal su poder que el creyente no necesita mucho para corroborar la presencia del Señor entre nosotros, guiándonos y protegiéndonos.

Por eso, si un niño de cinco años dice que ha visto un fantasma en una cueva, los creyentes enseguida se dan cuenta de que, en realidad, ha visto al Señor; si el párroco de un pueblo del México o la Argentina o la España profundas dice que la Virgen le habla, pues joder, pues será la Virgen de verdad. ¿Cómo no va a serlo? Si una mujer analfabeta que vive en un recóndito pueblo que parece enquistado en la Edad Media dice que se le ha aparecido un santo, pues será verdad. Si corrían rumores de que un monje medieval hacía todo tipo de milagros, la cosa se debería a que el Señor obraba a través de él. Vamos, digo yo.

Como los creyentes son gente culta y racional, saben que no es necesario que el Señor dé muestras de su existencia de manera ni remotamente precisa: por ejemplo, apareciéndose en mitad de una ciudad moderna, o ante una congregación de individuos hostiles a los principios que animan a nuestra Iglesia; o en un programa de televisión. Ello solventaría muchas dudas y les daría en toa la boca a los ateos que pululan por ahí, por no hablar de la gente que cree en otros dioses. Pero entonces, digo yo, ¿qué mérito tendría? ¿Qué sentido tendría la fe?

Por esa razón, preservar la fe y nuestra pureza de espíritu, es por la que los milagros y apariciones se dan sistemáticamente en contextos premodernos, marginales y, sobre todo, siempre indemostrables. El Señor asoma la patita, se desvanece y quien quiera creer, pues que crea.

En cambio, en el mundo antiguo las cosas no eran tan fáciles. La fe no había surgido aún como argumento definitivo, la gente era inculta y crédula y muy predispuesta a asombrarse ante todos los estímulos que se les aparecían alrededor. Ante un contexto de competencia brutal, era necesario que el Señor se lo currase muchísimo más. Por eso, en el mundo antiguo y medieval el Señor se aparecía por doquier, él y sus discípulos aventajados; enviaba santos que era un primor verlos actuar; y los milagros estaban a la orden del día.

Todo esto no lo hacía el Señor por gusto. Lo hacía porque el pueblo llano, como no nos cansaremos de repetir, era particularmente duro de mollera; y por eso había que hacerles milagros día sí, y día también. E increíblemente, incluso currándoselo así la gente tendía a pasar de Él a las primeras de cambio. Es lo que ocurrió con el Becerro de Oro, el capítulo que hoy nos ocupa.

Mientras Moisés solventaba con el Señor todos los importantísimos y cruciales asuntos que les explicábamos en el capítulo anterior, el Pueblo Elegido comenzó a murmurar: “¿Dónde está el Señor? ¿Qué ha sido de Él?”. No tenían bastante con las plagas, el Maná, la apertura de las aguas del Mar Rojo, y todas las demás maravillas que había obrado ya el Señor; querían más espectáculo. En ausencia de Moisés, fueron a solicitarle a Aarón que les proveyese algún Dios de urgencia que pudiera entretenerles.

Aarón aplicó la doctrina que, desde el principio y hasta la fecha, anima a todas las confesiones religiosas en su relación con los fieles: “dadme todo vuestro oro”. Así lo hicieron y Aarón, ni corto ni perezoso, configuró apresuradamente un hermoso becerro de oro, y los israelíes se pusieron a adorarlo. ¡Ingratos! ¡Lo adoraban sin un mísero milagro ni aparición ni acción inexplicable a cambio, como si no fuesen incultos israelitas del año 1000 a.C., sino modernos españoles cosmopolitas del siglo XXI!

El Señor, que todo lo ve, no dejó de percatarse de esa situación anómala, y respondió como cabría esperar de un ser omnipotente, eterno y lleno de bondad: “Me cago en la puta hostia, los voy a exterminar a todos. ¡A TODOS! ¡Se van a enterar de quién manda aquí! ¡No me sujetes, Moisés! ¡No me sujetes, que me pierdo!”.

A duras penas Moisés logró reconducir la ira del Señor, haciéndole ver que, hombre, Él, sería un poco raro que después de cultivar pacientemente el pacto con el Pueblo Elegido, renovado mil veces; después de molestarse en cuidar a Abraham y a su prole, asegurarse de que José y su familia se instalasen en Egipto; después de putear a Faraón por el mero placer de hacerlo y de librar a su Pueblo del yugo egipcio para conducirlos a la Tierra Prometida,… Ahora, a las primeras de cambio, se los cepillase a todos y diera el experimento por concluido.

Una vez medio calmado Yaveh, Moisés bajo del cerro donde llevaba días departiendo y apuntando el rollazo que le había soltado el Señor. Y aunque había logrado salvar a su pueblo del exterminio, eso no significa que no estuviera dispuesto a aplicarle un castigo ejemplar: primero de todo, apareció delante de los isralitas con un cabreo monumental y tiró las Tablas de la Ley al suelo, quebrándolas (imagínense el sacrificio: ¿y si luego el Señor se empeñaba en dictarle otra vez lo mismo, punto por punto?). Cogió el becerro de oro y lo destruyó por completo, reduciéndolo a polvo (aquí Moisés demostró su inexperiencia como conductor de rebaños: habría sido mucho más sensato incautarlo y destinar todo ese oro a obras de caridad).

Por último, se puso en plan farruco y vociferó: “¿quién está conmigo?”. Se le acercaron los siempre pelotilleros miembros de la tribu de Leví, a los que ordenó que se cepillasen a todos los que pudieran en una orgía de sangre y destrucción en la que, según nos cuenta la Biblia con indisimulado orgullo, “no cayeron menos de 3000 hombres”. Así que al final, como pueden Ustedes ver, este lamentable malentendido pudo medio arreglarse con un coste mínimo.чугунные сковороды грильvietnamese google translate


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  1. Comentario de Lluís (23/04/2011 18:58):

    A todo esto, creo que merecería especial atención lo que hiciera Aarón. ¿Se hizo algún tipo de auditoría sobre el oro entregado por los israelitas y el que realmente empleó Aarón en el becerro? ¿No les fabricaría algo con latón sobredorado y se quedaría la diferencia?

    Lo digo porque el asunto parece muy sospechoso. Se supone que Aarón era la mano derecha de Moisés, no niego que no le apuñalase por la espalda si fuese necesario, pero no a las primeras de cambio. Igual que hicieron un ídolo de oro, lo podían haber hecho de piedra o cualquier otra cosa. Sorprende también el interés desmedido de Moisés en no dejar rastro del becerro, como si se tratase de eliminar toda prueba. Porque ante una felonía así, el Dios del Antiguo Testamento solía exigir alguna masacre que ni los partidarios de Gaddafi, eso de destruir un becerro suena a muy metrosexual.
    En todo ese asunto, digo yo que hay algo raro, a ver si Luis del Pino acaba pronto con lo del 11-M y se pone con esto.

  2. Pingback de La Página Definitiva » Código fuente (25/04/2011 18:17):

    […] proyección de esta película en España, con lo que ofende a aquellos que tienen Fe. ¡Y en plena Semana Santa!) y que antes le dejen hacer un último viajecito a los ocho minutillos de marras: “Ejque creo […]

  3. Pingback de La Página Definitiva » THOR (01/05/2011 11:17):

    […] Pero, claro, esto implica asumir que hay dioses. Dioses que, además, no son nuestro Señor. Y esto obliga a todo director de prestigio (y Thor está dirigida por Kenneth Branagh; ahí queda eso. ¡Más cornás da el hambre!) a arbitrar una solución de emergencia que los deje a todos contentos. La solución es siempre la misma: los dioses son extraterrestres superevolucionados. Esto tiene la enorme virtud de que gusta a todo el mundo. A los ateos, porque “claro, Dios no existe”. A los creyentes porque “claro, sólo Él existe, y no esos dioses paganos absurdos”. En general, el comodín de los extraterrestres permite postergar el problema de Dios ascendiéndolo de nivel. Si hay un Dios, está también por encima de los extraterrestres superevolucionados. Así de poderoso es Dios, si es que existe; ¡como para que luego vayamos por ahí montando manifestaciones ateas! […]

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