Brokeback Mountain
Dos cabalgan juntitos
Los críticos de cine llevan ya algunos meses poniendo a prueba su erudición y dándole vueltas a la cabeza sobre un tema de enorme trascendencia: buscar rastros de homosexualidad en el western norteamericano. Que si en tal película de Anthony Mann el personaje de James Stewart decía una frase en que insinuaba una tendencia gay, que si en los westerns de Howard Hawks los espacios eran claustrofóbicos porque los personajes montaban orgías de orgullo, que si en aquella otra película John Wayne era, en realidad, un precursor de la Village People… en fin, toda una serie de elucubraciones que nosotros, sinceramente, no acabamos de ver. Porque, ¿qué género hay más viril que el western? ¿Dónde están los hombres más duros? Si nos dijeran que los musicales de Hollywood están llenos de julandrones, pues sí, estaríamos de acuerdo. Pero en el western, por Dios, qué nos están contando.
Sucede que los críticos se han visto sorprendidos por un hecho inusual: un director chino ha hecho un western en que los protagonistas son gays. Toma invasión amarilla. Le abres generosamente las puertas de la industria a un oriental, le das todos los medios para que dirija un producto comercial de superhéroes (“Hulk”) y luego el tío va y te la clava atacando uno de los pilares de la cultura yanqui. El revuelo que se ha montado ha sido considerable.
Nadie había previsto esta traición. Históricamente, el western había sido un género puramente americano y realizado por americanos. Todo cineasta americano de pro tenía que realizar al menos un western en su vida. En los westerns se llevaba a cabo una de las grandes tradiciones sureñas de Estados Unidos: matar al extraño. Las pelis del oeste están protagonizadas por vaqueros que matan indios y búfalos, que van en busca de oro, que construyen ferrocarriles, que civilizan en definitiva, y que, al final, reescriben la historia para que no quede ni rastro de las barbaries cometidas: “imprime la leyenda”, era la sentencia que aparecía en un western de Ford.
Sin embargo, el western también fue sensible a los tiempos que corrían. En los años 60 llegó la decadencia del género y éste empezó a reflexionar sobre sí mismo: se hicieron películas en que los indios eran los buenos; en que el ferrocarril no representaba ya el progreso sino el capitalismo salvaje; en que la búsqueda del oro corrompía el alma de los colonos; en que se mostraba la conquista del oeste como un expolio desenfrenado. Este ocaso se agravó cuando se empezaron a hacer pseudo-westerns en Italia y España. Esas inocentes películas que vistas hoy (y suponemos que también entonces) daban vergüenza ajena.
El western, como vemos, tuvo su decadencia, pero jamás se le ocurrió a un director plantear la decadencia más absoluta: la crisis de identidad sexual de los vaqueros. Hasta que llegó un director no americano (antiamericano añadiríamos) para que, con la perspectiva que le da la distancia cultural, planteara un relato cómico sobre el western, sobre la homosexualidad y sobre las relaciones de pareja. Porque “Brokeback Mountain”, lejos de ser una película poética, es un festival del humor cargado de homofobia y resentimiento.
La película trata sobre dos vaqueros que son contratados para llevar a pastar un ganado de ovejas durante el verano. Tras semanas de soledad, una noche les llega un apretón y, sin mediar siquiera un beso, proceden a la penetración anal. Los niveles de poesía de esta secuencia son tan profundos en este punto que uno no puede contener las lágrimas. A la mañana siguiente, no saben ni qué decirse, pero reflexionan durante todo el día, llegan a la conclusión de que se gustan, y formalizan entre ellos su relación pasando más noches de placer bajo la atenta mirada de las estrellas.
Pero ya se sabe cómo es el sur de los Estados Unidos. En vez de irse juntos a algún otro sitio más tolerante, deciden separarse, cada uno se casa con una mujer y se limitan a verse esporádicamente. Estos encuentros esporádicos siempre se resumen en lo mismo: se van a pasar un fin de semana juntos a pescar y comer truchas en el sitio en el que surgió el amor. La mujer de uno de ellos sospecha por dos detalles: porque los ve morrearse a escondidas, y porque su marido nunca lleva truchas a casa. “¿Qué pasa con las truchas? ¿Acaso os las coméis allí todas?” es, más o menos, lo que le viene a recriminar.
El tiempo pasa y los vaqueros van envejeciendo. Uno de ellos, Jack, tiene que dejar los rodeos porque tiene muchos dolores en la espalda. Huelga decir que Ang Lee ya se ha encargado previamente de mostrar de manera muy explícita que Jack es pasivo. El otro, Ennis, es un tipo insatisfecho que no tiene ni un duro. Jack le presiona para irse a vivir juntos a un rancho, pero Ennis es reacio a salir del armario. Jack decide buscarse a otro y la cosa no acaba demasiado bien, para mayor melancolía (o alivio, según se mire, porque Jack era un pesado de narices) de Ennis.
El problema de este melodrama de Ang Lee es que, en su conjunto, todo parece un chiste malo construido sobre una idea chocante: ambientar una película en el oeste americano con dos protagonistas gays. El planteamiento, que podía haber dado lugar a un proyecto estimulante, se queda en un intento porque apenas se ve el conflicto con el entorno en el que viven los cowboys. Se tiran toda la vida cuestionándose la aceptación de su identidad sin atreverse a dar un paso en un sentido u otro. Un mensaje bastante desalentador para los grupos que luchan en favor de la igualdad de derechos de los gays.
Reclamamos que la película abra, por lo menos, una vía en la búsqueda de nuevos caminos en los géneros cinematográficos. Que en España se vuelva también sobre los géneros populares de los años 50 para darles un nuevo enfoque. Queremos un biopic sobre Ortega Cano. Más libertad y menos hipocresía.
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