Capítulo CXVII: Juan II “El Mamporrero”
Año de nuestro Señor de 1425
Juan II, hermano menor de Alfonso V el Magnánimo, fue el patito feo de la familia. Tuvo que pasarse prácticamente toda su vida administrando territorios de otros, y cuando por fin pudo mangonear a gusto sin nadie que le supervisara, cuando por fin pudo meter el cazo en el saco de doblones, allí no había ni un puto doblón, y además los reinos se le rebelaban que aquello prácticamente parecía el cantón de Cartagena, o algo peor. Su larga vida (1398 – 1479) dio para mucho, y por esa razón vamos a dividir el repaso de esta su Histeria en dos partes.
Juan II fue cocinero antes que fraile, y mucho antes de reinar en Aragón tuvo responsabilidades de gobierno, fundamentalmente delegadas por la familia, verbi gratia:
Su mujer. Juan II heredó la esposa de su tío segundo (o algo, que ya me pierdo) Martín el Joven, hijo de Martín el Humano. Esta pobre mujer, Blanca de Navarra, era la quinta hija del rey Carlos III de Navarra, quien decidió casarla contra su voluntad. Blanca, la muy incauta, se había creído los rollos esos absurdos del amor cortés, que promocionaban los trovadores bajomedievales cual si fuesen actores con nombre compuesto de un culebrón venezolano. Así que se negó a casarse, quizás influida por los vapores etílicos del licor que lleva su nombre (también es conocida por atizarle al pacharán que daba gusto).
Su padre, con la mano izquierda que caracteriza a un hombre de su tiempo, la encerró en un castillo y la sometió a una dura dieta de pan y agua (bueno, eso dice la leyenda. Para mí que era, más bien, pan y vino, mucho vino), para doblegar su voluntad, pero por lo visto apareció un pastorcillo de por ahí (así es España, amigos. Encierras a alguien en un malvado torreón y a continuación aparece alguien salido de no se sabe dónde que te jode los planes) que le traía queso y le daba conversación a la princesa (es decir, y para entendernos, que todo apunta a que el pastorcillo consiguió metel.lah), de manera que cuando ésta se convirtió, más tarde, en Reina de Navarra, le dio unos terrenos al pastorcillo (nótese que en otros países civilizados igual te nombraban caballero, o te daban joyas, o algo; en España, y como debe ser, el premio es un terrenillo por recalificar).
Sea como fuere, al final la princesa consintió en casarse con Martín el Joven, y allí comenzó su infelicidad. Martín pasa de ella, no la satisface en ninguno de los planos que a ella le importaban (no le hacía caso, no la escuchaba, no la quería, y al parecer tampoco copulaba con ella), se dedica a matar y saquear por ahí, y la princesa llora desconsolada.
En esto que Martín muere, se monta el follón del Compromiso de Caspe, Fernando de Antequera se hace con el trono y el avispado de Carlos III de Navarra decide reciclar a la princesa casamentera, que para algo está libre, y la casa con Juan II. Éste también pasa de ella, aunque al menos mantiene relaciones sexuales con asiduidad, de manera que Blanca y él tienen cuatro hijos. Al morir Carlos III y toda su descendencia, salvo Blanca, esta se convierte en Reina. A continuación le pasa el testigo a Juan II, que se dedica a mangonear en Navarra, de la que sólo es rey consorte, y además a distancia, pues también tenía que gobernar la Corona de Aragón.
En 1441 muere Blanca de Navarra, cuyo testamento nombra heredero al primogénito de Juan II y ella, Carlos, príncipe de Viana. Sin embargo, hábilmente Juan II logró introducir una cláusula que se supone que medio sugiere que Carlos ha de tener el permiso de su padre para poder reinar. Naturalmente, y como buen leguleyo, Juan II, “acogiéndose al espíritu del testamento”, aparta a su hijo del trono y se lo queda para sí. Esto genera cierta animadversión por parte de la buena gente navarra, dividiéndose las afinidades en dos partidos políticos: los agramonteses, que apoyaban a Juan II, y los beamonteses, que luchaban por el Príncipe de Viana (ambos eran antiguas facciones nobiliarias que llevaban siglos trapicheando en Navarra).
Además, Juan II había contraído segundas nupcias, al poco de morir su mujer, con Juana Enríquez, hija del Almirante de Castilla, que era uno de los principales rivales de Álvaro de Luna, eterno favorito del rey castellano Juan II (sí, se llamaban igual). Pero ya les contaremos este follón dentro de unos cuantos capítulos. El caso es que Juana Enríquez malmete constantemente contra el Príncipe de Viana, pues tiene planes para sus hijos (el mayor de todos ellos, Fernando, nace en Sos –luego llamada “del rey Católico”; ¿lo pillan?- en 1451), y claro, el pesao del Príncipe y sus derechos dinásticos en la mejor tradición carlista le estropean el chiringuito. Justo en ese mismo año Juan II vence en la guerra civil contra su hijo, lo detiene y le impone el peor de los castigos para un Trastámara: “ahora te jodes y te vas a vivir con los catalanes, para que veas lo que es bueno”.
Juan II por fin tenía un reino que gestionar, y además pocos años después, en 1458, muere por fin el cabrón de su hermano Alfonso V. Mientras el Magno se daba la gran vidorra en Nápoles le había asignado a Juan las responsabilidades sobre los territorios peninsulares, para que fuese él quien se comiese el marrón de lidiar con las distintas Cortes, privilegios y tradiciones atávicas. Ahora Juan soñaba con disfrutar de la cultivada Corte napolitana, con sus poetas, sus comensales que hablan raro, sus acólitos con foulard y monóculo, sus espectáculos de variedades y, por qué no decirlo, su sexo sin límites, que para algo el hombre se lo había currado tanto. Pero ya saben que el Magno, siempre avieso, siempre un paso por delante de los demás, le escamoteó a Juan el gobierno de Nápoles para dárselo a un hijo bastardo. Así que Juan II no tuvo un retiro dorado, sino veinte años más de pesadilla peninsular, recibiendo yoyah por todas partes y sin fuerza (pero sí con astucia) para devolverlas: “Juan II El Turbio”.
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