Capítulo 4.- Los animadores culturales
Pedagogía para el nene y la nena
Están por todos lados, han conquistado cada capa de la sociedad. Los encuentras en el campo del arte, en la literatura, en el de las organizaciones ciudadanas, en los colegios, en algunas áreas de los ayuntamientos, diputaciones y gobiernos autonómicos. Nos han invadido como una horda silenciosa. No paran de dar saltos y de gesticular de un modo simiesco e inquietante. Son la vanguardia institucionalizada del buen rollo: los animadores culturales.
En una época más viril que ésta, un animador cultural hubiera sido inmediatamente lanzado a las fieras o a los tiburones, previa amputación de sus miembros, pero ahora tales personajes han llegado a constituir hasta uno de los sectores laborales en alza. La misión de un animador cultural es hacer llegar a un grupo de personas una determinada disciplina, pervirtiéndola hasta límites insospechados con tal de hacerla accesible y divertida.
Unos ejemplos. Si el animador cultural trata de transmitir una serie de valores solidarios, recurrirá a dar pataditas de capoeira o a los juegos malabares como representación de las culturas (y puede llegar a hacer todo esto, con el mayor descaro, en barriadas marginales o incluso zonas del tercer mundo, donde a sus pobres habitantes se les hace la boca agua con la idea de deglutir hasta los bolos de las acrobacias manuales). Si el animador tiene la misión de enseñar ciertos aspectos sobre un pintor, convertirá su magna obra en un juego de recortes y dados. En el caso de la literatura, no dudará en montar una improvisación teatral con títeres de papel reciclado (la animación cultural está muy relacionada con el arte dramático y la protección del medio ambiente) o si, verbigracia, su público son unos ancianos (un sector de la población que ya contaba con sus achaques, sus bajas pensiones y la falta de respeto del resto de la sociedad y encima tratan de rematarlos con esta especie de inducción al suicidio), el animador tratará por todos los medios de provocarles un infarto o aumentar su sordera con alaridos de todo tipo para retrotraerlos a lo más estúpido de la infancia. Aquí hacemos un pequeño alto. Los niños son también otras grandes víctimas de la animación cultural, pero tanto los animadores como los tiernos infantes son criaturas igualmente crueles y repulsivas, así que se merecen los unos a los otros.
La animación cultural es el resultado de una combinación explosiva: el bajo nivel del sistema educativo y la corrección política (que siendo algo penoso también tiene una virtud: se la puede culpar de todo). Así ha nacido el monstruo: una especie de maestros degradados, medio saltimbanquis, medio pedagogos. La decadencia de la enseñanza le ha propinado una patada al profesor tradicional, transformando su trabajo en una pantomima donde la palabra excelencia produce urticaria. Por su parte, la corrección política adopta múltiples formas. Uno de sus disfraces es la llamada ‘educación en valores’. Con esa denominación se esconde la tendencia a democratizar todo saber de manera inmediata, a modo de bebida instantánea, eludiendo los pasos necesarios para capacitar al ciudadano en la comprensión de un determinado conocimiento. Las vías adoptadas por la sociedad actual para promover esta cultura Nesquik (o Cola-Cao, para que no se nos enfade ninguna afición) son los trípticos y los susodichos animadores. La profusión en la edición de trípticos de educación en valores generará pronto su particular premio literario. Mientras, los animadores resultan capaces de reducir ‘El mundo como voluntad y representación’ de Schopenhauer, a una sesión del juego de ‘Enredo’, aquel de tirarse al suelo sin zapatos tratando de que el contrario fuese el primero en romperse la columna vertebral. Esto sólo puede conseguirse extrayendo de cada campo su parte más superficial, más divertida y asimilable, trastocándola hasta hacerla digerible como una golosina.
Lo preocupante no es la existencia de estas maquinitas de golosinas por una gorda expendidas por la animación cultural, sino que es la Administración quien empieza a regular tal actividad, convirtiendo el cuentacuentos en un modo institucionalizado de enseñanza (y no precisamente el cuentacuentos que antaño suponía la base de la tradición oral). Para colmo, los animadores están íntimamente relacionados con los talleres y la estética del solidario buenrrollista, razón de más para considerar su actividad como delito y mandarlos a Alcatraz a leer trípticos.
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