Historia Sagrada. 55
Las plagas (VI): La privatización de Faraona de Electricidad (Éxodo 10, 1-29)
La verdad es que escribir sobre las plagas a veces le da a uno sensación de estar haciendo un trabajo baldío. Al fin y al cabo, y como el lector sabrá, las plagas son un puro ejercicio de redundancia: siempre tenemos a Faraón con el corazón más duro que una piedra, Él fardando de lo masculino que es y enviando plagas, Faraón convirtiéndose en un Hefestión cualquiera y dejando marchar a los egipcios, Él endureciendo más aún el corazón de su desgraciado antagonista y vuelta a empezar, así hasta nueve plagas.
Cabe decir que, desde luego, el Señor del Antiguo Testamento no era, que dijéramos, la alegría de la huerta. Imagínenselo tratando de ligar con, no sé, un Universo paralelo, o algo (recuerden que no podemos decir “una diosa”, salvo en plan metafórico, porque todo esto de la Biblia va de monoteísmo integrista y falsos dioses). Todo el rato en la barra del bar largando sobre si nosequién era hijo de nosecuántos, que a su vez descendía de este, de aquel y del de más allá; que si endurecí su corazón por aquí, nublé su juicio por allá, y acabé clavándosela por acullá, … ¡el Señor parece un miembro de la burguesía española!
Bueno, a lo que íbamos. Asumiendo que los hechos son los que son, y son siempre, en esencia, los mismos, las novedades en este capítulo, además de en la naturaleza de las plagas, se centran en determinar las condiciones exactas en que podrán salir los judíos de Egipto. Básicamente asistimos a un regateo entre Moisés y Faraón, en el que el primero exige salir de Egipto con todas las mujeres, los niños y el ganado, y Faraón acaba aceptándolo todo salvo, por supuesto, el ganado.
Siempre el puto ganado, como verán. El genial argumento de Moisés (necesitamos el ganado para hacer sacrificios a nuestro Señor) no convence en lo más mínimo a Faraón, al que imaginamos particularmente necesitado de repoblar la cabaña vacuna y lanar tras haber sufrido las muertes, sarpullidos y nuevas muertes de su propio ganado a manos de las plagas de Yaveh. Pero éste, como de costumbre, se mantiene inflexible, y por si acaso endurece el corazón de Faraón unas cuantas veces más, no vaya a ser que le quiten el juguetito demasiado pronto.
La séptima de las plagas que asola Egipto (salvo, como siempre, al Pueblo Elegido) tiene, justo es reconocerlo, mucho glamour: langosta. Pero no langosta de la buena, de la que vale una pasta y provoca todo tipo de problemas para comérsela, sino de la que jode cosechas. Cuando uno piensa en las plagas de Egipto, además de en la última plaga, que veremos en el episodio siguiente, piensa en lo de las langostas, que siempre es de mucho efecto y aún hoy en día, de cuando en cuando, destruye alguna cosecha (generalmente, en África).
Yaveh era indudablemente consciente de que incluso alguien omnipotente como Él estaba comenzando a abusar de la paciencia del respetable, con tábanos y polvillos mágicos, y por eso se había guardado lo mejor para el final. Siempre previsor, el Señor había destruido, recordémoslo, los cultivos de cebada, pero no había podido con el trigo. Para eso contaba con nubes de langostas que “ennegrecieron el cielo” y se lo comieron absolutamente todo.
Esto le permitió, a su vez, una pequeña licencia poética para la octava plaga, un pequeño remanso antes del clímax final: una vez comprobado que Faraón ni siquiera con la langosta cejaba en su empeño de quedarse con el ganado de los israelitas (que ya ven al final en qué queda todo el rollo de “la insufrible esclavitud en Egipto” del Pueblo Elegido: el follón realmente serio acaba produciéndose por lo más importante, el ganado), Yaveh envía sobre Egipto, atención, “tres días de tinieblas” impenetrables, durante los cuales nadie –salvo, naturalmente, el Pueblo Elegido, que sí tenía luz en sus casas- “pudo ver al prójimo”, según dice la Biblia.
O sea, tres días sin poder salir de casa, sin poder trabajar en los campos (que, total, no tenían nada a causa de la langosta), sin poder pastorear al ganado (ah, no, que había muerto), sin poder darse un bañito en el Nilo (coño, que estaba todo sanguinolento), sin poder trabajar en los delirantes y esclavistas proyectos arquitectónicos de Faraón (ah, pues eso sí que podían aún, sí, pues Yaveh, sabedor de dónde reside el verdadero Poder, se había inmiscuido en todo, salvo en el sector inmobiliario), … Menuda putada. Tres días en sus casas sin nada que hacer. Imagínense que pedazo de fiesta de fornicio se marcarían los egipcios durante la terrible plaga.
Y digo yo, ahora que estamos llegando casi al final: ¿no podría el Señor haberse guardado alguna plaga, aunque fuera la de los tábanos, o la de las ranas incluso, para echársela encima a los nazis, o a los Reyes Católicos, o a cualquier zar de Rusia? Pues no, venga a echarle plagas al pobre Faraón, venga a bombardear Sodoma y Gomera, venga a permitir que Abraham medrara con el ganado. A veces da la sensación de que Yaveh gastó casi todo su poder en los viejos tiempos y luego, claro, sólo le alcanzó para largar un par de parábolas, por persona interpuesta además, y a partir de entonces, ¿qué? ¿Acaso hay alguna plaga realmente imputable al Señor? ¿Algún milagro que resista un mínimo análisis? Porque aquí no sólo de Fe vive el hombre, y sepan Ustedes que hay gente mala que incluso se masturba, ¿y qué hace Jehová, eh? ¿Qué hace para acabar con tanto latrocinio? Porque no veas cómo fardaba en el Éxodo: “para que cuentes a tus hijos y a tus nietos las cosas que yo hice en Egipto, y mis señales que hice entre ellos; para que sepáis que yo soy Jehová”.
Y Faraón, indudablemente, acabó sabiendo que Él era Jehová. Tanto es así que cuando Moisés le dijo que o el ganado, o nada, Faraón (siempre orgulloso, siempre dispuesto a preservar la dignidad representativa adherida a su cargo de dictador totalitario, incluso frente al omnipotente Yaveh) le soltó una frasecita digna de figurar en cualquier discusión de macarras de discoteca, en la línea de “te arranco la cabeza”, “me has mirao mal”, “que no me toques” y otros éxitos de similar calado: “Y le dijo Faraón: Retírate de mí; guárdate que no veas más mi rostro, porque en cualquier día que vieres mi rostro, morirás”. Ante lo cual, Moisés, inspirado por un macarra mucho más macarra que el propio Faraón, no se quedó corto: “Bien has dicho; no veré más tu rostro”.
Y yo me pregunto: ¿Cómo cojones podía verse el rostro de Faraón, si todo estaba ocupado por “impenetrables tinieblas de Jehová”?
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