The Doors
We want the drugs and we want them now!
Rey lagarto, hombre renacentista, artista total, cineasta visionario e incomprendido, poeta sublime con un sentido lorquiano de la muerte. Parece una lotería de disparates, pero no se crean, que todos estos atributos han recaído en un solo hombre: Jim Morrison. Bueno, si hablamos del poeta, tenemos que llamarle James Douglas Morrison, porque ya sabemos que la poesía es cosa seria que requiere de nombres más rimbombantes y de sonoridad aristocrática. ¿Qué hizo en realidad Jim Morrison? Algo muy sencillo: morir a los 27 años de edad en la bañera de un hotel de París, rodeado de botellas de alcohol y de sustancias varias. Muerte más bohemia es imposible de imaginar.
Porque en esto de la mitología rock hubo unos años en que había que saber morir. Fue a partir de finales de los 60 cuando se impuso la moda del buen morir para ser elevado al panteón de los genios incontestables. Y saber morir era una cuestión difícil. No el simple hecho de morir (circunstancia asequible, dada la frenética actividad de drogas, alcohol y groupies de muchos miembros de rock de aquellos años) sino el saber morir, algo que requiere una serie de condiciones, a tenor de lo visto a posteriori:
– Para empezar, hay que morirse. Si te vas a morir pero te salvas por poco, entonces eres un pringado que ha renunciado a pasar al reino del cielo artístico. Ahí tenemos a Bob Dylan, que en vez de matarse con la motocicleta en la edad adecuada, va y el tío se salva y decide vivir y hacer más discos. No se trata de hacer música, sino de morirse, que luego los discos nadie los escucha.
– Hay que morir a una edad inferior a la treintena. Miren a Bon Scott, de AC/DC, muerto a los 33 años. ¿Ha sido insustituible? Pues no, porque su banda ha seguido sin él, buscándose a otro tipo y forrándose durante décadas. Bon Scott se quedó como un mito de segunda división.
– La única muerte que entra en la mitología es la causada por los excesos del alcohol o las drogas. Así, la muerte en avioneta de Buddy Holly no sirve más que para el recuerdo nostálgico, porque hoy en día nadie se fuma una cachimba en su honor, y no se imita su look en las cafeterías alternativas.
– El muerto tiene que ser un primera espada, alguien que está al frente de un grupo. Muertes como la de Keith Moon o la de Brian Jones no entran en el Olimpo porque no son miembros en absoluto imprescindibles. ¿Acaso se disolvieron los Rolling con la muerte de Jones?
– Además, el honor se reserva sólo a aquellos que en vida han mantenido una actitud totalmente coherente con su muerte: una personalidad de niñato inseguro de sí mismo, tontorrón, llorón, lleno de complejos y que se refugia en el alcohol y las drogas para no enfrentarse a la realidad de la piltrafa que son como personas.
Teniendo en cuenta estas condiciones, no es de extrañar que cuando se habla de los grandes genios del rock muertos y reivindicados hasta la saciedad, siempre se recurra a tres nombres: Janis Joplin, Jim Morrison y Jimi Hendrix. Ante esto, debemos matizar dos cosas:
– Que resulta un tanto injusta la inclusión de Hendrix, puesto que al menos sabía tocar la guitarra, con lo que sabía hacer algo (que ya es mucho más de lo que se pueda decir de los otros dos). La carrera de Hendrix precisaría de un capítulo especial.
– Que, por supuesto, existen algunas muertes glamourosas en el rock, pero que, al ser tan únicas, constituyen un caso único y diferente. Es por ello que estas muertes no llegan al hit parade mencionado: Freddie Mercury, John Lennon, Elvis Presley, Kurt Cobain o Sid Vicious serían casos clínicos que merecerían, de nuevo, estudio aparte.
Como ya hablamos en su momento de Janis y su progresiva inmersión en el fascinante mundo del yonquismo, resulta interesante pensar, aunque sólo sea unos instantes, en la figura y el arte (?) de Jim Morrison, un auténtico rebelde cuya tumba se ha convertido en centro de peregrinación para jóvenes de interraíl que depositan botellas vacías de whisky y que reproducen en su lápida con graffitis algunas de las grandes sentencias de Morrison (“The West is the best”, por citar sólo una de las más sesudas).
Porque la historia oculta de Morrison esconde un sinfín de conciertos desastrosos, provocaciones infantiles y gratuitas y la imposibilidad de leer siquiera un par de líneas de un discurso coherente. De hecho, cuando Morrison concedía entrevistas sobrio (pocas veces, por lo visto), siempre se ponía a hablar de espíritus ancestrales, de almas, de indios y se solía armar la picha un lío para intentar convertirse en gurú generacional pero sin que se notasen demasiado sus intenciones.
Todo esto en lo que respecta a Morrison. Pero más desesperante es el Morrison como integrante de The Doors. Porque ahí se ve a un auténtico parásito de un grupo muy competente, formado por tres personas sensatas que bastante tuvieron con tener que compartir trabajo con tremendo niñato que, además, iba de líder y de icono sexual. Pocos fans de The Doors quieren reconocer, por ejemplo, la labor compositiva de Robbie Krieger, responsable de algunas de las mejores piezas del grupo, amén de ser también importantes éxitos (“Light My Fire”, “Love Me Two Times”, “Love Her Madly”, etc.); pocas veces se tiene presente que la característica definitoria de The Doors es el sonido ideado por Ray Manzarek; y pocas veces se reconoce que Morrison acabó convirtiéndose más en un lastre que en un catalizador, y que en demasiadas ocasiones no pasó de ser el bebé al que los demás tenían que cambiar los pañales y consentir todos los caprichitos de estrella porque no hay nada más fascinante entre cierto público que ver la autodestrucción en persona. Luego Morrison lo adornaba todo con referencias culturales dispersas, aprendidas de unas pocas lecturas universitarias acompañadas de botellas de whisky, y todos tan contentos. No hay nada como coger a un drogadicto borracho, vestirlo de carpe diem diabólico con un poco de Dionisos por aquí, algo de Artaud por allá, y ya tenemos convertido al esquizofrénico inseguro en un referente vital.
Tomemos, como prueba de esto, el último disco de The Doors, L.A. Woman. Pensemos que el tema “Riders on the Storm” estaba concebido, en un principio, para ser instrumental. Hasta que llegó Jim Morrison para soltar su típico poema existencial sobre asesinos y designios de los cielos, grabarlo y dejar el muerto para el resto. Porque la nula implicación de Morrison en cualquier aspecto que fuese más allá de berrear (labores de edición y demás) es también algo muy notorio. Esto es algo que deja muy claro Oliver Stone en su película. De cualquier modo, The Doors perdió una gran oportunidad al no darle un portazo a Morrison y haber hecho un gran álbum instrumental con el L.A. Woman. Porque resulta tan vibrante el LP en los momentos en que no canta Morrison como imaginarse cómo hubiera sido enterito sin su voz. El error de The Doors tras la muerte de Morrison fue poner la voz de Manzarek, en lugar de decidirse por música instrumental. En cualquier caso, tampoco la industria lo hubiera permitido. Al fin y al cabo, no hay tantos ejemplos como el de Hot Rats por ahí.
La muerte de Morrison hizo que su grupo cayera en el olvido hasta que una serie de circunstancias mitómanas ocurridas en los 80 dieran paso a la película de Oliver Stone y a una fiebre revival que rescató al niño mimado. Y en España, que no podíamos ser menos, Bunbury paseaba una imagen de rebelde de salón, imitando lo peor del cantante de The Doors. Al menos no dejó un hermoso cadáver, con lo que tan tonto no era.
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