Este libro cuenta con una peculiaridad en su origen que es, al mismo tiempo, fuente de sus debilidades y de su atractivo. La mayoría de los libros de historia son biografías de personajes históricos o de acontecimientos específicos (la batalla de Stalingrado, la Primera Guerra Mundial, las Cruzadas, …), o bien proponen hacer un recorrido por la historia de imperios, reinos o Estados concretos.
En cambio, aquí se nos propone analizar la evolución, a lo largo de unos 5000 años, de un espacio geográfico particular, que ni siquiera es, además, un espacio terrestre (un continente, una península, una región). Lo cual implica dos retos fundamentales: el primero, qué entra, y qué no, dentro de la historia que se nos relata; el segundo, paliar en la medida de lo posible los inevitables desequilibrios (en cuanto a la cantidad y la calidad de la descripción histórica de momentos históricos tan diversos).
El primer problema lo solventa el autor centrándose en la historia dinástica, política y bélica de los territorios colindantes, esto es, “lo divertido”, mientras pasa olímpicamente de reflexiones socioeconómicas y milongas por el estilo. El segundo problema, en cambio, sólo puede solucionarse en parte.
El autor, John Julius Norwich, es un viejo conocido de LPD, merced a su excelente Breve historia de Bizancio [1]. Dado que, además de su dominio de la historia del Imperio Bizantino, Norwich también es un consumado especialista en la República de Venecia (727-1797), podemos decir que el libro funciona como una campana de Gauss: más flojo y esquemático en el período inicial, clásico y helenístico [2], y en los albores del Imperio Romano (particularmente decepcionante resulta su relato de las guerras púnicas); magnífico en la parte central, que abarca toda la Edad Media (es decir, casi todo el período de existencia del Imperio Bizantino en cuanto tal) y la Edad Moderna (hasta que desaparece la República de Venecia durante las conquistas napoleónicas, en 1797); y de nuevo más limitado en su parte final (que termina, en un momento tan bueno como cualquier otro, con la Primera Guerra Mundial [3]).
El lector disfrutará de nuevo con todo lo relacionado con el Imperio bizantino, pero también, y tal vez más, con el análisis de la Edad Media en su conjunto. Desde luego, contiene la mejor y más entretenida revisión de lo que dieron de sí las Cruzadas [4] que he tenido ocasión de leer. Y son aún mejores los posteriores enfrentamientos con el Imperio Otomano a partir de la toma de Constantinopla, habitualmente dejados de lado por la historiografía (con la principal excepción de la batalla de Lepanto).
Conviene recordar que Norwich no es propiamente un historiador profesional, sino un diplomático británico (destinado, si no recuerdo mal, en Turquía durante décadas; de ahí su interés por Bizancio) aficionado a la historia, particularmente alejado, en consecuencia, del arquetipo del historiador académico – profesional. Su capacidad para comunicar con entusiasmo lo que está relatándonos, su sentido del humor y los momentos que concede al cotilleo, la anécdota y a las simpáticas pedanterías de lord inglés proporcionan abundantes momentos de placer en la lectura de este libro, siempre volcado hacia los grandes personajes y eventos históricos (batallas, disputas dinásticas, etc.) e ignorante de la “historia de la cotidianidad”.
Con Norwich uno se entera, por ejemplo, de que Pío IX, el ídolo de los católicos reaccionarios, el más firme enemigo de la unidad de Italia [5], tuvo unos comienzos de talante más bien liberal (hasta que descubrió que los liberales pretendían moverle del sillón de los Estados Pontificios, sin los cuales la unidad de Italia, y sus Mundiales, derrotas militares y cambios de bando en plan Rosa Aguilar, serían totalmente impracticables). Y, al hilo de esto, que su liberalidad se manifestó en maravillas como que “abolió la ridícula ley por la cual los judíos estaban obligados a asistir a un sermón cristiano una vez a la semana” (p. 525).
Por último, es digno de mención el esfuerzo que hace Norwich, y del que deja constancia en la introducción, por reflejar dignamente una historia en la que no es en absoluto especialista: la historia de España [6] (obviamente protagonista, total o parcial, de varios capítulos de esta historia del Mediterráneo). Esfuerzo del que, hasta donde tengo ocasión de juzgar, sale airoso, pues lo que cuenta es cierto y lo cuenta bien, incluyendo lo que podríamos denominar el “toque Ferrero Rocher”, la socarronería típicamente británica con la que se acerca al pozo sin fondo de barbaridades, situaciones inverosímiles y tipismo que es nuestra historia. Véase, por ejemplo, su descripción del pretendiente carlista al trono, iniciático de sucesivas guerras civiles a la muerte de Fernando VII, su hermano menor don Carlos de Borbón:
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