Elvis Presley
Get whitey!
Una de las contradicciones más divertidas del mundo del rock es ese movimiento de fuerzas opuestas que opera, por un lado, entre la concepción asumida del rock como un movimiento de rebeldía, y, por otro, su constitución monárquica. Los mismos aficionados y periodistas que defienden el rock por su carácter (y en ocasiones, discurso) contestatario son los mismos que defienden siempre a los “reyes” por el simple hecho de serlo. Así, los reyes del pop son siempre maestros intocables que todo lo que hacen es incuestionable: los Beatles eran buenos incluso cuando filmaron Magical Mystery Tour o cuando grabaron Let It Be; Michael Jackson es un pedazo de artista inconmensurable y, además, un profundo defensor del mundo de la infancia; Madonna es un modelo de provocación y coherencia a lo largo de su carrera, etc. Pero el colmo de esta adulación, capaz de convertir a Jaime Peñafiel en un incendiario anarco-sindicalista, llega cuando se habla de “El Rey”. En este caso, Elvis era tan grande, tan impresionante, tan gran músico y tan artista que da igual que fuera un admirador de Nixon, un paranoico perseguidor de comunistas, un adicto a las anfetaminas y a las decenas de drogas que consumía a diario, un racista con un fuerte complejo de inferioridad promovido por su origen de familia “white trash” americana, un megalómano y, lo que es peor, un cantante capaz de robar de cualquier de estilo y letra para configurarse una carrera basada en un repertorio lleno de baladas ñoñas y una actitud caracterizada por una pseudo-provocación edulcorada, construida a golpe de campañas de imagen, como seña de identidad. Que a Elvis le llamen “El Rey” es de justicia: es más ladrón que todas las monarquías europeas juntas.
Los orígenes del rock como industria musical derivan de un proceso sencillo: nace cuando se encuentran voces blancas. A pesar de que un montón de artistas negros llevaban décadas desarrollando una música popular norteamericana, no es hasta la aparición de un jovencillo de Tupelo cuando la industria musical pone la carne en el asador para configurar un negocio único que se vista de energía rebelde con el fin de calar entre los jóvenes. Porque hasta entonces, los blancos que hacían música popular (principalmente los crooners) no podían contrarrestar los escándalos de moral pública que causaban los negros con las diversas tendencias derivadas del jazz. Para frenar el sinnúmero de altercados, problemas y confrontación pública que producía la actuación musical de cualquier negro, qué mejor solución que buscar blancos que hicieran lo mismo y que anularan a los negros.
De esta manera, en la primera mitad de los años 50, los cerebros pensantes de la industria musical cogieron a los primeros chicos que encontraron y que pudieron moldear a su gusto. Antes de Elvis hubo algunos intentos: no obstante, Bill Haley no era ni lo suficientemente joven ni lo suficientemente guapo para encandilar a las chicas, amén de ser un soso en el escenario; y Pat Boone se decantaba siempre por las baladas, por lo que poca agitación podía provocar. En eso que aparece Elvis quien, auspiciado por Sun Records, pero, sobre todo, por la RCA, fue cocinado con todos los ingredientes necesarios en la que fuera la primera construcción de una figura mediática en la historia del rock:
– Los DJs: Fueron dos pinchadiscos, Mike Michael y Bill Randle, quienes se encargaron de difundir la buena nueva sabiendo que no serían apestosos negros los que bailaran lo que ellos radiaran. Así, se podía pinchar música blanca que entrara sin problema en los hogares:
– Cine: Nada más empezar, Elvis se puso a protagonizar películas, como Love Me Tender o Loving You, que, de haber sido producidas en España, formarían parte de la videoteca favorita de Parada.
– Televisión: Las apariciones en los shows de los reaccionarios Steve Allen y Ed Sullivan aseguraron que el chico bueno que era Elvis tuviera su sitio en cualquier feliz hogar norteamericano.
El autor de una estrategia tan hábil no fue otro que un “manager”. Todos los managers eran en aquellos años militares retirados o sheriffs que llevaban a rajatabla a sus muchachos. Y el caso de Elvis no fue ninguna tontería: el coronel Parker impuso una auténtica disciplina cuartelaria a Elvis que éste mantendría hasta sus últimas semanas de vida. Es cierto que el coronel se hizo multimillonario con Elvis, que llegó a firmar contratos en que se quedaba con más del 70% de los beneficios, pero no es menos cierto que fue quien planificó a la perfección la carrera de Elvis y quien aseguró que cumpliera siempre sus compromisos. Por mucho que les duela a los fans de Elvis, para quienes el coronel es la encarnación del diablo, “El Rey” no se habría mantenido tantos años en la picota sin su mano dura y se habría convertido en un cantante del estilo de Bill Haley, es decir, de ésos que se pasan la vida tocando una única canción.
La carrera de Elvis fue meteórica y falta de escrúpulos: daba igual cantar blues suavecitos (“Heartbreak Hotel”), baladas para adolescentes (“Don’t Be Cruel”) o, sencillamente, domesticar canciones de artistas negros (“Hound Dog”, una canción grabada anteriormente por Big Mama Thornton). Lo importante era crearse una imagen de rebeldillo a lo James Dean para que todo se vendiera con el envoltorio de escándalo (contenido, eso sí):
– El tupé. El pelo de Elvis representa el orden, frente a los desmelenes de los pestilentes negros: un tupé bien peinado, inamovible, es la marca de la casa que tomarán todos los artistas y grupos guapos que, después de Elvis, quieran ganarse la simpatía de la niña con aparato dental y acné, pero también la de la madre, esa ama de casa norteamericana experta en cocinar tartas en el horno y en pasar la aspiradora por la alfombra dos veces por semana.
– Las caderas. El segundo elemento de escándalo contenido es el movimiento de la pelvis de Elvis. Con ese movimiento se trata hacer una versión suave de los movimientos y alusiones sexuales de esos sucios negros que, además, cuando te descuidas, violan a tu hija por la noche, después de una dura jornada en la plantación de algodón. A pesar de algunas reticencias iniciales, el público norteamericano pronto comprendió que los movimientos de cadera de Elvis eran mejores que los contoneos de los negros: al fin y al cabo, si tuvieras que elegir un hombre para tu hija, ¿no te decantarías por Elvis antes que por un Kunta Kinte cualquiera?
Siguiendo su guión de chico modelo, Elvis cumplió con el servicio militar. Y fue en Alemania, en pleno servicio, donde se hizo un adicto a las anfetas: no queremos ni pensar qué habría pasado de haberse ido a Melilla. Pero lo realmente importante es que Elvis nunca defraudara con sus canciones, que siguiera representando esa América modélica en que hasta las cárceles eran sitios divertidos donde bailar (“Jailhouse Rock”). Con los años, Elvis haría baladas aún más tontas (“Are You Lonesome Tonight?”, “Can’t Help Falling In Love”) y peores películas, donde descubría a sus compatriotas que no había nada mejor que irse a Hawai en verano para disfrutar de sus hermosas playas.
En los 70 llega el Elvis auténtico, el de Las Vegas. Ese Elvis que no tiene ya ningún sentido del ridículo, el que pasea su opulencia por los hoteles, el que se compra coches a mansalva, el que se manda construir un estudio de grabación que apenas utiliza, el que colecciona placas policiales. Graceland se convierte en un sitio siniestro antecesor del Neverland de Michael Jackson: el caprichito de un sociópata multimillonario y caprichoso. Es el Elvis que le escribe una inefable carta a Nixon en la que se presta a ser colaborador de su gobierno: “Le admiro y tengo un gran respeto por su trabajo (…) Señor, puedo ser de ayuda para salvar al país. No tengo más preocupaciones que ayudar a mi país. Por lo tanto, no deseo que me sea dado un título o reconocimiento. Podría hacer el bien si se me nombrara Agente Federal de por vida y ayudaré trabajando a mi manera (…) He realizado un profundo estudio sobre la drogadicción y las técnicas de lavado de cerebro comunistas. Conozco bien el tema, y puedo ser de la máxima utilidad y sería feliz de ayudar de cualquier forma, en privado (…) Creo que Vd., Señor, también ha sido uno de los hombres más sobresalientes de América”. En definitiva, el mejor cantante del mundo codo con codo con el mejor presidente de Estados Unidos.
Como profundo conocedor del mundo de la drogadicción, Elvis murió de una insuficiencia coronaria debida a la gran cantidad de drogas que consumía. A pesar de que a él sólo le preocupaba el público cuando éste vestía falda y podía pasarse por su mansión después de “irse del edificio” (expresión que se utilizaba al final de los conciertos para significar que “El Rey” no iba a ofrecer bises), su público fue muy amplio y reivindicó no sólo su obra, sino su vida: hay quien ha visto a Elvis, en los últimos veinticinco años, subido a una nave extraterrestre, tomando el sol en la playa con Hitler o pescando en las costas británicas. Lástima. Como también es una lástima que una grandísima parte del rock haya seguido el camino de Elvis, donde lo importante es la imagen y no la música. Ser rey es lo que tiene: que nunca nadie te lleva la contraria.
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