The God Delusion, de Richard Dawkins
LPD no tiene por costumbre comentar libros no publicados en España y no escritos en cristiano. Pero mucho ojito, porque que no lo tenga por costumbre no significa que no lo hagamos de vez en cuando.Como tampoco consideramos que hacerlo sea un anatema. Somos así de poco respetuosos con nuestra audiencia. O, según se mire, de respetuosos. ¡Si nosotros podemos estar al día de lo que ocurre en la capital del Imperio y comprarnos cositas con Amazon, así como leer directamente en lenguas extrañas, seguro que nuestra docta audiencia también puede!
Pero, aun habiéndolo hecho en ocasiones (y siempre con obras que sabíamos que tarde o temprano serían traducidas) y teniendo en cuenta que no nos parece mal, la cosa no deja de tener un tufillo pedante. Lo que pasa es que LPD tiene una obligación moral para consigo misma y sus hacedores: que a creídos y académicamente pomposos, por difícil que sea, no nos gane nadie. Lo cual, dado cómo se han puesto las cosas, nos obliga desde ya, sin esperar a la traducción española, a comentar la última obra de Dawkins. Porque si llevábamos inquietos un par de meses, leyendo en artículos de opinión en diversos medios referencias más o menos veladas a la misma (que la globalización permita imprimir cualquier cosa producida por pelafustanes de Oxfbrige o Harvard en nuestros diarios, quitando espacio para las nobles producciones de menosprecio displicente del columnista con ínfulas de intelectual reciamente español provoca estas desgracias colaterales: que se te llenan de referencias al panorama intelectual de otras naciones, aunque a los editores de prensa, cegados por los beneficios de escala, les de igual), que ayer Muñoz Molina le dedicara el artículo central de opinión en “El País” al librito de marras pasa de castaño oscuro. Si un periódico generalista y dirigido a las masas puede permitirse centrarse de esta manera en obras presuntamente inaccesibles para el ciudadano español medio y no pasa nada, ¿cómo es posible que en LPD podamos tener algún escrúpulo?
El libro que publicó Dawkins en 2006 sobre la engañifa religiosa tiene el indisimulado objetivo de crear polémica y hacer caja. Previsiblemente obtendrá un notable éxito en esta última de sus intenciones, con lo que puede asegurarse que el autor ha triunfado con creces y cumplido sus objetivos. Respecto de las posibilidades de que la obra genere polémica uno es, en cambio, más discreto. Porque, a fin de cuentas, el lector español no puede evitar pensar que lo mismo que escribe Dawkins, en menos páginas y quizás con menos documentación antropológica, lo podría escribir Fernando Savater con más gracia. El Fernando Savater, claro, anterior al rapto sufrido a manos del Foro de Ermua y ETA. Bueno, en realidad, la cosa es que Savater, eso mismo, ya lo tiene escrito.
El libro de Dawkins hace un repaso a la pervivencia del mito religioso y a la comprensión y benevolencia con que es tratado en nuestras sociedades. A pesar del origen del autor (británico), es evidente que se trata de un best-seller que piensa en el mercado estadounidense. En Europa cualquier lector medio, alfabetizado, no puede dejar de pensar que asiste a un repaso interesante, informativo en ocasiones, sí, confirmativo las más, reafirmante, de los dogmas más que consolidados de la modernidad. Se trata de una obra poco polémica, porque no puede herir sensibilidades. ¡Incluso contiene un alegato en punto a la injusticia de retratar a curas y obispos como pederastas! De forma que cualquier europeo, en tanto que producto derivado de la Ilustración de las luces, encuentra poco contenido impactante en el libro.
Miedo da pensar qué ocurre en países que no vivieron la Revolución Francesa, como la nación de la libertad congregada ante Dios a la que va dirigida la obra, como para que de veras un texto tan pacífico y deudor de la modernidad decimonónica, tan correcto y poco osado, para que pueda ser (como está siendo), objeto de viva polémica. Pero se trata de una cuestión que nos alejaría de lo que nos ocupa (demostrar que LPD está más al día que cualquiera en cuanto a leer cosas todavía no editadas en España) y que además es muy triste, así que mejor dejarla.
Los puntos exóticos de Dawkins, sobre los que quizá sí vale la pena detenerse algo más, con ser marginales a las tesis centrales del libro, permiten algún comentario. Se trata de la interferencia cientifista en la que como biólogo no puede sino recrearse y de la denuncia que realiza sobre el estatuto privilegiado de las religiones en el debate público.
Respecto de la primera cuestión, es gracioso cómo para Dawkins (sin duda debido a su formación pero sobre todo como consecuencia de sus habituales éxitos editoriales en el mundo de la divulgación científica sobre esos temas) es imposible sustraerse a la tentación de analizar el sentimiento religioso como una característica decantada (si bien como producto secundario) por la evolución. Estas páginas sí son, para el no especializado en esos mundos, novedosas y más o menos curiosas. Con la doble ventaja de que permiten a Dawkins amortizar en otro libro el trabajo ya publicado en otros lugares. Todos contentos: nosotros aprendemos sobre las obsesiones del lobby de turno, sobre “genes” y “memes”, sobre cómo se legan a los descendientes, sobre cómo se van depurando por selección natural; el autor puede rentabilizar el trabajo que tiene muy trillado sobre el asunto, escribe páginas con facilidad sin lecturas adicionales que hacer; y el editor, tan contento, tienen cincuenta o cien páginas que engordan el volumen y el precio del libro. Otra cosa es que las exageraciones sobre el origen genético y el determinismo biológico puedan convencer a todo el mundo. O que puedan seguir haciéndolo dentro de un par de décadas, cuando se acabe (esperemos) la moda de confiar la explicación de cualquier fenómeno más a lo innato que a lo adquirido, por hablar en términos eurocentristas.
En cuanto a la segunda (resaltada, por cierto, con tino por Muñoz Molina en su “artículo de opinión-reseña” que, eso sí, es una modalidad de lo más cómoda y rentable), es cierto que tiene interés e importancia llamar la atención sobre el notable hecho de que la superchería religiosa cuente con la carta blanca que cuenta en nuestros días. La condena de Salman Rushdie, el asunto de las viñetas de Mahoma… demostraron que jugar la carta de la intolerancia religiosa y de la libertad de conciencia permite apagar o amortiguar las críticas a las actuaciones más aberrantes. Pareciera que la libertad de conciencia se confundiera con la imposibilidad de criticar magníficos y rutilantes ejemplos de majadería colectiva.
Especialmente atractiva es la reflexión que realiza Dawkins, con toda la razón del mundo, respecto a la tendencia que tenemos a ocultar la esencia religiosa de algunos conflictos. Llamamos “limpieza étnica” a las carnicerías que por motivos religiosos se montaron en Bosnia. O a las que actualmente hay en curso en Irak. Cuando se trata, pura y simplemente, de guerras de religión. Habría que señalarlo así y abandonar la desagradable tendencia de sobreproteger a las religiones y a las iglesias. Como su versión más occidental y democrática no se ve (ya) reflejada en esas carnicerías, todos aceptamos denominarlas de otra forma, decir que son cuestiones étnicas, para que no paguen justos por pecadores. Pero es que, oiga, si se trata de cuestiones que se producen al amparo de la fe, ¿acaso no es razonable pensar que quizá, sólo quizá, el respeto al culto que en esencia contiene exactamente el mismo germen de irracionalidad y confianza en la revelación, pueda estar en la génesis del problema, de los descarrilamientos? El fundamentalismo religioso es posible en tanto que la idea misma de la religiosidad lo es.
Ocurre, sin embargo, que la crítica a la religión y al sentimiento religioso en sí mismo está ahora mal vista. Probablemente es un avance que así sea y que hayamos pasado a ampliar con la protección a todas las religiones y no sólo a la propia. Porque lo que no es de recibo es pasar por alto reacciones como las típicamente españolas, ancladas todavía en el sentimiento de que religión verdadera sólo hay una y que con las demás se puede hacer todo lo que con la propia está vedado, de condena furibunda a cualquier límite a la libertad de expresión para criticar al islam a la vez que se pena hacer mofa de la iglesia católica y verdadera de Roma. No obstante lo cual, cuando se abandona de verdad la lógica de que el resto de religiones son propias de infieles y, en consecuencia, duro con ellas, sustituyéndola por la exigencia de un trato igual a todas las personas y a las fes que profesan, la consecuencia lógica es, dada la relativización de la fe y la religiosidad que de por sí, de manera inevitable, algo así inherentemente supone, llegar a la conclusión de que se ha de acabar con la idea, tan nefasta, de que los sentimientos religiosos son respetables.
Porque no es así. La religiosidad, por mucho que haya que reconocer a todos el derecho a hacer las tonterías que quieran (siempre y cuando no sean nocivas para los demás) y a pensar cualquier gilipollez que se les ocurra, no dejará por ello de ser un símbolo patente de atraso no sólo intelectual sino moral. Un reconocimiento patente y palmario de la incapacidad propia de afirmarse como ser humano capaz de corresponder a la dignidad que es inherente a cualquier ser con conciencia moral autónoma. Más allá de todo lo que supone respecto a la indigencia existencial de creer en hadas, dragones, gnomos, hobbits, dioses del cargo o deidades como el Dios cristiano, lo más triste del asunto es que refleja una estatura ética bajísima. Y justamente se trata de señalar lo alucinante que es que, todavía a estas alturas, pase la situación por ser, precisamente, la contraria.
Compartir:
Tweet
Nadie ha dicho nada aún.
Comentarios cerrados para esta entrada.