Adriano – Anthony Birley
¿Cómo? ¿Ya han sacado una biografía de Adriano, el delantero del Inter? ¿Tanta calidad tiene? No, amigos, la cosa es mucho peor, no hablamos de Adriano Leite Ribeiro, sino de Publius Aelius Traianus Hadrianus, o Adriano para los amigos, emperador de Roma (117-138 dc). La verdad es que a los lectores de LPD los tenemos malacostumbrados haciendo críticas destructivas, metiéndonos con todo el mundo, pontificando a placer sin dejar ni el más mínimo beneficio de la duda. Hasta ahora, la sección de Libros era prácticamente la única (y con sus excepciones) que más o menos se medio libraba de esta visión tan negativa y esencialista de las cosas.
Ya va siendo hora de que esto cambie, y para que no se diga allá va mi pequeña aportación, una reseña en la que lo primero que quiero poner claramente de manifiesto es que el libro reseñado es un infierno, fundamentalmente porque tiene todos y cada uno de los defectos del estilo “academicista”: narración lineal, profusión de citas, referencias y nomenclaturas innecesarias, incapacidad para relacionar la mera narración de los hechos con eventos anteriores o posteriores, nula visión de conjunto, … Uno esperaría que al acometer una obra histórica de cierta dimensión, como lo es la vida de uno de los emperadores más importantes del Imperio Romano, la cosa no consistiera en lo que consiste este libro, una monótona sucesión de datos, a los que se les otorga siempre la misma importancia aunque ésta sea muy dispar, y con continuos, e innecesarios, ejercicios de erudición en los que el autor nos atormenta explicándonos quién era el primo segundo, la suegra y el mozo de caballerizas de un potentado de Calasparra que una vez le dio fuego a Adriano, y cosas así, o cómo tal dato se sabe porque se ha encontrado una tesela en el desierto en la que hay una inscripción que podría medio interpretarse como favorable a tal dato (lo cual, pues hombre, si se explica una vez tampoco pasa nada, pero créanme, a partir de la tesela 153 perdí la paciencia, sobre todo porque el tío hace exactamente lo mismo con monedas conmemorativas, cartas, inscripciones en templos, … vaya, con todo). Así que les recomiendo encarecidamente que no se lean el libro, es un peñazo (es lo bueno que tienen las reseñas LPD; si quieren leerse el libro magnífico, pero si no, total, da lo mismo, con la reseña LPD es suficiente).
Adriano tuvo el placer de regir los destinos del Imperio Romano en la que sin duda fue la época más gloriosa de dicho Imperio: la época en la que los españoles, sí, sí, españoles que aún no habían sido sometidos a nefanda esclavitud por los moros, se hicieron con las riendas de Roma y gestionaron el Imperio, qué duda cabe, infinitamente mejor que sus antecesores (y sucesores). Piensen Ustedes que fue precisamente durante el mandato del emperador Trajano cuando el Imperio Romano adquirió su máxima extensión; que no sólo los emperadores, sino buena parte de los cargos públicos de importancia en Roma, eran regentados por españoles (y si, bueno, lo eran porque para algo sendos emperadores, Trajano y Adriano, se afanaron en colocar amigotes en cargos-chollo, pero… ¿es que acaso no haría Usted lo mismo? ¡Pues claro que lo haría, alma de cántaro, para algo es Usted español! Y si no lo es, y tenemos el placer de que un Usted natural de Hispanoamérica nos esté leyendo, sepa Usted que ya es tarde: tiempo ha inoculamos nuestra hispana simiente en sus genes, y ahora ya no hay nada que hacer: ¡a colocar amigotes, que, por otra parte, es lo que toda la Historia de Hispanoamérica determina! Claro, también podría ser Usted un auténtico nativo americano, pero me da la sensación de que, precisamente por las garantías que ofrece la genética española, tanto en nuestra labor de gestión de su tierra como a posteriori, si fuera Usted indio sus posibilidades de tener acceso a Internet se reducen prácticamente a cero).
Adriano fue un emperador de compleja personalidad, extraordinariamente inteligente, innovador en su manera de llevar las riendas del Imperio (el tío se recorrió todas las provincias del Imperio, en ocasiones -sobre todo en Grecia y Asia Menor- varias veces, venga a colocar amigotes por doquier), profundo admirador del primer emperador, Octavio Augusto, y de la Grecia Clásica. En nuestro resumen del libro que aquí reseñamos vamos a centrarnos, precisamente, en estos dos últimos factores, pues son los que ofrecen un panorama más amplio de su personalidad:
Émulo de Augusto: Lo primero que hizo Adriano nada más acceder al poder fue renunciar a la mayor parte de las conquistas de Trajano. Este último no sólo se había hecho con la Dacia (la actual Rumanía), que los romanos mantendrían, al menos parcialmente, durante un siglo y medio (la única provincia romana al otro lado del Danubio), sino que murió de resultas de una infección en camino hacia Roma, después de una triunfal gira por Asia consistente en colocar a un rey títere en Armenia (durante siglos, romanos y persas se dieron de yoyah como peones negros hablando del GAL-16 por la preponderancia en ese reino dejado de la mano de Dios), conquistar Mesopotamia y llegar hasta el Golfo Pérsico. Pues bien, la primera medida que tomó Adriano fue renunciar a todas las conquistas de Trajano al este del Éufrates, volviendo en la práctica a la situación anterior, así como a parte de la nueva provincia de Dacia. A continuación se afanó en la construcción de una serie de fortificaciones a lo largo de los cursos del Rhin y el Danubio y aprovechó su visita a Britania para montar su famoso Muro, inspirador siglos después de la RDA, con el fin de contener las arremetidas de pictos y caledonios. Hizo todo lo que pudo para mantener la paz y, de hecho, no hubo guerras dignas de mención durante su reinado, salvo las derivadas de las dos rebeliones judías (primero de la diáspora, comenzada en época de Trajano, y después en Judea, en los últimos años de Adriano). Tuvo como objetivo principal establecer los límites del Imperio Romano, unos límites razonablemente fáciles de defender, renunciando a continuar la política de conquistas de su antecesor.
En verdad, es sencillo establecer aquí el símil con Augusto: tras una época de conquistas (César / Trajano) cuyo fin no parecía atisbarse, la llegada de un sucesor fundamentalmente pacifista termina con el expansionismo, dedicándose en su lugar a la política interior. En realidad, el símil no es tan perfecto como podría parecer, en primer lugar porque obviamente era mucho más necesario organizar un sistema imperial en un Imperio recién fundado (por Augusto) que en uno consolidado, como el que heredó Adriano. Pero, sobre todo, porque no es totalmente cierto que Augusto renunciara al expansionismo (aunque sí lo es que Augusto era mucho menos entusiasta que César respecto de dicha política expansionista), no en vano las legiones romanas, bajo Germánico, llegaron a instalar provisionalmente un a modo de frontera en el Elba, años después de la ignominiosa derrota romana en Teutoburg (9 dc), en la que los germanos exterminaron las legiones romanas talmente como si fueran un ejército de Haralds Schumachers entrándole salvajemente al francés Battiston en las semifinales del Mundial 82. Y si después se renunció al Elba fue no sólo por la inconsistencia de la posición romana, sino por cuestiones económicas.
A veces se ha puesto en tela de juicio la conveniencia de mantener, por parte del Imperio Romano, una línea fronteriza tan larga como la Rhin-Danubio. ¿Por qué no avanzar hacia el Elba, y así reducir kilómetros de frontera o, mejor aún, irse hasta la prácticamente recta frontera Vístula-Dniéper? Las cosas, naturalmente, no son tan sencillas. Más allá de que resultaba mucho más sencillo realizar el aprovisionamiento a través del Rhin que hacer lo propio con una eventual frontera en el Elba, lo cierto es que Roma no podía tener excesivo interés en Germania, tierra extraordinariamente pobre en recursos, plagada de bosques y de salvajes con los que parecía muy poco atractivo establecer honradas relaciones comerciales y así lucrarse a costa de los germanos. ¿Cómo lucrarse con los que no tienen nada? Aunque, desde luego, no era ese el caso de Mesopotamia, tal provincia, producto de las ansias de emular a Alejandro Magno por parte de Adriano (¿y quién, salvo un español, podría haberse atrevido a tanto, y además con éxito?), se encontraba igualmente en una posición geográfica difícilmente sostenible ante cualquier ataque exterior (y por eso, bueno, por eso y porque siempre ha pertenecido al Eje del Mal, la historia de Mesopotamia es una historia incesante de nómadas pesaos que la conquistan una y otra vez). Podríamos decir que, así como las conquistas de Trajano fueron una prueba de españolidad castiza, de “esto lo hago por mis cohoneh”, las renuncias de Adriano rivalizan en CE (Coeficiente de Españolidad) con lo anterior, y no porque fueran una prueba de inteligencia, que también, sino sobre todo porque poco hay más español que la envidia, el ansia por relativizar, minimizar y hacer desaparecer las realizaciones de los demás para así dar mayor lustre a las propias, en resumen, “por mih cohoneh que el caprichito der malage de Trajano me lo calgoh”.
Admirador de Grecia: Adriano se pasó buena parte de su mandato viajando por las ciudades griegas de la misma Grecia y de Asia Menor, construyó un montón de templos, palacios y monumentos en plan helénico, fue iniciado en los misterios eleusinos (años antes, al emperador Nerón le dieron un buen corte de mangas cuando intentó hacer lo propio), incluso se dejó barba como queriendo decir cuán griego era. En cierto sentido, puede considerarse que Adriano quería resucitar un a modo de Imperio Griego, no como el de Alejandro, sino uno radicado más bien en la época de oro de la cultura griega, el siglo V a.c. ¡Si hasta tuvo a una especie de Hefestión en la figura de Antinoo, rollete metrosexual en estado puro que terminó de la forma más metrosexual posible (con Antinoo suicidándose en el Nilo y Adriano divinizándolo por sus santoh cohoneh, nunca mejor dicho).
De hecho, la obsesión de Adriano con Grecia fue la causa de la última rebelión de los judíos contra el Imperio Romano, la que tuvo lugar en Judea y durante cuatro años mantuvo en jaque a varias legiones romanas, que al final hicieron lo que de los romanos se espera: saquearon, violaron, esclavizaron, lo destruyeron todo y a continuación volvieron a reconstruirlo como más civilizado que antes. La razón última de la rebelión judía, decía, estriba en la extremada pasión helenística de Adriano, quien se empeñó en cascar una peazo estatua de Zeus en el Templo de Jerusalén, además de ponerlo todo perdido de gimnasios en Judea, y claro, aquello no podía acabar bien, que el Pueblo Elegido, cuando le tocan Su Templo, tiene un mal parrús que mejor no encontrártelos por la calle.
Por último, no querría terminar esta revisión somera sin hacer mención al carácter de Adriano, que es, como prácticamente todo en él, síntoma claro de una españolidad aguda, casi diría que terminal (salvo su homosexualidad, esto no hay ni que decirlo, pero tengan en cuenta que eran otros tiempos y además Adriano, en realidad, nació y se educó en Roma, tierra de degenerados donde los haya). Me refiero, en concreto, a la insufrible chulería del personaje, que con independencia de que fuera muy listo, lo cierto es que se pasaba la vida demostrándoles a todos cuán listo era, hasta el punto de que su deporte favorito, más allá de la fundación de cientos de ciudades con su nombre o templos dedicados a él mismo, era rodearse de sabios no importa en qué materia para, a continuación, llevarles la contraria y demostrarles que él, Adriano, sabía más que el sabio en su propia especialidad. Lo cual, fuera o no cierto, tampoco tenía mucha importancia, porque huelga decir que “el Divino Emperador siempre tiene razón”. Lo dicho: un genio.
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