Les Falles
De los orgiásticos vale-tudo que propicia el tardocapitalismo
La mundialización, esa peste, se nota especialmente en el mobiliario urbano de las ciudades (todos parecen salidos de un cruce mal logrado entre futurismo de película sesentera de serie B y los diseños del bordado del almohadón de una jubilada de Torrelodones que acaba de volver de visitar el palacio de Versalles y tragarse la trilogía de Sissí), las modas en el vestir (que, como las pautas sexuales dominantes, vienen anticipadas por las elecciones de los productores de la industria del porno de consumo) y las fiestas regionales. En estas últimas, donde el tópico manda proclamar la riqueza y originalidad del folclore local, encontramos en esta España nuestra del siglo XXI una uniformidad y respeto a las pautas oficiales que haría las delicias de cualquier oficial prusiano.
El combinado en que se han convertido las fiestas patronales de todo poblacho que se precie es el mismo que aquél del que tan orgulloso está el vecino y exactamente igual al de las ciudades con mayores tradiciones y cuyos ciudadanos más orgullosos se precian de preservarlas. Todo es cuestión de escala, pero nada más. Pongan conciertos para el populacho, ingesta masiva de alcohol en la calle o en locales de ocio, carpas y demás recintos cerrados que provisionalmente se hacen con la vía pública para ampliar la oferta de lugares en los que emborracharse y drogarse, manifestaciones de drogotas vagando por las calles con ramos de flores para llevar a alguna virgen o santo, autoridades locales manifiestamente chutadas para poder aguantar cuatro o cinco días sin pegar ojo dedicados a recabar votos, subvenciones a mansalva a asociaciones paramafiosas que controlen la explosión festiva del vulgo a base de gestionar la distribución de drogas blandas y duras, puestos provisionales de venta de productos habitualmente prohibidos por consideraciones de salud pública como son las churros y otras sustancias destinadas a catalizar las reacciones químicas provocadas por pastillas y demás y, para rematar, algún acto lejanamente relacionado con la tradición que sustenta el Mito de la Autenticidad de la Fiesta, y tendrán una pedazo de tradición de la que los lugareños podrán decir, orgullosos, que conforma las mejores, más brutales y más espectaculares fiestas de España. Lo que viene a ser como decir que del mundo, claro.
Dentro de este nicho de mercado, las Fallas de Valencia tienen un carácter especial derivado de su atinadísimo compendio de todo lo que de vulgarmente común tienen los actuales festejos populares. Cuentan con el aliciente de que TVE, desde tiempo inmemorial, retransmite el acto de la cremà de las Fallas (o sea, el acto de prender fuego a unas cosas supuestamente de madera) y eso las sitúa en una especie de “Fiestas de Categoría Especial” junto con los Sanfermines y las Manifestaciones Más Multitudinarias de la Historia. Esta tríada, compuesta de tres delicatessen D.O. España, es conocida internacionalmente como nuestra aportación a las fiestas populares precisamente por haber sido difundidas generosamente. Retransmitidas desde antaño, dado que suponían una de las pocas ocasiones que los medios técnicos de TVE tenían de lucir palmito, han sido nuestra carte de presentación en el mundo. Cientos de miles de personas llevan dácadas viniendo a España buscando alcohol, toros sueltos, cosas que quemar y masivas aglomeraciones de mujeres con peinetas a las que meter mano. Cosas de la mediatización. Ahora, en cambio, como se retransmite todo, desde el Rocío a la Tomatina de Buñol pasando por el descenso del Sella, en el subconsciente colectivo la abundancia hace que la cosa cale difícilmente. Por lo demás, que Sanfermines y Fallas sean las Fiestas Oficiales de España tiene un elemento adicional de jodienda que el Caudillo no podía desaprovechar: era una inderecta manera, jaleando como manifestación de la esencia de España algo que se hacía en Pamplona o Valencia, de meter el dedito en el ojo a las nacionalidades históricas que han reclamado desde hace un par de siglos para sí su impronta cultural sobre, respectivamente, Navarra y el País Valenciano.
Las Fallas de Valencia están muy bien posicionadas para eregirse en La Fiesta por excelencia en unos tiempos en que, cuanto más, mejor. Porque una festividad basada en la ficción colectiva, a fe que expandida entre aborígenes pero incluso capaz de ser inoculada en visitantes foráneos, de que los centenares de estructuras que brotan en la ciudad son una manifestación artística (monumentos falleros, les llaman), esto es, de que las Fallas son arte, es una fiesta capaz de asimilar todo, cualquier cosas, por incompatible que pueda parecer con la esencia misma del festejo, con la percepción humana, la lógica más elemental o el Tractatus de Wittgenstein. Y, así, con esa generosidad de espíritu, ser capaz de dar cobijo a todos y todas. A los que creen en la vida extraterrestre, en la reducción fenomenológica, en las sombras del 11-M y a los que escuchan a David Summers con emoción. A todos. A todo. Las Fallas asimilan y pueden con cualquier cosa. Son el relativismo cultural, la Juerga, más que la Alianza, de Civilizaciones. Valga un ejemplo: las Fallas nacen como manifestación popular y crítica frente al poder establecido, surgen de una cultura laica soez y hacen gala de un humor tan dudoso como chabacano; sin embargo han sabido integrar perfectamente la participación (abundantísima y generosísima) de instituciones públicas de todo pelaje (tan necesarias hoy para subsidiarlas) y de la Iglesia. Hasta el punto de que las autoridades, en tiempos del Caudillo se llegaron incluso a inventar una ofrenda a la patrona cuando se vieron en la tesitura de idear una fórmula que impidiera que se consumara el riesgo de que la talla en cuestión, verdaderamente horripilante, fuera quemada algún año al ser confundida con una falla.
Porque la característica diferenciadora de las fallas es que, además, esos supuestos monumentos son pasto de las llamas como colofón. No se trata de justicia poética, sino de un ritual de purificación para afrontar el nuevo año, que empieza con la primavera, como todo el que se fije en escotes y la posibilidad de disfrutar de la visión de músculos creados a base de ciclos sabe. Es decir, de algo con tanto trasfondo como emborracharse a lo bestia de forma programada y ritual, año tras año, en una misma fecha. Una tontería programada y entretenida, culminada en este caso con la destrucción y el incendio “del trabajo de todo el año”. No es difícil acometer tal tarea, dada la liberación que la desaparición de las obras de arte supone para cualquiera con un mínimo de gusto. De consuno con esta finalidad última predicada de los monumentos se ha desarrollado toda una cultura de la pólvora, de la luz y del ruido que, viviendo en los tiempos que vivimos, es absolutamente lógico que haya consagrado el triunfo de las fallas. Si el ocio en la actualidad ha de ser estruendoso y generar watios y watios de luz y de sonido, ¿acaso no es la sublimación misma de la identidad festivo-española dedicar unas fiestas a crear luz y sobre todo ruido ex profeso? ¿Existe en nuestro país un festejo popular tan claramente cohonestado con la cosmovisión de D. Jesús Gil y Gil?
Que sea precisamente en Valencia donde se ha asentado con fuerza y ha alcanzado su mayor grado de desarrollo esta visión de la fiesta no es anormal, dado que se trata de una urbe donde sus responsables políticos han tomado valientes decisiones que, sin duda, son el espejo en que toda ciudad que se precie ha de mirarse cara al siglo XXI: en Valencia no existe la noche merced a una red de alumbrado público que garantiza una mejor iluminación que la que puede disfrutarse en invierno en muchas capitales europeas (hasta en días soleados y a la hora en que el sol anda por su cénit) y las ordenanzas municipales proscriben que el nivel de ruido baje de los 60 dB A incluso a altas horas de la noche como medida para acostumbrar a la población desde su más tierna infancia a un ruido ambiente mínimo y constante que les permita desafiar los retos de la vida moderna, de la fábrica a la discoteca, de la radio del coche tuneado al hilo musical del centro comercial, en condiciones de preparación óptimas. Las Fallas quizá sorprendan al visitante por su ruido, sus petardos, su sabor à la Bosnie 1994, pero no suponen un incremento del caos ambiental excesivo para los habituales habitantes de la ciudad. Stalingrado en plena ofensiva era un lugar relativamente pacífico en comparación.
Una fiesta popular como las Fallas es, por ello, un éxito seguro. Su misma esencia admite cualquier cosa y la municipalidad vela porque, en efecto, todo sea posible. En Fallas la gente puede dar rienda suelta a sus más bajas pasiones (desde mear allí donde más ilusión le haga a dar vueltas de rodillas a la capilla de la Virgen en un ambiente cargado de flores y vibradores no retornables) y convertirse en guardia urbano cortando todas las calles que uno quiera porque, simplemente, le apetezca. O, más refinado, para cocinar algo al aire libre, con los kolegas, en medio de la calle. Puede arrendar, incluso, ese espacio ganado con el sudor de su frente, a nobles profesionales del gremio de la hostelería ambulante. Puede hacer con su coche lo que le dé la gana, si es que logra encontrar un espacio donde dejarlo. Sabiendo, eso sí, que los demás harán lo mismo y que los peatones no lo respetarán como habitualmente porque, por una vez, también ellos pueden hacer lo que les plazca. Puede traficar con petardos que, si cayeran en las manos de la División Acorazada Brunete, multiplicaríande golpe por diez la potencia de fuego de todo el Ejército de Tierra español (¡tiembla, Cataluña estatutaria como algo así ocurra!). Puede quemar contenedores de basura, coches e incluso los monumentos falleros en cuestión, si se dejan y se atreve. Porque, aclaremos para eximirnos de responsabilidad, no es que sea una actividad aconsejable o que pueda acometerse sin poner en severo riesgo la salud. Aunque circula la especie de que las fallas son estructuras de madera, de que se trata de encomiables trabajos de artesanía, cualquier persona que haya aplicado la llama de un mechero a cualquier “ganchito” o snack de aperitivo industrial y conozca en consecuencia el “abc” de la combustión de los derivados del petróleo se percatará con rapidez de que estamos ante un fin de fiesta que bebe en las fuentes de la mismísima política de pozos de petróleo quemados de Sadam Hussein.
En definitiva, que las Fallas son una especie de sublimación del concepto de fiesta moderno, un gigantesco aspirador de pulsiones básicas y primarias que conducen al ser humano, en la dura tesitura de tener que perfeccionar constantemente sus rituales reproductivos por culpa de la creciente complejidad social y la generalización de la depilación por láser, a buscarse espacios de dispersión en los que el recurso a la drogadicción sea considerado lícito y esté socialmente jaleado, siquiera sea por unos días al año. Tanto para ligar como para consolarse por no hacerlo. Tanto para trabajar como para buscar excusas para no hacerlo. Tanto para pegarse de hostias con los latingkings del barrio de al lado como para que te las den a ti y de paso se carguen el tubo de escape del coche de tu novio. Son, por eso, cómo ponerlo en duda, unas grandes fiestas. Pero no se las tomen demasiado en serio porque son, en realidad, como todas. He ahí precisamente lo maravilloso de dejarse seducir por la locura colectiva que es la ritual querencia humana a divertirse en compañía.�
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