La ilusión populista. De lo arcaico a lo mediático
Pierre-André Taguieff
El populismo en política ha adquirido históricamente formas diversas. Desde el modelo contrario , en apariencia, al sistema político tradicional (y, sobre todo, al modelo de partidos políticos predominantes) hasta la pulsión racista y/o nacionalista que reúne voluntades en torno al líder, el populismo se fundamenta en una serie de características que relataremos brevemente a continuación, pero que pueden resumirse en la cercanía al “pueblo”, entendido como una entidad colectiva de sabiduría casi metafísica pero, al mismo tiempo, tradicionalmente ignorada, por parte de un líder providencial (más que de un partido político) que, a diferencia de los políticos tradicionales, se preocuparía por los intereses e inquietudes del pueblo, al que sería particularmente cercano. Tanto en la forma, esto es, en la interacción continua, mediada o no (a través de la televisión o en un mitin, por ejemplo), como en el fondo, es decir, sabiendo interpretar los deseos del pueblo y erigiéndose en portavoz de los mismos.
El populismo político, en resumen, supone siempre un desafío, aunque la mayor parte de las veces sea más aparente que real, al sistema político en su conjunto, por cuanto rechaza en diversos órdenes la política tradicional y la democracia representativa (aunque muchas veces acceda al poder mediante los mecanismos proporcionados por ésta) y por cuanto promete una serie de cambios sociales, políticos y económicos que supuestamente favorecerían los intereses del mítico “pueblo” desatendido por un sistema esclerotizado y dominado de las élites. En realidad, cabría definir el conjunto de la acción política, aunque esto suponga un cierto ejercicio de simplificación, en torno al doble eje populismo / elitismo (el libro de Irving Crespi “El proceso de opinión pública”, Barcelona , Ariel, 2000, profundiza en la explicación de este doble eje -así como en otras cuestiones fronterizas-, por si les interesa). El populismo renunciaría a la especialización y el conocimiento de los hechos proporcionados por las elites para apelar en su lugar a la voluntad popular, mientras que el elitismo tendería a administrar la complejidad social en la práctica a espaldas del gran público siempre que esto fuera posible, dada la insuficiente capacitación que se le atribuye a éste para tomar decisiones en la mayoría de asuntos públicos, en lo que constituiría uno de los mayores problemas de la efectividad de la democracia representativa: la incapacidad para profundizar en la misma en un contexto cada vez más complejo en el que la especialización tecnocrática lo invade todo (por ejemplo: ¿está el público realmente capacitado para tomar decisiones con conocimiento de causa en cuestiones de política económica, energética, etc.?). Cabría argüir que, en la práctica, la pulsión populista ha experimentado un doble proceso de acercamiento y alejamiento respecto de lo que constituye el sistema político tradicional:
- Acercamiento merced a la espectacularización de la política propiciada por la omnipresencia de los medios de comunicación social, en particular la televisión, en un contexto de sociedad de masas que requiere, de una parte, una mediación sistemática por parte de los medios entre los representantes y los representados que invalida parcialmente la forma tradicional de hacer política (piensen por ejemplo en el absurdo de los mítines políticos en estados, salas de conferencias y plazas de toros llenadas casi exclusivamente por afiliados al partido, cuyo propósito real es efectuar una gigantesca representación ante el público “real” que accede a una versión fragmentaria del mitin a través de los medios, sobre todo, de nuevo, la televisión; otro día hablaremos con mayor profundidad de esto). Correlato de dicha espectacularización y de la importancia central de la telepolítica es la personalización del quehacer político, mucho más centrado en el líder que en el partido, dado que es el líder, y no el partido, el que puede plasmarse y representarse (a sí mismo y con él, también al partido) con nitidez a través de los medios. Este fenómeno ha comportado que cada vez más rasgos del populismo tradicional hayan invadido las formas “tradicionales” de hacer política propia de los partidos ubicados en el centro del sistema (por ideología y, sobre todo, por su incidencia social, manifestada a través de sucesivos procesos electorales), al mismo tiempo en que la complejidad social obligaba a los políticos populistas, de grado o por la fuerza, a adoptar decisiones continuamente determinadas más por la tecnocracia de las elites que por la voluntad popular, por más que se pretendan producto de esta última. Por eso, asistimos cada vez más a la aparición de abundantes hibridaciones que en el momento actual prácticamente son patrimonio de cualquier partido político, una especie de ficción populista representada de continuo a través de los medios.
- Y alejamiento, por otra parte, porque uno de los fundamentos del populismo, su rechazo a las reglas y convenciones de la política tradicional y su voluntad revolucionaria (de nuevo, de palabra o también de obra), tiende a ubicarlo en los extremos ideológicos del sistema político, tanto en la extrema derecha como en la extrema izquierda. Por eso los partidos populistas en países democráticos, como el Frente Nacional de Le Pen, el VPÖ de Haider, la “Revolución Bolivariana” de Chávez o el PRD de López Obrador, tienden a ir más hacia los extremos conforme mayor profesión de fe hacen en el populismo, incluso con independencia de que la ideología que cimenta a sus partidos políticos sea en sí más o menos extrema (lo es más, en los ejemplos que adjuntamos, en los tres primeros casos que en el último)
El libro que aquí comentamos revisa estas y otras cuestiones relacionadas con el populismo. Escrito por Pierre-André Taguieff, prominente politólogo francés, combina inmejorablemente la dimensión teórica con su aplicación de diversos ejemplos prácticos que a continuación procede a categorizar. Y aunque la razón principal de publicar tal libro fue la presencia de Jean-Marie Le Pen en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas de 2002 (lo que tuvo por consecuencia un apoyo al actual presidente Jacques Chirac superior al 80%, pero también, y como lógica consecuencia directa, un nada despreciable apoyo de más de cinco millones de votantes, en torno al 18%, al extremismo de Jean-Marie Le Pen), cuestión que es profusamente analizada, ello sirve en cierta manera como excusa para analizar también todo lo anteriormente mencionado. Por desgracia, el libro no está publicado en español, razón añadida para hacerse eco de lo que en él se dice desde aquí (con aportaciones añadidas, justo es reconocerlo, de cosecha propia). Como conclusión, nos centraremos brevemente en una tipología expuesta en el libro particularmente esclarecedora, en la que Taguieff distingue dos formas básicas de populismo (que, de nuevo, pueden encontrarse, y de hecho se encuentran a menudo, asociadas en un mismo movimiento):
1) El populismo como movimiento-protesta, es decir, de rechazo a determinados aspectos de la política tradicional y la democracia representativa. Dos son las características fundamentales: en primer lugar, el antiintelectualismo, visto como rechazo a las elites que tradicionalmente han manejado el poder a espaldas del pueblo, y la defensa de la “sabiduría popular” como categoría de infalibilidad casi mítica. Y en segundo lugar, la hiperpersonalización del líder del movimiento como individuo especialmente dotado con las virtudes precisas para superar esa barrera percibida entre representantes y representados, por cuanto sabría interpretar perfectamente la voluntad del pueblo y, de hecho, a diferencia de las malignas elites generadoras de políticos “tradicionales”, también provendría del pueblo.
2)El populismo identitario, o nacional-populismo, o la fuerte asociación, por otra parte lógica, entre la apelación genérica de los dirigentes al “pueblo” y su constitución ideal como “nación” aquejada de todo tipo de peligros que podrían afectar a su genuina naturaleza, pensamiento expresado en el slogan del FN “Los franceses primero”, posteriormente copiado por casi todos los movimientos europeos de extrema derecha, entre ellos el español. En este caso, y tomando como ejemplo el Frente Nacional francés, Taguieff designa las siguientes características principales:
a) La apelación política al “pueblo”, entendida como llamada personal del líder a sus fieles. El líder indiscutible del movimiento entendido como intérprete privilegiado de la voluntad popular, una especie de oculto “todo con el pueblo, pero sin el pueblo” (en este caso, las bases ideológicas y sociales).
b) Como consecuencia de lo anterior, la llamada al “pueblo” en su conjunto, en principio sin distinción alguna por clase social, tendencias ideológicas o categorías culturales, algo lógico si tenemos en cuenta la idolatrización aparente que se hace (tanto en dictaduras como en democracias) del “buen pueblo” español, francés, alemán, etc., en cada caso concreto. La idea es presentar el movimiento populista como interclasista y motivado por intereses e ideales superiores que abarcarían al conjunto de la nación.
c) Finalmente, en la misma línea, la llamada al pueblo “auténtico”, percibido como “sencillo”, “honesto”, “sano”, opuesto a la lucha de partidos y a los intereses de los partidos tradicionales, ajenos al pueblo. Se trata de una apelación notoriamente “antisistema” que intenta presentar al movimiento populista (y, al fin y al cabo, esta es la base de todo populismo) como un movimiento surgido “desde abajo”, producto de los auténticos intereses nacionales expresados por la sabiduría popular, y que de nuevo constituye un rechazo de las elites y los movimientos políticos tradicionales.
d) La apelación a la ruptura purificadora o salvadora, entendida esta como un doble movimiento de ruptura y de cambio. De ruptura con el sistema político que permita, como paso previo, hacer un “auténtico cambio”, opuesto a los “cambios de matiz” o el maquillaje de “hacer que todo cambie para que todo siga igual” que sería el producto habitual de la acción política.
e) Por último, la llamada a una unión del pueblo en torno al principio supremo de la unidad nacional, como precepto positivo pero, sobre todo, negativo, fuente de todo nacionalismo: esto es, afirmar la homogeneidad de la nación y el pueblo que la conforma en oposición a aquéllos que no forman parte de ella tal y como es definida, que pueden ser, según las circunstancias, los inmigrantes (o determinados contingentes de inmigrantes), los judíos, los homosexuales, etc.
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