Historia Sagrada. 58
La dieta milagrosa de Yaveh (Éxodo 15, 1-27; 16, 1-36)
Con el paso del Mar Rojo comienza una nueva era en la historia del Pueblo Elegido. Un período caracterizado por el insufrible tedio y las penalidades sin cuento bajo el yugo de Faraón desaparece para siempre, viéndose sustituido por una era de plácida rutina y razonables sacrificios bajo la égida de Yaveh. Una era que podría haber sido redonda, pero que en ocasiones se verá truncada por la incomprensible desconfianza que, de cuando en cuando, germina en el pueblo de Israel respecto de las auténticas intenciones y, sobre todo, capacidades del Señor.
Pero no crean que el Pueblo Elegido es también el Pueblo Desagradecido para con la magnanimidad de Él. Lo que ocurre es que necesitan tener presentes los prodigios, o las amenazas, del Señor para obrar en consecuencia. Observen, si no me creen, cómo reacciona unánimemente Israel ante el milagro de la separación de las aguas del Mar Rojo. Israel se pone… ¡A cantar!
Sí, amigos. Como cuando termina de sonar el último temazo en un garito de mala muerte o en una verbena de pueblo y el público, tras vociferar “otra, otra, otra” durante un rato, se da por vencido y comienza a interpretar canciones motu propio, Israel canta que asín de grande es la grandeza del Señor. Un cántico en 22 versículos que nos recuerda lo mejor de los ejercicios espirituales y las monjitas que en tiempos pasados regaban de alegría la tierra española (ahora van desapareciendo, las pobres -o dichosas, pues no en vano se reúnen con el Señor-, y son sustituidas por sudamericanas, africanas e incluso asiáticas, las cuales, sin ánimo de ofender, no cantan igual de bien, y hay quien dice que no tienen la misma soltura de antaño, ni con la guitarra ni con los mantecados artesanales).
Un cántico cuyo mensaje, diáfano, viene a ser “Dios es de puta madre, Él todo lo puede”. El Pueblo Elegido, enardecido, orgulloso de ese pedazo de Dios que Él les ha dado, ensalza la grandeza de Jehovah, que es, de refilón, también su propia grandeza. Y, como suele ser habitual, la cosa enseguida degenera en un alarde de chulería frente a enemigos presentes y por venir, cuyos dioses no tienen ni media hostia frente a Él, venga, venga, venid aquí si tenéis pelotas: “se apoderará dolor de la tierra de los filisteos. Entonces los caudillos de Edom se turbarán; a los valientes de Moab les sobrecogerá temblor; se acobardarán todos los moradores de Canaán” (ya veremos más adelante cómo unos y otros les callarán la boquita al Pueblo Elegido).
En cualquier caso, no sólo de ponerse gallito vive el hombre, y a los pocos días de tal acto de exaltación los israelitas comienzan a quejarse a Moisés. Tenemos sed, no queda agua, Él nos ha enviado a la muerte, … Estos judíos son unos quejicas, poco antes bien contentos que estaban de que Yaveh separase las aguas. Pero el Señor, en su infinita piedad, proveyó un nuevo milagro. Le indicó a Moisés que tirase un árbol en una charca de agua salada y hete aquí que de inmediato ésta se convirtió en potable, saciando momentáneamente la sed del Pueblo Elegido.
Pero, pocos días después, los más tiquismiquis de entre los israelitas comienzan a murmurar de nuevo: ¡queremos comer, tenemos hambre! Decían los muy lloricas. Ítem más: comenzaban a recordar peligrosamente lo de puta madre que vivían en Egipto (Faraón apretaba, pero no ahogaba): “cuando nos sentábamos a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos; pues nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud”. Los israelitas comienzan a murmurar contra Moisés y Aarón, quienes valientemente se apresuran a decir, y en repetidas ocasiones, que ellos son unos mandaos, y que las protestas, al Señor, que para algo es todopoderoso.
Pero el Señor, que en efecto todo lo puede, también tenía solución para esto: el Régimen de Él, que, como el del Caudillo, duraría 40 años. Un régimen compuesto, única y exclusivamente, del maná, una especie de pan dulce caído del cielo cuyo sabor, según comenta –con harto optimismo- el Libro, es “como de miel sobre hojuelas”. El maná del Señor, nutritivo y sabroso, para desayunar, para comer y para cenar; el maná que quema grasas, rejuvenece la piel y crea pechos firmes en ellas y tabletas de chocolate que ni Aznar en ellos.
El maná aparecía alrededor del campamento del Pueblo Elegido puntualmente cada mañana, salvo el domingo, día de descanso de los Hornos del Señor (el sábado Él, para compensar, enviaba ración doble). Y era tal la naturaleza del maná que cada cual recogía exactamente lo que necesitaba para saciarse.
Y bien que hacían; si recogían más de lo necesario, éste se agusanaba y hedía, según la Biblia; que una cosa es medrar con el ganado de los egipcios, recurso muy caro a Yaveh, y otra muy distinta tratar de enriquecerse a costa del sudor de la frente de Él (en caso de que alguien fuese tan estúpido como para pagar por algo que podía coger gratuitamente todas las mañanas, que esa es otra).
Inexplicablemente, la solución del maná no acabó del todo con la renuencia israelita a la nueva fase del Plan de Yaveh. Y eso que por el Señor no iba a quedar, y si se trataba de repartir maná, Él repartiría a manos llenas: “Así comieron los hijos de Israel maná cuarenta años, hasta que llegaron a tierra habitada; maná comieron hasta que llegaron a los límites de la tierra de Canaán”.
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