Historia Sagrada. 57
Agua para todos (Éxodo 13, 1-22; 14, 1-31)
Jehová había liberado al Pueblo Elegido del yugo egipcio, y de paso había propiciado que se lucrasen a costa de sus malvados amos; ahora llegaba el momento del qué hay de lo mío, que el Señor nunca da sin esperar que sus siervos se lo curren a cambio. De hecho, espera que se lo curren a cambio de nada, o de putearles sin cuento, y más vale que lo hagan, porque si algo es constante en el carácter de Él es su natural vengativo; piensen en el Pecado Original, que todos seguimos penando por él y en él.
Para abrir boca, Él vuelve a incidir en uno de sus temas favoritos: el ritual, acompañado, a ser posible, de pan ázimo, que la levadura ni verla si se trata de consagrar al Señor: “Siete días comerás pan sin leudar, y el séptimo día será fiesta para Jehová. Por los siete días se comerán los panes sin levadura, y no se verá contigo nada leudado, ni levadura, en todo tu territorio”. Pero no se crean que todo este rollo es en balde, pues no es sólo que los israelitas salgan de Egipto, sino que Él les llevará, además, a la Tierra Prometida, demostrando que Yaveh, como la UCD, cumple, aunque tarde quinientos años; y ay de aquéllos que intenten enfrentarse a las pretensiones imperialistas del Señor: “la tierra del cananeo, del heteo, del amorreo, del heveo y del jebuseo, la cual juró a tus padres que te daría, tierra que destila leche y miel”.
Él no se inmuta ante la obviamente elevada densidad de población de la Tierra Prometida en aquel entonces, totalmente justificada por la leche y la miel que de ella manaba, según aclaran las Escrituras, y que probablemente se haya convertido en el asqueroso desierto que es hoy día y era ya hace 2000 años por causa de la erosión, la deforestación y el excesivo rendimiento agrícola que se le exigía al depauperado terreno. O eso, o el castigo del Señor, que alguno caería por adorar a Baal o a algún otro Dios “de perdedores”.
Como es mucho lo que Él ofrece a su pueblo, tampoco cabe extrañar que, ya puestos, quiera participar en el expolio recién finalizado y en los frutos que en el futuro dará la tierra de leche y miel. En consecuencia, el Señor exige sacrificios a su pueblo, pero no de los de “apretarse el cinturón” y pagar más impuestos, sino literalmente: todo primogénito de las bestias de los israelitas, aclara el Libro, será para Él, en pago porque, en su infinita generosidad, renunciará al sacrificio de los primogénitos humanos, en conmemoración del show de las plagas y el asesinato en masa perpetrado en el capítulo anterior.
Hechas estas precisiones, Moisés se dispone a guiar a su pueblo. No, como sería lógico y razonable, por el camino más corto, esto es, por la costa. Con el pretexto de que por la costa se encontrarían a los filisteos, que ya saben lo malos que eran en la Biblia y lo acojonados que tenían al Pueblo Elegido, Yaveh opta por un camino alternativo por el interior de la península del Sinaí, un puto desierto de los más áridos e inhóspitos del mundo, que ya es decir.
Como nueva putada y prueba de fe, el Señor llevará deambulando a su pueblo, si no me salen mal las cuentas, ochenta añitos más, hasta llegar por fin a la Tierra Prometida. Este libro de la Biblia no se llama Éxodo, como ven, por casualidad. Y lo peor es que, a pesar de esta horripilante exhibición de crueldad gratuita y de incompetencia a partes iguales como touroperador, Él aún se las gasta de magnánimo y sobradillo anunciando que los israelitas estarán guiados siempre por un peculiar fenómeno atmosférico, columna de humo de día, columna de fuego de noche, al que sólo tendrán que seguir a lo largo de todos estos años (tengan Ustedes en cuenta que entonces el combustible estaba mucho más barato que ahora y que, por otra parte, Él todo lo puede).
Pero no crean Ustedes que las penalidades acabarían ahí. Incluso antes de padecer los ochenta años de caminata, en esto que el Señor piensa para sí que igual ha sido muy generoso con su pueblo, total, a cambio de nada, y que por otra parte no se le ocurren excusas razonables para matar a más egipcios, una vez terminadas las plagas. Así que Él hace lo que hace siempre en estos casos: coge a una víctima propiciatoria, la manipula y moldea según sus intereses, “endurece su corazón” y organiza la performance posterior.
Efectivamente, los egipcios se dan cuenta de que tras la grandeza y prodigios perpetrados por el Señor no ha quedado ni una cabeza de ganado, ni una gavilla de trigo, ni una maldita alhaja de las muchas que tenían, así que comienzan a comerle la oreja a Faraón. Que si Faraón es un gobernante débil e inestable, sin convicciones ni firmeza; que si hay que ver, dejar escapar a los israelitas así, con lo mañosos y aplicados que eran; que dónde encontrarán un servicio tan atento ahora; que si qué va a ser lo siguiente, concederle la independencia a los libios… Así que Faraón organiza apresuradamente a su Ejército, compuesto por no menos de 600 carros (que no sé quién tiraría de ellos, por cierto, porque ya ha quedado claro que, entre las bestias muertas y las hurtadas por los israelitas, en Egipto no quedaría ni un solo caballo), y se lanza en pos de los israelitas.
Éstos, desagradecidos como pocos, se aprestan a golpear a Moisés con una lluvia de reproches: nos has enviado a la muerte, dónde está el Señor ahora, nos van a hacer fosfatina, mejor vivir de rodillas que morir de pie, sobre los cobardes no se ha escrito ningún epitafio, … Pero Moisés, que no en vano ha conseguido un puesto – chollo de guía espiritual de 600.000 israelitas y, además, una vara mágica y superpoderes, no se altera: Dios proveerá.
Ahora, en los tiempos modernos, Yaveh ya no hace milagros porque no hace falta y todos tenemos claro que Él está ahí y a poco que te desnaturalices y descarríes te arrea una hostia que ríete del macarra del instituto, pero en aquel entonces los milagros de Él estaban a la orden del día: que si te daba maná, montaba una columna de fuego, creaba una zarza de amianto, convertía a alguien en sal, …
Pero, incluso con estos antecedentes, hay que reconocer que el Señor echó el resto aquí: atrapados entre los egipcios y el Mar Rojo, Moisés le atizó al mar con su vara mágica y, para sorpresa y estupor de los presentes, las aguas del mar, como si de un PHN se tratase, se retiraron para que los israelitas pudieran cruzar. No sabemos si las aguas se amontonaron a los lados de los israelitas o sencillamente desaparecieron por obra de Yaveh, pero el caso es que al poco tiempo, una vez llegados a la otra orilla y cuando los egipcios les perseguían, Yaveh dio orden al agua de reaparecer, ahogando a los malvados egipcios. Una vez más, Él había salvado a su pueblo de los peligros en los que Él les metía.
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