Historia Sagrada. 61
Los Diez Mandamientos (Éxodo 19, 1-25; 20, 1-26)
La verdad es que el Pueblo Elegido tenía suerte de contar con un pedazo de Dios como Yaveh, que les había permitido medrar con el ganado de Faraón, les había liberado del yugo egipcio y ahora los llevaba de la mano por el desierto del Sinaí, atiborrándolos de maná, en pos de la Tierra Prometida. ¿Y todo a cambio de qué? Pues de que acataran el mandato del Señor, que le fueran fieles siempre y en todo lugar, bajo cualquier circunstancia; y si se desmadraban ya sabría el Señor, a hostias, naturalmente, cómo llevarlos de nuevo al redil.
Así habían convivido el Señor y su pueblo durante unos cuantos días de paz y felicidad, pero cabría convenir que, tal vez, con eso no bastaba. La Religión, especialmente la Religión Verdadera, no puede sustentarse únicamente en la fidelidad al Señor, si ésta se limita a expresarse con un “¡Oh, Señor, te somos fieles!”. Porque hay que pensar moralmente: ¿qué distingue a este Pueblo Elegido de los demás? ¿Acaso cuentan con un andamiaje moral, unos criterios de actuación rectos y píos, emanados del mismo Yaveh, que los distingan del resto de la Humanidad? Y, lo que es más importante: ¿dónde queda la labor de los sacerdotes en todo esto? ¿Para cuándo la generalización de tan necesario oficio, ser intérpretes privilegiados de la voluntad del Señor, e intermediarios del consiguiente intercambio de bienes y servicios?
Piénsese en la enorme cantidad de cargos que había podido crear Moisés entre sus allegados, pensando sólo en la administración civil del Pueblo; ¿y qué hay de la administración espiritual? ¿Acaso no pueden repartirse cargos también ahí? ¡Tampoco es preciso que Moisés se cargue todo el trabajo sobre sus espaldas, que hay para todos!
Por eso, cuando el Señor le dice a Moisés, en uno más de sus entrañables y característicos vis-à-vis, que próximamente descenderá entre el pueblo para llegar a un pacto con él, estipular una prolija reglamentación que el pueblo acatará y que, a cambio, “vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa”, pueden Ustedes imaginarse lo atribulado y nervioso que estaría el Pueblo Elegido: ¡Un reino de sacerdotes! ¡Chollito para todos! ¡Fornicio y morapio a tutiplén!
Y tres días después, como Jehová todo lo puede, en efecto desciende al pie del monte Sinaí ante Moisés y su pueblo, ataviado de gran parafernalia: envuelto en una densa nube de humo, con rayos y relámpagos por doquier como si aquello fuese una película de ciencia ficción de los ochenta y con un “sonido de bocina muy fuerte”. Es decir, y para entendernos: que si el Señor no bajó del Sinaí en su coche, polucionando a tope, como sólo Yaveh con un coche tuneado sabe hacerlo, que venga Él y lo vea.
Con voz tronante, el Señor dictó a Moisés y a toda la concurrencia los Diez Mandamientos, que por su importancia reproducimos a continuación (Éxodo 20: 3-17):
No tendrás dioses ajenos delante de mí.
No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos.
No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano.
Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de reposo y lo santificó.
Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No hurtarás.
No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.
No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo.
Hete aquí la base de la Religión verdadera, el tinglado que todo lo puede: establecer una serie de preceptos morales imposibles de cumplir, inaccesibles incluso al más virtuoso de los humanos (que para algo los ha creado el Señor con libre albedrío), para tenerlos bien cogidos a todos por salva sea la parte, gracias al infinito poder de la culpa. La culpa de los pecadores, es decir, de todo el mundo, que en mayor o menor medida siempre decepcionan al Señor, no son dignos de Él. Y, claro, si no son dignos, tarde o temprano les esperará el Infierno, así que cuidadito con descarriarse todavía más, que frente a la culpa y el castigo queda la penitencia y la esperanza, y quizás, sólo quizás, si nos portamos bien, el Señor nos perdone por haberle decepcionado. Todo atado y bien atado, y ya lo sabía bien el Señor cuando, bajo la forma de su Hijo Jesucristo, soltó aquello, tan gracioso como ventajista, de “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”.
La verdad es que, en un principio, tampoco son para tanto, los Diez Mandamientos: lo de eliminar la competencia (primer y segundo mandamiento) es de sentido común. El tercer mandamiento, que atañe al místico poderío de la palabra de Jehovah, a la fuerza de su presencia, también es fácil de cumplir. ¿Y qué decir del cuarto? ¿Cómo, que Yaveh nos da un día festivo a la semana? ¿Dónde hay que firmar? El quinto también es sencillo: honrarás a tu padre y a tu madre, es decir, les pagarás la residencia, si es menester, o les darás conversación. O no se sabe muy bien qué significa eso de “honrar”. Portarse bien, pero sin demasiados aspavientos. Y, oye, si hay que quedarse a vivir con los padres hasta los sesenta años, a mantel puesto, todo pagado, con tal de honrarlos como Dios manda, pues se hace, que nunca nos sacrificaremos lo bastante para agradecerle al Señor lo que quiera que haya que agradecerle (darnos la vida y eso).
Pero a partir de ahí la cosa comienza a ponerse un poco cuesta arriba: no matarás, más jodido de lo que parece. Se supone que debe interpretarse como “no matarás sin motivo”, pero claro, ¿cuál es un buen motivo para cargarse a alguien? ¿Que vaya a matarte él a ti? ¿Y por qué no dejar que nos mate y así llegar a la vida eterna santificados por siempre y, de paso, joderle a él, que ha matado, incumpliendo el sexto mandamiento, con todo lo que aquello acarrea? Sí, claro, esto suena muy bien, pero ¿y si luego el Señor, en Su infinita piedad, decide perdonar a nuestro asesino? ¿No es mejor matar primero, por si acaso, y hacer penitencia, soltar la pasta a los sacerdotes, y que el Señor nos perdone por nuestros pecados? ¡A ver cómo se creen que ha funcionado la Religión siempre con la gente de posibles!
El sentido del sexto viene a ser “no mates, porque no te atañe a ti dar o quitar la vida; eso es cosa del Señor, que bien que hace uso de sus prerrogativas al respecto a menudo, y de las maneras más imaginativas, con rayos y centellas, con plagas y desastres naturales de todo tipo”. Es decir, una vez más: que quede claro quién manda aquí. Dicho esto, es indudable que el sexto supone un gran avance legislativo para la época.
El séptimo mandamiento, “no cometerás adulterio”, es mucho más jodido aún, porque afecta a lo más sagrado, a la pulsión más poderosa e incontrolable de todas, sí, incluso más que matar: a metel.lah. Puede evitarse, claro; todo puede evitarse. Pero, joder, es que se me ha puesto a tiro, y mira qué buenorra que está; y total, aquí no hacemos daño a nadie, que no tiene por qué enterarse tu marido, todos felices (luego la cosa acaba complicándose, que así de cachondo es el Señor: el marido se entera, se monta un follón, se le va la cabeza al pecador y se cepilla –en un sentido distinto- al marido, con lo cual dos en uno: el sexto y el séptimo mandamiento vulnerados en un solo día; ¡hala, campeón, ve reservando plaza para la condenación eterna!).
¿Y qué me dicen del octavo? Atentos a la maniobra, que el Señor hila muy, muy fino utilizando el término “no hurtarás”, para que quede claro que aquí entra todo tipo de robos, también los menores. Y, de nuevo, encontramos una imprecisión jurídica de lo más intranquilizadora: ¿qué entiende el Señor por “hurtar”? ¿No pagar impuestos es hurtar? ¿Coger fruta del camino es hurtar? ¿Untar a un concejal de urbanismo para que nos recalifique el terrenillo y construir adosados es hurtar? ¿Y poner los adosados a un precio dieciséis veces mayor que el coste es hurtar, o más bien crear riqueza y empleo? Similar problema nos causa el noveno: saber cuándo estamos levantando falso testimonio: ¿sólo en los juicios? ¿En el día a día? ¿Y si lo hacemos sin querer, porque una mentira es, para nosotros, la verdad? ¡Cuántos problemas, cuánto pecado veo, cuánta culpa, cuánto sacerdote necesario para interpretarlo todo y para darnos la absolución!
Pero, por si Usted, estricto observante de la voluntad del Señor, se veía incólume y poderoso hasta aquí y creía ya haber superado el reto de los Diez Mandamientos, allá va el décimo, la apuesta ganadora de Yaveh, el Armaggedon de los Mandamientos: “no codiciarás”. ¿El qué? Pues todo. No codiciarás los bienes de los demás, ni querrás acostarte con la mujer del vecino. Contra eso no hay nada que hacer. Hasta al más virtuoso de los fieles de Yaveh se le puede cruzar un mal pensamiento, un momento de flaqueza, una excitación momentánea, un deseo impropio por metel.lah en la mujer del vecino (o en su criada, o en su asno; que no queda claro en el mandamiento de marras si hablamos de que nos los quedemos o simplemente nos los tiremos) o por meter la mano en la hucha. ¿Y para qué están el séptimo y octavo mandamientos mandamientos, que ya son bastante jodidos, si tenemos también el décimo?
El Señor, en efecto, no da puntada sin hilo, y con estos Diez Mandamientos tenía el chiringuito bien montado. Pero no se vayan todavía, que esto no es todo, ni mucho menos. Aún quedaban muchas estipulaciones por fijar.
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Comentario de Bunnymen (10/09/2010 10:55):
¡¡¡SCARIOLO DIMISIÓN!!!
Comentario de Andayá (10/09/2010 11:16):
Pero “No matarás”, ¿no era el quinto?
Joer, otra vez a tirar de la güiquipedia…
Ya está:
Para los católicos, es el quinto.
Para los demás (judíos, protestantes y otros herejes) es, efectivamente, el sexto.
Perdón por haber dudado.
Comentario de Hamelgo (10/09/2010 11:59):
A este paso, en 2019 llegaremos al Nuevo Testamento. Ánimo, ya falta menos.
Comentario de gus (10/09/2010 12:14):
Me sorprende que no mencione ud. la prodigiosa capacidad de síntesis, el supremo corolario con que nos vaciaban el tarro en tiempos:”Estos diez mandamientos se encierran (sic) en dos: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo (¿prójima?) como a ti mísmo” Con un par.
Comentario de Guillermo López (10/09/2010 15:04):
Gus, ejque creo que la síntesis esa la dice el dulce Jesús en el Nuevo Testamento, el Dios del Antiguo Testamento no era tan metrosexual como para proponer algo así. No os preocupéis, lo glosaremos como merece tan pronto lleguemos al Nuevo Testamento, en un par de eras geológicas.
Un cordial saludo
Comentario de hglf (11/09/2010 06:35):
Como se hacen esperar
Relacionado con esto, supongo
http://www.youtube.com/watch?v=q2FAJqOrWNM&feature=related
Por si acaso, mi posición es atea.
Comentario de Lluís (11/09/2010 17:36):
Como se nota que por esa época no existían las centrales sindicales.
No es que hubiesen podido hacer nada para evitar lo que es un “decretazo” en toda regla, pero por lo menos hubiesen montado un par de huelgas generales y un número indeterminado de protestas sectoriales.
Claro que, visto como las gastaba Yahvé (por aquella época tampoco habían descubierto el talante ni la alianza de civilizaciones), mejor quedarse quieto…
Pingback de La Página Definitiva » Historia Sagrada. 62 (21/09/2010 10:20):
[…] Señor se había quedado bien a gusto dictando los Diez Mandamientos. Pero no se crean que ahí acababa todo, ni mucho menos: ya que Él había salvado al Pueblo […]