LA PASIÓN DE CRISTO
Putas, judíos y maricones, y otras gentes de mal vivir
Alejada ya la Semana Santa, y cuando ya se han derramado ríos de tinta debatiendo en torno a si la película representa el sufrimiento de Dios o si es un panfleto contra los judíos (un debate que ha quedado en segundo término en nuestro país ante la llegada de Bin Laden a la Moncloa), llega nuestro momento, en que, sabedores de nuestra responsabilidad, debemos sentar la cátedra definitiva al respecto y poner el punto y final en torno a “La Pasión”, de Mel Gibson.
Porque somos, los redactores de LPD, gentes sensibles. Y puede que nos emocionemos con un plano fijo de ocho minutos en una película francesa; puede que nos riamos con el fino y sensible sentido del humor de “Amélie”; e incluso puede que saludemos el ingenio de las ceremonias de los Goya… Pero no hemos sucumbido a la sensibilidad al Cristo de Mel Gibson. Porque uno iba con miedo al cine. Con las noticias de gente que había muerto en la sala debido a la emoción, con el anuncio de que la película era en arameo, y con la confirmación de que no había escenita sexual entre Jesús y María Magdalena (nueva decepción del cine bíblico), el tema no se podía presentar peor. Lo malo es que la película se proyecta en grandes salas de centros comerciales, algo incomprensible. Porque Mel Gibson (reivindicado por muchos como autor desde “Braveheart”) se preparaba para ser proyectado en cines para entendidos, esas salas de versión original. De hecho, su película cumple todas las condiciones:
– es una película que se presenta en versión original, sin doblaje
– es un director que abomina del ambiente de Hollywood, plagado de intelectualoides (en realidad, unos imperialistas)
– es una película reaccionaria y aburrida, como gran parte de las películas que se estrenan en estas salas
– está basada en una obra clásica de la literatura mundial
– no se recomienda comer palomitas viendo la película porque es bastante gore: la prohibición de ingesta de palomitas va muy acorde con estas salas.
Superada, de todos modos, la extrañeza que produce ver una película de autor en una pantalla grande, donde te puedes sentar cómodamente y ver la película en unas óptimas condiciones de sonido e imagen (en lugar de las salas de los cines para entendidos, incómodas y plagadas de restricciones fascistas); superada, decimos, esta extrañeza, tiene gracia ver la película por varios motivos.
En primer lugar, para contrastar la tan cacareada fidelidad a los textos bíblicos. Por mucho que busquemos, es difícil encontrar en la Biblia un pasaje que sí aparece en la cinta: la secuencia en que Jesús se nos muestra como un carpintero adelantado en 2.000 años a su tiempo. En esta escena, Jesús construye una mesa de patas altas (como las mesas actuales, vamos), a lo que su madre le replica: “Eso no va a tener éxito”. Gloriosa fidelidad a la Biblia. Un poco más, y le responde Jesús: “Pues sí, Madre, y habrá un día en que las gentes conocerán la electricidad, las discotecas y los documentos en pdf”.
En segundo lugar, para ver cómo Mel Gibson inventa un nuevo género, el del “cinepredicador”. Mel Gibson lleva años en que no para de regalarnos su ideario, basado en que es un cristiano “born again”, estos cristianos nortemericanos que, como George Bush, se pasan los primeros cuarenta años de su vida de juerga, bebiendo, drogándose y follando con cualquiera y que, cuando llegan a los cuarenta y el cuerpo no les da más de sí, dicen que han visto la luz, han descubierto a Jesús y empiezan a dar la paliza aun cuando nadie les pide su opinión. Los “born again” odian asuntos tan diversos como los homosexuales, el sexo fuera del matrimonio y la música rock, y predican la próxima llegada de un nuevo Mesías que se liará a dar de hostias y a poner las cosas en su orden.
Abanderado de este colectivo tan simpático, Gibson construye una película en que muestra a Jesús no como un hombre que sufre, sino como un supermán que aguanta lo que sea y que sufre como medida de superioridad indulgente hacia esa escoria llamada humanidad. Con la excusa de filmar sólo la Pasión, Gibson se evita dar explicaciones de la figura de Jesús, elude abordar los momentos más polémicos de su vida y, así pues, presenta a un Jesús que es lo más de lo más, porque sí, porque lo dice Gibson. Y, si queda alguna duda, la película acaba con la Resurrección (a pesar de que la película se titula “La Pasión” y no “La Pasión y Resurrección”) para que no nos quepa ningún atisbo de sospecha que nos permita cuestionar la naturaleza del Hijo de Dios (y de paso, así se logra dotar al relato la estructura del “happy end”).
Y aquí arranca el motivo del debate que se ha montado semanas atrás. Un debate artificial, puesto que la película no plantea nada, ofrece sólo una solución: Jesucristo es indiscutible y, si no lo aceptas, eres un ateo y un rojo de mierda. Si te gusta la película, en cambio, significa que has abrazado la Verdad y que las puertas del Cielo se abren a tus pies. Frente a visiones comprometidas (Pasolini), desmitificaciones (los Monty Python), ciertas polémicas (“La última tentación de Cristo”, “Jesús de Montreal”) o frente a un esfuerzo de contextualización (“Rey de Reyes”, “Jesús de Nazaret”), Gibson opta por una visión “por cojones”, porque yo lo digo y porque si no te gusta, eres un homosexual desestabilizador y filoterrorista. Las dinámicas de debate propugnadas por Bush y Ánsar las traslada Gibson a la pantalla en un ejercicio repugnante, pero no por la supuesta crueldad de sus imágenes (no hay para tanto, la verdad, es mucho más salvaje “El crimen de Cuenca”, de Pilar Miró), sino porque estas imágenes gore sirven para apelar al sentimiento colectivo del público, de modo que resulte imposible plantear un debate alternativo al que se ha planteado en torno a la película: casi parece imposible ser cristiano y señalar, al mismo tiempo, que la película es un bodrio.
A este respecto, la elección de rodar en arameo no es casual. No tiene nada que ver con la fidelidad (si hubiese tal preocupación por la fidelidad, no existiría la secuencia de la mesa moderna), sino con la Verdad de la Palabra de Dios. Lo que viene a decir Gibson es: yo muestro a Jesús hablando su lengua, porque mi Jesús es el único auténtico. Lo triste es que los mismos que aplauden esta película son los que machacaron, en su momento, a la de Scorsese, sin considerar (porque nunca llegaron a verla) la visión respetuosa del director de “Casino” hacia la figura del nazareno, tanto en su vertiente humana como en la espiritual. Da lástima este servilismo de ciertos grupos católicos pro-PP que opinan sin conocer (ya sea hablar sobre Scorsese, “La pelota vasca” o “La mala educación” vanagloriándose de opinar sin haber visto las películas), y que, al tiempo que reconocen en privado la decrepitud de Juan Pablo II, afirman que conserva toda su lucidez cuando dijo aquello de “[la peli de Gibson] es tal como fue”. Al menos en otros países tienen a sus Monty Python. Aquí nadie se atreve a meterse ni con Escrivá de Balaguer.
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